miércoles, 24 de febrero de 2010

EL HECHO DE LA RESURRECCIÓN

Resumen

El kerigma de la fe tiene los siguientes elementos: la muerte de Jesús, su sepultura, la resurrección al tercer día, y las apariciones mencionadas. A lo que Pablo añade, «según las escrituras», anunciado en el AT. Pablo confirma a los Corintios la importancia dogmática de la resurrección para la fe: «Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe» (1 Cor 15,17).

1. Un hecho dogmático cierto

Hay que mantener como un hecho cierto la resurrección de Jesús del sepulcro. El testimonio de Pedro es elocuente en el sermón del día de Pentecostés y el testimonio de Pablo es aún más abundante.

2.- El valor del testimonio apostólico

Los cuatro evangelios culminan la narración de los hechos y dichos de Jesús con la resurrección de Cristo. Sin ésta, se convertirían en libros de ficción gravemente sacrílega. El testimonio de la resurrección es pues comprobable históricamente por los documentos.

3. El suceso como hecho histórico

En los relatos de las apariciones, son muchos y muy diversos los testigos de las mismas. Pedro, Santiago, Juan, Pablo, los Doce reunidos con otras personas, ha sido visto en diversas situaciones y lugares, lo han visto inesperadamente, lo han visto más de quinientas personas juntas, además del testi¬monio primicial de Magdalena y las mujeres. No sólo le han visto, sino que le han oído, le han tocado, han abrazado sus pies, han comido con él como harán notar firmemente, con muchas demostraciones o pruebas: cf. Lc

4. ¿Se debe llamar hecho histórico la resurrección?

La resurrección de Jesús tuvo lugar en unas coordenadas exactas de lugar y de tiempo, como todo suceso histórico. Su lugar fue el interior del sepulcro de José de Arimatea en Jerusalén; su tiempo, a determinada hora exacta del amanecer del domingo de Pascua.

5. Al tercer día

Conforme a los evangelios, Jesús mismo en vida mortal, repetidas veces, había hablado de su resurrección precisamente «al tercer día». El signo más importante es el del Templo. Este testimonio tuvo gran impacto en los oyentes, pues en la cruz le fue reprochado por muchos. En el propio juicio ante el Sanedrín que fue decisivo para su muerte.

6. Según las Escrituras

Cristo citó a los de Emáus el salmo 15 (16), en su versículo 10. David dice: no permitirás que tu amado vea la fosa o la corrupción que ella encierra. Ahora bien, dicen Pedro y Pablo: David está sepultado, y su sepulcro dura hasta hoy en honor entre nosotros. Luego a él no le libró Dios de la fosa ni de la corrupción. Por lo tanto David no hablaba de sí mismo sino que movido por la inspiración hablaba de su descendiente el Mesías.

7. ¿Quién resucitó a Jesús?

Se puede decir que el Padre le resucitó, pero también que él se resucitó a sí mismo» obrando como Dios. Distinguir entre la divinidad de Jesús y la del Padre, aunque sean personas distintas, sería renovar un error politeísta o simplemente y mejor arriano, dando a Jesús una divinidad menor que la del Padre.


EL HECHO DE LA RESURRECCIÓN

Introducción

El kerigma (proclamación) apostólico

El llamado kerigma (o proclamación) de la fe, es el mensaje fundamental y básico de la fe. He aquí los elementos que hallamos en el kerigma: la muerte de Jesús, su sepultura (y el modo de hablar indica una sepultura especial), la resurrección al tercer día, y las apariciones mencionadas. Estos mismos elementos se hallan presentes en el kerigma de Pedro (1 Pe 3,18-22) y de Juan. «Estuve muerto y vivo» (Ap 1,18).

Los siguientes textos neo-testamentarios confirman los puntos fundamentales del kerigma: Muerte en Cruz, Sepultura, Resurrección.

• Muerte en Cruz: Act. 2,23.36; 3,15; 4,18; 5,30; 10,39; 1 Cor 2,2; Gal 3.1; Flp 2,8; Hebr 13,12; 1 Pe 3,18.
• Sepultura: Act 13,29; Rom 6,4; 1 Cor 15,4; Col 2,12.
• Resurrección: Act 1,3; 2,24-31-32; 3,15; 4,10; 4,33; 5,30; 10,40; 13,29-37;17,3; 17,31; 25,19; 26,7-8; 26,22-23; - Rom 1,4; 4,24; 6,4-9; 8,34; 10,9;14,9; 1 Cor 6,14; 15.4.15.20; - 2 Cor 4,14 - Gal /,/ - Ef 1,20; 2,6 – Flp 3,10 - Col 1,18; 2,12; 3,1 - 1 Tes 1,10 (texto más primitivo de Pablo);4, 14 - 2 Tim 2,8; - Hebr 12,2; 13,20 -1 Pe 1,3; 1,21; 3,21 - Ap 7,5.5

El Concilio XI de Toledo proclamó en magnífica profesión de fe contra los priscilianistas , en el año 675, estas verdades fun¬damentales, en un párrafo concentrado:

«Creemos que en esta forma de hombre (Cristo), salva la divinidad, padeció la pasión misma por nuestras culpas, y condenado a muerte y a cruz, sufrió verdadera muerte de la carne, y también al tercer día, resucitado por su propia virtud, se levantó del sepulcro.» (DB n.286)

Murió, fue sepultado en un sepulcro, resucitó desde allí al tercer día. Tal es el esquema fundamental de la fe, a lo que Pablo añade que todo ello fue «según las escrituras», es decir que estaba anunciado en el AT, y la comprobación de las apariciones fundamentales. Esta es la fe predicada por todos los apóstoles (1 Cor 15,11).

Esta es la fe predicada por todos los apóstoles (1Cor 15, 11), en cuyo contenido no se puede renunciar o poner vacilación en cualquiera de los puntos. De tal manera que, “aunque viniera un ángel de Dios predicando otra cosa, sea anatema”, en una paradoja imposible.


La resurrección de Cristo en el kerigma

Pablo contra los Corintios que tenían dudas acerca de la resurrección confirma la importancia dogmática de la resurrección para la fe, cuando dice: «Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe» (1 Cor 15,17).

Esta afirmación de Pablo podría ser contrastada con todo el NT, con todas las epístolas paulinas y petrinas, en especial los discursos de Pedro y Pablo en los Hechos de los Apóstoles y con el testimonio del Apocalipsis.

Resumen del citado kerigma apostólico de Pablo: «Cristo resucitó al tercer día... esto es lo que os hemos predicado (los apóstoles) y lo que habéis creído» (1 Cor 15,4.11).


1. Un hecho dogmático cierto

Los textos evangélicos relacionan la resurrección con el sepulcro vacío

Conforme a esta fe católica inmutable hemos de mantener como un hecho cierto el de la resurrección de Jesús del sepulcro. Podemos decir que los textos de la resurrección no se pueden entender disociando el sepulcro del nuevo viviente Jesús resucitado. Los mismos ángeles entrelazan esta relación del resucitado con el sepulcro, afirmando que el lugar que ocupaba en la losa sepulcral está ahora vacío (Mt 28,6; Mc 16,6; Lc 24,5-6).

Mt 28,6 No está aquí, porque ha resucitado, así como dijo. Venid, ved el lugar donde estaba puesto. 7 E id de prisa y decid a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos.

Mc 16,6 Pero él les dijo: -No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, quien fue crucificado. ¡Ha resucitado! No está aquí. He aquí el lugar donde le pusieron.

Lc 24, 5-6 Como ellas les tuvieron temor y bajaron la cara a tierra, ellos les dijeron: -¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? 6 No está aquí; más bien, ha resucitado.

