domingo, 22 de febrero de 2009

EL MODERNISMO Y LA DIVINIDAD DE CRISTO

El modernismo es un movimiento procedente del protestantismo liberal, bajo la influencia del racionalismo idealista de Hegel y su escuela filosófica.
Se trata de un movimiento que no tiene cabeza visible y que aglutina sacerdotes y religiosos distribuidos en seminarios, facultades de teología, casas de religiosos, parroquias etc.
Se caracteriza por negar el orden sobrenatural, considerar que la religión es fruto de un sentimiento que reside en el conciencia de cada hombre. De Jesucristo dicen que fue un hombre excepcional, pero simple hombre, que tuvo conciencia de ser hijo de Dios, pero no hijo natural de la misma naturaleza que el Padre, sino mero hombre.
Según los modernistas, Jesús de Nazaret no fundó ninguna iglesia, ni religión. Fueron los cristianos de la comunidad pospascual quienes inventaron el cristianismo, en particular san Pablo y dieron lugar al Cristo de la fe muy superior al Jesús de Nazaret.
Hoy en primer lugar vamos a repasar las primeras herejías, trinitarias y cristológicas, con un repaso de los primeros concilios ecuménicos. Después veremos el fenómeno del modernismo, en particular lo que dicen de la persona de Jesucristo. La sesión la finalizamos con unos pasajes del Catecismo de la Iglesia Católica sobre Jesucristo.

Esquema de la charla

o Síntesis de errores cristológicos
o Los VII primeros Concilios
o Un intervalo de mil años
n Errores entre el s. IX y el s. XIX
o El resurgir de las herejías cristológicas s. XIX
n Los errores de Günther
n Las causas del resurgir de las herejías cristológicas
o El modernismo y la divinidad de Cristo
n Principios teológico-filosóficos del modernismo
n La negación del valor sobrenatural e histórico de los Evangelios
n El Decreto Lamentabili
o Pervivencia del modernismo en nuestros díasCIC: Verdadero Dios y verdadero hombre

Síntesis de los errores cristológicos

El Misterio de la divinidad de Cristo entraña en primer lugar la existencia de tres Personas en Dios, rechazadas por los heréticos negadores de tal Trinidad, apoyados en el mismo dogma de la unidad absoluta de Dios, conforme al monoteísmo. En virtud de un dogma antiguo, la unidad de Dios, se negaba el nuevo, resultante de la divinidad de Cristo, la trinidad de personas en Dios.
Siguieron los errores de la cristología, que, una vez declarada por la Iglesia la divinidad trinitaria, se encerraron ya en el círculo del problema de la unidad de persona en Cristo y sus dos naturalezas. Tales errores, propuestos claramente por Nestorio y Eutiques, dieron ocasión a que los Concilios formularan con precisión la verdad de Cristo, uno en Persona divina, y con dos naturalezas, con unión hipostática, es decir, de la naturaleza humana no directamente con la divina, sino con la Persona del Hijo de Dios, que es divina en sí misma. Tal es la unión llamada hipostática de las dos naturalezas, que quedan unidas en la Per­sona única.
Conviene en este momento realizar el recuento de los errores cristológicos, ya trinitarios, ya directamente sobre la persona de Cristo, con un esquema o síntesis del conjunto de tales errores, desde el siglo I hasta el IX.

I Errores sobre el misterio de la Trinidad

Sabelio: No hay tres Personas en Dios, sino que sólo son modalidades de un solo Dios (modalismo) (siglo III). Fue Dios Padre, única persona en Dios, quien padeció en la cruz (patripasianismo)

Arrio: El Verbo no es Dios, sino la más excelente de las criaturas, por medio de la cual Dios creó todas las cosas, y él fue la primera criatura (arrianismo) (siglo IV, Nicea ). Arrio, en realidad negaba la humanidad y la divinidad de Jesucristo porque consideraba que el Verbo no era Dios, sino inferior al Padre, y hacía de alma en el cuerpo de Jesucristo, por lo que tampoco era verdadero hombre.

Eunomio y Macedonio: El Espíritu Santo no es Persona divina distinta del Padre (macedonismo: símbolo Niceno-Constantinopolitano). (siglo IV).

Marcelo de Ancira, Fotino: La Persona de Cristo era Dios, pero dejó la Encarnación en Jesús antes de su muerte (extinción del reino de Jesús: Símbolo Niceno-Constantinopolitano, "Su reino no tendrá fin" (si­glo IV).


II Errores sobre la unidad de Persona en Jesucristo

Teódoto el Curtidor (o Coriario): Jesús no tuvo en sí divinidad, sino sólo fue un hombre santo y grande (siglo II)

Pablo de Samosata: Dios adoptó como hijo a Jesús, que no tuvo persona divina (siglo III)

Teodoro de Mopsuesta: La Persona divina vivía en la huma­nidad como en un Templo o efigie, pero la persona de Jesús era humana (siglo V)

Nestorio: En Cristo hay dos personas, una divina y otra humana, en ambas naturalezas completas, (siglo V, Concilio de Efeso)

Elipando y Félix: Renuevan el error de Samosata (adopcionismo) en España (siglo VIII)

III Errores contra las dos naturalezas en Jesucristo

Apolinar: La naturaleza humana de Cristo no tenía alma racional (sólo vegetativa o sensitiva), el Verbo hizo sus veces (siglo IV)

Eutiques: La naturaleza humana era imper­fecta, y en la unión fue absorbida o mezclada con la divina, perdiendo su integridad y existencia, (siglo V, Calcedonia)

Sergio-Pirro: En el alma humana de Cristo no hay voluntad humana (monotelismo) (si­glo VII, Contantinopla III)

Iconoclastas: No debe venerarse la imagen humana de Cristo (siglo VIII, Nicea II)


Los VII primeros Concilios

En Nicea (325) se proclama la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, de la misma naturaleza que el Padre.

