jueves, 19 de mayo de 2016

PÍO XII, EN EL UMBRAL DE UNA NUEVA ÉPOCA I



Pío XII comienza su pontificado poco antes del inicio de la segunda guerra mundial. También le tocó conocer su fin el 6 de agosto de 1945, con el estallido público de la primera bomba atómica.

Pío XII se halla así en el quicio entre un mundo que desaparece y otro que nace. Prepara la dinámica explosión de espíritu del Concilio Vaticano II.

De su pontificado, en esta primera parte, se consideran los siguientes aspectos:

Þ      La búsqueda de la paz
Þ      Una nueva primavera de la esperanza
Þ      El ecumenismo
Þ      La esperanza universal

Pontífice en la grave hora para la paz

La paz internacional es uno de los componentes principales de la común es­peranza. La paz dijo es  «el primer anhelo que Dios ha sacado de Nuestro corazón de padre».


El 9 de abril de 1939, en la solemnidad de la Pascua, en su homilía: «Vemos en muchas regiones a los ciuda­danos inquietos y ansiosos por el temor de males mayores que  parecen anunciarse». Son los pecados humanos la causa de las quiebras de la paz, por lo cual Cristo instituyó en el día pascual de la paz el sacramento de la confesión en el Cenáculo. La paz es obra de la justicia y de la caridad de Cristo.

Siete días más tarde Pío XII dirigía a la nación española un mensaje de felicitación: «por la paz y la victoria, con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probado en tantos y  generosos sufrimientos».
El 24 de agosto, ocho días antes del estallido de la guerra:

«Una hora grave suena nuevamente para la familia humana —comienza el patético mensaje—... Armados solamente con la palabra de la Verdad, por encima de las públicas tensiones y pasiones, os hablamos (oh hombres de Estado y responsables del mundo) en el nombre de Dios, de quien toda paternidad toma el nombre... Inminente es el peligro, pero aún es tiempo. Nada está perdido con la paz. Todo puede estar perdido con la guerra».

El 24 de noviembre, en la Basílica Vaticana, el Papa dirige en la Misa una Homilía sobre la guerra y la paz. «No, la consumación de los siglos no ha llegado todavía». Pero si esto es así, sin embargo «sentimos en Nuestro corazón que la hora pre­sente es una fase de la grave historia de la humanidad, que ha sido anunciada por Cristo».

El 31 de mayo de 1942, en el 25 aniversario de su congregación episcopal,  declara que  este tiempo de guerra «aparece como viva representación de la realidad de las palabras del Salvador: Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro reino, y habrá pestes, hambres y terremotos por las regiones».

Pío XII en el mensaje radiado al mundo, al día siguiente del armisticio, el 9 de mayo de 1945, recordará que la paz sólo es posible en Cristo y pedirá al Señor que cumpla su promesa profética, transformando la paz humana y terrena de las armas en paz celeste y divina.

«La guerra ha suscitado en todas partes discordia, desconfianza y odio. Por consiguiente, si el mundo quiere recuperar la paz, urge que desaparezcan la mentira y el rencor y en su lugar reinen soberanas la verdad y la caridad.
«Por tanto, antes que nada supliquemos con instancia en nuestras plega­rias cotidianas al Dios de amor, que cumpla su promesa hecha por boca del profeta Ezequiel: Yo les daré un corazón unánime, infundiré un nuevo espíritu en su interior y arrancaré de sus entrañas el corazón de piedra y lo sustituiré por un corazón de carne, para que caminen por el camino de mis preceptos y observen mis juicios y los pongan por obra, y ellos sean mi pueblo y Yo sea su Dios (Ez., u, 19-20).
«¡Que el Señor se digne despertar este nuevo espíritu en los pueblos y particularmente en los corazones de aquellos a quienes ha sido confiado el cuidado de establecer la futura paz! Entonces, y solamente entonces, el mundo resucitado evitará la vuelta del tremendo azote y reinará la verdadera, estable y universal fraternidad, y la paz garantizada por Cristo, aun en la tierra, a quienes quieran creer y esperar en su ley de amor» (T. 624).

El 2  de junio de 1945 expone por primera vez las razones por las que no ha querido hablar de los crímenes nazis, para evitar el grave riesgo a muchos inocentes.

Aprovecharemos esta oportunidad para señalar algunos datos:

Þ      en 1943 ofreció su oro y su propio pectoral pontificio para el rescate que los nazis exigieron a los judíos de Roma, bajo amenaza de deportación colectiva.
Þ      el 29 de noviembre de 1945 recibe a un grupo de judíos prófugos, que vienen a él, porque le consideran defensor suyo.
Þ      la Ministro israelí Golda Meir, dedica un elogio a su memoria.
Þ      en 1955, la Orquesta Nacional de Israel actúa en el Vaticano en un concierto de agradecimiento al Pontífice por su acción en favor de los judíos.
Þ      es su propio Secretario de Estado durante toda la guerra Montini, después Pablo VI, quien con la autoridad pontifical le defiende ante las propias autoridades de la Jerusalén israelí, en su viaje a Jerusalén, al salir del estado de Israel


La nueva primavera de la esperanza

El 2 de octubre de 1955, hablando a las jovenes de Acción Católica Italiana:

«Observad, queridas hijas, el mundo en que vivimos; considerad el tiempo al que muchos signos señalan como uno de los más resolutivos de la historia del cristianismo. Parece, en efecto, como si Dios estuviese pre­parando a la humanidad entera algo verdaderamente insólito» (T. 650).