El testimonio de Pedro en sus discursos de Actas

El testimonio de Pedro es elocuente en el sermón del día de Pentecostés. Vemos —dice— el sepulcro de David, y no sabe¬mos que haya sido vaciado o desocupado el cadáver o los restos. Es el de Jesús el que está vacío. Dios le ha resucitado de los muertos (Act 2,31-32; 3,15; 4,10; 5,30; 10,40). Invariablemente, para Pedro el mismo Jesús que fue crucificado en el Gólgota está ahora vivo.

El testimonio de Pablo en Actas y cartas paulinas

El testimonio de Pablo es aún más abundante, tanto en sus discursos como en sus cartas. Jesús ha resucitado de entre los muertos.

Lo afirma ante el areópago reunido, lo afirma ante la Sinagoga de Antioquía y de Tesalónica. Lo afirma ante el rey Agripa (Act 13,29-37; 17,3; 17,31; 25,19; 26,7-8).

En sus cartas los testimonios se suceden y multiplican. Solamente en la carta a los Romanos tenemos hasta ocho afirma¬ciones de la resurrección (Rom 1,4; 4,24; 6,4-9; 7,4; 8,11; 8,34; 10,9; 14,9). En la primera a los Corintios, además de afirmarlo en su kerigma célebre sobre la fe fundamental, todo el capítulo es una larga exposición sobre la resurrección de Cristo (1 Cor 15,20).

Tres veces en la segunda a los Corintios (2 Cor 4,14; 5,15; 13,4) tres veces en la de los Colosenses (1, 18; 2,12; 3,1), dos a los Tesalonicenses (1-1,10; 4,14), dos a los Efesios (Ef 1,20; 2,6), y una vez en cada una de éstas: Gal 1,1; Flp 3,18; 2Tim 2,8; Hebr 13,20.

Términos para expresar la resurrección – el sujeto - cadáver

En cuanto al modo de la expresión para decirlo, hallamos que utilizan los verbos griegos, principalmente el de egeirein = despertar, levantar, alzar, resucitar: hasta en treinta y seis textos hablan con esta expresión.

Sigue en importancia de utilización el de Anástasis (de anístemi) el hecho de levantar, reconstruir resucitar. También alguna vez es utilizado el verbo Anágagon en el sentido de ser llevado hacia arriba (Hbr 13,20). En el texto 1 Cor 15,12 Pablo muestra el valor de identidad que tienen las palabras energuéin y anástasis.


En cuanto al sujeto de la acción ése es siempre Dios, que es el que resucita. Dios resucita a Jesús. Pero debemos tener en cuenta que para los apóstoles Jesús es Dios, y así, él mismo como Dios con su virtud divina resucita su humanidad levantándola a nueva vida. Son bastantes los textos que dicen que Jesús se resucitó a sí mismo: «Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2.19).

Conviene señalar especialmente que una de las fórmulas más generalmente empleadas, es la de que Jesús resucita «de entre los muertos», «ek ton nekrón». Nekrós es propiamente la palabra sustantivada que designa el cadáver sin vida, lo que se ve cuando la vida falta. Se opone así a Soma, que es el cuerpo viviente.

Tenemos así que para el modo de hablar apostólico la resu¬rrección de Jesús es un levantarse del cadáver de entre los cadá¬veres, por acción divina. Y el que resucita es Jesús mismo.

2.- El valor del testimonio apostólico

La resurrección en los cuatro evangelios

Los cuatro evangelios culminan la narración de los hechos y dichos de Jesús con la resurrección de Cristo. Si ésta fuese arrancada de ellos, se convertirían en libros de ficción gravemente sacrílega, como afirma el propio Pablo: «Si Cristo no ha resucit¬ado resultamos falsos testigos contra Dios, pues habríamos proclamado contra Dios (con mentira) el testimonio de que resucitó «Cristo» (1 Cor 15,15).

Si san Ambrosio ha podido decir que «es un gravísimo sacrilegio la impiedad de los herejes» (De Fide: PL 17, 1162), cuando habla de la culminación de los misterios de Cristo, es grave sacrilegio la herejía que no acepta la resurrec¬ción; mucho más grave sacrilegio sería testimoniar falsamente contra la resurrección de Cristo, presentando el hecho como ver¬dadero siendo falso.

Los cuatro evangelios no pueden haber mentido al declarar la resurrección de Cristo, que es la clave de arco de su íntegro mensaje. Han recogido tradiciones, que en algunas cosas pueden provenir de diversas fuentes, pero esto precisamente les da mayor valor.

La fecha de estos testimonios

La antigüedad de esta tradi¬ción común. La carta de Pablo a los Corintios, de la que hemos tomado el kerigma apostólico, evidentemente ha recogido esta predicación de la que hacían los apóstoles de viva voz. Está escrita en el año 57, y afirma que viven todavía muchos de los que han participado en los sensacio¬nales acontecimientos.

Vive todavía Pedro, con quien además Pablo se ha entrevis¬tado hacia el año 39, es decir a los pocos años del suceso. Durante quince días hablaron Pedro y Pablo sobre estos sucesos fundamentales en Jerusalén (Gal 1,18) . Es evidente que en este diálogo Pablo ha contado a Pedro su inolvidable experiencia en Damasco, y a su vez ha oído de boca de Pedro la de su propia o varias visiones de Jesús resucitado.

Se puede notar que el otro testimonio directo sobre una aparición a Pedro, además de la afirmación paulina, es el de Lucas su discípulo que lo ha recogido de boca de otros testigos presentes en la vuelta de los de Emaús de su camino (Lc 24,34).

En su viaje para el concilio apostólico, año 49, tuvo Pablo ocasión de hablar con Juan, y saber datos nuevos de las apariciones a los Doce reunidos (Gal 2,1.9) , ya que acudía precisamente para comprobar su propia predicación sobre Jesús (Gal 2,2).

Los testimonios escuchados a Pedro, Santiago y Juan, y a otros varios, sin duda, sobre los sucesos, le retrotraían al mismo año 30 del hecho de la resurrección, a aquella mañana dominical llena de inolvidables emociones, reflejadas en los evangelios.

Conclusión: el testimonio es comprobable históricamente

Una carta auténtica del apóstol Pablo nos trae así, a través de los intermediarios, al momento mismo del hecho de la resurrec¬ción y del sepulcro abierto. Tenemos, además, el testimonio extraevangélico de los Hechos, donde narra Lucas el primer dis¬curso de Pedro a los habitantes de Jerusalén, con enorme con¬moción, cincuenta días después de la resurrección.

El testimonio es pues comprobable históricamente por los documentos. No cabe duda de que aquel primer día de la semana pascual de los ázimos, el sepulcro se halló vacío, y que los apóstoles afirmaban ya aquel día que habían visto a Jesús resucitado. Y el día de Pentecostés testimoniaban que le habían visto muchas veces durante cuarenta días, hasta su marcha al cie¬lo.

Este múltiple testimonio apostólico, múltiple por el número de testigos, múltiple por los diversos sen¬tidos con que lo habían comprobado (vista, oído, tacto, presen¬cia), confirmado con la existencia de un sepulcro vacío y abierto, en el que sólo habían encontrado los lienzos mortuorios, de tal forma que obligaban a creer en la resurrección (Jn 20,8, reco¬gido por Lucas, discípulo de Pablo, en directo: Lc 24,12), hace inconmovible el testimonio apostólico del extraordinario suceso.


3. El suceso como hecho histórico

Algunos, se resisten a calificarlo de «hecho histórico»

¿Se puede calificar de «hecho histórico» un suceso que nadie pudo ver directamente en sí mismo, y que introduce la nueva vida de Jesús en un mundo de cualidades diversas a las del nuestro?