En el Prime­ro de Constantinopla (381), se proclama la divinidad del Espíritu Santo, Señor y Vivifi­cador, glorificado y adorado juntamente con el Padre y el Hijo.

En Efeso (431), y para reconocer que es verdaderamente Dios el Emmanuel nacido de la Virgen, se define que tenemos que proclamar Madre de Dios a María.

En Calcedonia (451) se define que, porque el Hijo eterno de Dios bajó de los cielos y se hizo hombre «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», hemos de profesar nuestra fe en que Nuestro Señor y Salva­dor tiene, con su naturaleza divina, también la naturaleza hu­mana, y que las dos naturalezas concurren en una sola persona.

En el II de Constantinopla (553), ratificando y sintetizando lo enseñado en Éfeso y en Calcedonia, se ilumina nuevamente que esta persona de nuestro Salvador, el Hijo de María, no es otra que el Hijo eterno de Dios, la segunda persona de la Santa Trinidad.

En el III de Constantinopla (681) se define que hemos de creer que, por la dualidad inconfusa e inseparable de las naturalezas divina y humana, hay en Jesucristo, con las operacio­nes y la voluntad, divinas, también operaciones humanas y vo­luntad humana, plenamente sometidas a su voluntad divina y omnipotente.

En el II de Nicea (787), para la defensa del culto a las imá­genes sagradas, se formulan también importantes definiciones sobre la concreción y realidad histórica de Jesucristo, sobre la historia evangélica, sobre la visibilidad de la Iglesia y su consti­tución jurídica y jerárquica.


Un intervalo de mil años

A partir de la última condena del adopcionismo, y de la con­dena de los errores surgidos con Focio (Nicea II y Constantinopla IV), seguirá un tiempo de tranquilidad en el tema cristológico. Los grandes doctores y Pontífices (Atanasio, Ambrosio, Basilio, Agustín, Cirilo... León Magno) han esclarecido, al parecer, el tema de Cristo con su luz, de manera que pudo juzgarse defini­tiva. Los nuevos errores que aparecen en el campo doctrinal de los siguientes Concilios se centrarán ya en temas de tipo más eclesial de la fe y virtudes, la gracia, o de los sacramentos. Se podría decir que hay un interregno de casi mil años hasta que de nuevo reaparecen los errores cristológicos en el siglo XIX.

A partir del año 800, en que se verifica en san Pedro de Roma, la coronación de Carlomagno por san León III, y tras el caso de Focio en el Concilio de Constantinopla IV en el año 870, correrá aproximadamente un milenio hasta que afloren los errores que vuelven a la superficie de la Iglesia. Durante este tiempo tan largo, aunque no hay errores directamente cristológicos, se tocan también algunos temas relacionados con la persona de Cristo y su divinidad, pero en formas derivadas.

Tales pueden considerarse, por ejemplo:

o Los errores de Pedro de Olivi sobre la llaga del Costado de Cristo, que el Concilio de Vienne en Francia declara apostólicamente en el año 1312, que sucedió en el cuerpo ya muerto de Jesús, como lo narra san Juan en su evangelio. Esta afirmación hace constar que de él muerto brotó la Iglesia y los sacramentos por su divinidad personal, que permanecía en el cadáver (Denz 480). Del mismo modo se declara herética la doctrina, de viejo sabor apolinarista, de un alma humana racional que no sea juntamente la que da vida y forma al cuerpo sensitiva y vegetativamente, declarando que el alma racional propia del nombre es forma esencial del cuerpo (Denz 481).

o Algo más adelante se planteará una cuestión, en cierto modo secundaria, sobre la sangre de Cristo en la resurrección, que ha creado en aquel tiempo un conflicto teológico, y que el Papa Pío II reserva a la Santa Sede apostólica en su resolución, prohi­biendo las discusiones entonces agitadas. (Denz 718).

o Final­mente pueden mencionarse, en el terreno cristológico, las conde­naciones de Pío VI contra el Sínodo jansenista de Pistoya, rela­cionadas con la verdad del Sagrado Corazón de Jesús, como ele­mento de la humanidad de Cristo unido a la Persona divina (Denz 1561-3).

o Hubo también, en el intervalo, una fórmula cristológica de Hus rechazada como ambigua por el Concilio de Constanza en 1418 (Denz 63).

El resurgir de las herejías cristológicas y la crítica histórica racionalista

En el siglo XIX, en 1856, cuando de nuevo asoman los viejos errores cristológicos en un teólogo católico, A. Günther, condenado por el Breve Eximium tuum de Pío IX (Denz 1655). Este teólogo alemán afirmaba "errores contra la fe en una sustancia divina y Tres personas (el error Trinitario), y también contra el misterio del Verbo encarnado y la unidad de la divina Persona del Verbo en dos naturalezas, divina y humana". Reapa­recen así de nuevo los antiguos errores trinitarios y cristológicos de la unidad de Persona en Cristo.

Las causas del resurgir las herejías cristológicas

¿Qué ha sucedido? Empieza a incidir sobre algunos católicos la influencia del campo protestante racionalista sobre la filosofía y la exégesis. El lento y laborioso trabajo llevado a cabo por las escuelas racionalistas, expresamente mencionadas por Pío IX, apartándose de la misma fe clásica protestante (que es cristiana), comenzó a formar escuela y a inficionar a algunos creyentes católicos, como en el caso de Günther.

El trabajo racional y científico de un conocimiento más exacto de los textos bíblicos en su tiempo, propio de las escuelas racionalistas, y en sí laudable, ha hecho progresos en los campos textuales y exegéticos, y también el trabajo católico ha ido aco­modándose a tales avances.

