sábado, 21 de marzo de 2009

El Misterio de Cristo: La Institución de la Eucaristía – Getsemaní

En esta sesión vamos a considerar algunas de las reflexiones que hace el P. Igartua en el primer capítulo de la tercera parte del libro “El Misterio de Cristo” y en particular lo referido al Sacramento de la Eucaristía, instituido en la Última Cena y el misterio de la Oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní.

Dejamos de momento lo que queda pendiente de la primera parte que trata sobre “El misterio de la Encarnación” y la segunda parte que trata del “Misterio de la Vida de Cristo”.

El Corazón de Jesús ilumina la reflexión que se hace en esta sesión ya que la Eucaristía y el Sacerdocio fueron como dice Pío XII en la Encíclica “Haurietis Acquas” dones del Corazón de Jesús.

En cuanto al primer capítulo de la tercera parte de la obra que titula el P. Igartua como Misterio de Pasión, repasaremos el triunfo del Mesías con su entrada en Jerusalén con lo que se da paso a la semana de pasión que se inicia con la Última Cena donde instituyó el sacramento de la Eucaristía.

En la oración del huerto de Getsemaní se patentiza la humanidad de Cristo. El sufrimiento de Cristo fue el abandono que experimentó en su naturaleza humana al haber asumido los pecados de todos los hombres y enfrentarse a la santidad de justicia de Dios del Padre y de su naturaleza divina. El enfrentamiento entre la santidad de justicia y santidad de amor proporcionó un sufrimiento que nadie puede imaginar tal y como le reveló el Corazón de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque en Paray le Monial.

Introducción: Recopilación y propuesta del tema a tratar
El esquema del libro: El Misterio de Cristo”
El Corazón de Jesús ilumina la reflexión
La Iglesia tributa al Corazón de Jesús culto de latría
Amor divino y amor humano
El Corazón de Jesús, símbolo del triple amor de Cristo
Algunos “destellos” del Corazón de Jesús
Misterio de Pasión
El triunfo del Mesías
La traición, la amistad y el abandono
El misterio de la Eucaristía
Getsemaní
El Misterio de Jesús


Introducción: Recopilación y propuesta del tema a tratar

El esquema del libro “El Misterio de Cristo”

Consta de: una Introducción general y tres partes:

PRIMERA PARTE - EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN
SEGUNDA PARTE - EL MISTERIO DE LA VIDA
TERCERA PARTE - EL MISTERIO DE LA MUERTE

De la primera parte hemos visto la cuestión doctrinal relativa al misterio de la Encarnación, lo dogmático. Vimos el misterio de la Encarnación y el de la Trinidad y vimos también el de la persona del Verbo en dos naturalezas, viendo el desarrollo doctrinal durante los siete primeros concilios.

También vimos el día pasado el modernismo y la divinidad de Cristo, como situación actual del estado de la cuestión.

Dejamos de momento varios capítulos de la primera parte titulados:

1.- El misterio de la encarnación. Se trata de una recopilación de lo que encierra doctrinalmente el misterio: persona, naturalezas, y unión hipostática.
2.- Las dos naturalezas. En este capítulo el P. Igartua profundiza en las cualidades de Cristo, las paradojas del Verbo encarnado y Madre de Dios.
3.- La encarnación en el tiempo. Donde examina el instante de la encarnación, la plenitud de los tiempos y la Encarnación en el espacio universal.
4.- Las incógnitas de la Encarnación. Posibilidad de otras encarnaciones, ¿existen seres racionales en otros mundos? La única Reina del universo. Los ángeles y el cuerpo.


También dejamos la segunda parte: El misterio de la vida, donde el P. Igartua examina:

1.- La vida humana de Jesús; la ciencia del alma racional en Cristo; el desarrollo de la edad de Jesús; y las conversaciones en Nazaret.
2.- La actividad humana de Jesús: el lenguaje humano de Jesús; las acciones humanas de Jesús; sentimiento anímicos de Jesús; el trabajo y el descanso de Jesús; el estilo de Jesús hombre; la voluntad libre de Jesús; Jesús, la política y los poderosos.
3.- El resplandor de lo divino. La misión de Jesús; una misión sacerdotal; la santidad de Jesús; el bautismo de Cristo; profecías y milagros; la resurrección de Lázaro.

La Tercera parte: El misterio de la muerte

Examinamos en esta sesión el capítulo 1º: “Misterio de pasión”
1.- El triunfo del Mesías; La traición, la amistad y el abandono; El misterio de la Eucaristía; Getsemaní; El misterio de Jesús.

La devoción al Corazón de Jesús ilumina esta reflexión

La Iglesia tributa al Corazón de Jesús culto de latría

Hay un doble motivo por el que la Iglesia tributa culto de latría al Corazón de Jesús:

o El primero se funda en el hecho de que su Corazón está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica, solemnemente definida en el Concilio ecuménico de Éfeso y en el II de Constantinopla.

o El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría: su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano.

Amor divino y humano

El amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano.

El Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del apóstol San Juan. En realidad, El ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo. Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios.

El asumió una naturaleza humana plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber: dotada de inteligencia y de voluntad y todas las demás facultades cognoscitivas, internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las pasiones naturales.

El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía.

El Concilio Vaticano II enseña en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes nº 22:

El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.


El Corazón de Jesús, símbolo del triple amor de Cristo

El corazón del Verbo Encarnado es considerado como signo y principal símbolo del triple amor con que el divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres.

Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco Y frágil velo del cuerpo humano, ya que en El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente.

Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa.

Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos.

Algunos “destellos” del amor del Corazón de Jesús

El Papa en la Encíclica dedica buena parte de ella a meditar y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su vida mortal.

Recorre diversos episodios de la vida de Cristo, desde el mismo instante de su concepción hasta su muerte en la cruz.

El adorable Corazón de Jesucristo palpitaba de amor en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, desde que la Virgen María pronunció el Fiat, y señala diversos momentos de la vida oculta y pública de Jesús en los que se pone de manifiesto esta armonía de amores humano y divino.

Aquí nos interesa repasar lo relativo a la Institución de la Eucaristía y la Oración en el Huerto de Getsemaní.

Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón cuando, ante la hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos y ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; vibró luego con invicto amor y con amargura suma cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?

¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en el oficio sacerdotal?

Con razón, pues, debe afirmarse que la divina EUCARISTÍA, como sacramento por el que El se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso», y también el SACERDOCIO, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.


MISTERIO DE PASIÓN

1. El triunfo del Mesías
2. La traición, la amistad y el abandono
3. El misterio de la Eucaristía
4. Getsemaní
5. El misterio de Jesús

Si la vida, desde el nacimiento, testifica la verdad de la encarnación humana de Dios, la culminación de tal vida en su muerte lleva al momento culminante de tal verdad.

1. El triunfo del Mesías

El momento de la máxima humillación de Jesús, que es su muerte públicamente contemplada por su propio pueblo, fue precedido del momento de la máxima exalta­ción pública de su vida como Mesías.

Subía Jesús a Jerusalén para la Pascua, e iba acompañado por un número creciente de galileos (Act 13,31). Por otra parte la oposición a su persona, y a sus pretensiones de Mesías había ido creciendo entre las autoridades y los fariseos, de manera que ya resultaba un peligro para su vida mostrarse de manera pública en Jerusalén (Jn 9,22; 11,56; 12,42). Pero él iba decididamente hacia su muerte, consciente de que era su hora.

La resurrección de Lázaro en Betania, cerca de la ciudad, había conmovido a la ciudad, por la resonancia del hecho, y ello provocó la emoción de la multitud que con él iba, y de la que le esperaba dentro de las murallas de la ciudad. Este milagro parece haber jugado un importante papel en los hechos que siguieron, pues era el mayor de los milagros hechos por Jesús, además con la intención de que creyeran en él (Jn 11,42; 42,53; 12 17-19).

Después de la cena de Betania, (Mt 26,6; Jn 12,1-2), donde María hizo el gesto de ofrecer su perfume más valioso, Jesús declaró gravemente en defensa del gesto de María, que se trataba ya de su muerte y sepultura, aceptando el valioso perfume como unción de su cadáver.

Al día siguiente se produjo la admirable escena mesiánica. Mandó a dos discípulos a buscar un asna con su pollino para la fiesta, porque estaba escrito: "Mira tu Rey, viene a ti cabalgando sobre un pollino de asna" (Zac 9,9; Mt 21,5). Era la cabalgadura apro­piada para el triunfo del rey manso, que había proclamado: "Ve­nid a Mí, que soy manso y humilde de corazón".

Bajó del monte, y se detuvo un instante a vista de Jerusalén para llorar su triste destino. "Si hubieses conocido tu día...". Sus ojos miraban los muros de la ciudad y el esplendor del Templo, y veían entre lágrimas el destrozo de los arietes romanos, y de los incendios futuros. Pero la multitud ya le arrastraba hacia la puerta del Templo.

El Salmo mesiánico del triunfo resonaba por los aires en el clamor popular:

"Bendito el que viene en nombre del Señor"
(Mt 21,9; Mc 11,10; Lc 19,38)

Pocos días más tarde pregun­tará el sumo sacerdote a Jesús, puesto en pie ante él como reo de juicio: "¿Eres tú en verdad el Mesías, el Hijo del Dios vivo, el Bendito?”. Y la sola respuesta de Jesús: "Tú lo has dicho. Lo soy”, confirmará en el silencio sacerdotal, el gran clamor de la multitud


2. La traición, la amistad y el abandono

Los doce discípulos que Jesús mismo ha escogido personalmente con señal de predilección, le rodean en estos días de la proximidad de la muerte.

Tres sentimientos del Corazón de Cristo ponen de manifiesto su humanidad:

o el dolor de la traición de Judas,
o la alegría de la presencia de su amigo fiel Juan, y
o la tristeza por el abandono de todos demás apóstoles, en especial la negación de Pedro.

En aquel reducido grupo de hombres han existido las pequeñeces humanas, propias de todo lo creado, las pequeñas rivalidades por los puestos de honor, las ambiciones, las pretendidas superioridades. Pero, entre las miserias comprensibles en lo humano, y tole­rables, hay una tan dolorosa que no le ha sido posible soportarla sin quejarse de ella, mostrando el amargor de su deje profundo: la traición.

Judas Iscariote puso este fondo de tiniebla en la luz de la amistad de Jesús. El caso de Judas muestra cómo puede la pasión humana desviar una vida entera. Elegido para el cielo, y para la gloria del apostolado su realidad fue un camino de desviación. Parece que el principio de su obcecación fue la pasión del dinero. Así lo insinúa san Juan (Jn 12,6).

Fue en la última Cena donde Jesús señaló la gravísima traición. "Uno de vosotros me hace traición" (Jn 13,18-21; par). Según los evangelistas, al oír la dramática e ines­perada noticia, los apóstoles se turbaron profundamente, y comenzaron a mirarse y a preguntar a Jesús, como justificándose ante todos, y quizás para descubrir por este camino al traidor: "¿Soy yo, Señor?". Pero el mismo traidor llegó también a preguntar lo mismo. Le respondió a él en voz baja, y como en un suspiro: "Tú lo has dicho" (Mt 26,25).

Juan descansó sobre el pecho de Jesús para preguntar en voz baja: "¿Quién es, Señor?". Lo comunicó en secreto, con la señal contradictoria del pan alargado mojado en salsa.

Así, en la mesa de la última Cena se juntaron la traición y la amistad en el Corazón de Cristo.

Hubo otro tercer senti­miento humano. Jesús les anunció también la traición menor del próximo abandono: "Todos voso­tros me dejaréis" (Mt 26,31; par). Y de modo particular fue anunciado a Pedro que había de negarle, a pesar de sus vehemen­tes protestas.

3. El misterio de la Eucaristía


“Su hora” en Caná y en la Cena

Había llegado "su hora". En la boda de Cana de Galilea, cuando comen­zaba su ministerio público, cuando su propia madre María le insi­nuó la petición del primer milagro del vino para el banquete, él había respondido: "Mujer, aún no ha llegado mi hora" (Jn 2,4).

