domingo, 13 de noviembre de 2016

SAN JUAN XXIII INSPIRADOR DEL CONCILIO (I)



El breve Pontificado del Papa Juan XXIII suscitó una nueva etapa de esperanza ecuménica. Veamos los diversos puntos de esta esperanza, a través del Papa que movilizó a la Iglesia en el Concilio Ecuménico Vaticano II.

El capítulo dedicado a Juan XXIII consta de los siguientes apartados:

Ø        La unidad de los cristianos
a)     La unión del Oriente separado
b)   La unidad de todos los cristianos
Ø        La unidad de todos los hombres
Ø        La alocución de Juan XXIII al Sínodo Romano
Ø        Juan XXIII y la esperanza ecuménica en el Concilio Vaticano II
Ø        Juan XXIII y la imagen del Buen Pastor

En esta primera sesión veremos los dos primeros apartados: la unidad de los cristianos; y la unidad de todos los hombres. Hacemos una selección de los textos que expuso el P. Igartua S.J..


La unidad de los cristianos


La idea de la unidad cristiana llenó la mente de Juan XXIII desde antes de su Pontificado. Fue nombrado Visitador Apostólico de Bulgaria el 19 de marzo de 1925, y Delegado Apostólico para Turquía y Grecia el 16 de octubre de 1931.

Primer radiomensaje, el 29 de octubre de 1958:

«Abrazamos con encendida y paterna caridad a la Iglesia, tanto occi­dental como oriental; y también a todos aquellos que han sido separados de esta Sede Apostólica, donde Pedro vive hasta la consumación del mundo en sus Sucesores y desempeña el mandato de Jesucristo de atar y desatar todas las cosas en la tierra y de apacentar todo el rebaño del Señor: a todos ellos, decimos, les abrimos Nuestro corazón y les tendemos las manos abiertas.
Esperando su vuelta a la casa del Padre común, repetimos estas palabras del divino Redentor: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me diste, para que sean uno, como nosotros (Jn., 17, 11). Porque así se hará un solo rebaño y un solo pastor».


a) La unión del Oriente separado

El 13 de mayo de 1956, como legado del Papa en Fátima, con ocasión del 25 aniversario de la Consagración de Portugal al Corazón de María, en su homilía:

«… Añadiré a ellos, en la veneración de mi pueblo y recuerdo de esta peregri­nación mía, el testimonio de mis deseos por todo lo más querido a mi corazón de pastor, en las actuales circunstancias tan delicadas, oh Señora de Fátima, como es el volver a reunir otra vez Oriente y Occidente en tu amor, desde el nacimiento del sol hasta su ocaso».

En el discurso del 5 de junio de 1960, domingo de Pentecostés, a Cardenales, clero y pueblo, Juan XXIII ante las reliquias de los dos Doctores orientales, San Gregorio Nazianceno y San Juan Crisóstomo:

«Son las dos voces más autorizadas, las de ambos santos, para presagiar, bendecir e interceder por el retomo de las Iglesias de Oriente al abrazo de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
«¡Oh, qué prodigioso suceso seria éste y qué flor de humana y de celeste caridad la preparación decidida para la reunión de los hermanos separados de Oriente y de Occidente en el único rebaño de Cristo, Pastor Eterno! Esto debería representar uno de los frutos más preciosos del próximo Con­cilio Ecuménico Vaticano II».

Al filo de su última enfermedad, en mayo de 1963, publicaba la Epístola Apostólica «Magnifici eventus», dirigida a los Obispos de las naciones eslavas:

«Sabéis, Venerables Hermanos, que Nos esforzamos y procuramos con ardientes deseos que los orientales que se honran con el nombre de cris­tianos, separados de la comunión de la Sede Apostólica, traten de volver a la misma y que de manera gradual (gradatim) en el cumplimiento del deseo de Cristo, se consume la unidad del único rebaño y pastor».


b)   La unidad de todos los cristianos

El 24 de octubre de 1954, Año Mariano de la Inmaculada, el Cardenal Ron­calli, como Legado Papal, en la Misa de clausura del Congreso Mariano Internacional de Beirut:

«Todavía una petición, ¡oh María! Puesto que por respeto a la plegaria de Jesús: Que todos sus hermanos estén unidos entre sí y con El, como El con el Padre (Jn., 17, 23), el anuncio de un solo rebaño bajo el cayado de un solo pastor, seguramente se realizarán, haz, oh María, que esta realización de la unidad, a la cual aspiran todos los creyentes en Cristo, comience a partir de aquí, de la tierra del Líbano, por tu intercesión»

Y puntualizaba así, continuando, su pensamiento en dicha plegaria:

«La reconstitución de la catolicidad en su amplitud y perfección será el suceso más importante de los tiempos modernos-».

El mensaje radiado de Navidad del año 1958, dos meses des­pués de su elección:

«Recordando las palabras de tantos Predecesores Nuestros que, desde la cátedra apostólica, extendieron —desde el Papa León XIII al Papa Pío XII, pasando por San Pío X, Benedicto XV y Pío XI, todos dignísimos y glo­riosos Pontífices— la invitación a la unidad, Nos permitimos —quid dicimus? Nos permitimos?—, pretendemos seguir, humilde pero fervientemente, Nuestra tarea, a la que Nos espolean la palabra y el ejemplo que Jesús, el Buen Pastor divino, continúa dándonos al mirar las mieses que blanquean sobre vastos campos misioneros: Es preciso que a ésas también las traiga, y se hará un solo rebaño y un solo pastor, y en el clamor elevado a su Padre en sus últimas horas, en la inminencia del supremo Sacrificio: Padre, que sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos sean uno en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado (Jn., 17, 21)».

Desde el principio de su Pontificado eran propuestos a los hombres como dos lemas del pensamiento de Juan XXIII, «el único rebaño y pastor» hablando de la unidad del mundo misionero, y el «que sean uno», pensando en la unidad de los cristianos.

En la Carta de 3 de enero de  1959 a los «Franciscans Friars of Atonement», fundados por Watson, el iniciador del Octavario de oraciones por la unidad cristiana, dice:

«Como el divino Salvador, el Sucesor de Pedro puede decir: Tengo otras ovejas, que no son de este redil. También a éstas tengo que traerlas, y oirán mi voz. En efecto, Nuestro ilustre Predecesor y Nos mismo hemos dirigido con frecuencia llamamientos amorosos a nuestros hermanos sepa­rados, invitándoles afectuosamente a volver a la Casa de su Padre, de modo que pueda cumplirse la oración del Redentor: Y no habrá más que un solo rebaño y un solo pastor».

En la homilía de la canonización de los Santos Carlos de Sezze y Joaquina Vedruna de Mas, el 12 de abril de 1959, ya dado el anuncio del gran Concilio:

«Por lo que a Nos toca, Venerables Hermanos y amados hijos, rogamos juntamente con vosotros a estos Santos para que quieran alcanzar de la divina clemencia a Nos, que soportamos el peso del Sumo Pontificado, principalmente lo que sirva para llevar a feliz término, con la ayuda de la divina gracia, los trabajos emprendidos, ya anunciados al mundo católico: que haya un solo rebaño y un solo pastor para todos los cristianos unidos entre sí con amor fraterno, y que todos los pueblos, apaciguados por fin los ánimos y arreglados con orden, justicia y caridad los problemas, progresen en la consecución de tal prosperidad que sea anuncio y auspicio de la eterna felicidad».

El 29 de junio de 1958, la Encíclica programática «Ad Petri Cathedram»:

«Todos saben que el divino Redentor fundó una sociedad, tal que per­maneciese una hasta el fin de los siglos, según aquello: Yo estoy con vos­otros todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt., 28, 20); y por esta causa dirigió al Padre celeste encendidas plegarias.
«Y esta oración de Jesucristo, que ciertamente fue grata al Padre y escuchada conforme a lo que se le debía (Hebr., 5, 7): Que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos sean uno en Nosotros (Jn., 17, 21), Nos infunde una dulcísima esperanza y confirma que por fin suce­derá que todas las ovejas que no son de este redil quieran volver a él; por lo cual, conforme a la afirmación del mismo Redentor: se hará un solo rebaño y solo pastor».