No siempre se ha deslindado con claridad los métodos histórico-críticos en sí, de los principios racionalistas con los que se dio origen a los mismos, con las graves consecuencias a las que ha conducido y sigue conduciendo tal hecho como recientemente ha denunciado Benedicto XVI en una intervención que tuvo en el último Sínodo de la Iglesia Católica sobre la Palabra de Dios.

Este progreso, tiene su origen en la Encíclica Providentissimus Deus de León XIII que dio origen a la PCB en 1902 que a principios del siglo XX tuvo que dar respuestas a cuestiones de manera que se salvara el carácter sobrenatural de la revelación divina, posteriormente se llegó a admitir los llamados géneros literarios por Pío XII en su Encíclica Divino Affiante Spiritu en 1943, y que, salvado el carácter sobrenatural de la revelación, ha motivado la admisión de una más libre interpretación de los once primeros capítulos del Génesis en la Carta al Card. Suhard en 1948, ha continuado en la Instrucción Sancta Mater Ecclesiae sobre la verdad histórica de los evangelios (1964). La Historia de las Formas es considerada un método que puede ser utilizado con la prudencia requerida. Con posterioridad, hay que recordar la Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica y el Sínodo de los Obispos del año 2008.




El modernismo y la divinidad de Cristo

En este largo camino, las hipótesis racionalistas, propugnadas con gran erudición y a veces con gran conocimiento (Harnack) han ido progresando y aun han contagiado lentamente a algunos sectores de teólogos católicos. Así se formó el conjunto de ideas denunciado por san Pío X a principios del siglo XX, y desig­nado con el nombre común de "modernismo", en su encíclica Pascendi de 1907 (Denz 2071 ss).


Principios teológico-filosóficos del modernismo

La vigorosa denuncia de las bases de lo que es llamado "con­junto de todas las herejías", apunta al agnosticismo, a la negación del orden sobrenatural, a la inmanencia de la fe, que reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino, en cuyo sentimiento no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, afirman que se verifica la revelación. Toda religión es a la vez natural y sobrenatural, de donde la indistinta significación de conciencia y revelación. Por otra parte, lo incognoscible, de que hablan, no se presenta a la fe como algo aislado o singular, sino con íntima dependencia de algún fenómeno, que, aunque pertenece al campo de la ciencia y de la historia, de algún modo sale fuera de sus límites.

La fe, atraída por lo incognoscible, que se presenta junto con el fenómeno, lo abarca todo entero y le comunica, en cierto modo, su propia vida. Síguense dos consecuencias. En primer lugar, se produce cierta transfiguración del fenómeno, esto es, en cuanto es levantado por la fe sobre sus propias condiciones, con lo cual queda hecho materia más apta para recibir la forma de lo divino, que la fe ha de dar; en segundo lugar, una como desfiguración —llámese así— del fenómeno, pues la fe le atribuye lo que en realidad no tiene, al haberle sustraído a las condiciones de lugar y tiempo; lo que acontece, sobre todo, cuando se trata de fenómenos del tiempo pasado, y tanto más cuanto más antiguos fueren. De ambas cosas sacan, a su vez, los modernistas, dos leyes (transfiguración y deformación de lo sentido), que, juntas con la tercera sacada del agnosticismo, forman las bases de la crítica histórica.

Un ejemplo lo aclarará: lo tomamos de la persona de Cristo. En la persona de Cristo, dicen, la ciencia y la historia ven sólo un hombre. Por lo tanto, en virtud de la primera ley, sacada del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto presente carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la levanta sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera, la misma persona de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las palabras, actos y todo cuanto, en fin, no corresponda a su naturaleza, estado, educación, lugar y tiempo en que vivió a la prevalencia de la historia sobre la fe, al inmanentismo de ésta, al des­precio de la autoridad de la Iglesia y de la tradición, y otros pun­tos fundamentales.

Del Decreto Lamentabili sane exitu: Errores modernistas sobre la Revelación y Jesucristo

La enérgica denuncia de san Pío X se dirigía al corazón de una nueva herejía que se había introducido en el seno de la Iglesia misma, por algunos creyentes ofuscados. Así sucedió con los casos de apostasía del jesuita Tyrrel y de Alfred Loisy, y otros, que se desviaron de la verdad, y cuya literatura causó un profundo impacto en otros cre­yentes.

Fundamentalmente, en el tema cristólogico que aquí trata­mos, se vino a centrar el ataque en el campo histórico evangélico, con su distinción entre el Cristo histórico y el de la fe. Sin negar éste consideraban que no era el mismo de la historia real, sino el considerado a la luz y óptica de una fe personal y eclesial sola­mente.

Las afirmaciones evangélicas del propio Jesús en los evangelios fueron reducidas a pretensiones mesiánicas, no siem­pre justificables. Se renovaban así los viejos errores cristológicos de Nestorio y Eutiques y otros, que parecían olvidados y resur­gían con nueva vida. Era un hombre, de genio excepcional qui­zás, pero no propiamente Dios encarnado, lo cual sería un senti­miento propio solo de la fe. El Decreto Lamentabili de Pío X, unos meses antes de su Encíclica citada, ponía al desnudo en forma de afirmaciones, tomadas de tales libros, la visión moder­nista sobre Jesús y el origen de esta visión relacionado con la exégesis histórico-crítica.

Autoridad doctrinal y disciplinar de la Iglesia

4. El magisterio de la Iglesia no puede determinar ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas, el genuino sentido de las Sagradas Escrituras.