Pero es especialmente en su, del

El 19 de marzo de 1958, seis meses antes de su muerte discurso a los jóvenes de la Acción Católica Ita­liana:

«Mirad, queridos jóvenes, el mundo que está delante de vosotros. Mirad el pasado remoto, reciente y recientísimo, y no podréis menos de decir que por muchos aspectos venimos de un oscuro invierno.
«Pero si detrás de vosotros ha quedado el invierno, ante vosotros está prometedor, luminoso y fecundo, el verano: Prope est aestas, el verano está próximo» (T. 664).
«El estío vendrá, queridos hijos, y vendrá cuajado de abundantes cose­chas. La tierra bañada de lágrimas, sonreirá con perlas de amor y, rociada con la sangre de los mártires, hará germinar cristianos... Como en todas las primaveras, también en la inmediata no faltarán los vientos y las tem­pestades: la Iglesia no ha terminado su martirio» (T. 664).

Pío XII y los cristianos separados de Roma
a) Oriente y los cristianos separados

El 20 de octubre de 1939, en su primera Encíclica «Summi Pontificatus»:

«No queremos pasar en silencio el profundo eco de conmovido reco­nocimiento que suscitó en Nuestro corazón la felicitación de aquellos que, sin pertenecer al cuerpo visible de la Iglesia Católica, en su nobleza y sin­ceridad no han dejado de sentir todo lo que en el amor a la persona de Cristo o en la fe en Dios, les une a Nos. Vaya a todos ellos la expresión de Nuestra gratitud. Los encomendamos a todos y a cada uno a la protec­ción y a la dirección del Señor, y aseguramos solemnemente que sólo un pen­samiento domina Nuestra mente: imitar el ejemplo del Buen Pastor, para conducir a todos a la verdadera felicidad, para que tengan vida y la tengan más abundante (Jn., 10, 10)».

La Encíclica sobre el Cuerpo Místico de Cristo, del 29 de junio del año de 1943, expone claramente el deseo de que los separados vuelvan su vista hacia la iglesia «y se esfuercen por salir de un estado en el que no pueden estar seguros de su salvación eterna; porque aunque sus deseos y votos inconscientes se orientan hacia el Cuerpo Místico de Cristo, están privados de todos los dones y socorros celestiales de los que no se puede gozar más que en la Iglesia universal». Y les exhorta por ello a entrar en la única Iglesia fundada por Jesucristo.

El 9 de abril de 1944, en la Encíclica  «Orientalis Ecclesiae», en el 15o centenario de la muerte de San Cirilo de Alejandría:

«Sepan que Nos, movidos por la misma caridad que Nuestros Prede­cesores, procuramos principalmente con perpetuos deseos y oraciones que, removidos felizmente los obstáculos inveterados, brille por fin aquel día en que haya un solo rebaño y en un solo redil, obedeciendo con corazones unánimes a Jesucristo y a su Vicario en la tierra» (T. 304).

Sumamente importante, en la apertura del Año Santo de 1950, es la Instrucción del Santo Oficio sobre el Movimiento ecuménico; publicada el 20 de diciembre de 1949.

«La Iglesia Católica, aunque no interviene en los congresos y reuniones «ecuménicos» (nótese que la palabra es subrayada por la misma Instrucción), sin embargo nunca cesa, como puede verse en muchos documentos ponti­ficios, ni cesará en adelante, de favorecer con intensísimos anhelos, y fomen­tar con asiduas oraciones a Dios, todos los esfuerzos por realizar aquello que tan dentro del corazón de Cristo Señor está, es decir, que todos los que creen en El sean consumados en uno (Jn., 17, 23)...
«Ahora bien, en muchas regiones del mundo, ya por los variados acon­tecimientos exteriores y mudanzas de actitudes, ya principalmente por las oraciones comunes de los fieles, bajo la acción de la gracia del Espíritu Santo (afflante quidem Spiritus Sancti gratia), crece continuamente en los corazones de muchos separados de la Iglesia Católica el deseo de que se vuelva a la unidad de todos los que creen en Cristo el Señor» (T. 627 a).

Este reconocimiento de que la obra del movimiento ecuménico proviene de la gracia inspiradora del Espíritu Santo.

El 8 de septiembre de 1951, la Encíclica «Sempiternus Rex» sobre el Concilio de Calcedonia, cuyo 15 centenario:

«Oh dolor, muchos en las regiones orientales a lo largo de los siglos se apartaron desgraciadamente de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, de la cual es un hermosísimo modelo (spectatissimum exemplar) la unión hipostática: ¿No es acaso cosa santa, saludable y conforme a la voluntad de Dios, que todos vuelvan por fin algún día al único rebaño de Cristo?» (T. 311).

El 5 de junio de 1954 la Encíclica sobre San Bonifacio, «Ecclesiae fastos:

«Nos, así como deseamos esto vehementemente, así lo pedimos con suplicantes oraciones al dador de los dones celestiales, para que por fin se cumpla el anhelado deseo de todos los buenos, que todos sean una sola cosa y que todos se vuelvan hacia la unidad del rebaño para ser apacen­tados por un solo pastor» (T. 315).

La Alocución a la Federación Inter­nacional de Hombres Católicos, el 8 de diciembre de 1957:

«El sacrificio de los fieles perseguidos, unido al del Redentor, es aún más precioso a los ojos de Dios que el celo de los apóstoles; de él espe­ramos, en el día de la misericordia, el retomo a la unidad de pueblos enteros, hoy oprimidos y separados violentamente del único rebaño pre­parado por el buen Pastor» (T. 322).


b) Pío XII, Rusia y el comunismo

Es célebre la posición tomada por el Pontífice frente al comunismo con el conocido Decreto del Santo Oficio, del 1 de julio de 1949, excluyendo de los sacramentos a los católicos que diesen su favor al comunismo.

Sin embargo Pío XII, colocado por necesidad enfrente del gran enemigo de la Iglesia, supo distinguir perfectamente entre la forma política comunista, que regía al pueblo ruso, atea y materialista, y el mismo pueblo, impregnado de piedad en el alma profunda y uno de los miembros más ilustres del cristianismo separado.