Y al terminar la exposición de la unidad de la Iglesia, robustece su esperanza de la futura unidad de los cristianos el recuerdo de la oración de Cristo en la Cena:

«Aumente y llene esta esperanza, este anhelo Nuestro, la divina oración de Cristo: Padre Santo, guárdalos en tu nombre a los que me diste, para que sean uno, como nosotros... Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad... No sólo por ellos te ruego, sino también por los que han de creer en Mí por su palabra...  para que sean consumados  en uno».

En el año 1960, el documento más importante, aparte de los del Concilio, es la Encíclica «Aeterna Dei Sapientia» sobre San León I el Magno:

«Sin embargo, vemos con alegre consuelo y suave esperanza, que en varias partes de la tierra se hacen esfuerzos más frecuentes por muchos, que con gran empeño tratan de alcanzar que se instaure entre los cristianos lodos aun aquella unidad visible, que satisfaga dignamente a los pensa­mientos, mandatos y deseos del Señor.
«Y teniendo Nos la persuasión de que esta unidad, que tantos hombres de magnífica voluntad desean no sin una inspiración del Espíritu Santo, no puede realizarse sino según aquella predicción de Jesucristo: se hará un solo rebaño y un solo pastor, por ello imploramos con preces ardientes al mismo Cristo, a quien tenemos por Mediador y Abogado ante el Padre (1 Tim., 2, 5), que todos los cristianos conozcan las notas con que la verdadera Iglesia suya se distingue de las demás, y se entreguen a ella a manera de hijos fidelísimos».

He aquí los anhelos, la ardiente oración de Juan XXIII por la unidad visible reconociendo la inspiración ecuménica del Espíritu, aun fuera de la Iglesia cató­lica, pero al par afirmando que no hay sino una sola manera de realizarla: la Iglesia católica romana. Y entonces expresa con vehemencia el hondo anhelo de su alma, que será «el triunfo del Cuerpo Místico de Jesús»:

«Ojalá lo haga así Dios benignísimo, que cuanto antes brille aquel día deseadísimo en que se reúna la feliz concordia de todos! Entonces todos los que han sido redimidos por Cristo, juntándose en una sola familia y ala­bando juntos la divina misericordia, cantarán con una misma voz alegre: ¡Qué bueno y alegre es que los hermanos habiten reunidos!
«Y esta paz, con que los hijos de un mismo Padre celeste y herederos todos de su misma felicidad eterna se saludarán mutuamente, testificará ciertamente el glorioso triunfo del Cuerpo Místico de Jesucristo».


El 13 de octubre de 1962, Alocución a los Observadores de las Iglesias sepa­radas presentes en el Concilio:

«Vuestra presencia aquí, tan estimada, la emoción que oprime mi cora­zón sacerdotal, de Obispo de la Iglesia de Dios, como lo dije hace poco en el Concilio, la emoción de mis colaboradores y también la vuestra propia, estoy seguro me invitan a confiaros el deseo de mi corazón, que ansia ar­dientemente trabajar y sufrir para que se acerque la hora en que se realizará, para todos, la oración de Jesús en la última Cena-».

El 22 de diciembre de 1962, el Mensaje de Navidad:

«Sobre el vasto y complicado horizonte, todavía agitadísimo de la crea­ción, cuya imagen se halla en las primeras líneas del Génesis (Gen., 1, 2), el Espíritu de Dios iba sobre las aguas. Más allá de precisiones y apli­caciones más menudas, es cierto que, refiriéndose a cuanto sobrevive del patrimonio espiritual de la Iglesia, aun en aquello en lo que se encuentra en plenitud, pocas veces en la sucesión de la era cristiana, transcurridos veinte siglos, se ha podido advertir una inclinación tan apremiante de los corazones hacia la unidad querida por el Señor.
«La sensibilidad que puede constatarse en esta primera presentación del problema religioso a la atención de nuestros contemporáneos, a través del Concilio Ecuménico concentra a todos preferentemente en torno a la ale­goría del único rebaño y del único pastor. Es un concentrarse tal vez tímido, tal vez con alguna aprensión de prejuicio, que sabemos imaginarnos y que­remos comprender también para poderlo superar con la gracia divina.
«El unum ovile et unus pastor —que encuentra acentos de íntima súplica en el unum sint de la última Cena— vuelve con eco imperioso desde el fondo de veinte siglos cristianos y late en el corazón de cada uno».