En el lenguaje ordinario humano llamamos «hecho histórico» a algo que ha sucedido realmente en historia de los hombres. Negar que en tal sentido sea un hecho histórico, sería por ello lo mismo que negar la autenticidad y rea¬lidad del hecho en la historia humana.
Habría que borrar, según este lenguaje, que es obvio entre los hombres, el acontecimiento pascual, centro de nuestra fe, de las realidades acaecidas en la tierra entre los hombres. Este sen¬tido negativo, y en este carácter negativo de hecho acontecido, suele ser frecuente en las afirmaciones de los racionalistas. Estos autores no pueden aceptar el hecho de la resurrección ni como milagro contrario al curso ordinario de la vida, ni siquiera como una realidad constatable, porque nos llevaría a la conclusión de la divinidad de Jesús.

Atribuyen, en general, las apariciones a experiencias puramente subjetivas, negándoles en todo caso la reali¬dad objetiva de que hubiesen podido ver a alguien presente ante ellos en realidad corporal


Acentuar la verdad y objetividad del testimonio apostólico

Frente a este criterio se hace necesario acentuar la verdad y objetividad del testimonio apostólico. Como hemos visto, en los relatos de las apariciones, son muchos y muy diversos los testigos de las mismas, que no pueden atribuirse legítimamente, por lo mismo, a la exaltación de un hombre alucinado. Lo ha visto Pedro, lo ha visto Santiago, lo ha visto Juan, lo ha visto Pablo, o han visto los Doce reunidos con otras personas, ha sido visto en diversas situaciones y lugares, lo han visto inesperadamente, lo han visto más de quinientas personas juntas, además del testi¬monio primicial de Magdalena y las mujeres, que no fueron creídas por ellos. ¿Quién podría atribuir tal masa de testimonios situaciones tan diversas, a alucinación?

Y hay que añadir que no sólo le han visto, sino que le han oído, le han tocado, han abrazado sus pies, han comido con él como harán notar firmemente (Act 1,3: en pollóis tekmeríois, con muchas demostraciones o pruebas: cf. Lc 24,39-43: Jn 20, 27- Act 4,20; 10,40-41).

• Lc 24, 39-43: Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy. Palpad y ved, pues un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo. 40 Al decir esto, les mostró las manos y los pies. 41 Y como ellos aún no lo creían por el gozo que tenían y porque estaban asombrados, les dijo: -¿Tenéis aquí algo de comer? 42 Entonces le dieron un pedazo de pescado asado. 43 Lo tomó y comió delante de ellos.

• Jn 20, 27: Luego dijo a Tomás: -Pon tu dedo aquí y mira mis manos; pon acá tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente.

• Act 4, 20: Porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.

• Act 10,40-41: pero Dios le levantó al tercer día e hizo que apareciera, 41 no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos.


El testimonio del apóstol Juan en su carta no solamente es válido por el hecho de haber convivido con él en vida mortal sino especialmente por la presencia del resucitado: «Lo qué hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado y nuestras manos han tocado del Verbo de vida... eso os anunciamos» (1 Jn 1,1-3). Por eso decían Pedro y Juan con fir¬meza a sus jueces cuando les querían prohibir hablar de la resu¬rrección de Jesús: «Si es justo delante de Dios, obedeceros a vosotros antes que a Dios, juzgadlo. Porque no podemos no hablar de lo que hemos visto y oído» (Act 4,19-20).

1 Jn 1,1-3: El Verbo de vida: 1Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida 2 -la vida fue manifestada, y la hemos visto; y os testificamos y anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y nos fue manifestada-, 3 lo que hemos visto y oído lo anunciamos también a vosotros, para que vosotros también tengáis comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo

Act 4,19-20: 19 Pero respondiendo Pedro y Juan, les dijeron: -Juzgad vosotros si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios. 20 Porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.

Se puede recordar que el texto, entre los sentidos, parece dar al tacto una mayor certeza de presencia original, tanto por la inmediatez que supone como por la corporeidad que exige, en lo que se invita a tocar: «Tocad y ved: no soy un fantasma, pues los fantasmas no tienen carne y hueso, como veis que yo tengo» (Lc 24,39).

Que el cadáver no estaba entretanto en el sepulcro es cosa cierta. Si allí hubiese permanecido con sus vigilantes (¿quién se hubiera atrevido a robar un cadáver tan estrecha¬mente vigilado?), pronto hubiesen demostrado los vigilantes con los sacerdotes y fariseos la mentira del hecho. Hubiesen llegado tal vez a pasear el cadáver por la ciudad para que sea visto.

Las apariciones con realidad histórica tienen gran importancia dogmática

Por lo demás, la importancia de las apariciones con realidad histórica alcanza cotas dogmáticas de gran importancia. Pues en las apariciones se verifican algunos misterios fundamentales de la Iglesia, como:

• Lc 24,47; Jn 20,23: la concesión del poder apostólico de perdonar los pecados.

Lc 45 Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras, 46 y les dijo: -Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese y resucitase de los muertos al tercer día; 47 y que en su nombre se predicase el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén.

Jn 22 Habiendo dicho esto, sopló y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. 23 A los que remitáis los pecados, les han sido remitidos; y a quienes se los retengáis, les han sido retenidos."

• Mt 28,19; Mc 16,16: la institución del bautismo y su fórmula trinitaria invariable desde entonces.

Mt Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,

Mc 15 Y les dijo: "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. 16 El que cree y es bautizado será salvo; pero el que no cree será condenado.

• Jn 21,15-17; Mt 16,18: la institución del primado de Pedro, que da solidez a la construcción de la Iglesia. (S. León, Sermo I de Ase. 2-4; PL 54,395-6).

Por todo ello, con¬denó san Pío X la proposición modernista: «La resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden histórico, sino un hecho de orden meramente sobrenatural» (Lamentabili, 36).

El valor del testimonio apostólico de la resurrección queda patente en el caso de la elección para completar el número de apóstoles de san Matías, pues la condición puesta para llenar el puesto dejado vacío entre los Doce por Judas en su traición «haber sido testigo de la vida de Cristo, y en especial de la resurrección de Jesús». (Act 1,22)

4. ¿Se debe llamar hecho histórico la resurrección?

Parece que la resurrección de Jesús no es real

Algunos católicos estiman que en ningún caso es una simple reanimación a la vida del cadáver en el sepulcro, como pudo darse en el caso de Lázaro o de los demás resucitados por Jesús, que volvían a la condición anterior con sus necesidades físicas, y su nueva muerte.

La gran diferencia de la resurrección de Jesús con estos casos citados, y otros que hizo Jesús en vida (Jairo, Naim) está en que Jesús resucita a una vida ya escatológica, que introduce al viviente en un mundo trascendente, en el que no rigen las leyes de este mundo que conocemos, y por lo mismo no se puede decir simplemente que pertenecen a la vida humana de la historia.

Así, dicen, la resurrección de Jesús no es histórica, porque su término real no lo es.

Aunque esta formulación es real cuanto a lo que afirma, adolece de graves defectos en su formalidad y daña gravemente a la necesidad del valor de la resurrección, conside¬rada siempre en la Iglesia como histórica. Es más, es el funda¬mento de la misma «Historia de la salvación», que en ella alcanza su cima, y en ella tiene su fundamento.

El momento de la resurrección sin testigos y el alma a vida nueva

Si se dice que tal resurrec¬ción no es histórica porque nadie hubo que pudiera ver su reali¬zación en el fondo de un tenebroso sepulcro, cubierto por una piedra, que cegaba toda luz, y antes de que nadie hubiera podido ver al resucitado, entonces habría que negar, por las mismas razones que sean históricos los sucesos fundamentales de la historia de los hombres, como son la concepción y la muerte. Nadie ha visto ni podrá ver jamás el momento inicial de la vida humana en el seno materno, ni siquiera en la fecundación en vitro.