El Señor concedió el milagro, porque en realidad ni podía ni quería negarse a su madre, que iba a ser su principal colabora­dora oculta en su apostolado, y para significar el poder intercesor de ella. Pero señaló también en sus palabras que tratándose de su divina misión debía atenerse a la voluntad de su Padre. Era, pues, al menos de algún modo, la hora de Jesús, y así "éste fue el primer milagro que hizo Jesús, y sus discípulos creyeron en él" (Jn 2,11).

En el prólogo de su pasión y muerte, nos advertirá el mismo evangelista que Jesús sabía que "había llegado su hora" (Jn 13,1). No podemos dejar de establecer una relación entre esta hora de Jesús, que llega en la Cena y la hora de la cual habló como futura en Cana de Galilea, cuando cambió el agua en vino.

Juan en su evangelio combina magistralmente los signos como elementos de referencia. Vemos en el agua convertida en vino un signo de la misteriosa conversión del vino en sangre de Cristo. El cambio del agua en vino exige un cambio de sustancia y accidentes, el del vino en su sangre que se produce en la eucaristía, supone un cambio de sustancia manteniéndose los accidentes, cambio que la Iglesia llama "transustanciación" (Trento – Mystici corporis Christi – Credo del Pueblo de Dios).

En la última cena, llegada la "hora de Jesús" se verifica el más alto milagro que Jesús hizo en su vida, el milagro eucarístico.

El milagro eucarístico

El hecho central de la Cena, el misterio que en ella se verifi­ca, ha sido relatado con brevedad por los sinópticos y Pablo. En todos, el relato del misterio resulta equivalente, aunque tenga formulaciones algo diversas en palabras complementarias.

Los textos han llegado a nosotros en redacciones algo diversificadas, pero similares valorativamente (Mt 26, 26-28; Me 14, 2 24- Lc 22, 19-20; 1 Cor 11, 23-25). Dentro de las variaciones de referencia algo diversas de los textos, hay algo central:

"Esto (es) mi cuerpo"
"Este (es) el cáliz de mi sangre"

Como Jesús tiene en sus manos un pan, y un cáliz de vino, no cabe duda de que "esto", es decir el pan, "éste", es decir el cáliz de vino, reciben con las palabras de Jesús una dimensión o valor nuevo y distinto: "Mi cuerpo, el cáliz de mi sangre". En rigor no cabe duda del sentido válido de las referen­cias. En manos de Jesús está, no el pan, sino su cuerpo o carne; está, no el cáliz de vino, sino el de su sangre.

Esta verdad, fundamental y central para la Iglesia y para los apóstoles, no puede en modo alguno figurarse con otros sentidos inventados para hacer más aceptable el prodigio. El milagro es el milagro, el infinito poder de Cristo Dios es el poder Creador.

Aunque muchos siglos más tarde Lutero y los reformadores hayan querido convertir en solamente significativas las palabras reales, el principal apoyo del sentido real dado por Cristo no debe declararse por el texto del relato, sino por el modo como tal hecho fue recibido por aquéllos ante quienes se realizó. El hecho no fue solamente relatado en palabras escritas, sino expresado con verbales, y no en soledad sino en compañía de doce hombres. "Haced esto en conmemoración mía”. Con estas palabras les daba el poder sacerdotal de hacer lo mismo que él había hecho.

Estas palabras son el complemento necesario para la correcta y única inteligencia del misterio. Puesto que lo han de hacer, necesitan saber lo que hacen.

Sobre el sentido de las palabras de Cristo, y cómo las recibieron de quien instituía el misterio, tenemos el testimonio de los apóstoles

El discurso del pan de vida

Juan, el após­tol, nos ha dejado una auténtica interpretación del valor real y sentido del misterio y milagro de la Eucaristía.

En el discurso del propio Jesús, al anunciar precisamente la Eucaristía como nuevo alimento, tras el milagro de la multiplicación de los panes, queda patente cuál es el sentido de las palabras del Señor.

En el c. 6 del evangelio de Juan, Jesús anuncia el hecho, superior al milagro del maná de Moisés. Y ante la objeción que proponen, de que conocen su origen humano, se proclama venido del cielo, como pan vivo o viviente. Confirma que él es un nuevo alimento, y que este pan es su carne, que debe ser comida para alcanzar la vida eterna (Jn 6,35.41-42.52). Como esto es lo que provoca el escándalo de muchos oyentes, lo confirma abiertamente y añade que han de beber su sangre (v.54-58, 61-62). Tenemos así la clara interpretación de Juan del sentido de la Eucaristía como algo real.

La práctica litúrgica de las primitivas comunidades cristianas

Esto se vivía y practicaba en las comunidades cristianas, instituidas por los apóstoles y enseñadas por ellos, como se lee en las cartas de san Pablo, quien describe y señala lo que todos ellos creían y vivían (1 Cor 11,27-29). Y por otra parte la tradición entera de la Iglesia de Cristo ha mantenido este sentido real de las palabras de Cristo.

El admirable milagro de la Eucaristía no es de significación solamente, ni siquiera de creación omnipotente. Su nombre propio, aceptado por la Iglesia oficialmente es el de "transubstanciación", es decir mutación de una sustancia en otra, del pan y el vino en la carne y la sangre ya existentes en el cielo en Cristo.


4. Getsemaní

a) La agonía humana de Jesús

Después de la Cena y de su oración sublime al Padre, tras la íntima y alta conversación de misterios con sus discípulos (Jn c. 14-17), Jesús se levantó y se dirigió con sus discípulos al jardín olivar de Getsemaní, donde solía orar en las noches de Jerusalén.

Judas, al preparar su traición, conocía esta costumbre de Jesús. Salió así de la cena para apresurar las cosas, y aprovechar esta ocasión apta en el jardín para la deten­ción del maestro (Jn 13,21.26-30; 18,2).

Habían descendido por la larga escalinata de piedra del monte desde el cenáculo, y en el descenso Jesús había comenzado a mostrar un gran desasosiego, y aun tal vez un temblor corporal como de fiebre. Llegados al jardín, Jesús entró en la pequeña cueva a su entrada, que solía escoger para hacer oración en común con sus discípulos, y para impartir enseñanzas suyas.