Y prosiguiendo en la apasionada llamada del unum sint, añade poco después:

«¡Que sean uno, que sean uno!». Que todos sean una sola cosa, como Tú estás en mí, Oh Padre, y yo en Tí, que sean ellos también una sola cosa en nosotros: para que el mundo crea que Tú me has enviado (Jn. 17, 21). Esta es la única explicación del milagro de amor iniciado en Belén, del cual los pastores y los magos fueron las primicias: la salvación de todas las almas, su unión en la fe y en la caridad, por medio de la Iglesia visible fun­dada por Cristo-».

Recuerda que la obligación no es realizar la unidad sino hacer lo posible por ella, y que de esto seremos examinados el día del juicio. Y termina concreta y espléndidamente:

«Este latido del corazón de Cristo debe invitarnos a un propósito reno­vado de entrega para que entre los Católicos permanezca solidísimo el amor y testimonio hacia la primera nota de la Iglesia (la unidad): y para que en el vasto horizonte de las denominaciones cristianas, y más allá, se realice aquella unidad, hacia la cual sube la aspiración de los corazones rectos y generosos».

El 25 de enero de 1963, último día del Octavario, hablando a los participantes en un congreso deportivo:

«Hoy por la mañana, como el 18 de enero pasado, hemos ofrecido el di­vino sacrificio por esta intención, como eco de ferviente súplica a la plegaria de Jesús en la última Cena: que todos sean una sola cosa, ¡Ut unum sint!
»Pues bien, la gracia del Señor quiere ciertamente servirse de todos los medios para que los hombres se encuentren, se conozcan, se amen, y a par­tir de aquí a través de un camino posterior, que es un secreto de la gracia celeste, lleguen a penetrar y vivir el precepto aporque se trata de un pre­cepto del Señor—, del unum sint, bajo la vigilancia paternal y la guía del único pastor».

De nuevo como otras veces a lo largo de su vida, el unum sint y el único rebaño y pastor entrelazan sus fórmulas en la expresión de su esperanza.


La unidad de todos los hombres

El 28 de noviembre de 1959 publicó la Encíclica misionera «Princeps pastorum».

«Estimamos y tenemos por cierto, que nunca haremos bastante para que los anhelos del divino Redentor en esta materia se lleven a efecto, y así se congreguen todas las ovejas felizmente en un solo rebaño bajo la guía de un solo pastor».

El 11 de octubre de 1959 había celebrado en la Basílica Vaticana la despedida misionera, con imposición del crucifijo, a 500 misioneros. Juan XXIII, les exhortó:

«Tened valor: la Iglesia ha recibido de su Fundador el mandato uni­versal de dirigirse a todas las naciones, para reunirías en una sola familia, y ninguna fuerza humana, ninguna dificultad ni obstáculo puede debilitar el impulso misionero, que sólo terminará cuando Jesús entregue el reino al Padre».

En el paso del año 1959 al 60 hallamos en Juan XXIII tres veces la mención de la llegada del Reino de Dios a la tierra.

Ø        En su Alocución con ocasión del Decreto de virtudes de Isabel Seton, primera Venerable norteamericana, el 18 de diciembre, «entrevé en el horizonte las más hermosas esperanzas para el triunfo del Reino de Cristo, según la viva expresión de la oración dominical: ¡Adveniat regum tuum
Ø        En el mensaje navideño del 23 de diciembre: «El misterio de Navi­dad nos da la certeza de que nada se pierde de la buena voluntad de los hombres, de cuanto ellos obren con buena voluntad, tal vez sin ser del todo conscientes de ello, para el advenimiento del Reino de Dios sobre la tierra y para que la ciudad de los hombres se modele a ejemplo de la ciudad celeste».
Ø        El 10 de enero de 1960, a la Acción Católica recuerda que la ayuda que prestan a la Jerarquía «expresa y sugiere, en unión con el sacerdocio católico, la consonancia de ideales y amores para el «Adveniat Regnum tuum» sobre toda la tierra, y para la salvación de cada alma».