Tres documentos del Pontífice en relación con esta Rusia cristiana.

1.- La Carta «Singulari animi», del 12 de mayo de 1939, acerca de la conmemoración de los 950 años del bautismo de San Vladimiro y- de la conversión de Rusia al cristianismo. En ella, deplora las presentes circunstancias de opresión religiosa que el gran pueblo padece, confiando en que desaparezca esta triste situación algún día.

2.- El 7 de julio de 1952 la Epístola Apostólica «Sacro vergente anno», dedicada a los «Carissimis Russiae populis». En ella consagra el pueblo ruso al Corazón Inmaculado de María. Ya había hecho una especial men­ción del pueblo ruso en 1942 en la Consagración del Mundo al Corazón de María. Al consagrar expresamente el propio pueblo ruso a María y a su Corazón Inmaculado, con la esperanza de que «la libertad de la Iglesia sea un hecho cuanto antes» (T. 640), donde Ella es honrada «no puede faltar la esperanza de salvación».

3.- La Carta «Novimus vos» del 20 de enero de 1956, con ocasión del milenario del bautismo de la Princesa Santa Olga, que dio después origen a la conversión de Rusia.

«Confiad, os decimos: Nos que siempre hemos mostrado tan amante voluntad a todas las comunidades orientales de la Iglesia, del mismo modo que Nuestros Predecesores, juntamos Nuestras ardientes oraciones con las vuestras y las dirigimos juntamente con vosotros al trono de Dios, para que todo aquel amadísimo pueblo, del cual muchos se apartaron del redil del solo rebaño más por las circunstancias de los tiempos que por mala voluntad, vuelvan cuanto antes movidos por la divina inspiración a la unidad católica y, por lo tanto, a Nos...-» (T. 321).

La esperanza  universal de Pío XII

El Pontífice Pío XII proclamó de manera clara con voz de acento profético la esperanza universal de la Iglesia respecto del futuro religioso del mundo.

El 2 de junio de 1939, en su Alocución a los Cardenales del día de San Eugenio:

«Esto, ¿qué es sino la oración por la paz entre los pueblos, que la Iglesia, ya desde la aurora del cristianismo, alzaba a aquel Dios que ansia de todos los hombres que se salven y lleguen al conocimiento de la verdad?» (T. 606)

En su Encíclica «Summi Pontificatus» del 20 de octubre, declara que el fin propio de la misión de la Iglesia consiste en «actuar en la tierra el plan divino de instaurar en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra» (T. 609-610).

a) La esperanza de la plenitud religiosa universal

El 24 de junio de 1944 Alocución a las Obras misionales. Declara que la universalidad de la fe y del amor, propia de la Iglesia, la estimula e incita «hacia la meta a la cual tiende, de hacer coincidir los confines del Reino de Dios con los del mundo».

Hablando el 28 de abril a los Dirigentes de las Obras Misionales:

«La parábola del Buen Pastor, que la Santa Iglesia ponía ayer en los labios de todos los predicadores del Evangelio, expresa a maravilla el senti­miento que Nos urge y que anima también vuestros corazones, Venerables Hermanos y queridos hijos, frente al esfuerzo gigante que falta por hacer para que no haya más que un solo rebaño y un solo pastor» (T. 312).

El único rebaño y pastor del mundo entero, ya que se dirige a las obras misio­nales. Es movido por el «amor ardiente de Cristo, que hace decir: Tengo tam­bién otras ovejas que no son de este redil y es preciso que las traiga» (ib.)


El 8 de diciembre de 1954, al clausurar el año mariano de la Inmaculada, dirige el mensaje radiado a la «Casa de  María».

«Conscientes de la necesidad y posibilidad de una más amplia y asidua predicación del Evangelio de Jesucristo, hemos asumido el oficio de llamar a toda la Iglesia a una gran obra, lanzando aquel «grito de alerta» al que hacen eco en adelante Pastores y fieles en tantas partes del mundo.
«Tenemos firme confianza de que, en un tiempo quizás menor de cuanto sería humanamente previsible, el mal podrá ser detenido en su marcha y el bien podrá tener sus pacíficas y constructivas victorias. Nada se haría sin una ayuda especialísima de Dios, y ésta ciertamente no faltará. Pero se necesitan también almas generosas, ya que Dios quiere en sus obras la coope­ración de los hombres» (T. 645).


En la Encíclica sobre el Sagrado Corazón de Jesús, la «Haurietis Aquas», el 15 de mayo de 1956, ha­llamos un pasaje que descubre la esperanza uni­versal de la Iglesia.

«Aunque la piedad para con el Santísimo Corazón de Jesús ha pro­ducido en todas partes frutos saludables de vida cristiana, a nadie, sin embargo, se le escapa que la Iglesia militante en la tierra, y sobre todo la sociedad civil de los hombres, no han alcanzado todavía aquella forma plena y perfecta de perfección que responda a los deseos y anhelos de Jesucristo, místico  Esposo  de  la  Iglesia  y Redentor del  género humano»  (T.  653).

No han alcanzado esta plenitud de perfección «todavía». Pero esa «plenitud de perfección» que Jesucristo le desea y ha fijado, ¿en qué consiste y hasta dónde llega?:

«Porque (en eso consiste que no la han alcanzado) no pocos hijos de la Iglesia afean con demasiadas arrugas y manchas el rostro de esa Madre que en sí reflejan; no todos los cristianos brillan con aquella santidad de costumbres a que son llamados por Dios; no todos los pecadores han vuelto a la casa del Padre abandonada de mala manera... no todos los paganos se cuentan todavía entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo» (T. 653).

b)    La esperanza del día de la fe universal

Diez testimonios de Pío XII se refieren al día de la fe universal del mundo.