Cuando llegaron a la gruta del jardín mandó a sus discípulos permanecer allí, mientras él se retiraba a orar a cierta distancia entre los árboles olivos. Tomó a tres discípulos, los elegidos para los momentos especiales, Pedro, Santiago y Juan, y los llevó consigo. Como quien necesita apoyo al vacilar, se les descubrió, con el ánimo profundamente decaído: "Empezó a tener hastío y pavor" (Mc 14,34).

Le sobrecogen las pasiones del temor al mal inminente, que aparece como inevitable: el miedo y el hastío (coepit pavere et taedere: Mc 14,34), un hastío que llega a abismos insospechados, como un cansancio de la vida, hasta entonces tan activa y decidida. Un miedo, que llega hasta e extremo del temor, que es el pavor, el miedo aterrador.

El realismo del hecho narrado

Los evangelistas no han vacilado en mencionar el miedo aterrador que padecía Jesús y que Lucas describe con el sorprendente sudor de sangre final de la agonía (Lc 22,44).

Hablan así de quien quieren presentar a sus lectores como Dios. Por eso, la descripción de su abatimiento se presenta como una notable garantía de la verdad histórica de su relato, que ofrece una figura de Jesús contraria a lo imaginable.

La sinceridad de los narradores se percibe también en la descripción de la misma conducta de los apóstoles, que son los enviados de Jesús, y que están poseídos de sentimientos de desconcierto.

Todo ello muestra la plena naturaleza humana de Jesús. Esta se manifiesta con absoluta claridad en el miedo del héroe, en su pavor ante los sucesos que se le echan encima. Esto sólo puede venir de la naturaleza de un ser humano, no de un ser divino.

Siendo Jesús Dios, quiere decir que su Persona ha asumido una naturaleza plenamente humana, si no sería inexplicable el miedo y pavor expresado. El hecho es tan patente, que no necesita comentario. En Getsemaní, se muestra al desnudo la naturaleza humana del Verbo encarnado, en una manifestación extrema, casi única en la historia de la patología humana, como es el sudor de sangre, como efecto del pavor.

b) Las causas de la agonía

Tan grave aflicción humana proviene de algunas causas, que pueden ser físicas y morales.

Físicamente, el terror extremo es una pasión humana que se desencadena en el organismo en determinadas circunstancias ante el objeto que lo provoca. Se trata de una amenaza extrema e inmediata, aquí la Pasión y muerte.

Jesús se siente abocado a caer en manos de enemigos mortales, los príncipes del pueblo, que no tendrán compasión alguna para su víctima. Sabía, y lo había anunciado varias veces, que le reservaban la más terrible de las muertes, la de la cruz, llamada por el orador romano "teterrimum supplicium", el más terrible de los suplicios. Y acompañada y preparada con "escarnios azotes y tormentos", que para su nobleza de condición eran especialmente tremendos (Mc 10, 33-34).

Cuanto al orden moral, en Jesús redentor del género humano y de sus pecados, nos pone en presencia de un abismo casi imposible de comprender. En el huerto comenzaba el máximo sufrimiento, casi intolerable para él, que será calificado en la cruz como "abandono del Padre".

Abandono en la naturaleza humana

¿Cómo y por qué le abandonaba el Padre? Si en el cómo sabemos con certeza por ser divina su Persona, que no era ni podría ser apartamiento personal, pues son un solo Dios, como él mismo lo ha proclamado (Jn 10,30) concluimos que apartaba de la humanidad su protección ante los males que sobrevenían. Y entonces se nos presenta, como una inmensa losa, el por qué del abandono.

Retiraba de él su protección paternal amorosa en cuyos bra­zos siempre había descansado, porque él voluntariamente se había hecho responsable de los delitos de sus hermanos los hom­bres. Todos los pecados sobre sus espaldas.

Si lo analizamos, comprendemos lo que hubo de ser el abandono del Padre en que Jesús hombre se sintió abrumado, aun dentro del amor permanente.

Llevar encima los pecados de todos los hombres, pues por todos quería ofrecerse, y "voluntariamente", como si fuese por cada uno, supone cargar con todas las miserias humanas como si fueran propias.

Llevar sobre sí todas las tiranías, crueldades y crímenes de los enormes tiranos, y de los pequeños, que encierra cada hombre; los ignominiosos vicios de las multitudes; la crueldad de los suplicios impuestos a sus her­manos por millones; antorchas humanas, fieras en el circo, máquinas atormentadoras, hambre y miserias, ejecuciones masi­vas, guerras ambiciosas... Todo esto, y la inmensa multitud de lo que está detrás, codicia, lujuria, soberbia, sobre una noble conciencia, incapaz de pecado alguno mínimo, y de un amor des­bordante, de una justicia exquisita. ¿Quién podrá comprender lo que esto significa?

La repulsa de los pecados: la santidad de justicia y la santidad de amor

Pensemos ahora que el Padre es un mismo y solo Dios con el Hijo, y éste es la propia Persona de Jesús. El Padre como Dios le abando­naba en el sentido de mostrar su indignación de justicia frente a todos estos cúmulos de enormes e innumerables pecados carga­dos así sobre sus santas espaldas redentoras.

Si el Padre mostraba esta repulsión por su santidad, necesariamente del mismo modo tenía que hacerlo el Hijo. Y éste era él, precisa­nte él. Se daba así un misterioso y terrible enfrentamiento entre la santidad y justicia de la Persona del Hijo, ante su propia naturaleza humana, cuya voluntad asumía los pecados de todos voluntariamente. Su naturaleza se convertía así en pecadora por solidaridad de su inocencia con el pecado. Y parecía dividirse en sí mismo, Persona frente a naturaleza, aunque seguía habiendo unidad indisoluble.

Llegamos aquí al vértigo del abismo de Getsemaní. La Persona, que regía como agente a la naturaleza humana y su voluntad, ofrecía su indignación de justicia frente a la débil y creada voluntad humana de Cristo. Rostro a rostro la Persona del Hijo, que es divina, empapaba de justicia y abandono a la propia naturaleza humana.

