viernes, 26 de abril de 2013

Fuentes de la eficacia del Apostolado de la Oración: La oración

AULA P. IGARTUA S.J.: VIVIR CON LA IGLESIA


El P. Igartua S.J. reeditó con algunas modificaciones la obra El Apostolado de la Oración del P. Ramière S.J.. Comienza el libro reproduciendo una conferencia del P. Igartua S.J.:  Semblanza del P. Enrique Ramière fundador y organizador del Apostolado de la Oración por el P. Igartua S.J. en Oña 3-12-1944

 

El P. Igartua S.J. se hizo continuador del P. Ramière porque le atrajeron dos grandes ideas que las había desarrollado en dos libros: El Apostolado de la Oración; y Las esperanzas de la Iglesia. Ambas ideas se resumen en la petición del Padrenuestro: Adveniat regnum tuum.

En Las esperanzas de la Iglesia enseña el motor de su entusiasmo; en El Apostolado de la Oración los medios para lograrlo. Las esperanzas obran como causa final y El Apostolado como medio necesario.

 

Introducción al libro Apostolado de la Oración del P. Ramière S.J.


I.- El problema de  la  salvación  de  los  hombres.


Si en la economía de la divina Providencia hay algún misterio capaz de turbar juntamente la razón y el corazón del hombre es el del corto número de los predestinados, y la esterilidad aparente de la Encarnación, sudores y sangre del Hijo de Dios.

De la voluntad que tiene Dios por salvar a los hombres, se deduce nuestra obligación de rogar porque esta voluntad se cum­pla: luego la salud del mundo depende de las oraciones. 


II.- Dios  tiene  verdadera  voluntad  de salvarnos.


Es imposible persuadirse que el estado lamentable a que se halla reducida la mayor parte del género humano obedezca a un designio de Dios. Si los errores y crímenes de los hombres obedeciesen a una voluntad arbitraria de Dios, Dios mismo sería responsable de todos ellos, y lejos de ser Santo, sabio y benéfico, sería todo lo contrario y, por lo tanto, no sería Dios,  ni el mal sería el mal.

III.- La libertad humana.


La dificultad está en saber: ¿por qué, queriendo Dios la salvación de todos, se pierden todavía tantos millones de almas?

La respuesta más natural es que la voluntad de Dios no quita al hombre la libertad. Sería inexplicable la proposición de San Pablo, si se tratase de una voluntad absoluta y eficaz por parte de Dios; pues cuando quiere Dios así una cosa, por fuerza tiene que cumplirse. El hombre es libre, y el terrible privilegio de su libertad está en poder obedecer o resistir  a los designios de Dios y cumplir o frustrar sus voluntades.

IV.- La mutua dependencia.


Dice San Pablo que es menester orar por todos, porque Dios quiere la salvación de todos. El cumplimiento de la voluntad divina de que se salven todos, no depende tan solamente de la libre cooperación de los que se han de salvar, sino también del celo, de las oraciones, de los esfuerzos de los que son llamados por Dios para atraer a la vía del divino servicio a sus hermanos.

Si el mundo no es cristiano, no es porque en el plan de la divina sabiduría hayan sido excluidos del festín aparejado para todos sin excepción, sino porque no encontró en los que fueron llamados al principio la cooperación necesaria para hacer gozar a los demás de su dicho. No es decir que la Iglesia haya faltado a su deber, que es una parte esencial de su misión.

 

Primera parte: naturaleza  del Apostolado de la Oración: fuentes de su eficacia


Los elementos que dan su fuerza a nuestro apostolado son: la oración, como modo universal de acción; la asociación, como condición necesaria para que sea eficaz la oración; la unión con el Corazón de Jesús, como fuente de vida para la asociación.

Capítulo primero: primera fuente de la eficacia del apostolado: la oración


ARTÍCULO  I.- La vida del alma es la gracia.


 La gracia es un don gratuito, superior a todos los bienes naturales. Es una participación de luz del amor y de la naturaleza de Dios; el medio único que nos ha sido dado de merecer la gloria del cielo y, en una palabra, la vida de Dios comenzada en el tiempo para consumarse en la eternidad.