1 — 29 octubre 1939. Homilía en la Consagración de doce Obispos Misioneros.

«Pedimos al Supremo Príncipe de los Pastores que inspire y proteja con su gracia celestial vuestros viajes y empresas apostólicas, y que brille por fin el día, en el que, gracias también a vuestro trabajo, el divino Rey "dominará de un mar al otro mar y desde el río hasta los extremos de la tierra"» (T. 611).

2 — 25 febrero 1941. Alocución a los Párrocos y Predicadores cuaresmales.
         
«¡Cuándo vendrá aquel día en que todo el mundo será de Cristo y en que de todas sus ovejas desviadas y errantes se haga un solo pastor y un solo rebaño!» (T. 300).

3 — 2 junio 1942. Alocución a los Cardenales en el día de San Eugenio.

«A una tal Iglesia Dios, no lo dudéis, ha marcado el tiempo en que vendrán a ella   innumerables   entendimientos   e   innumerables   corazones, que todavía  dan oído a otras voces y siguen  otros ideales o más bien otros ídolos falaces.
Ese día debe llegar y llegará, porque no hay sílaba de Dios que se pierda, en el que la humanidad extraviada por el error y el engaño, estará dis­puesta a escuchar con nuevo interés y con nueva esperanza el sermón de la montaña, del amor y de la fraternidad no mentirosa» (T. 616).

4 — 19 noviembre 1953. Discurso a los Embajadores en el Vaticano.

«La gravedad de los males actuales no debe quitar a nadie la confianza en un porvenir mejor.
«La verdad y la justicia no son sólo palabras. Tienen la fuerza misma del Altísimo, que las garantiza, se hace su defensor y, desde ahora, a pesar de las apariencias, pone en el corazón de sus hijos la certeza del triunfo final de la paz en la estima recíproca de los pueblos.
Que el Todopoderoso os conceda a vosotros y a vuestros países respec­tivos ver el alba de ese día que todos desean y por el cual muchos no vacilan en ofrecer hoy sus sufrimientos y su vida» (T. 642).

5 — 8 diciembre 1954. Mensaje radiado en la inauguración de la «Casa de María».

«Nos oramos, para que el soplo divino de la gracia, como el viento impe­tuoso de Pentecostés, llene no sólo vuestra Domus, vuestra Casa, sino toda la Iglesia.
Nos oramos a Jesús, para que apresure el día que ha de venir en el que una nueva misteriosa efusión del Espíritu Santo investirá a todos los soldados de Cristo y a todos los enviará, como portadores de salvación, entre las miserias de la tierra. Y serán días mejores para la Iglesia; serán a través de la Iglesia— días mejores para todo el mundo» (T. 647).

6 — 26 junio 1955. Alocución a los Ferroviarios Romanos.

«Así la gracia de Dios y la buena voluntad de todos vosotros y de todos los demás trabajadores cristianos esparcidos por toda Italia, acelerarán la venida de aquel día en que Jesús reinará en los corazones y en el mundo» (T. 649).

7 — 1 abril 1956. Mensaje radiado del día de Pascua.

«Apresúrese la hora en que toda la tierra, iluminada por los fulgores del Rey eterno, se regocije, como vosotros en este día, por sentirse liberada de la oscuridad espiritual, en nuestros días tan densa» (T. 652).

8 — 21 abril 1957. Mensaje radiado del día de Pascua.

«¡Ven, Señor! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía tu ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine como el día. ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú solo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana!» (T. 656).
9 — 16 mayo 1958. Alocución a los Dirigentes del Consejo de la NATO.

«¡Quiera Dios apresurar la aurora de aquel día en que todos los hombres le rendirán el homenaje de su fe y de su amor! Ellos forjarán las cadenas que enlazarán a los hombres juntos en armonía y paz» (T. 666).

10 — 11 setiembre 1958. Alocución al Instituto Nacional de Previsión de España.

«Recordadle a la Virgen que a Ella, a su Corazón Inmaculado y ma­ternal, no menos que a su potentísima intercesión, encomendamos todo, para que esta pobre humanidad pueda finalmente ver la luz primera de aquel día en que, resplandeciendo sobre el universo el sol de la justicia y de la caridad, todo reverdezca, todo se renueve y florezca en un suave aire de serenidad y de paz» (T. 668).

Primero. Al referirse a ese tiempo, el Pontífice marca su convicción de su futura existencia en la forma de expresar su contenido con futuros verbales absolutos. En aquel día, «el divino Rey dominará de un extremo al otro de la tierra», «todo el mundo será de Cristo», «habrá una nueva efusión de gracias del Espíritu», «Jesús reinará en los corazones», «los hombres todos le rendirán el homenaje de su fe».

Segundo. Por tres veces en ellos encontramos afirmada con es­pecial vigor la esperanza de ese día, con palabras que expresan una certeza fundamentada en palabras del mismo Señor. Así dice que «ese día debe llegar y llegará, porque no hay sílaba de Dios que se pierda», y en otro testimonio que «el Altísimo es quien pone en el corazón de sus hijos la certeza del triunfo final de la paz, fundada en la verdad y la justicia». O en otro testimonio, que ese día «ha de venir».

Finalmente, exceptuando un testimonio, todos los demás no podrían rectamente interpretarse del triunfo final en el cielo, sino que suponen la fe y la Iglesia, existiendo en la tierra. El testimonio que nos parece que puede referirse más claramente a la segunda venida del Señor es el de 1957, en el que dice que entonces «Jesús solo reinará en los corazones» y habla de «la vuelta del Señor». Pero, con esta ocasión, indicaremos que el Pontífice afirma que «hay muchos indicios de que esta vuelta del Señor no está lejana».. Escribe el resto de tu post aquí.