En los escritos autobiográficos de la santa del Sagrado Cora­zón, santa Margarita María de Alacoque, encontramos dos pasa­jes que nos iluminan para comprender mejor este profundo dra­ma. Le mostró el Señor una doble santidad, o un doble aspecto de la misma, que hay en él, la santidad de justicia y la santidad de amor. Y al sentirlas, se expresa así:

"La santidad de justicia se imprime en el alma de tal manera que querría pasar todas las penas imaginables antes que aparecer ante la santidad de Dios con un solo pecado". "(Memoria de la M. Saumaise, 1673; Sáenz de Tejada, Obras completas de Santa M. Alacoque, Bilbao 1958, 3 ed. 171).

"La santidad de amor infunde tan ardiente deseo de unirse con Dios que no halla descanso ni de día ni de noche. No tiene el alma ni deseos ni intereses sino por su único amor", (oc. ib).

Al encontrarse ambas santidades o tendencias exigentes en el alma, enfrentadas, se comprende la tensión que han de produ­cir. Ambas santidades cruzaron sus olas poderosas en el Corazón de Cristo en Getsemaní, y produjeron el drama estremecedor que describen los evangelios. El mismo Señor, a la misma santa le manifiesta sobre este momento dramático de su agonía:

"Me dijo hablando de Getsemaní: Aquí fue donde sufrí interiormente más que en todo el resto de la pasión, sentirme abandonado por completo del cielo y de la tierra, y cargado con todos los pecados de los hombres. Comparecía ante la santidad de Dios, el cual, sin tener en cuenta mi inocencia, me hirió en su furor, y me hizo beber el cáliz que contenía toda la hiél y amar­gura de su justa indignación, como si se hubiese olvi­dado del nombre de Padre. No hay criatura alguna capaz de comprender lo que entonces sufrí" (oc, p. 185).

c) La oración de Jesús

Jesús dejó escapar de sus labios la expresión de su agonía en una súplica apremiante al Padre. La repitió muchas veces, interrumpiéndola sólo para volver a buscar algún consuelo, como vencido por el drama, en sus apóstoles escogidos, a los que encontró dormidos. Sólo el ángel podría confortarle.

Tal como presentan la oración de Jesús los evangelios se pue­den considerar en ella tres formas o fases de la misma, pues tres veces hizo su oración angustiada tras las interrupciones. La primera vez su oración era ésta: "Padre, si es posible, pase de mí este cáliz" (Mt 26,29). Insistiendo más dijo: "Padre, todas las cosas son posibles para ti, pase de mí este cáliz" (Mc 14, 36). Y viendo que la voluntad del Padre era la otra, dijo: "Si no es posible que pase este cáliz, Padre, hágase tu voluntad" (Mt 14, 36). Existe una cierta gradación en estas tres formas de su plegaria, aunque no consta si la relación es literal, excepto en el contenido fundamental, y en el nombre de "Padre", testificado por Marcos especialmente con el arameo "Abba" = Padre (Mc 14,36)

El evangelista Lucas ha sintetizado así el contenido de la oración: "Padre, si quieres, pasa de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya" (Lc 22,42).

Constatación de la voluntad humana de Jesús

Se debe constatar que todos notan la existencia de una voluntad humana de Jesús, que se muestra distinta de la divina, aunque no opuesta. También que todos expresan su perfecta conformidad con la voluntad divina si ésta se muestra decisiva. Y también que piensa que Dios podría cambiar su sufrimiento atendiendo a su oración. La per­fección de resignación en todo caso es completa.

¿Cuál es el cáliz?

El grave problema se presenta al querer objetivar estricta­mente cuál era el cáliz que el Señor pedía que pasara de él. Según la interpretación ordinaria de la oración de Getsemaní, el cáliz cuyo alejamiento pedía Jesús al Padre en su agonía será la muerte en cruz.

¿Podía ser la liberación de la muerte lo que pedía Jesús, y de la muerte de cruz?

Si se quiere interpretar el cáliz como la muerte en cruz, y con ello se indica que Jesús en su agonía pedía no morir, hay que objetar dos graves dificultades a tal interpretación, que deben estimarse insalvables.

La primera es que Jesús había anunciado repetidas veces de modo clarísimo que había de morir en cruz, y después resucitar (Jn 12,32-33), con las palabras de que sería "alzado de la tierra", lo que el propio evangelista declara como anuncio del género de muerte que había de sufrir, alzado en la cruz. Y en sus predicciones a los apóstoles de los próximos suce­sos, habla de que ha de morir a manos de sus enemigos, los cuales concretamente "le crucificarán" (Mt 16,21; 17,22; 20,19 par.). ¿Cómo podría pedir ahora Jesús que no suceda lo que él mismo ha profetizado que sucederá?

La segunda objeción es la institución en la Cena del sacra­mento de la Eucaristía, declarándolo además memorial suyo que debe ser repetido por los apóstoles, a los que comunicó para esto el poder sacerdotal de consagrar en el milagro admirable.

San Pablo ha notado al narrar las palabras de la institución eucarística que esto lo hizo Jesús "en la noche en que era entregado (a la muerte)" (1 Cor 11,23). Y Juan ha anunciado en su prólogo a la Cena que Jesús "sabía que había llegado su hora de pasar al Padre", y todo lo que iba a suceder. Instituye, en la hora extrema del amor (Jn 13,1), el sacramento máximo, obra prodigiosa y su mayor milagro, con perspectiva de perennidad, en el cual declara con sus palabras que "esto es su cuerpo que será entregado", y este cáliz "el cáliz de su sangre que será derramada", con relación absolutamente cierta, que hemos señalado y la Iglesia cree en su fe, con el sacrificio de la Cruz en el Calvario: ¿cómo podría dos horas más tarde pedir que este sacramento sea anulado, si no muere en cruz? Sin cruz no hay sacramento.

¿Qué respuesta se puede entonces dar a la objeción planteada? ¿Cómo podrá Jesús, con tales hechos previos suyos, pedir ahora en su oración no morir en cruz, ni derramar su sangre? La muerte es ciertamente el mal mayor para la vida en cuanto su destrucción. Por esto el Creador de la vida suprimió este mal por un don especial al crear el hombre, máximo ser viviente de su creación material. Concedió a Adán el don superior a la naturaleza de la inmortalidad". "Dios no hizo la muerte, sino que por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo" dice el autor del libro de la Sabiduría (Sab 1,13; 2,24).