Autoridad de las Sagradas Escrituras
9. Quienes creen que Dios es el verdadero autor de la Sagrada Escritura demuestran ser exageradamente simples o ignorantes.
10. La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores israelitas transmitieron las doctrinas religiosas bajo un aspecto poco conocido o ignorado por los paganos.
11. La inspiración divina no abarca a toda la Sagrada Escritura, de manera que todas y cada una de sus partes carezcan de error.
Autoridad humana de los Libros Sagrados

14. En muchas narraciones, los evangelistas contaron no tanto lo que es verdad, cuanto lo que juzgaron más provechoso para sus lectores, aunque fuera falso.
15. Los Evangelios fueron aumentados con adiciones y correcciones continuas hasta llegar al canon definitivo y constituido; en ellos, por ende, no quedó sino un tenue e incierto vestigio de la doctrina de Cristo.
16. Las narraciones de San Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio; los discursos que el citado Evangelio contiene, son meditaciones teológicas sobre el misterio de la salvación, desprovistas de verdad histórica.
17. El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que pareciesen más extraordinarios, sino también con el fin de que fuesen más adecuados para simbolizar la obra y la gloria del Verbo Encarnado.

La divinidad de Jesucristo

29. Se puede admitir que el Cristo, que nos muestra la historia, es muy inferior al Cristo que es objeto de la fe.

30. En todos los textos evangélicos el nombre de Hijo de Dios es equivalente sólo al nombre de Mesías, pero de ningún modo significa que Cristo es verdadero y natural Hijo de Dios.

31 "La doctrina sobre Cristo que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, Efeso y Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre Jesús concibió la conciencia cristiana" (Decr. Lamentabili, de 1907, Denz 2031, y 2027-38)

Como puede verse, el ataque doctrinal se basa en una crítica histórica que parte de prejuicios racionalistas. El Cristo de la fe no es el real de la historia, ha sido inventado, y creído, por la conciencia cristiana siguiendo las enseñanzas de los apóstoles y de la Iglesia sucesiva. Por un camino de clara inspiración racionalista se desposee a Jesús de la divinidad, negando al hacerlo la Persona del Verbo como Nestorio, y cayendo en un absoluto monofisitismo humano, si con­trario en algo a Eutiques, tan completo como el suyo, como enseñaban los que los Padres llamaban el “error judío”.

Tal era la tesis desarrollada por las célebres Vidas de Jesús de Strauss y Renán. Pretende desmitificar la figura de Jesús de la carga puesta sobre ella por la fe eclesial, por obra en parte de los propios escritores evangélicos y apóstoles. La encarnación de la divinidad en un hombre verdadero es en consecuencia negada abiertamente[1].

Pervivencia del modernismo en nuestros días

Podría pensarse que el ataque modernista, o el contagio den­tro de la Iglesia, había sido silenciado por la enérgica interven­ción de Pío X. Pero Pablo VI nos ha advertido en la Encíclica Ecclesiam suam de 1964, al tomar las riendas del Concilio Vati­cano II iniciado el año anterior por Juan XXIII, trazando su pro­grama de renovación, que "el fenómeno modernista todavía aflora en varias tentativas de expresiones heterogéneas con la auténtica realidad de la religión católica" (n.20), por lo cual, entre otras razones, ha invitado a la Iglesia reunida en el Concilio a renovar con fe ardiente la profesión de Pedro en la divinidad de Jesús: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo" (n.17-18).

No mucho tiempo más tarde llegará a lamentar que el "humo del infierno parece haber penetrado por alguna grieta en el inte­rior de la Iglesia", contra las esperanzas concebidas antes de renovación viva. Tal expresión, tan enérgica, muestra clara­mente el peligro percibido por el Papa. Así se comprende que haya sido juzgado necesario por la Congregación de la Fe, con aprobación de Pablo VI en 1972, poner en guardia a los teólogos católicos con estas graves palabras:

"A la fe en el Hijo de Dios hecho hombre se oponen manifiestamente las opiniones de que no se nos habría revelado, ni sabríamos que el Hijo de Dios subsiste desde la eternidad en el misterio de Dios, como distinto del Padre y del Espíritu Santo.
También las opiniones según las cuales habría que abandonar la noción de la única Persona de Jesucristo, engendrada por el Padre antes de los siglos según la naturaleza divina, y en el tiempo por la Virgen María según la naturaleza humana.
Por último, la afirmación según la cual la humanidad de Jesucristo existiría no como asumida en la Persona eterna del Hijo de Dios, sino más bien en sí misma como persona humana. Y que, por lo tanto, el misterio de Jesucristo consiste en que Dios, al revelarse, está pre­sente en forma eminente en la persona humana de Jesús" (Declaración sobre la Trinidad y Encarnación, AAS, 1972).

¿No parece, al oír tal advertencia, hecha a los teólogos en 1972, que hubiésemos retrocedido al tiempo de Nestorio, de los adopcionistas y aun del mismo Arrio? Tal parece haber sido la labor profunda realizada en algunas mentes teológicas (quizás pocas, desde luego, pero conocidas, sin duda), resucitando cues­tiones que parecieron completamente superadas en la Iglesia desde el siglo IX[2].

No queremos terminar el capítulo sin señalar que también resulta necesario subrayar firmemente la verdad de la naturaleza humana de Jesús, como advirtieron san Agustín y san León Mag­no. Este último ha escrito:

"En esta fe (católica) un mismo Cristo es a la vez Unigénito de Dios e Hijo del hombre, y se corre igual peligro diciendo que Jesucristo es sólo Dios sin hombre, o sólo hombre sin Dios. Ninguna de las dos cosas apro­vecha sin la otra. Hay que confesar ambas del mismo modo. Porque como en Dios está la verdadera humani­dad, así en el hombre está la verdadera divinidad" (Homil. de la Transfiguración).

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

III Verdadero Dios y verdadero hombre

464 El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. El se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban.