Juan XXIII, a los Padres Sacramentinos,  en la audiencia a su Capítulo del 28 de junio de 1961:

«Debemos rechazar todas las ilusiones fáciles, ya que si se llegase a poner en acto el ideal completo sería verdaderamente la hora dichosa de cerrar todas nuestras puertas y casas y marchar en coro exultante al Pa­raíso (in coro osannante al Paradisol
«Hará falta mucho, por el contrario, antes de que todas las naciones del mundo se den cuenta del mensaje evangélico; y también, encontraremos dificultad no pequeña en hacer cambiar la mentalidad, las tendencias, los prejuicios de los que han pasado antes que nosotros; y hará falta, de todos modos, también examinar lo que el tiempo, las tradiciones, las costumbres han tratado de insertar sobreponiéndose a la realidad y a la verdad.

«Permanece, con todo, intacto y ardiente el deseo de responder al anhelo de unidad manifestado por el divino Maestro, y todo nuestro empeño para que un día los pueblos de todas las latitudes queden unidos con los dul­císimos lazos del único Credo de la santa Iglesia de Dios» .

Este  texto,  después de rechazar «las ilusiones fáciles», inme­diatamente surge su esperanza, a pesar de todo, de que se llegue a un día en que «todas las naciones se den cuenta del mensaje evangélico», matizando esta esperanza, «hará falta mucho tiempo» para ello. Todo esto está claramente mostrando que en su pensamiento se afirma la idea de que llegará ese día. Ha excluido la «plenitud» de la realización, como si fuera un cielo en la tierra, ilusión peligrosa.

El 2 de febrero de 1963, en la ceremonia tradicional de la bendición de los cirios.

«Los grandes pueblos del Asia y del Extremo Oriente, cuyas luces de civilización conservan huellas indudables de la primitiva revelación divina, serán llamados un día por la Providencia Nos lo sentimos como voz misteriosa del Espíritua dejarse penetrar de la luz del Evangelio, que brilló en las costumbres de Galilea, abriendo el libro de la nueva historia, no de un pueblo o de un grupo de naciones, sino de todo el mundo»

He aquí, pues, a Juan XXIII, el Pontífice que siente las llamadas del Espí­ritu en su alma, oyendo la voz misteriosa que le habla desde el fondo: también los grandes pueblos asiáticos orientales (China, India, etc.) formarán un día, como los occidentales antes y al par de ellos, la nueva historia del gran pueblo de Dios.

Esta es la perspectiva en que se proyectaba su anhelo de la unidad cristiana primera, como un paso de la evangelización del mundo. Recordemos el texto, ya antes citado al hablar de la unidad cristiana, del 16 de mayo de 1963, veinte días antes de su muerte, y dirigido a las Obras Pontificias Misionales, a las que habla del unum sint de los cristianos, pero en esta perspectiva precisamente univer­salista:

«Este prodigio de la unidad cristiana, que Nos rogamos con oración cotidiana al Señor, quiere mover también a los artífices de las estructuras civiles, a los estadistas y hombres de gobierno, por los caminos de la mutua integración, del respeto de las sólidas instituciones internacionales; quiere conducir a medios eficaces de comprensión y de colaboración, para que la humanidad, sobre cuya frente está sellada la luz del rostro de Dios (Sal. 4, 7), pueda finalmente encontrarse unida, como en un fraterno abrazo, en la expansión de la paz cristiana» (T. 678).

No hemos hablado aquí de los textos relativos al acontecimiento conciliar, que deberían ser sumados a éstos, cuando hablan de la perspectiva de evangelización universal, en esperanza, en que se sitúa el Concilio en la mente de Juan XXIII.

Pasaremos a estudiar principalmente un texto de Juan XXIII en que esta universal perspectiva se afirma con singular energía en la esperanza del Pontífice con ocasión del Sínodo Romano, que antecedió al Concilio.. . Escribe el resto de tu post aquí.

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