Por la gracia se une nuestra inteligencia con el Verbo Divino y nuestra voluntad con el Espíritu Santo; y es tan real y estrecha esta unión, que no hay otra mayor después de la del Hijo de Dios con la Humanidad de Cristo en una sola Persona.

Por ella somos hijos de Dios y tenemos derecho a llamarle Padre, en un sentido más riguroso que por la creación. Por la creación somos siervos; solo por la gracia somos introducidos en su familia y nos convertimos en legítimos herederos.

Solo de Dios puede venir la vida de Dios: De suerte que si alguno, por abuso de su libertad, se despojare la gracia que en un tiempo recibió, no podrá recobrarla jamás, a menos que la misericordia divina venga a sacarlo del sepulcro, como en otro tiempo Jesucristo a Lázaro.

Es absolutamente necesaria la gracia actual, sin la cual el pecador no volvería jamás de muerte a vida. Y si queremos ayudar al prójimo a recobrar la gracia santificante,  y con ella la vida del alma, la vida de Dios. Podemos obtener para el prójimo, como cada uno para sí, las gracias actuales más poderosas; para ello tenemos un medio fácil, eficaz, infalible: la oración.

ARTÍCULO   II.- Poder  de   la   oración  para  alcanzar  la  gracia.


La oración es la expresión de un deseo, la humilde manifestación ante Dios de una necesidad. Pues se propuso obligarnos a una vida sobrenatural y divina, cosa tan superior al alcance del humano entendimiento y a las fuerzas de la voluntad, no pudo imponernos como medio de alcanzar esta vida, sino el deseo de ella y las humildes súplicas; y aun para eso tenía que prestar auxilio a la flaqueza nuestra, que por sí sola aun de eso era incapaz.

Es verdad que nada puede hacer sin que le prevenga Dios con su gracia; pero en el orden actual de la Pro­videncia, tampoco puede la gracia obrar con él acto alguno meritorio si él no presta su cooperación.

Es, pues, necesario que coopere el hombre a la gracia. Mas, entre todas las cosas que pudiera hacer para este fin, ninguna más fácil, ni menos costosa, ni más al alcance de todos, que el deseo libremente mani­festado de la misma gracia, la humilde y clara protes­tación de nuestra flaqueza; en una palabra: la oración.


ARTICULO  III.- Poder de la  oración para alcanzar las gracias necesarias al prójimo.


Por nuestras fuerzas naturales nada podemos en una obra que es toda sobrenatural. Este Padre, infinitamente misericordioso, ama a todas las criaturas, como obras que son de sus manos, pero más que todo a las almas; y para que las podamos salvar, nos ha dado un poderoso medio en la oración.

En la oración se cumplen las condiciones que pone Dios a sus auxiliares en la conquista de las almas. La primera es que cooperen con actividad; la segunda, que le dejen toda la gloria.

El Apostolado de la Oración sobrepasa todos los límites y rompe las barreras del tiempo y del espacio; trabaja a un tiempo en todos los ángulos del mundo y trabajará hasta el fin de los siglos; este Apos­tolado alcanza hasta donde alcanza el poder de Dios. La predicación es un canal que transmite la gracia a las almas por medio de la palabra; pero la oración se sirve para ello del mismo Todopoderoso mediador Jesús, a cuyos ruegos unimos los nuestros, para realizar en las almas sus santos deseos.


ARTÍCULO  IV.- Se demuestra el gran poder de la oración con la autoridad del Salvador.


No hay dogma en el código de la revelación cristiana mas claramente definido, ni más veces repetido, ni más expresamente que este; y si alguna dificultad se nos ofrece, es la de escoger entre tantas pruebas como nos suministran las profecías, promesas, comparaciones y parábolas que acumula el Espíritu Santo en el Antiguo y Nuevo Testamento, para inculcar esta verdad consoladora.


ARTICULO v.- Las promesas del Salvador se extienden a las oraciones que hacemos para el bien del prójimo.