Aunque asistamos a la muerte de un hombre, y estemos allí en presencia ¿quién podrá asegurar con certeza en qué instante se produce? Ciertamente comprobamos sus efectos. ¿quién podría certificar con absoluta seguridad cuál sea el momento en que la vida ha cedido el paso a la muerte? Además se da aquí el otro término de la paradójica expresión de que la resurrección no es histórica: que el ser inmortal, el alma, ha entrado en una vida nueva, que nin¬guno conocemos en la historia. ¿No sucede lo mismo con la muerte? Aun con la fe en el alma inmortal, nadie conoce direc¬tamente las condiciones de la nueva vida que se ha originado. El alma inmortal sola no pertenece ciertamente a la historia humana normal.

El “antes” y del “después” de la concepción y de la muerte

Basta que en ambos casos la muerte y resurrección de Jesús haya un antes y un después para que estimemos que el hecho se ha realizado en el tiempo de la historia, aunque pueda haber duda de cuál fue el instante del antes y cuál es el instante del después.

En la concepción, el antes no ha existido como historia del viviente, sólo existe el después, el «a partir de». Y en la muerte, al contrario, el antes es históri¬co, pero el después es el cadáver, solamente la huella de lo que existió. Pero en la resurrección de Jesús se da también un antes y un después. El antes es el cadáver inmóvil sobre la losa, y el después es la vida, que deja del mismo modo su huella, la mor¬taja vacía.

La resurrección de Jesús tuvo lugar en unas coordenadas exactas de lugar y de tiempo, como todo suceso histórico. Su lugar fue el interior del sepulcro de José de Arimatea en Jerusalén; su tiempo, a determinada hora exacta del amanecer del domingo de Pascua. Y si se dice que la resurrección de Jesús no es histórica porque su alma ha entrado en una vida que no se rige por las leyes de la historia, del mismo modo habrá que decir que la muerte de Jesús no es histórica porque su alma descansa más allá de la historia, en las manos del Padre.

He ahí adonde nos llevaría querer eliminar la palabra «histó¬rica» en relación a la resurrección de Jesús. Tampoco sería histó¬rica su muerte redentora, el suceso histórico central de los hom¬bres. Nadie vio la resurrección, aunque pudieron comprobarse sus huellas restantes. Nadie vio la resurrección en sí misma. Pero tampoco propiamente vio nadie la muerte de Jesús en sí misma sino su antes y su después.

5. Al tercer día
La hora del hallazgo del sepulcro “vacío”

Los cuatro evangelistas han señalado la hora del hallazgo del monumento vacío, cuando las mujeres iban con los perfumes, al parecer con intención de com¬pletar los ritos del embalsamamiento.

La salida del sol dominical marcaba el principio de la semana laboral. El sábado había terminado a las seis de la tarde, cuando se puso el sol, y la oscu¬ridad ganó pronto el aire y su dominio. Esperaron al primer amanecer. Mt señala la hora en que «se enciende el primer día de la semana».

Lc, con profundo giro poético, dice que iban «en la profunda aurora del primer día de la semana») (te de mía ton sabbáton órzrou bazéos);

Mc describe la ida «muy temprano en el primer día de la semana» (lían proí ten mían ton sabbáton);

Jn, con brevedad dice que María Magdalena fue al sepulcro, sin duda acompañada de otras mujeres, «temprano, habiendo todavía oscuridad» (proí skotías oti oúses).

Conforme a los evangelios, Jesús mismo en vida mortal, repetidas veces, había hablado de su resurrección precisamente «al tercer día». El signo propuesto por Jesús ante el desafío de sus enemigos fue precisamente la resurrección al tercer día.
El signo de Jonás

Mt y Lc han propuesto el signo de Jonás, aunque lo han comen¬tado de modo diverso.

• Mt lo ha presentado como signo de poder: Jonás estuvo tres días en el vientre de la ballena o cetá¬ceo, y del mismo modo «el Hijo de hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra», clara alusión a su muerte y sepultura (Mt 13,38-42; 16,4; cf. Jn 2,1)

• Lc en cambio sólo presenta el signo de Jonás como llamada a la conversión. (Lc 11,29-32).

La expresión de Mateo atribuye a Jesús sepultado una duración de «tres días y tres noches» (12,40). Pero tal expresión venía a ser idéntica a la duración hasta el tercer día, al juzgarse el día como una unidad de día-noche.

El signo del templo

El signo más importante es el del Templo. Cuando los enemi¬gos, según Juan, pidieron el signo de la autoridad de Jesús para actuar en el Templo, él respondió: «Destruid este Templo, y Yo o levantaré en tres días». Juan advierte que era una profecía que hacía sobre su propio cuerpo, comparado al Templo: Jn 2, 19: «Hablaba de su Cuerpo como Templo o Santuario»

Este testimonio tuvo gran impacto en los oyentes, pues en la cruz le fue reprochado por muchos como desvarío, y por las autoridades burlonas como error suyo. En el propio juicio ante el Sanedrín que fue decisivo para su muerte, aparecieron dos testigos que adujeron este testimonio. «Este ha dicho: Yo puedo destruir el Templo de Dios y levantarlo en tres días» (Mt 27,61)

Los mismos sanedritas tenían el temor de que sucediese algo al tercer día, y así fueron a Pilato, y le dijeron: «Señor, nos hemos acordado de que este seductor dijo en vida: después de tres días resucitaré. Manda, pues, que sea custodiado el sepulcro, no sea que vengan sus discípulos y lo roben, y digan: Ha resucitado de entre los muertos, y sea el último engaño peor que el primero» (Mt 27,63-64).

El tercer día en el kerigma fundamental de Pablo

El plazo del tercer día consta en el kerigma fundamental de Pablo (1 Cor 15,4; Act 13,3). Pedro lo testifica en casa del cen¬turión Cornelio (Act 10,40). Fue el mismo Jesús quien, siempre que anunció su resurrección futura, la señalaba para el plazo del tercer día en sus anuncios (Mt 20,18-19; Mc 10,33-34; Lc 18,33-34 y los paralelos de éste: Mt 16,21; 17,22-23; Me 8,31-32; 9,31-32; Le 9,22; 9,44). Y aun Lucas pone en boca del ángel en el sepulcro el recuerdo del anuncio del tercer día (Lc 24,6-7).

6. Según las Escrituras

Pablo menciona dos veces el Antiguo Testamento

Es precisamente el mencionar el plazo del tercer día cuando Kerigma paulino de que hablamos, menciona el testimonio del AT por segunda vez: «Os he transmitido lo que he recibido» (1 Cor 15, 3). Es la transmisión fiel y correcta de la tradición recibida: ¿Y qué ha sido lo recibido y transmi¬tido? Por dos veces se menciona aquí el AT:

«Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras.
Que fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras.» (1 Cor 15,3-4).

Conforme a la predicación apostólica, Cristo murió por los pecados de los hombres, para salvarlos, como estaba profeti¬zado. No es necesario que nos extendamos aquí a señalar dónde estaba anunciada la muerte por los pecados precisamente, la muerte redentora. Se puede brevemente señalar la primera página de la historia de la humanidad, donde habiendo vencido el enemigo-serpiente por la tentación del pecado, será vencido por el Hijo de la Mujer anunciada en aquello mismo en que parece haber vencido, es decir, en los pecados.