PÍO XII, EN EL UMBRAL DE UNA NUEVA ÉPOCA I



Pío XII comienza su pontificado poco antes del inicio de la segunda guerra mundial. También le tocó conocer su fin el 6 de agosto de 1945, con el estallido público de la primera bomba atómica.

Pío XII se halla así en el quicio entre un mundo que desaparece y otro que nace. Prepara la dinámica explosión de espíritu del Concilio Vaticano II.

De su pontificado, en esta primera parte, se consideran los siguientes aspectos:

Þ      La búsqueda de la paz
Þ      Una nueva primavera de la esperanza
Þ      El ecumenismo
Þ      La esperanza universal

Pontífice en la grave hora para la paz

La paz internacional es uno de los componentes principales de la común es­peranza. La paz dijo es  «el primer anhelo que Dios ha sacado de Nuestro corazón de padre».


El 9 de abril de 1939, en la solemnidad de la Pascua, en su homilía: «Vemos en muchas regiones a los ciuda­danos inquietos y ansiosos por el temor de males mayores que  parecen anunciarse». Son los pecados humanos la causa de las quiebras de la paz, por lo cual Cristo instituyó en el día pascual de la paz el sacramento de la confesión en el Cenáculo. La paz es obra de la justicia y de la caridad de Cristo.

Siete días más tarde Pío XII dirigía a la nación española un mensaje de felicitación: «por la paz y la victoria, con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probado en tantos y  generosos sufrimientos».
El 24 de agosto, ocho días antes del estallido de la guerra:

«Una hora grave suena nuevamente para la familia humana —comienza el patético mensaje—... Armados solamente con la palabra de la Verdad, por encima de las públicas tensiones y pasiones, os hablamos (oh hombres de Estado y responsables del mundo) en el nombre de Dios, de quien toda paternidad toma el nombre... Inminente es el peligro, pero aún es tiempo. Nada está perdido con la paz. Todo puede estar perdido con la guerra».

El 24 de noviembre, en la Basílica Vaticana, el Papa dirige en la Misa una Homilía sobre la guerra y la paz. «No, la consumación de los siglos no ha llegado todavía». Pero si esto es así, sin embargo «sentimos en Nuestro corazón que la hora pre­sente es una fase de la grave historia de la humanidad, que ha sido anunciada por Cristo».

El 31 de mayo de 1942, en el 25 aniversario de su congregación episcopal,  declara que  este tiempo de guerra «aparece como viva representación de la realidad de las palabras del Salvador: Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro reino, y habrá pestes, hambres y terremotos por las regiones».

Pío XII en el mensaje radiado al mundo, al día siguiente del armisticio, el 9 de mayo de 1945, recordará que la paz sólo es posible en Cristo y pedirá al Señor que cumpla su promesa profética, transformando la paz humana y terrena de las armas en paz celeste y divina.

«La guerra ha suscitado en todas partes discordia, desconfianza y odio. Por consiguiente, si el mundo quiere recuperar la paz, urge que desaparezcan la mentira y el rencor y en su lugar reinen soberanas la verdad y la caridad.
«Por tanto, antes que nada supliquemos con instancia en nuestras plega­rias cotidianas al Dios de amor, que cumpla su promesa hecha por boca del profeta Ezequiel: Yo les daré un corazón unánime, infundiré un nuevo espíritu en su interior y arrancaré de sus entrañas el corazón de piedra y lo sustituiré por un corazón de carne, para que caminen por el camino de mis preceptos y observen mis juicios y los pongan por obra, y ellos sean mi pueblo y Yo sea su Dios (Ez., u, 19-20).
«¡Que el Señor se digne despertar este nuevo espíritu en los pueblos y particularmente en los corazones de aquellos a quienes ha sido confiado el cuidado de establecer la futura paz! Entonces, y solamente entonces, el mundo resucitado evitará la vuelta del tremendo azote y reinará la verdadera, estable y universal fraternidad, y la paz garantizada por Cristo, aun en la tierra, a quienes quieran creer y esperar en su ley de amor» (T. 624).

El 2  de junio de 1945 expone por primera vez las razones por las que no ha querido hablar de los crímenes nazis, para evitar el grave riesgo a muchos inocentes.

Aprovecharemos esta oportunidad para señalar algunos datos:

Þ      en 1943 ofreció su oro y su propio pectoral pontificio para el rescate que los nazis exigieron a los judíos de Roma, bajo amenaza de deportación colectiva.
Þ      el 29 de noviembre de 1945 recibe a un grupo de judíos prófugos, que vienen a él, porque le consideran defensor suyo.
Þ      la Ministro israelí Golda Meir, dedica un elogio a su memoria.
Þ      en 1955, la Orquesta Nacional de Israel actúa en el Vaticano en un concierto de agradecimiento al Pontífice por su acción en favor de los judíos.
Þ      es su propio Secretario de Estado durante toda la guerra Montini, después Pablo VI, quien con la autoridad pontifical le defiende ante las propias autoridades de la Jerusalén israelí, en su viaje a Jerusalén, al salir del estado de Israel


La nueva primavera de la esperanza

El 2 de octubre de 1955, hablando a las jovenes de Acción Católica Italiana:

«Observad, queridas hijas, el mundo en que vivimos; considerad el tiempo al que muchos signos señalan como uno de los más resolutivos de la historia del cristianismo. Parece, en efecto, como si Dios estuviese pre­parando a la humanidad entera algo verdaderamente insólito» (T. 650).