¿Las promesas de Cristo a la oración, hecha con confian­za y perseverancia, alcanzan a la oración hecha en favor de otro, del mismo modo que si orara uno por sí mismo?

1.° Santo Tomás: todo lo que debemos desear en el orden sobrenatural, lo debemos pedir, pues en este orden todo está fuera de nuestro alcance. Es, por tanto, indudable que si es deber nuestro riguroso desear la salvación de todos los hombres, es igualmente obligatorio el deber de orar para alcan­zarlo.

2.° El Divino Maestro ha puesto algunas condiciones, a su infalible eficacia. Se ha de pedir en su nombre, lo que equivale a decir que nuestra oración se ha de apoyar en sus méritos y se ha de encaminar al fin supremo de su encarnación, que es la salud de nuestras almas; se ha de pedir, además, con fe total y perseverancia infatigable; pero, una vez llenas estas dos condiciones, no vemos que ponga límites a su liberalidad y a la eficacia de la oración.

Las promesas de Cristo se refieren, muy especialmente a la oración que nos enseñó del Padrenuestro.

Decimos, en resumen, con Santo Tomás, que si a veces la oración hecha en favor del prójimo no surte efecto, no es porque no alcanza eficazmente las gra­cias que pedimos a Dios, sino a causa de la resistencia con la que el pecador rechaza estas gracias; y añade más abajo que, como no podemos conocer el estado interior de un alma, a nadie hemos de negar el sufra­gio de nuestra oración.


Artículo VI.- Las promesas de Cristo alcanzan también a las oraciones de los pecadores.


Nueva dificultad. ¿Tienen alguna eficacia las ora­ciones hechas por sí o por otro, si el que ora está pri­vado de la gracia?

El mérito, que da derecho a la gloria, es obra de la gracia santificante y, por consiguiente, de la caridad, que hace al hombre justo e hijo de Dios; mas la eficacia de la oración es efecto de la gracia actual, que no pierde el pecador, porque se la concede Dios aun al que, por culpa mortal, ha perdido la gracia santificante, pues sin aquella, no podría recobrar esta.

Por lo tanto, lo mismo el justo que el pecador, pueden esperar alcanzar lo que piden, si su oración tiene las debidas condiciones.

Mas, ¿cómo es que almas en pecado, y por lo tanto abominables a los ojos de Dios, puedan ejercer tal imperio sobre su corazón, que no les pueda negar nada, ni aun sus más preciosos bienes?

Lo entenderemos si distinguimos con Santo Tomás, en estas pobres  almas, dos cosas que distingue perfectamente el ojo paternal de Dios: el pecado y la naturaleza. Detesta Dios el pecado, pero ama a la criatura, hecha a su imagen, en la que se conservan tantas buenas cualidades y aun muchas gracias que no desaparecen con el pecado. La ama con el infinito amor que le movió a enviar a su Hijo para salvarla; y de aquí resulta que, cuanto aborrece todo lo que nace del pecado, a causa de su divina santidad, tanto por su misericordia se inclina a acoger y favo­recer lo que nace de los hábitos sobrenaturales de fe y esperanza, que tanto ayudan al alma a recobrar la caridad.


Artículo VII.- Se muestra el poder de la oración por la doctrina de los Santos.

Ya sabemos hasta dónde se extiende el poder de la oración, pues con la lumbre celestial de las divinas Escrituras, hemos logrado penetrar las profundidades del consolador misterio de la gracia.

Se nos ha ense­ñado cómo nacen las almas a la vida de Dios y cómo la recobran después de haberla perdido.

En la oración hemos descubierto una atracción divina que hace bajar del cielo la luz y el calor; en ella nos ha dado el Verbo eterno un medio de alcanzar de su Padre todas las cosas.

Cómo han entendido los Santos estas divinas promesas.

Los Apóstoles fueron los primeros en proclamar esta eficacia omnipotente de la oración.