El Redentor anunciado morirá por reparar el género humano caído en el pecado de la desobediencia. Es la exegesis clara de Pablo en la carta a los Romanos (Rom 5,12-21). Se puede añadir también una serie de pasajes del pueblo de Israel, en que se anuncia el perdón de los pecados de los hombres.
Dónde se menciona la resurrección de Cristo en el AT

Si ahora preguntamos dónde se halla en el AT la mención de la resurrección de Cristo, que Pablo anuncia aquí (y que Juan confirma al decir ante los lienzos funerarios: «No conocían todavía la Escritura de que había que resucitar de entre los muertos Jn 20,9), quizás nos encontramos ante una dificultad mayor. ¿Estaba anunciado que el Mesías debía resucitar? Parece que implícitamente en la misma profecía del Paraíso, donde la herida mortal hecha al hombre, será reparada por un hombre nacido de Mujer, cuyo talón sin embargo llegará a morder en la batalla el enemigo. Esta mordedura sería la muerte humana, y la resurrección la victoria divina. Jesús, ante Nicodemo, recuerda de forma algo extraña la serpiente levantada en el desierto pro Moisés para curar las mordeduras de serpiente precisamente. La fe de Abraham, el cual creyó “contra toda esperanza” (Rom 4, 18), adquiere en la carta a los Hebreos el contorno de fe de la posible resurrección de Isaac después de muerto, como en perfecta imagen de Cristo (Hb 11,19)

Referencias mesiánicas del AT explicada por Jesús de Nazaret

Fue el propio Jesús quien inició a sus apóstoles en la búsqueda de referencias mesiánicas en el AT. Dice, en efecto, el evangelio de Lucas que a los dos discípu¬los de Emaús les interpretó Cristo en el diálogo del camino los textos del AT que trataban de El mismo, en Moisés y en los Pro¬fetas, es decir, en el AT (Lc 24,27).

Cuando aquéllos hubieron vuelto de su camino a comunicar la aparición, y de nuevo se apareció Cristo entre los apóstoles reunidos con ellos y otros, cita el evangelista en el elenco de textos del AT mencionado por Cristo para hacerles ver que todo esto se hallaba anunciado: «la ley de Moisés (la Ley, el Pentateuco), los profetas».

Quedaba la expresión completa (la Ley y los Profetas: Mt 7,12; 22,40). Los Salmos pertenecían en realidad a los Profetas, pues eran el resto de la ley inspirada fuera del Penta¬teuco, y su autor principal era David, rey y profeta. Parece pues un método obvio que, si queremos saber qué textos les citó Cris¬to, Sabiduría infinita, al abrirles el sentido de la Escritura preci¬samente, examinemos qué textos fueron a continuación particu¬larmente citados por los propios apóstoles, después de tal lección, al referirse al anuncio mesiánico de las Escrituras.

Fue el salmo 15 (16), en su versículo 10. Lo citará ampliamente Pedro en su sermón primero al pueblo, el mismo día de Pentecostés. Esto parece indicar que este texto fue capital para ellos en la tradición apostólica, y debe haber sido por provenir de la misma interpretación de Jesús.

10 Pues no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción.

¿Qué decir de este texto críticamente examinado? Señalan los críticos que el Salmo habla no precisamente de la «corrupción» (palabra clave de la interpretación), sino de la «fosa», de la cual libra Dios al justo. Pedro y Pablo argumentan, y la fuerza de su argumento descansa en la palabra «corrupción» del texto griego de los Setenta, al traducir el Salmo del hebreo. ¿Es lo mismo «liberar de la fosa» que «librar de la corrupción», que se produce en la sepultura? Esta es la base del argumento pro¬puesto por Pedro y Pablo, que habían estado en contacto con el Maestro o con su tradición.

Realmente tendría poco sentido que el Salmista agradezca a Dios tan efusivamente que le libre ahora de la muerte, si des¬pués va a morir de modo semejante, y a ir a parar también a la fosa. Al Amado de Dios el Señor Yahvéh le ha de librar de las consecuencias de la muerte, y por ende de la corrupción de la sepultura

No sabemos cuál de los dos términos empleó Pedro el día de Pentecostés, aunque se puede suponer que Jesús citaría el texto hebreo. Pero el autor de los Hechos presenta el discurso en lengua griega, y da el término equiva¬lente de los Setenta: «corrupción». Hay que tener en cuenta ade¬más que, según el fenómeno descrito por el autor del libro, cada uno de los oyentes le oía en su propia lengua, y la lengua griega era más general que la hebrea. Todo esto hace ver que el verdadero sentido del texto es el que le da Pedro en su argumentación, que vale para todas las lenguas.

El argumento dice lo siguiente: David dice: no permitirás que tu amado vea la fosa o la corrupción que ella encierra. Ahora bien, dicen Pedro y Pablo, sin que nadie pueda contradecirles: David está sepultado, y su sepulcro dura hasta hoy en honor entre nosotros. Luego a él no le libró Dios de la fosa ni de la corrupción. Por lo tanto David no hablaba de sí mismo sino que movido por la inspiración hablaba de su descendiente el Mesías. Este es el que dice por boca de David:

«No abandonarás mi alma en la muerte.» (2,27) Es decir que le espera otra vida después de la mortal. Si esto lo creían los judíos de la resurrección final, cuánto más habían de creerlo del Mesías. Pero el «Amado de Dios» tenía un privi¬legio.

«Me has dado a conocer los caminos de la vida. Me llenarás de alegría con tu rostro al verlo» (ib.28)

Esto sucede ya en la muerte: el rostro de Dios se le muestra, y ve los caminos de vuelta a una vida mejor, tras la muerte, más allá de ella. Hay una clara esperanza de resurrección en todo ello, y siendo el discurso de Pedro el día de Pentecostés, cuando acaban de recibir esta lección de su Maestro.

Así podemos llegar a la conclusión de que, al menos por este texto, bien pudo decir san Pablo en el kerigma: «Creemos en la resurrección según las escrituras.»

¿Se puede decir lo mismo del «tercer día», dato que Pablo parece haber unido en el kerigma con el de la resurrección del Mesías, y que ciertamente pertenece a la predicación de la fe? ¿Existe también en el AT algún testimonio que nos hable de una resurrección del «Amado de Dios» antes de la escatológica final? ¿Y precisamente «al tercer día»

Jesús en vida lo anunció, como hemos visto, muchas veces. Siempre hablaba de su resurrección «al tercer día», no simplemente de la resurrección final. Cuando habla de Jonás en el vientre de la ballena,

Puede parecer, sin embargo, este texto de Jonás, aparte de la profecía del Señor mismo, una adaptación del AT. También se ha aducido otro texto particular del profeta Oseas: «El nos vivificará, después de dos días. El día tercero nos resucitará» (Os 6,3). La claridad del texto es patente, pero al parecer no se refiere a la resurrección del mismo Mesías, sino en una fórmula general a la resurrección final humana.

Podemos decir que el texto tan citado por los apóstoles del Salmo 15, al anunciar la resurrección del Mesías con la garantía dicha (de que ciertamente no hablaba de David mismo, que no resucitó), anuncia también de manera implícita la resurrección del cadáver al tercer día, al afirmar que no permitirá Dios que su «Santo o Amado» vea la corrupción. Decir simplemente que no permitirá que vea la fosa, o sea la sepultura, si es esperanza llena en Dios, sería creer que el Santo será inmortal

Recuérdese que Jesús fue sepultado según las costumbres judías (Jn 19,40). ¿Cuál era esta costumbre? Sin duda la que es mencionada allí mismo: «Vino Nicodemo trayendo myrra y aloes, casi cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús, y lo sujetaron con lienzos acompañados de aromas, como es costumbre de los judíos sepultar» (19,39-40). ¿Qué misión tenían estos aromas, que pertenecen al rito judío? La de dilatar la corrupción del cadáver, como señal de respeto a la vida.