Pero todo creyente sabe en su fe que la muerte es el camino necesario de la inmortalidad. Y así recibe la muerte con pacien­cia, ya que es un mal, con esperanza de los bienes que la segui­rán. ¿Cómo Jesús, que sabía que iba a resucitar al tercer día tuvo tal pavor ante el hecho de la muerte?

Ante tan graves dificultades para admitir que Jesús pedía en su oración la gracia de no morir en cruz, y que éste era el cáliz que pedía al Padre que alejara de él, sólo parece se ofrece una respuesta posible.

Lo que Jesús pedía no era no morir, sino que no hubiese de morir con tales sufrimientos (lo cual es profunda­mente humano, ciertamente), y sobre todo en aquel abandono de consuelo del Padre que padecía. Podríamos pensar que Jesús pedía la gracia concedida a seguidores suyos, antes y después de él, de morir con alegría en su alma, sin tan atroz sufrimiento, y quizás también sin el tremendo dolor corporal que acompaña a la muerte en cruz, y que en él debía llegar al paroxismo físico en el absoluto abandono de fuerzas celestes.

Tenemos diversos casos de mártires de Cristo o de santos que murieron consolados y con alegría, y aun sin sentir los dolores del martirio. En el AT hay ejemplos de este heroísmo ante la muerte horrible. Los siete hijos de aquella madre, mujer fuerte, morían despreciando la muerte y los tormentos del tirano, por la fuerza de su fe (2 Mac 7). Y en el curso de la historia de la Iglesia casos extraordinarios, pero ciertos. Tales son el de las mártires Perpetua y Felicitas, el de san Lorenzo en el tormento del fuego lento, el de san Juan Ogilvie y otros.

Cuando Jesús clama en la cruz "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" es precisamente ésta su queja dolorosa extrema, al abandono consolador divino. Está a merced del sufrimiento, sin el menor consuelo, sometido a la angustia total y plena. Este es el cáliz que Jesús pide en el huerto de Getsemaní que pase de él, ésta es su oración de agonía. Un ángel le confortó en este trance terrible, como dice san Lucas (Lc 22,42-45) al narrar su agonía de sangre. Y éste es el cáliz de la eucaristía que la contiene en plenitud, aunque después de su resurrección ya no es sangre dolorosamente presente al derramarse desde el sudor de Getsemaní hasta la lanzada en la cruz, sino sangre glo­rificada por la resurrección, pero antes dolorosamente derra­mada en la muerte.


5. El misterio de Jesús

a) Las dos voluntades

En la historia del dogma de la Encarnación, hemos enumerado, entre las herejías contra la Encarnación, la de los llamados monoteletas (Sergio, Pirro...), que defendieron que en Cristo hombre no había voluntad humana, sino que su Persona divina solamente tenía voluntad divina.

Admitían el alma humana de Jesús, aceptaban contra los monofistas (Eutiques, una naturaleza) la existencia de una naturaleza humana en Cristo distinta de la divina, pero negaban que su alma humana tuviese voluntad humana, la cual había sido absorbida por la divina. Este error tiene su origen principalmente en la exigencia de santidad de Cristo, que no podía pecar, ni tener acto de voluntad contrarios a la voluntad divina en sus mandatos.

El dogma contra los monoteletas

Según afirmó el dogma contra los monoteletas, en Cristo hay dos voluntades, una divina y otra humana. La divina infinita y común para las tres Personas de la Trinidad; la humana es del alma humana de Cristo, semejante a la nuestra.

La voluntad humana es la potencia de querer y amar humanamente. Si tiene alma humana en verdad, debe tener la voluntad correspondiente a tal alma.

Santo Tomás en Suma Teológica III q. 18 a.1 se pregunta si existen en Cristo dos voluntades, una divina y otra humana. Afirma la existencia de las dos voluntades en Cristo citando el pasaje de san Lucas (22,42) de la oración de huerto de Getsemaní Padre, si quieres, aparta de mi este cáliz pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Explica que los que defendieron que en Cristo solo existe voluntad divina parece que lo hicieron por diversos motivos. Apolinar negó que Cristo tuviese un alma racional porque el Verbo hacía las veces del alma y por lo tanto tampoco voluntad humana. Eutiques y los admitían una sola naturaleza también afirmaban una sola voluntad. Nestorio, aunque admitía dos personas, negaba la voluntad humana porque decía que la unión entre Dios y el hombre se realizó en el orden afectivo de la voluntad.
Después también Macario, patriarca de Antioquía; Ciro, de Alejandría; Sergio, de Constantinopla, y algunos de sus seguidores, pusieron en Cristo una sola voluntad, a pesar de poner en él dos naturalezas unidas en la hipóstasis, porque pensaban que la naturaleza humana de Cristo no se movía por propio impulso, sino sólo por el que provenía de la divinidad

Y por esto, en el Concilio VI, celebrado en Constantinopla, se determinó la necesidad de afirmar que en Cristo hay dos voluntades.


En el artículo 2, se pregunta si Cristo una voluntad sensible, además de la voluntad racional. La respuesta es afirmativa basado en que el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana con todos los elementos que pertenecen a la perfección de la misma y como la naturaleza humana incluye la naturaleza animal, por ello el Hijo de Dios junto con la naturaleza humana asumió el apetito sensitivo que se llama racional por participación.

En el artículo 3 se pregunta si Cristo tuvo dos voluntades racionales y que si se considera la voluntad como facultad sólo hay una voluntad racional, pero si se consideran sus actos como hay dos especies de actos voluntarios, hay que poner en Cristo dos voluntades racionales. La voluntad versa acerca del fin y acerca de los medios para alcanzarlo; y tiende a ambas cosas de modo diferente. Efectivamente, al fin se encamina de manera tersa y absoluta, como a algo bueno por naturaleza; en cambio, a los medios se dirige por una cierta relación, en cuanto que resultan buenos en orden al fin. Y por eso el acto de la voluntad orientado a un objeto querido por sí mismo, llamado por el Damasceno thelesis, esto es, simple voluntad, y denominado por los Maestros voluntad como naturaleza, es de distinta naturaleza que el acto de la voluntad que se dirige a un objeto querido en orden a otro, denominado por el Damasceno bulesis, es decir, voluntad consultiva, y llamado por los Maestros voluntad como razón. Y, por eso, hay que decir: si se habla de la voluntad como potencia, en Cristo hay una voluntad esencialmente humana, y no llamada tal por participación. En cambio, si hablamos de la voluntad como acto, entonces hay que distinguir en Cristo la voluntad como naturaleza, llamada thelesis, y la voluntad como razón, denominada bulesis