Pero es especialmente en su, del

El 19 de marzo de 1958, seis meses antes de su muerte discurso a los jóvenes de la Acción Católica Ita­liana:

«Mirad, queridos jóvenes, el mundo que está delante de vosotros. Mirad el pasado remoto, reciente y recientísimo, y no podréis menos de decir que por muchos aspectos venimos de un oscuro invierno.
«Pero si detrás de vosotros ha quedado el invierno, ante vosotros está prometedor, luminoso y fecundo, el verano: Prope est aestas, el verano está próximo» (T. 664).
«El estío vendrá, queridos hijos, y vendrá cuajado de abundantes cose­chas. La tierra bañada de lágrimas, sonreirá con perlas de amor y, rociada con la sangre de los mártires, hará germinar cristianos... Como en todas las primaveras, también en la inmediata no faltarán los vientos y las tem­pestades: la Iglesia no ha terminado su martirio» (T. 664).

Pío XII y los cristianos separados de Roma
a) Oriente y los cristianos separados

El 20 de octubre de 1939, en su primera Encíclica «Summi Pontificatus»:

«No queremos pasar en silencio el profundo eco de conmovido reco­nocimiento que suscitó en Nuestro corazón la felicitación de aquellos que, sin pertenecer al cuerpo visible de la Iglesia Católica, en su nobleza y sin­ceridad no han dejado de sentir todo lo que en el amor a la persona de Cristo o en la fe en Dios, les une a Nos. Vaya a todos ellos la expresión de Nuestra gratitud. Los encomendamos a todos y a cada uno a la protec­ción y a la dirección del Señor, y aseguramos solemnemente que sólo un pen­samiento domina Nuestra mente: imitar el ejemplo del Buen Pastor, para conducir a todos a la verdadera felicidad, para que tengan vida y la tengan más abundante (Jn., 10, 10)».

La Encíclica sobre el Cuerpo Místico de Cristo, del 29 de junio del año de 1943, expone claramente el deseo de que los separados vuelvan su vista hacia la iglesia «y se esfuercen por salir de un estado en el que no pueden estar seguros de su salvación eterna; porque aunque sus deseos y votos inconscientes se orientan hacia el Cuerpo Místico de Cristo, están privados de todos los dones y socorros celestiales de los que no se puede gozar más que en la Iglesia universal». Y les exhorta por ello a entrar en la única Iglesia fundada por Jesucristo.

El 9 de abril de 1944, en la Encíclica  «Orientalis Ecclesiae», en el 15o centenario de la muerte de San Cirilo de Alejandría:

«Sepan que Nos, movidos por la misma caridad que Nuestros Prede­cesores, procuramos principalmente con perpetuos deseos y oraciones que, removidos felizmente los obstáculos inveterados, brille por fin aquel día en que haya un solo rebaño y en un solo redil, obedeciendo con corazones unánimes a Jesucristo y a su Vicario en la tierra» (T. 304).

Sumamente importante, en la apertura del Año Santo de 1950, es la Instrucción del Santo Oficio sobre el Movimiento ecuménico; publicada el 20 de diciembre de 1949.

«La Iglesia Católica, aunque no interviene en los congresos y reuniones «ecuménicos» (nótese que la palabra es subrayada por la misma Instrucción), sin embargo nunca cesa, como puede verse en muchos documentos ponti­ficios, ni cesará en adelante, de favorecer con intensísimos anhelos, y fomen­tar con asiduas oraciones a Dios, todos los esfuerzos por realizar aquello que tan dentro del corazón de Cristo Señor está, es decir, que todos los que creen en El sean consumados en uno (Jn., 17, 23)...
«Ahora bien, en muchas regiones del mundo, ya por los variados acon­tecimientos exteriores y mudanzas de actitudes, ya principalmente por las oraciones comunes de los fieles, bajo la acción de la gracia del Espíritu Santo (afflante quidem Spiritus Sancti gratia), crece continuamente en los corazones de muchos separados de la Iglesia Católica el deseo de que se vuelva a la unidad de todos los que creen en Cristo el Señor» (T. 627 a).

Este reconocimiento de que la obra del movimiento ecuménico proviene de la gracia inspiradora del Espíritu Santo.

El 8 de septiembre de 1951, la Encíclica «Sempiternus Rex» sobre el Concilio de Calcedonia, cuyo 15 centenario:

«Oh dolor, muchos en las regiones orientales a lo largo de los siglos se apartaron desgraciadamente de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, de la cual es un hermosísimo modelo (spectatissimum exemplar) la unión hipostática: ¿No es acaso cosa santa, saludable y conforme a la voluntad de Dios, que todos vuelvan por fin algún día al único rebaño de Cristo?» (T. 311).

El 5 de junio de 1954 la Encíclica sobre San Bonifacio, «Ecclesiae fastos:

«Nos, así como deseamos esto vehementemente, así lo pedimos con suplicantes oraciones al dador de los dones celestiales, para que por fin se cumpla el anhelado deseo de todos los buenos, que todos sean una sola cosa y que todos se vuelvan hacia la unidad del rebaño para ser apacen­tados por un solo pastor» (T. 315).

La Alocución a la Federación Inter­nacional de Hombres Católicos, el 8 de diciembre de 1957:

«El sacrificio de los fieles perseguidos, unido al del Redentor, es aún más precioso a los ojos de Dios que el celo de los apóstoles; de él espe­ramos, en el día de la misericordia, el retomo a la unidad de pueblos enteros, hoy oprimidos y separados violentamente del único rebaño pre­parado por el buen Pastor» (T. 322).


b) Pío XII, Rusia y el comunismo

Es célebre la posición tomada por el Pontífice frente al comunismo con el conocido Decreto del Santo Oficio, del 1 de julio de 1949, excluyendo de los sacramentos a los católicos que diesen su favor al comunismo.

Sin embargo Pío XII, colocado por necesidad enfrente del gran enemigo de la Iglesia, supo distinguir perfectamente entre la forma política comunista, que regía al pueblo ruso, atea y materialista, y el mismo pueblo, impregnado de piedad en el alma profunda y uno de los miembros más ilustres del cristianismo separado.