465 Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, "venido en la carne" (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El primer concilio ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es "engendrado, no creado, de la misma substancia ['homoousios'] que el Padre" y condenó a Arrio que afirmaba que "el Hijo de Dios salió de la nada" (DS 130) y que sería "de una substancia distinta de la del Padre" (DS 126).

466 La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella S. Cirilo de Alejandría y el tercer concilio ecuménico reunido en Efeso, en el año 431, confesaron que "el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre" (DS 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: "Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne" (DS 251).

467 Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto concilio ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451:

Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, `en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado' (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad.
Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona (DS 301-302).

468 Después del concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo como una especie de sujeto personal. Contra éstos, el quinto concilio ecuménico, en Constantinopla el año 553 confesó a propósito de Cristo: "No hay más que una sola hipóstasis [o persona], que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la Trinidad" (DS 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuido a su persona divina como a su propio sujeto (cf. ya Cc. Efeso: DS 255), no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf. DS 424) y la misma muerte: "El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la santísima Trinidad" (DS 432).

469 La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. El es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor:
"Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit" ("Permaneció en lo que era y asumió lo que no era"), canta la liturgia romana (LH, antífona de laudes del primero de enero; cf. S. León Magno, serm. 21, 2-3). Y la liturgia de S. Juan Crisóstomo proclama y canta: "Oh Hijo Unico y Verbo de Dios, siendo inmortal te has dignado por nuestra salvación encarnarte en la santa Madre de Dios, y siempre Virgen María, sin mutación te has hecho hombre, y has sido crucificado. Oh Cristo Dios, que por tu muerte has aplastado la muerte, que eres Uno de la Santa Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, sálvanos! (Tropario "O monoghenis").
[1] Muy especialmente el libro de Renán, que también abandonó su fe cató­lica primera, insiste en el valor excepcional de la figura humana de Jesús, siempre para negar su divinidad en todas sus páginas.
[2] En el Libro El Mesías Jesús de Nazaret, p.399, del P. Igartua donde mencionamos algunas opiniones de teólogos católicos claramente inaceptables por su ambigüedad al menos, y con sabor de negación de la divinidad. Sobre la crisis modernista, H. Rondet, Historia del Dogma, Barcelona 1972, c. XXX-XXXI

A modo de testamento espiritual de D. Francisco Canals

Carta abierta de Francisco Canals Vidal acerca de «Cristiandad» y Schola Cordis Iesu[1]


Al cumplirse, en este 1 de abril de 2004, el LX aniversario de la fundación de Cristiandad, escribí a modo de «testamento espiritual» una carta abierta a un amigo, redactor actual de esta revista. La concesión por la Santa Sede del patrocinio de santa Teresa del Niño Jesús sobre el Apostolado de la Ora­ción me estimula a transformar aquel escrito con leves retoques en una carta dirigida a todos aquellos a quienes interese conocer los ideales y programa espiritual y doctrinal de esta revista y compartir nuestro propósito de la uni­versalización de Schola Cordis Iesu al servicio de la Iglesia
[1] CRISTIANDAD, Año LXI nº 873 Abril 2004 pag. 13-15