«Señor, ya tiene hedor, porque lleva cuatro días (Jn 11, 39).

La descomposición del cadáver se iniciaba según la creencia judía, pasado el tercer día. Hasta ese día podía permanecer intacto. Así, cuando el Salmo 15 dice: «No permiti¬rás que tu Santo vea la corrupción», está diciendo implícitamen¬te: «No permitirás que llegue al cuarto día.»

Con razón puede decir Pablo, y dar como señal de la histori¬cidad de la fe, el tiempo de la resurrección junto con el lugar. Resucitó en Jerusalén, en el sepulcro, al tercer día, y esto, como dice san Pablo, también «según las Escrituras», que no han dejado ignorado punto tan singular e histórico de la fe central. Es como si hubiera dicho «Resucitó, sin haber padecido la corrupción del sepulcro, estando aún su cadáver intacto, al tercer día, según las escrituras». Por eso, el tercer día, como dato, es histórico y dogmático.

7. ¿Quién resucitó a Jesús?

Muchos testimonios del NT afirman, con razón, que «Dios resucitó a Jesús», es decir su humanidad muerta, que reposaba en el sepulcro. Sabemos que en Jesús hay dos naturalezas, según la fe, una divina y otra humana. Solamente la humana murió, separándose su cuerpo y su alma, como expresa el último grito de Jesús al expirar: «Padre, en tus manos encomiendo mi espí¬ritu o alma» (Le 23,46).

¿Quiere decir aquella expresión «Dios resucitó a Jesús» (vg-Rom 10,9; Act 2,32; 10,20; 13,30...) que es el Padre quien resu¬cita al Hijo, y no él a sí mismo? Es sabido que todas las obras externas las hacen en común, con una sola naturaleza y poder las tres Personas de la Trinidad. Por eso se puede decir que el Padre le resucitó, pero también que él se resucitó a sí mismo» obrando como Dios. Distinguir entre la divinidad de Jesús y la del Padre, aunque sean personas distintas, sería renovar un error politeísta o simplemente y mejor arriano, dando a Jesús una divinidad menor que la del Padre.

Hans Küng en este punto, según una posición crítica tomada ya de tiempo atrás en ambigüedad, declara que «no se trata de una acción autónoma de Jesús, sino de una obra de Dios en Jesús el crucificado». Distinguir en Jesús en la resu¬rrección entre una acción autónoma de Jesús y una acción estric¬tamente divina parece posición nestoriana propiamente. Jesús es Dios en su persona, y por lo tanto se resucita a sí mismo como Dios que es.

«Destruid este Templo (hablaba de su Cuerpo) y Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2,19). El mismo, como Dios que es verdadera¬mente, es el autor de su propia resurrección. No dijo: Dios lo levantará, sino clara y expresamente: «Yo lo levantaré».

Jesús, persona divina del Hijo, en unidad divina de poder con el Padre y el Espíritu, resucita su naturaleza humana, uniendo de nuevo su alma humana con el cadáver inmóvil en el sepulcro, que, como Adán en el Paraíso, al recibir el aliento del creador en el alma inmortal recobrada, «se levanta como ser vivo». (Gen 2,7).


EL EVANGELIO DE SAN MATEO Y LA RESURRECCIÓN

Los cuatro evangelios tienen la resurrección como término final de sus libros, mencionando el de san Lucas la Ascensión y el de san Marcos, en su final añadido, aludiendo a ella. Pero el término normal de los evangelios son las apariciones de Jesús resucitado, que confirman la vida nueva del resucitado. El de san Marcos, como es sabido, a partir de 16,9 añade al men¬saje angélico a las mujeres algunas apariciones, que, de otra mano o no que la del propio evangelista, ha sido añadido des¬pués a manera de apéndice.

La primera noticia de la resurrección llega a los apóstoles en los cuatro evangelios (con cierta salvedad para Marcos, que dice que se callaron las mujeres) a través del anuncio de las mujeres. Sin embargo, si examinamos los cuatro diversos relatos, encontramos diferencias, que se acentúan en el de san Mateo.

Comparación entre los cuatro relatos evangélicos

El evangelio de san Mateo, sin duda, es el que añade más datos externos al relato básico común. Es Mateo quien, por boca de los Sumos Sacerdotes y principales fariseos, plantea en la mañana del sábado, ya enterrado Jesús, como todos saben, en el sepulcro de Arimatea, la petición de un retén de guardia ante el sepulcro hasta que hayan transcurrido los tres días de la muerte, con el fin de evitar la mentira de los apóstoles que pudiesen quizás robar el cadáver, profanando la tumba con gravísimo atrevimiento para hacer creer que Jesús había resucitado de manera ignorada, y vivir luego en el clima de tan insostenible mentira. Pilato lo concedió: «Teneis una guardia. Id, aseguradlo como sabéis.» (Mt 27,65.)

Y así como en la muerte de Jesús es el único evangelista que ha aludido expresa¬mente a fenómenos de la naturaleza misteriosos (la tierra tem¬bló, las rocas se rajaron, los sepulcros se abrieron, los muertos resucitaron: detalles exclusivos suyos), así en la resurrección aparecen en exclusiva algunos fenómenos que la acompañan. (Mc y Lc mencionan las tinieblas; los tres el Velo rasgado).

No se dice ni a qué hora aconteció el hecho milagroso de la resurrección, ni si algo sucedió en aquel instante. Pero, debió ser en la aurora ya, próximo el sol, se produjo el fenómeno externo: la tierra tembló, y un ángel refulgente de luz apareció, que hizo rodar con majestad la piedra que cerraba el sepulcro, y se sentó encima de ella, una vez quitada.

Entre los modernos exegetas, examinando el apócrifo evangelio de san Pedro, que introduce dos ángeles cuya cabeza llegaba al cielo, ha habido una tendencia a considerar estos detalles de Mateo como obra literaria del autor, que es el único que los aporta. Pero, sin negar que esto sea posible cuando hay indicios suficientes, aquí hay una pregunta que no se puede eludir: en todos los relatos evangélicos la piedra que cierra el sepulcro aparece quitada, y el sepulcro abierto, de modo que las mujeres, y luego Pedro y Juan pueden entrar y salir con libertad.

La retirada de la piedra

¿Quién quitó la piedra? ¿Quién abrió sepulcro? La única explicación dada es la de san Mateo. Mateo dice que apareció un ángel y la quitó con suma facilidad como pueden hacerlo los espíritus angélicos. No se conoce ninguna otra explicación válida de un hecho cierto. El ángel «hizo rodar la piedra» (Mt 28,2), seguramente por su natural lugar de corrimiento, hasta abrir la puerta. Luego se sentó encima.

«Su aspecto —dice— era como el relámpago, y su vestido blanco como la nieve» (Mt 28,3). Es una indicación semejante a la de la Transfiguración del Señor (Mt 17,2). Sería, sin embargo fantasear pensar que esta irradiación de su aspecto (que no era cuerpo verdadero, aunque lo semejaba), era la irradiación des¬conocida que pudo estampar en la Sábana Santa la imagen de Jesús, como se estima. No es nada probable que ambos acon¬tecimientos fuesen simultáneos. Este fulgor angélico fue exterior al sepulcro, el de la resurrección fue dentro de la oscuridad com¬pleta de la caverna funeraria y anterior. Sin embargo, puede dar¬nos una sugerencia de cómo existen fenómenos de luz descono¬cidos de los hombres, por una irradiación milagrosa en el modo, pero que podría ser una de las formas desconocidas de energía de la naturaleza. En todo caso estamos ante un milagro. Es semejante al de la Transfiguración.