La libertad de la voluntad humana de Cristo

Siendo nuestra voluntad libre, la de Cristo, si es como la nuestra, debe ser también libre en su actuación. Esta libertad aparece, sin duda, en numerosas ocasiones en los evangelios, cuanto a los actos ordinarios de su vida. Elige libremente el lugar donde se halla, los discípulos que le han de acompañar, los mila­gros que hace, las palabras que dice. Además en Cristo ha de haber mérito, como reconocen todos los teólogos, que defienden que el mérito de Cristo alcanza la redención de los hombres, y que nuestros méritos en los actos humanos, cuanto a su valor sobrenatural, reciben su valor de Cristo juntamente con la acción de nuestra libre voluntad. Y el mérito presupone la libertad.

La diferencia entre la libertad de Cristo y la nuestra es su impecabilidad. Nosotros podemos usar mal de nuestra libertad en la elección de nuestros fines y actos voluntarios, Cristo no puede pecar, lo cual sería contra su santidad sustancial.

La voluntad humana de Cristo ¿es pues libre en su actuación, o está condicionado por la volun­tad divina, a la cual debe en todo caso someterse, sin apartarse jamás? He aquí el problema, al cual en determinados casos se han dado respuestas diversas, y que vamos a plantear ahora.

El argumento que dan contra la dualidad de voluntades los monoteletas recuerda la línea de Apolinar de Laodicea, quien negaba en Cristo el entendimien­to, para que no pudiese tener malos pensamientos, como si la finitud de un entendimiento creado, humano, fuese constitu­tivamente fuente de error. El error es deficiencia. La defectibilidad de la voluntad no define a la voluntad. El libre albedrío no se define por la capacidad de pecar sino por la capacidad de ele­gir bienes que son «contingentemente apetecibles»

Por esto, santo Tomás pudo afirmar la existencia en Cristo del libre albedrío «confirmado en el bien, como los bienaventurados», S. Th. IIIa, Qu. 18, art°4, ad tertium.

Vale la pena recordar que la libertad humana no consiste en la capacidad de elegir el mal, o de escoger entre el bien y el mal. De otro modo, el hombre, al ser confirmado en gracia, sería menos libre que al ser un hombre vicioso y pecador. Si el libre albedrío fuese la capacidad de escoger entre el bien y el mal, el mal sería una opción tan buena como el bien, porque sería de la esencia del hombre el poder hacer lo que quiere: amar al prójimo u odiarle, respetar la vida del prójimo o matarle, etc.

El problema concreto del acto libre de la voluntad finita, humana, creada de Cristo no se trató entonces. Sólo se vio que no era posible que Cristo tuviese una voluntad apartada de la de Dios; por tanto, la solución consistía en afirmar que Cristo no tenía voluntad en cuanto hombre, lo cual es gravemente herético. Con esto sería imposible explicar la Redención, y no se podría decir que Dios nos ha amado con corazón humano, como afirma el Concilio Vaticano II, ni podríamos tener devoción al Corazón de Jesús; no podríamos ver simbolizado en un corazón humano el amor divino y humano, racional y sensible de Cristo, como dijo Pío XII en la encíclica Haurietis aquas. Por eso, la definición del VI Concilio es muy importante para la espiritualidad cristiana y para la historia de la vida cristiana.


Santo Tomás pone la gracia de unión como fundamento de la gracia habitual en el alma de Cristo, y argu­menta así para demostrar que la gracia de unión hemos de entenderla como precediendo a la gracia habitual: «la gracia es causada en el hombre por la presencia de la divinidad, así como la luz en el aire por la presencia del sol. Pero la presencia de Dios en Cristo ha de ser entendida según la unión de la humana naturaleza a la Persona divina, por lo que la gracia habitual de Cristo hemos de entenderla como siguiéndose de aquella unión, como el esplendor se sigue del sol
[1]

También, al afirmar la conveniencia al alma humana de Cristo de la felicidad creada consistente en la visión de Dios,
[2] pudo, consecuentemente, afirmar que el libre albedrío de Cristo en cuanto hombre estaba «confirmado en el bien como el de los bienaventurados»[3] y negar la posibilidad de que en Cristo se diesen voliciones humanas contrarias a la voluntad divina, ci­tando expresamente la definición del III Concilio de Constantinopla.[4]

La necesidad del bien no destruye la libertad

La voluntad es libre o tiene libertad como acto de la persona libre, que lo es todo ser racional, a imagen de Dios Creador. El acto de voluntad necesariamente es dirigido por el acto de inte­ligencia por el que se conoce un bien al cual tiende la voluntad, potencia apetitiva racional.

En los textos de santo Tomás aparece la voluntad como tendencia apetitiva, pero dependiente del entendimiento en su tendencia al bien conocido. Esta tendencia tiene la libertad como cualidad, y no obsta que el ser que la posee y mueve lo haga necesariamente. Así, el Espíritu Santo procede per modum voluntatis, o por amor, que es la tendencia del querer hacia el bien conocido. Pero la producción del Espíritu Santo no es libre, de modo que hubiese sido posible que el Padre no diese origen con el Hijo al Espíritu Santo. Este no es sólo algo "posible" sino necesario en la Trinidad. Y sin embargo, al proceder por modo de voluntad y amor, es libre en su cualidad. Existe necesariamen­te, pero su Persona es libre. De donde también deduce santo Tomás que el amor con que Dios se ama es necesario cuanto a su existencia, pero libre en su cualidad.

Podemos terminar diciendo que sería extraño que los actos más importantes de la voluntad, como son el amor de Dios a sí mismo, y el de los bienaventurados a Dios visto en su esencia, no sean actos libres en sí, aunque se produzcan por necesidad de su ser. Definiríamos, me parece, así la libertad como una cua­lidad de la voluntad racional que tiende hacia el bien conocido como tal. En esta vida los bienes son parciales, y a veces contra­rios, y se da la elección de ellos o libre arbitrio. Cuando son cono­cidos como bien supremo, se da con todo la libertad de la tenden­cia apetitiva, que le es propia formalmente, porque tiende tam­bién hacia un bien conocido, aunque supremo, y por lo tanto no declinable.