San Pablo, que escribe a los efesios: «Orad en todo tiempo, con mucho espíritu, ofreciendo toda clase de oraciones y súplicas, y velando con toda instancia por todos los Santos y por mí, para que se me conceda la gracia despredicar la divina palabra».

Los primeros cristianos sentían lo mismo de la necesidad y efi­cacia de la oración. Car­garon de cadenas en la prisión al Príncipe de los Apóstoles, «Toda la Iglesia se puso a orar sin intermisión»; y no fue engañada su esperanza: pues bien pronto cayeron las puertas y cadenas al suelo, y salió libre el Após­tol, devuelto al amor de los que le lloraban.



La historia del pueblo judío y del cristiano confirma esta importante verdad.

Moisés, Abraham y Josué son otros tantos ejemplos de la eficacia de la oración.

Los anales de la Iglesia registran prodigios de triunfos de la oración tan justa­mente llamada omnipotencia suplicante.

Testigos irrecusables de estos hechos son las fiestas instituidas en la Iglesia para recordarlos. Tales son las de la Exaltación de la Santa Cruz, Transfiguración del Señor, Rosario y otras, que deben su origen a mercedes insignes concedidas al pueblo cristiano por la invocación del nombre del Señor. Por la oración se libró Roma de la peste, en tiempo de San Gregorio Magno; Milán, en tiempo de San Carlos Borromeo, logró el mismo favor, así como más recientemente Marsella; y en recuerdo de tan grandes favores se instituyeron en Roma las Letanías mayores de San Marcos, y en Marsella la consagración de la ciudad al Corazón de Jesús. Viena, de Austria, fue preservada del incendio por las preces de San Mamerto, y esta singular merced dio origen a las Rogaciones y Letanías menores. Como Betulia debió su conservación a las oraciones de Judit, París se defendió del furor de Atila por las de Santa Genoveva, que fueron su forta­leza inexpugnable.

ARTICULO   IX.- Causas de la ineficacia de nuestras oraciones, y condiciones que deben tener.

I. Si de ordinario, nuestras oraciones mueven poco el Corazón de Dios, es porque les faltan las condiciones a que está vinculada su eficacia: Fe viva y firme confianza.

II. Otra condición que gusta a Dios es la  humildad, segunda fuente de su eficacia, la cual debe sernos tanto más fácil, cuanto que es el fruto natural de nuestra debilidad.

«La oración del que se humilla penetrará los cielos», dice el sabio. Las ora­ciones de los humildes jamás dejan de atraer las mira­das divinas; sus ruegos nunca son despreciados.

III. La tercera condición que asegura el fruto de nuestras oraciones es la perseverancia.

El consejo del Salvador: «Conviene orar siempre». «Causa de la ora­ción—dice Santo Tomás— es el deseo de la caridad, de donde procede aquella; y este deseo debe ser conti­nuamente vivo en nosotros, o en acto, o en la dispo­sición de la voluntad, la cual disposición existe en cuanto hacemos por caridad».

San Agustín enseña que por la fe, la esperanza y la caridad, como por un continuo deseo, estamos siempre en oración.



La oración es el medio seguro, concedido al hombre de hacer bajar a su corazón débil la gracia omnipotente de Dios. Es la condición esencial de la vida sobrenatural, y el medio más fácil, más indispensable, más universal, y más eficaz de salvación eterna.

Con la oración el hombre se acerca más a Dios, y ejerce a favor de sus hermanos un apostolado útil y fecundo en frutos sabrosísimos. En virtud de las promesas a ella hechas la oración, adornada de las condiciones necesarias, tiene una eficacia sin término, cuya acción e infalibles resultados no conocen otros límites que la bondad y el poder infinito de Dios. Verdad es que, en ciertas circunstancias, la malicia de una voluntad, obstinada en el mal, puede hacer estériles las gracias más preciosas; pero no es menos cierto que la llave de la oración había abierto a esa voluntad criminal los tesoros de la gracia. Y si el alma fiel y suplicante, interesada en la salvación del pecador, no se cansa de orar y de esperar; el poder de la oración es el de la caridad y del amor, y el amor es fuerte como la muerte.