Cristiandad fue fruto de la maduración en sus fundadores de unos propósitos e ideales dados por la formación recibida del padre Ramón Orlandis des­de hacía muchos años en las etapas previas -Iuventus y Schola- que habían precedido a Schola Cordis Iesu y a las que Creus aludía como «la prehistoria de Cristiandad».
El estudio de la revista y el de los escritos del padre Orlandis que se reunieron en el homenaje del año 2000 en el volumen titulado Pensamientos y ocurrencias, y en primer lugar del así titulado -que, escrito en 1934 y publicado por primera vez en 1955, contiene la más profunda expresión del mensaje es­piritual del padre Orlandis- nos permite, ahora, con­templar la admirable fuerza y el aliento unitario y unificador que penetran a lo largo de muchos años toda la tarea oral y escrita de aquel gran maestro de doctrina y de espíritu. Este estudio permite también una comprensión fundamentada de la admirable fi­delidad al magisterio pontificio que fue característi­ca personalísima del padre Orlandis.
La conclusión a que se llega si se realiza con se­riedad dicho estudio es ésta: lo que el padre Orlandis hizo en Schola Cordis Iesu no responde a lo anecdó­tico de personales aficiones que algunos juzgaron incluso subjetivas y caprichosas. El padre Orlandis trabajó en algo que pertenece muy nuclearmente al apostolado del Reino del Sagrado Corazón de Jesús según que se expone y enseña en los textos del Ma­gisterio, en la liturgia, y en la espiritualidad y pro­grama apostólico del Apostolado de la Oración. Él era un hombre de Iglesia que hizo una obra de la Iglesia y para la Iglesia.
En 1955, a los treinta años de la fundación de Schola Cordis Iesu, escribió el padre J.B. Janssens, general de la Compañía de Jesús, a Domingo Sanmartí Font, entonces presidente de Schola: «De todo corazón les felicito en este feliz aniversario, por el magnífico y sólido trabajo realizado por Uds. en estos seis lustros. Al propagar las grandes enseñan­zas que se encierran en la sólida devoción al Cora­zón de Jesús en los documentos pontificios para pro­mover el Reinado de Cristo en el mundo, estáis rea­lizando un apostolado muy en consonancia con las necesidades de nuestra época» (16 de mayo de 1955).
El actual general de la Compañía, Peter Hans Kolvenbach, ratificó explícitamente aquel juicio en carta dirigida a Gerardo Manresa, también entonces presidente de Schola Cordis Iesu, en la que añadía una alusión a los aspectos culturales o intelectuales de nuestra tarea: «El apostolado intelectual que ca­racteriza también a Schola Cordis Iesu, por ejemplo en la escuela tomista, impregnado de espíritu evan­gélico, seguirá, sin duda, inspirando a los miembros de la misma» (19 de abril de 2000).
Una serie de enseñanzas y decisiones pontificias providencialmente enlazadas entre sí hacen lumino­samente patente la orientación de servicio a la Igle­sia de la tarea que emprendían en 1944 los fundado­res de la revista Cristiandad, la que se formularía posteriormente con el lema «Al Reino de Cristo por la devoción a los corazones de Jesús y de María».
Pío XII había comenzado su pontificado evocan­do el acto de León XIII que, en 1899, había consa­grado el universo al Sagrado Corazón de Jesús, y había también afirmado que: «la difusión y el arrai­go del culto al divino Corazón del Redentor encon­traron su espléndida corona no sólo en aquella con­sagración del género humano, sino todavía más en la instauración de la fiesta de la Realeza de Cristo por nuestro inmediato predecesor», es decir, por Pío XI en 1925.
Son las propias palabras que inician el pontifica­do de Pío XII las que nos señalan el camino para descubrir la intención central y unitaria que inspira­ba la actividad pontificia de Pío XI cuando, partien do de la consigna de san Pío X de «instaurar todas las cosas en Cristo», señalaba como el lema orienta­dor de su pastoral pontificia la proclamación de «la Paz de Cristo en el Reino de Cristo». «La verdadera paz que merezca tal nombre no puede obtenerse si no se observan por todos las enseñanzas, los pre­ceptos y los ejemplos de Cristo»... esto es lo que decimos, en pocas palabras, formulando que «sólo en el Reino de Cristo es posible la Paz de Cristo».
El padre Orlandis, al orientar sus tareas formativas en estas afirmaciones claras e iluminadoras de Pío XI, las comprendía en la intención profunda que te­nían en el magisterio pontificio: no eran palabras de reprensión, mucho menos de advertencia pesimista. Eran palabras de aliento. Precisamente, en la prime­ra encíclica de Pío XI, de 1922, al expresar la espe­ranza de que pudiésemos ver realizada la unión de todo el rebaño bajo un solo Pastor, expresa así su anhelo: «¡Quiera Dios que podamos ver pronto rea­lizada esta cierta y consoladora profecía del divino Corazón!». Tres años después, en 1925, instituía la fiesta de Cristo Rey, con la encíclica Quasprimas.
El sentido misterioso y esperanzador de la pasto­ral pontificia de Pío XI lo expresó él mismo en un pasaje que contiene la que podríamos llamar su teo­logía de la historia de la devoción al Sagrado Cora­zón de Jesús. Creo conveniente citarlo con alguna extensión porque en él encontramos, precisamente, una clave decisiva para comprender la vocación a que se sentía llamado el padre Orlandis al servicio de la Iglesia:
«Porque en la época precedente y en la nuestra se llegó, por las maquinaciones de hombres impíos, a rechazar la soberanía de Cristo nuestro Señor y a declarar pública guerra a la Iglesia, con leyes y mo­vimientos populares opuestos al derecho divino y la ley natural. Y hasta hubo asambleas que gritaron: «No queremos que Éste reine sobre nosotros», la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús clamaba unánime, oponiéndose acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar sus derechos: «Es necesario que Cristo reine. Venga a nosotros tu Reino». Feliz con­secuencia de esto fue que todo el linaje humano, que por derecho nativo posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran, fuese consagrado por nuestro predecesor León XIII, al comienzo de este siglo, al Sacratísimo Corazón de Jesús, con aplauso del orbe cristiano.»
«Que estos comienzos tan gratos y tan faustos Nos mismo, como afirmamos ya en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las reite­radas súplicas de numerosos obispos y fieles, los completamos y perfeccionamos con el favor de Dios al instituir, al término del reciente año jubilar, la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano.»
«Cuando hicimos esto, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y sobre la familia, sobre cada uno de los hombres, sino que también anticipába­mos el júbilo de aquel día felicísimo en que el mun­do entero, espontáneamente y con buena voluntad, aceptará el dominio suavísimo de Jesucristo Rey». Una gozosa y esperanzadora reiteración de estas es­peranzas de la Iglesia la hallamos en la consagra­ción, en 1942, del género humano al Inmaculado Corazón de María por Pío XII: «que clamor y patro­cinio aceleren el triunfo del Reino de Dios y que to­dos los pueblos, pacificados entre sí y con Dios, te aclamen bienaventurada y contigo entonen, de un extremo a otro de la tierra, el eterno Magnificat de gloria, amor y reconocimiento al Corazón de Jesús, sólo en el cual pueden encontrar la Verdad, la Vida y la Paz».