¿Podía haber contradicción entre la voluntad divina y la humana?

La existencia de la voluntad humana de Cristo, distinta de la divina aunque siempre sometida a su voluntad divina en el grado en que ésta se manifiesta al hombre, aparece con claridad en la oración de Getsemaní. Jesús, si es hombre verdadero, tiene alma humana, y el alma tiene memoria, inteligencia y voluntad. Por lo tanto Cristo tiene inteligencia, memoria y voluntad humana distintas de la inteligencia y de la omnipresencia, omnisciencia y voluntad divinas.

Existen así en Cristo dos voluntades. La divina de su natura­leza divina es omnipotente y creadora, capaz de crear todos los universos que su infinita inteligencia conoce en su propia esencia infinita como posibles, con sus leyes propias, sus criaturas pro­pias ya intelectuales ya no, en este universo actual o en otros que El conoce como posibles, y son infinitos.

Y en la naturaleza humana de Cristo existe, como corres­ponde a una naturaleza íntegra no mutilada arbitrariamente, una voluntad creada, limitada necesariamente como todo lo creado, aunque siempre perfecta en sus actos morales, dotada de libertad, la cual puede extender sus actos a todo lo que su inteligencia humana conoce, próximo o lejano, material o espiritual.

Ahora bien, habiendo dos voluntades deben recaer sobre el mismo objeto, ya que nada escapa a la divina infinita. Pero no puede entrar en contradicción el ejercicio de ambas voluntades, por ser actuada por una sola y misma Persona, la divina de Jesús. Pues él es santo, y no puede querer nada que no sea concordante con la voluntad divina, según la exigencia en que ésta se manifieste.

En la oración de Jesús en Getsemaní, como ha sido propues­ta, aparece claramente la existencia y actuación de las dos volun­tades, diversas pero no contradictorias. Pues Jesús habla de su voluntad humana y de la divina, y somete siempre la humana a la divina. "No se haga mi voluntad, sino la tuya, Padre". En tales palabras de Jesús se muestra con claridad la existencia de una voluntad divina y otra humana diferente, pero sometida en todo caso a aquélla en perfección, según hemos explicado. Este es uno de los grandes misterios de la doble naturaleza divina y humana de una sola Persona, la divina de Jesús.


El querer voluntario y el querer necesario

Santo Tomás afirma que la voluntad se ve impelida necesariamente a querer necesariamente la felicidad, pero los bienes particulares sin los cuales se puede ser feliz, el hombre no los quiere necesariamente.

En la Suma Teológica III cuestión 18 a. 5 se pregunta si la voluntad humana quiso algo distinto de lo que quiere Dios. Responde que sí.

Lo explica de la siguiente manera: en Cristo, en cuanto hombre, existieron varias voluntades, a saber: la voluntad sensible, llamada voluntad por participación; y la voluntad racional, considerada bien como naturaleza, bien como razón. Y antes hemos dicho (q.13 a.3 ad 1; q.14 a.1 ad 2) que, por una dispensación divina, el Hijo de Dios, antes de su pasión, permitía a su carne obrar y padecer lo que es propio de ésta. Y lo mismo permitía a todas las facultades de su alma hacer lo que es propio de las mismas. Ahora bien, es evidente que la voluntad sensible rehuye, por naturaleza, los dolores sensibles y la lesión corporal. Igualmente, la voluntad como naturaleza rechaza también las cosas contrarias a la naturaleza y lo que es esencialmente malo, por ejemplo la muerte y otras cosas por el estilo. Pero la voluntad como razón puede, a veces, elegir tales cosas en orden a un fin; así, la voluntad sensible de un hombre normal, e incluso su voluntad absolutamente considerada, rehuyen el cauterio, que la voluntad como razón elige en orden a la salud. Pero era voluntad de Dios que Cristo padeciese los dolores, la pasión y la muerte; Dios quería tales cosas no por sí mismas, sino en orden al fin de la salvación de los hombres. Con esto resulta evidente que Cristo, con su voluntad sensible y con su voluntad racional considerada como naturaleza, podía querer algo distinto de lo que Dios quería. Sin embargo, con su voluntad como razón quería siempre lo mismo que quería Dios. Esto es manifiesto por sus propias palabras: No como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39). Con su voluntad como razón quería, efectivamente, que se cumpliese la voluntad divina, aunque diga querer otra cosa con su otra voluntad.

A pesar de esto en Cristo no se dio contrariedad de voluntades porque, aunque la voluntad natural y la voluntad sensible de Cristo hubieran querido algo distinto de lo que querían su voluntad divina y su voluntad racional, con todo, no existió en él contrariedad de voluntades. En primer lugar, porque ni la voluntad natural ni la voluntad sensible de Cristo rechazaban los motivos por los que su voluntad divina y su voluntad racional humana querían la pasión. La voluntad absoluta de Cristo quería la salvación del género humano, pero no era de su competencia querer una cosa en orden a otra. El impulso de su sensibilidad no podía llegar hasta esto.En segundo lugar, porque ni la voluntad divina ni la voluntad racional de Cristo eran impedidas o retardadas por su voluntad natural o por el apetito sensitivo. Y del mismo modo, a la inversa, ni la voluntad divina ni la voluntad racional de Cristo rehuían o retardaban el impulso de su voluntad humana ni el movimiento de su sensibilidad. A la voluntad divina y a la voluntad racional de Cristo les agradaba que su voluntad natural y su voluntad sensible actuasen en conformidad con su propia naturaleza.

[1] S. Th. IIIa, Qu. 7, art° 13, in c.
[2] S. Th. IIIª, Qu. 9, art°2, in c.
[3] S. Th. IIIa, Qu. 18, art° 4, ad tertium.
[4] S. Th. IIIa, Qu. 18, art° 6, sed contra.

martes, 3 de marzo de 2009

Aula P. Igartua: La institución de la Eucaristía - Getsemani



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