El efecto sobre los soldados fue abrumador: «Quedaron como muertos» Recogieron sus armas y huyeron, dejando las señales de su estancia: el fuego para la noche, quizás restos de alimentos.

El sepulcro había sido abierto por una fuerza superior, y ellos habían visto el ángel luminoso, sentado tranqui¬lamente, como guardián del sepulcro, sobre la piedra. Los sacer¬dotes celebraron inmediatamente consejo reuniendo también los ancianos, que formaban parte de él (Mt 28,12). La decisión no sabemos si unánime, fue la misma que en el caso de Judas. El dinero lo cubre todo. «Tenéis que decir que sus discípulos vinieron de noche, y lo robaron mientras vosotros dormíais» (Mt 28, 13). Era confesar que habían faltado a su obligación oficial.

Los ancianos del Consejo salieron garantes de la defensa de los soldados ante Pilato, lo que no sabemos cómo hubieran hecho, aunque con Pilato era muy factible.

Añade el evangelista que el rumor del robo, difundido por los soldados, a pesar de ser tan increíble, «dura hasta hoy» (Mt 28,15)- Esto prueba que en el año del Mateo escrito, quizás el original primero en arameo en los años cuarenta, era un rumor que circulaba, admitido por los judíos.

Si existía ese rumor es que fue difundido, y si fue difundido por alguien que tenía interés en ello, es que no había otra prueba de verosimilitud para el hecho de la desapari¬ción del cadáver.

Pero estaban los guardias aterrorizados, que daban su testi¬monio. Y es un testimonio tan absurdo el de que, estando ellos dormidos, los discípulos robaron el cadáver, que ha justificado la célebre invectiva de san Agustín: «¡Oh infeliz astucia! Empleas testigos dormidos...» Pues el relato ficticio de los guardias se des¬miente por sí solo. Si estaban dormidos, ¿cómo saben lo que pasó? ¿No era su obligación grave vigilar por turnos, según costumbre, para que esto no aconteciese? Y, si se lleva el argu¬mento al extremo, ¿es posible correr la piedra del sepulcro, tan pesada, por su ranura, sin un ruido estridente, y verificar toda la operación del robo, permaneciendo dormidos los vigilantes? Ninguna novela de ficción lo aceptaría, a no ser que les hubiesen primero suministrado un narcótico poderoso.

Las mujeres en los evangelistas

En el evangelio de san Mateo su ida es al comenzar el primer día de la semana, pero con este dato significativo: «la hora que comienza la luz de los días laborales» (sabbáton). ¿Era esta luz la de la aurora, como parece natural? ¿Era la luz que se encendía en algunas ventanas, indicando la preparación para ir al trabajo.

El problema sería éste: cuando llegan las muje¬res (que son en Mateo Magdalena y la otra María, es decir, la madre de Santiago y José, Mt 28.1), ¿han huido ya los soldados, o al menos están corriendo y el ángel sentado en la piedra? Así parece deducirse del texto, pues el ángel, que ha aterrado a los soldados, a ellas les dice: «Vosotras no temáis...». Parece que de algún modo han conocido el terror de los guardianes. Todo esto era, sin embargo, fuera del sepulcro. Después del mensaje del ángel, Mateo dice que partieron (otros: salieron), en cuyo caso no vieron el sepulcro por dentro. Corrieron a comunicar el men¬saje lo primero de todo.

De María Magdalena consta esto por Juan 20, 1-2. Ella no entró en el sepulcro. En cambio en Marcos y Lucas «entraron» (Mc 16,8; Lc 24,3). Luego aparece un ángel en Mc y dos en Lc, que les dan el mensaje, pareciendo más seguro el mensaje de Marcos, por contener el dato de ir a Gali¬lea, que Lucas ha desfigurado. Por otro lado, Lucas añade que Pedro fue y vio «los lienzos» (ozónía) (24,12).

Tales son las principales diferencias en estos puntos que hemos notado entre Mateo y los otros. Las mujeres, por lo demás, al llegar al cenáculo no hablaron de los lienzos, como se ve en lo que dicen los de Emaús, que sólo hablan de que no estaba el cuerpo, sin más distinción. Fueron Pedro y Juan quie¬nes obtuvieron el testimonio de la mortaja. Aquí parece concor¬dar Mateo más con Lucas y con Juan, cediendo a los apóstoles la comprobación de los lienzos.

sábado, 13 de febrero de 2010

domingo, 7 de febrero de 2010

LAS PRIMERAS APARICIONES DEL RESUCITADO

Dos clases de apariciones: las de amistad o afecto amistoso, y las principales, las oficiales.

I.- Las primeras apariciones del resucitado
1.- Una aparición no mencionada: A la Virgen María
2.- La aparición a María Magdalena: Delante del sepulcro.
3.- Los discípulos de Emaús. Caminaron con él largo rato.
4.- Jerusalén y Galilea.
• En Jerusalén, el mismo día de la Resurrección repetidas veces, después de las de Galilea, la última aparición la ascensión al cielo.
• En Galilea. En el lago Tiberíades y en el monte de Galilea.
5.- La «anagnórisis» o reconocimiento del desconocido
• María Magadalena le reconoce cuando pronuncia su nombre
• Los discípulos de Emaús al partir el pan

II.- El testimonio oficial de las apariciones
1.- El catálogo oficial de las apariciones
El catálogo que Pablo (1 Cor 15,6) consta de seis miembros.
• A Cefas; a los Doce; y más de quinientos hermanos juntos»
• El testimonio de Santiago, otra aparición a «todos los apóstoles», y la suya.
2.- Las apariciones eclesiales
• A Pedro. Lucas da noticia de la aparición a Simón. «El Señor ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34).
• A los Doce. Juan advierte: Estaban con las puertas cerradas por temor a los judíos (Jn 20,19), y de pronto apareció Jesús en medio de ellos.
• La segunda aparición a los Doce, es la de la confirmación a Tomás.
• A «más de Quinientos hermanos»San Pablo la menciona en I Corintios. Se puede identificar esta aparición con la que los ángeles desde el primer momento recordarán que debían acudir para ver a Jesús en Galilea
3.- El anuncio de muerte a Pedro y Juan
Jesús en el lago Tiberíades le anuncia a Pedro que moriría en cruz. El anuncio misterioso sobre la muerte de Juan
4.- Las otras apariciones singulares: a Santiago, a todos los apóstoles y a san Pablo


LAS PRIMERAS APARICIONES DEL RESUCITADO

En el primer capítulo hemos consta¬tado el hecho del sepulcro abierto, y sus circunstancias, con la ida de las mujeres, autoras del descubrimiento de este primer hecho.

En este segundo capítulo, constatamos un segundo factor real, afirmado por los evangelistas, posterior a aquella ida y des¬cubrimiento. Jesús comienza a dejarse ver en vida nueva de diversas personas, a lo cual llamamos apariciones. Es claro que hay estrecha relación entre los dos hechos: se apa¬rece el mismo que ya no está en el sepulcro.

Pueden dis¬tinguirse dos clases de apariciones: las de amistad o afecto amis¬toso, que podríamos señalar como apoyos objetivos de las otras, y las principales, que podemos llamar oficiales, porque parecen destinadas a ser las pruebas aducidas como testimonio en público por sus apóstoles.

1. Una aparición no mencionada

Aquella Madre, de quien consta que estuvo hasta el momento mismo de la expiración al lado de su hijo (Jn 19,26), ¿podía ser excluida de la preferencia de la visita de la alegría?