El padre Orlandis, que reconocía que los nume­rosos textos en este mismo sentido no contienen de­finiciones dogmáticas solemnes, los consideraba, ciertamente, como expresiones en el magisterio or­dinario de las esperanzas de la Iglesia. El Padre En­rique Ramière trabajó por que alentasen, en el Apos­tolado de la Oración, a los devotos del Corazón de Jesús a rogar fervientemente «Adveniat Regnum tuum». San Luis María Grignion de Montfort habla­ba de Cristo, que vendrá a reinar en todas partes «como toda la Iglesia lo espera». El Concilio Vatica­no II, en el documento sobre las religiones no cris­tianas, al afirmar la futura conversión de los judíos lo hace con estas palabras:
«La Iglesia espera, junto con los Profetas y con el Apóstol, el día, sólo de Dios conocido, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz, y le servirán como un solo hombre» (Sof 3,9; cf. Is 66,23; Sal 65,4; Rom 11,11-32).
La tarea del padre Orlandis en la formación de Schola Cordis Iesu -contemplada en la perspectiva de su fructificación y atendidos los testimonios que, a lo largo de los años, se han dado acerca de ella desde la Iglesia jerárquica o desde los dirigentes del Apostolado de la Oración- no puede menos que ser reconocida como un servicio a la Iglesia. Así me ex­hortaba a comprenderla quien la conocía en profun­didad, el eminente teólogo Francisco de Paula Solá S.I. (es conveniente leer su artículo «El padre Ra­món Orlandis Despuig, 1873-1958», que publicó en Cristiandad nº 708-709, abril-junio 1990, y que fue incluido en Pensamientos y ocurrencias, pp. 57-65).
El lugar originario en la Iglesia de este servicio es, precisamente, el Apostolado de la Oración, fruto universal y eminente del apostolado del Corazón de Jesús, cuya congruencia providencial con el espíritu de los Ejercicios de san Ignacio de Loyola, que tan en el centro estaban de la tarea del fundador de Schola Cordis Iesu, ha sido tantas veces y tan significativamente recordada.
El padre Roberto Cayuela, escribiendo sobre «¿Santa Teresita del Niño Jesús Doctor de la Iglesia y patrona del Apostolado de la Oración?» (Cristian­dad nº 479, enero 1971), expresa un importante tes­timonio personal sobre la íntima comunicación mís­tica que recibió el padre Orlandis de parte de la san­ta del amor misericordioso y de la infancia espiri­tual.
Al canonizar -en 31 de mayo de 1992- a Claudio la Colombière, hablaba así Juan Pablo II al Aposto­lado de la Oración: «Naturalmente, la canonización de Claudio la Colombière me lleva a subrayar el «en­cargo suavísimo» que él mismo recibió de parte del Señor: la difusión y predicación del misterio del Co­razón Sacratísimo. Es toda la Compañía la que que­da encargada de esto, como tuve el gozo de confirmaros en Paray-le-Monial junto a la tumba de san Claudio. Pues existe una verdadera connaturalidad entre la espiritualidad ignaciana y la del Sagrado Corazón».
La presencia de los Ejercicios de san Ignacio en la espiritualidad de Schola Cordis Iesu y la dedica­ción del padre Orlandis al estudio de los Ejercicios mismos tenemos que verla como otra razón decisiva del carácter no anecdótico ni coyuntural de nuestras tareas, sino de su vocación de servicio a la Iglesia. El estudio de santo Tomás suscitado por el padre Orlandis en Schola, que no es, ciertamente, la voca­ción esencial de Schola, ha sido un fruto de la mis­ma que ha contribuido también a difundir su presen­cia y a darla a conocer en el ambiente que busca la presencia de la fe en la cultura contemporánea.
El carácter más esencial y nuclear de la espiri­tualidad y tarea apostólica de Schola Cordis Iesu es el sentirnos llamados a formar parte integrante de «aquella legión de almas pequeñas, instrumentos y víctimas del amor misericordioso de Dios, objeto de los deseos y de las esperanzas de santa Teresita del Niño Jesús». La declaración de la santa carmelita como Doctora de la Iglesia por Juan Pablo II, en 19 de octubre de 1997, y la reciente «visita» de sus re­liquias a la Casa apostólica que fundaron en Barce­lona sus fervorosos apóstoles Eudald Serra Buixó e Ignasi Casanovas S.I. (y que pudimos sentir como un gesto solícito de quien quiso pasar su cielo ha­ciendo el bien en la tierra) son estímulo esperanzador de la fructificación querida por Dios que habrá de venir de nuestra perseverancia confiada en el servi­cio a la Iglesia, y que se ha iniciado con la semilla sembrada en el Apostolado de la Oración de Barce­lona por aquel gran apóstol y maestro de espíritu que fue el padre Orlandis.
Entendemos que nuestras tareas están destinadas a difundirse más y más en todos los ámbitos de la Iglesia. Hemos de servir, en nuestro mundo, al ad­venimiento del reinado de Cristo a través de todas las tareas apostólicas o culturales que -en el campo mismo de la doctrina teológica y espiritual, o en la filosofía cristiana, o al servicio de la vigencia de una concepción cristiana de la vida y de la historia- sir­van, con humilde fervor, a la instauración de todas las cosas en Cristo y a la ordenación a Cristo Rey del universo de las tareas humanas que vayan res­pondiendo a los estímulos ocasionales o permanen­tes que nos llamen a hacerlo presente entre nuestros contemporáneos y a mantener vigente, para las ge­neraciones futuras, el imperativo y la esperanza del reinado de Cristo en el mundo.
Estamos convencidos de que no podemos ni des­cuidar ni disponer de Schola Cordis Iesu a nuestro arbitrio, y también de la responsabilidad que nos in­cumbe a todos para hacer presente en la Iglesia la mayor universalidad y fecundidad posible de las ta­reas apostólicas de Schola Cordis Iesu.
Ya en 1957, el director general delegado del Apos­tolado de la Oración Friedrich Schwendimann, al aprobar los estatutos de Schola Cordis Iesu en Bar­celona, lamentaba que no hubiésemos planteado nuestra solicitud con un alcance universal. La apro­bación de unos estatutos para toda España por el padre Mendizábal, en 31 de mayo de 1981, y el nom­bramiento, en 31 de julio del año 2003, del padre Suñer como delegado para Schola Cordis Iesu en toda España han de ser también un estímulo concre­to para perseverar en este propósito de universaliza­ción.El padre Orlandis, al prepararse la aparición de Cristiandad, había advertido que en la comunión de Schola Cordis Iesu con el Apostolado de la Ora­ción estaba la garantía de su continuidad, y en di­ciembre de 1957 aludía a Cristiandad como nacida «del seno maternal del Apostolado de la Oración». El patrocinio de santa Teresa del Niño Jesús recien­temente declarado nos invita a ver en nuestro servi­cio a la Iglesia en el Apostolado de la Oración el camino de una expansión fecunda, que estoy con­vencido de que superará nuestras esperanzas, si ac­tuamos con deseo sincero y fervoroso del bien de la Iglesia. Pongamos esta tarea bajo la protección de san José, patrono del Concilio Vaticano II