Tres documentos del Pontífice en relación con esta Rusia cristiana.

1.- La Carta «Singulari animi», del 12 de mayo de 1939, acerca de la conmemoración de los 950 años del bautismo de San Vladimiro y- de la conversión de Rusia al cristianismo. En ella, deplora las presentes circunstancias de opresión religiosa que el gran pueblo padece, confiando en que desaparezca esta triste situación algún día.

2.- El 7 de julio de 1952 la Epístola Apostólica «Sacro vergente anno», dedicada a los «Carissimis Russiae populis». En ella consagra el pueblo ruso al Corazón Inmaculado de María. Ya había hecho una especial men­ción del pueblo ruso en 1942 en la Consagración del Mundo al Corazón de María. Al consagrar expresamente el propio pueblo ruso a María y a su Corazón Inmaculado, con la esperanza de que «la libertad de la Iglesia sea un hecho cuanto antes» (T. 640), donde Ella es honrada «no puede faltar la esperanza de salvación».

3.- La Carta «Novimus vos» del 20 de enero de 1956, con ocasión del milenario del bautismo de la Princesa Santa Olga, que dio después origen a la conversión de Rusia.

«Confiad, os decimos: Nos que siempre hemos mostrado tan amante voluntad a todas las comunidades orientales de la Iglesia, del mismo modo que Nuestros Predecesores, juntamos Nuestras ardientes oraciones con las vuestras y las dirigimos juntamente con vosotros al trono de Dios, para que todo aquel amadísimo pueblo, del cual muchos se apartaron del redil del solo rebaño más por las circunstancias de los tiempos que por mala voluntad, vuelvan cuanto antes movidos por la divina inspiración a la unidad católica y, por lo tanto, a Nos...-» (T. 321).

La esperanza  universal de Pío XII

El Pontífice Pío XII proclamó de manera clara con voz de acento profético la esperanza universal de la Iglesia respecto del futuro religioso del mundo.

El 2 de junio de 1939, en su Alocución a los Cardenales del día de San Eugenio:

«Esto, ¿qué es sino la oración por la paz entre los pueblos, que la Iglesia, ya desde la aurora del cristianismo, alzaba a aquel Dios que ansia de todos los hombres que se salven y lleguen al conocimiento de la verdad?» (T. 606)

En su Encíclica «Summi Pontificatus» del 20 de octubre, declara que el fin propio de la misión de la Iglesia consiste en «actuar en la tierra el plan divino de instaurar en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra» (T. 609-610).

a) La esperanza de la plenitud religiosa universal

El 24 de junio de 1944 Alocución a las Obras misionales. Declara que la universalidad de la fe y del amor, propia de la Iglesia, la estimula e incita «hacia la meta a la cual tiende, de hacer coincidir los confines del Reino de Dios con los del mundo».

Hablando el 28 de abril a los Dirigentes de las Obras Misionales:

«La parábola del Buen Pastor, que la Santa Iglesia ponía ayer en los labios de todos los predicadores del Evangelio, expresa a maravilla el senti­miento que Nos urge y que anima también vuestros corazones, Venerables Hermanos y queridos hijos, frente al esfuerzo gigante que falta por hacer para que no haya más que un solo rebaño y un solo pastor» (T. 312).

El único rebaño y pastor del mundo entero, ya que se dirige a las obras misio­nales. Es movido por el «amor ardiente de Cristo, que hace decir: Tengo tam­bién otras ovejas que no son de este redil y es preciso que las traiga» (ib.)


El 8 de diciembre de 1954, al clausurar el año mariano de la Inmaculada, dirige el mensaje radiado a la «Casa de  María».

«Conscientes de la necesidad y posibilidad de una más amplia y asidua predicación del Evangelio de Jesucristo, hemos asumido el oficio de llamar a toda la Iglesia a una gran obra, lanzando aquel «grito de alerta» al que hacen eco en adelante Pastores y fieles en tantas partes del mundo.
«Tenemos firme confianza de que, en un tiempo quizás menor de cuanto sería humanamente previsible, el mal podrá ser detenido en su marcha y el bien podrá tener sus pacíficas y constructivas victorias. Nada se haría sin una ayuda especialísima de Dios, y ésta ciertamente no faltará. Pero se necesitan también almas generosas, ya que Dios quiere en sus obras la coope­ración de los hombres» (T. 645).


En la Encíclica sobre el Sagrado Corazón de Jesús, la «Haurietis Aquas», el 15 de mayo de 1956, ha­llamos un pasaje que descubre la esperanza uni­versal de la Iglesia.

«Aunque la piedad para con el Santísimo Corazón de Jesús ha pro­ducido en todas partes frutos saludables de vida cristiana, a nadie, sin embargo, se le escapa que la Iglesia militante en la tierra, y sobre todo la sociedad civil de los hombres, no han alcanzado todavía aquella forma plena y perfecta de perfección que responda a los deseos y anhelos de Jesucristo, místico  Esposo  de  la  Iglesia  y Redentor del  género humano»  (T.  653).

No han alcanzado esta plenitud de perfección «todavía». Pero esa «plenitud de perfección» que Jesucristo le desea y ha fijado, ¿en qué consiste y hasta dónde llega?:

«Porque (en eso consiste que no la han alcanzado) no pocos hijos de la Iglesia afean con demasiadas arrugas y manchas el rostro de esa Madre que en sí reflejan; no todos los cristianos brillan con aquella santidad de costumbres a que son llamados por Dios; no todos los pecadores han vuelto a la casa del Padre abandonada de mala manera... no todos los paganos se cuentan todavía entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo» (T. 653).

b)    La esperanza del día de la fe universal

Diez testimonios de Pío XII se refieren al día de la fe universal del mundo.

1 — 29 octubre 1939. Homilía en la Consagración de doce Obispos Misioneros.

«Pedimos al Supremo Príncipe de los Pastores que inspire y proteja con su gracia celestial vuestros viajes y empresas apostólicas, y que brille por fin el día, en el que, gracias también a vuestro trabajo, el divino Rey "dominará de un mar al otro mar y desde el río hasta los extremos de la tierra"» (T. 611).

2 — 25 febrero 1941. Alocución a los Párrocos y Predicadores cuaresmales.
         
«¡Cuándo vendrá aquel día en que todo el mundo será de Cristo y en que de todas sus ovejas desviadas y errantes se haga un solo pastor y un solo rebaño!» (T. 300).

3 — 2 junio 1942. Alocución a los Cardenales en el día de San Eugenio.

«A una tal Iglesia Dios, no lo dudéis, ha marcado el tiempo en que vendrán a ella   innumerables   entendimientos   e   innumerables   corazones, que todavía  dan oído a otras voces y siguen  otros ideales o más bien otros ídolos falaces.
Ese día debe llegar y llegará, porque no hay sílaba de Dios que se pierda, en el que la humanidad extraviada por el error y el engaño, estará dis­puesta a escuchar con nuevo interés y con nueva esperanza el sermón de la montaña, del amor y de la fraternidad no mentirosa» (T. 616).

4 — 19 noviembre 1953. Discurso a los Embajadores en el Vaticano.

«La gravedad de los males actuales no debe quitar a nadie la confianza en un porvenir mejor.
«La verdad y la justicia no son sólo palabras. Tienen la fuerza misma del Altísimo, que las garantiza, se hace su defensor y, desde ahora, a pesar de las apariencias, pone en el corazón de sus hijos la certeza del triunfo final de la paz en la estima recíproca de los pueblos.
Que el Todopoderoso os conceda a vosotros y a vuestros países respec­tivos ver el alba de ese día que todos desean y por el cual muchos no vacilan en ofrecer hoy sus sufrimientos y su vida» (T. 642).

5 — 8 diciembre 1954. Mensaje radiado en la inauguración de la «Casa de María».

«Nos oramos, para que el soplo divino de la gracia, como el viento impe­tuoso de Pentecostés, llene no sólo vuestra Domus, vuestra Casa, sino toda la Iglesia.
Nos oramos a Jesús, para que apresure el día que ha de venir en el que una nueva misteriosa efusión del Espíritu Santo investirá a todos los soldados de Cristo y a todos los enviará, como portadores de salvación, entre las miserias de la tierra. Y serán días mejores para la Iglesia; serán a través de la Iglesia— días mejores para todo el mundo» (T. 647).

6 — 26 junio 1955. Alocución a los Ferroviarios Romanos.

«Así la gracia de Dios y la buena voluntad de todos vosotros y de todos los demás trabajadores cristianos esparcidos por toda Italia, acelerarán la venida de aquel día en que Jesús reinará en los corazones y en el mundo» (T. 649).

7 — 1 abril 1956. Mensaje radiado del día de Pascua.

«Apresúrese la hora en que toda la tierra, iluminada por los fulgores del Rey eterno, se regocije, como vosotros en este día, por sentirse liberada de la oscuridad espiritual, en nuestros días tan densa» (T. 652).

8 — 21 abril 1957. Mensaje radiado del día de Pascua.

«¡Ven, Señor! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía tu ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine como el día. ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú solo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana!» (T. 656).
9 — 16 mayo 1958. Alocución a los Dirigentes del Consejo de la NATO.

«¡Quiera Dios apresurar la aurora de aquel día en que todos los hombres le rendirán el homenaje de su fe y de su amor! Ellos forjarán las cadenas que enlazarán a los hombres juntos en armonía y paz» (T. 666).

10 — 11 setiembre 1958. Alocución al Instituto Nacional de Previsión de España.

«Recordadle a la Virgen que a Ella, a su Corazón Inmaculado y ma­ternal, no menos que a su potentísima intercesión, encomendamos todo, para que esta pobre humanidad pueda finalmente ver la luz primera de aquel día en que, resplandeciendo sobre el universo el sol de la justicia y de la caridad, todo reverdezca, todo se renueve y florezca en un suave aire de serenidad y de paz» (T. 668).

Primero. Al referirse a ese tiempo, el Pontífice marca su convicción de su futura existencia en la forma de expresar su contenido con futuros verbales absolutos. En aquel día, «el divino Rey dominará de un extremo al otro de la tierra», «todo el mundo será de Cristo», «habrá una nueva efusión de gracias del Espíritu», «Jesús reinará en los corazones», «los hombres todos le rendirán el homenaje de su fe».

Segundo. Por tres veces en ellos encontramos afirmada con es­pecial vigor la esperanza de ese día, con palabras que expresan una certeza fundamentada en palabras del mismo Señor. Así dice que «ese día debe llegar y llegará, porque no hay sílaba de Dios que se pierda», y en otro testimonio que «el Altísimo es quien pone en el corazón de sus hijos la certeza del triunfo final de la paz, fundada en la verdad y la justicia». O en otro testimonio, que ese día «ha de venir».

Finalmente, exceptuando un testimonio, todos los demás no podrían rectamente interpretarse del triunfo final en el cielo, sino que suponen la fe y la Iglesia, existiendo en la tierra. El testimonio que nos parece que puede referirse más claramente a la segunda venida del Señor es el de 1957, en el que dice que entonces «Jesús solo reinará en los corazones» y habla de «la vuelta del Señor». Pero, con esta ocasión, indicaremos que el Pontífice afirma que «hay muchos indicios de que esta vuelta del Señor no está lejana».. Escribe el resto de tu post aquí.