jueves, 12 de febrero de 2009

D. Francisco Canals Vidal - Maestro de la verdad


Transcribimos la nota necrológica aparecida en Zenit el día 10 de febrero de 2009, escrita por Por monseñor Enrique Planas, en relación con el fallecimiento de D. Francisco Canals Vidal, quien para los redactores de este blog, resultó decisivo en sus vidas por su magisterio de teología y filosofía y por su ejemplo de vida entregada al Apostolado de la Oración en la Sección Schola Cordis Jesu fundada por el P. Ramón Orlandis S.J.. Con reconocimiento y agradecimiento
Dedicó su vida al servicio de la Iglesia
Francisco Canals Vidal, maestro de la verdad
Por monseñor Enrique Planas
BARCELONA, martes, 10 febrero 2009 (ZENIT.org).- El 7 de febrero fallecía a los 86 años de edad el profesor Francisco Canals Vidal, catedrático de Metafísica, uno de los grandes filósofos católicos contemporáneos.
Miembro emérito de la Pontificia Academia de Santo Tomás, doctor honoris causa por las Universidades Santo Tomás de Manila, Abat Oliba CEU de Barcelona y FASTA de Mar del Plata, fue conocido sobre todo como catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona, y como profesor de la Fundación Balmesiana y miembro de la "Schola Cordis Iesu".
Entre sus libros publicados destacan "Sobre la esencia del conocimiento" (PPU, Barcelona 1987), "Los siete primeros Concilios" (Scire, Barcelona 2003), "Santo Tomás, un pensamiento siempre actual y renovador" (Scire, Barcelona 2003), "San José, Patriarca del pueblo de Dios" (Balmes, Barcelona 1987) y "San José en la fe de la Iglesia" (BAC, Barcelona 2007).
Casado el 20 de junio de 1950 con Isabel Surís Fàbrega, era celador del Apostolado de la OraciónOfrecemos a continuación el recuerdo de uno de sus discípulos, monseñor Enrique Planas, quien ha sido oficial del Consejo Pontificio de las Comunicaciones Sociales, delegado de la Filmoteca Vaticana, y ha fundado la Red Informática de la Iglesia en América Latina (RIIAL).

Francisco Canals Vidal, maestro de la verdad
El profesor Francisco Canals Vidal acaba de fallecer dejando una ingente obra intelectual y una red de discípulos que se cuenta por decenas y que ejercen su magisterio en universidades de todos los continentes.
Canals tuvo dos maestros --en realidad uno sólo-- el padre Ramón Orlandis, S.J. y el propio Tomás de Aquino: ambos nutrieron un magisterio que él supo transmitir a la realidad actual dando respuesta viva y eficaz a los problemas que plantea el presente momento histórico.
Comentar su obra es tarea imposible en un breve artículo, pero sería suficiente recordar el esfuerzo de liberar a Santo Tomás de Aquino de muchas adherencias y enriquecerlo con tantas de sus facetas olvidadas con el paso de los siglos y que en realidad son de vivísima actualidad. La reflexión de Canals ha dado como fruto una síntesis nueva de la doctrina del Doctor Angélico, expresada en unas tesis que van mucho más allá de las veinticuatro de la tradición reciente. De modo que tenemos a un Tomás nuevo en su ardor, nuevo en sus métodos y nuevo en su expresión, tal como exige la misión actual de la Iglesia de una nueva evangelización (Santo Tomás, un pensamiento siempre actual y renovador (Scire, Barcelona 2003).
Recuerdo que en 1967, en el banquete ofrecido al nuevo catedrático de Metafísica, en la Universidad de Barcelona, el doctor Alfredo Rubio de Castarlenas hizo un brindis que comenzaba diciendo: "en este homenaje al Canals metafísico yo brindo por el Canals teológico...". Más que una invitación dicho brindis fue una consigna que el profesor jamás olvidó y dio como fruto una obra cumbre, menos difundida de lo que merece, que recoge la doctrina de la ortodoxia católic a según "Los siete primeros Concilios" (Scire, Barcelona 2003).
El cardenal Dario Castrillón, que tanto está haciendo a favor de la unidad de la Iglesia, me confesó que tiene esta obra como libro de cabecera. En un milagro de amena claridad este libro sabe explicar, de forma exhaustiva, la formulación de la ortodoxia católica demostrando que no hay nada nuevo bajo el sol y que si la verdad es indefectible también el error de las viejas herejías aflora sin cesar a través de la historia. ¿Acaso muchos dirigentes de la política y de la cultura cristiana de nuestros días no caen en la tentación de hacer un cristianismo sociológico-político que no es sobrenatural y que no es humano? Al igual que en el arrianismo se busca la construcción de estructuras político-sociales-culturales en la ignorancia de la dimensión sobrenatural. Es sólo un pequeño ejemplo de una obra que nos recuerda con simpatía y ternura las grandes verdades que sostienen el edificio de la Iglesia y que nunca habría que olvidar.Canals gustaba decir, con pasión, humildad y garbo, que los hombres son instrumentos de Dios, cuando lo son, y otras veces también lo son, aunque no hagan más que estropear sus designios. Sin duda él fue un eficaz transmisor de la verdad de Dios y que, junto con sus maestros Tomás y Orlandis, en estos momentos está contemplando, cara a cara, la realidad Divina. Es algo que la fe y la confianza en la divina Misericordia nos hace pensar.

martes, 10 de febrero de 2009