Se encuentra la alabanza de María en Lucas, de manera amplia y expresa en el anuncio del ángel, y en el Magnificat, así como en la consideración de que ella «meditaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,19.51); y Jesús declara «Dichosa» (Beata) a aquella que «conserva estas cosas en su corazón». (Lc 11,28).

Parece pues que debe tenerse por cierto que Jesús hizo gozar a su madre de la alegría de verlo resucitado. Esta era pues la regla que debía aplicarse a la Virgen María en la consolación de la resurrección. Cuanto fue mayor su tristeza, tanto mayor y principal debe ser su consolación.

Recordaremos aquí que un gran maestro de vida espiritual de contemplación, como Ignacio de Loyola, en sus ejercicios espirituales, al referirse a esta aparición innominada de la Vir¬gen, dice con sencilla lógica cristiana: «Resucitado, apareció a su bendita Madre en cuerpo y en alma», y da esta razón termi¬nante para él: «Apareció primero a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la Escritura se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros. Porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: ¿También vosotros estáis sin entendimiento?» (Ej. esp. n. 219,299).

2. La aparición a María Magdalena

En cuanto a las apariciones propiamente relatadas del Señor, no cabe duda de que la primera en el tiempo es la de María Mag¬dalena. Pues Marcos en su epílogo lo afirma así: «Al resucitar por la mañana en la aurora del sábado (o sea del comienzo de la semana) se apareció en primer lugar a María Magdalena» (Mc 16,9). Esta aparición relatada así en Marcos como la primera de Jesús mismo, después de la de los ángeles (Mc 16,5-6), es en rea¬lidad la primera de todas personal. Pues dice Lucas que volvie¬ron del sepulcro Magdalena con las otras mujeres, Juana y María de Santiago, y decían a los apóstoles las visiones de los ángeles y no eran creídas por ellos.

Es Juan el que ha narrado con arte delicadísimo la aparición directa a María Magdalena. Y que todavía no se había aparecido a Pedro (Lc 24,34), se muestra en el hecho de que es ella la que vuelve desolada, al ver el sepulcro abierto, a comunicar a los apóstoles el descubrimiento. Pedro y Juan corren al sepulcro para ver el estado de las cosas, mientras los otros comentan los delirios de mujeres.

Vino pues Magdalena, llena de dolorido espanto a comunicar que la tumba había sido violada (ella, parece, sólo vio, dejando las otras mujeres en el sepulcro, la piedra del cierre quitada), comunica su angustia con los apóstoles, y no creída por la mayo¬ría obtiene, sin embargo, el interés inmediato de Pedro y Juan, que la acompañan corriendo hacia el lugar de su desolación.

Probablemente la Magdalena o no corría con ellos, o se dete¬nía algo en su dolor que la sobrecogía. Pues parece que el exa¬men de Juan y Pedro de los lienzos del sepulcro, y su marcha de allí, tiene lugar sin ningún cambio de palabras o comentario con la Magdalena, si acaso ella no se había quedado retrasada que¬riendo convencer también a otros discípulos de la verdad del sepulcro abierto.

Jn 20,10-18 10 Entonces los discípulos volvieron a los suyos. 11 Pero María Magdalena estaba llorando fuera del sepulcro. Mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro 12 y vio a dos ángeles con vestiduras blancas que estaban sentados, el uno a la cabecera y el otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. 13 Y ellos le dijeron:
-Mujer, ¿por qué lloras?
Les dijo:
-Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.
14 Habiendo dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie; pero no se daba cuenta de que era Jesús.
15 Jesús le dijo:
-Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
Ella, pensando que él era el jardinero, le dijo:
-Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.
16 Jesús le dijo:
-María . . .
Volviéndose ella, le dijo en hebreo:
-¡Raboni! -que quiere decir Maestro-.
17 Jesús le dijo:
-Suéltame, porque aún no he subido al Padre. Pero vé a mis hermanos y diles: "Yo subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios."
18 María Magdalena fue a dar las nuevas a los discípulos:
-¡He visto al Señor!
También les contó que él le había dicho estas cosas.

Parece que llegó Magdalena cuando ellos ya habían marchado. (Jn 20,10) y se detuvo llorando afuera (Jn 20,11), y sin embargo atraía su atención el lugar donde había estado puesto el cadáver, que es lo que ella había ido buscando, y a lo que llamaba «mi Señor» (Jn 20,13). Advirtió los dos ángeles pre¬sentes en el lugar, que sin duda eran los que habían hablado a sus compañeras, ahora ausentes de allí.

Sorprende que una mujer que busca un cadáver, y ve en el lugar del mismo dos seres resplandecientes o extraordinarios, no advirtiera también la presencia de los lienzos depositados. Pero hay que pensar que, según hemos indicado antes, parece proba¬ble que los discípulos, tal vez Juan, hubiesen recogido los lienzos Plegándolos, como reliquia, y aun como muestra de convicción para los demás, por la forma de estar conservados. Como antes tampoco había entrado con las otras mujeres al sepulcro, cuando estaban los lienzos, no tenía ante los ojos la prueba de la resurrección que había convencido a Juan al verla (Jn 20,8).

Es más, en vez de declararle a ella el alegre anuncio de la resurrección, que dejaba traslucir la losa, libre de cadáver, preguntaron sólo discretamente el motivo del llanto. Ella sólo supo responder: «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.»

Al decir esto, debió oír el ruido de algunos pasos fuera del monumento, a su espalda. Se volvió, y detrás de ella en pie estaba el propio Resucitado. Pero era tal la nube de lágrimas de sus ojos, y tal su trastorno sicológico de dolor, que no reconoció la figura de Jesús. Esto muestra clara¬mente lo lejos que estaba de pensar en la resurrección como posibilidad del hecho. Suavemente Jesús repitió la pregunta de los ángeles. «Mujer, ¿por qué lloras, y a quién buscas?» No sólo dijo: ¿por qué lloras?, sino dio por evidente que ella estaba desconsolada buscando a alguien.

Ella respondió al supuesto jardinero: «Señor, si eres tú quien lo ha llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.» (Jn 20,15). María no piensa sino una sola cosa: ¿dónde puede estar el cadáver buscado? Esta disposición evidencia de la mejor manera la imposibilidad de alucinación en María, que no piensa para nada en posible resurrección.

Es ahora cuando suena la voz dulce y persuasiva de Jesús, quien pronuncia su nombre: «María». Es como un suave reproche a su ceguera y a su obstinación, es una llamada de pastor a su oveja, la cual «reconoce su voz» (Jn 10,3). De pronto el panorama se ha transformado.

Ella se vuelve totalmente el reconocer la voz, y su gesto es el familiar de echarse a sus pies, y aun abrazarlos. Eran los pies del cadáver que busca¬ba, pero estaban vivientes. Y una sola voz ha salido de su gar¬ganta: «Rabboni». El propio Juan en el relato indica el signifi¬cado de la palabra hebrea: «Significa Maestro». Es palabra de amor a la vez que de reconocimiento del señorío.

Esta bellísima escena ha sido omitida por los otros evangelis¬tas, que escribieron antes de Juan. Únicamente el epílogo de Mc reconoce que fue Magdalena la que tuvo el privilegio de la pri¬mera visión del resucitado.

María recibe entonces el encargo de llevar el mensaje a los apóstoles. No ya el mensaje de desolación como antes: «Han robado el cadáver», sino el nuevo «He visto al Señor, y me ha dado este encargo» (Jn 20,18). Y su mensaje es el de la perma¬nencia un tiempo de Jesús entre ellos todavía, antes de desaparecer en la gloria. Por eso le dice «Basta de abrazarme» (Jn 20,17). Porque «todavía no he subido (a la gloria) de mi Padre». Estas palabras nos habrán de servir inexcusablemente para distinguir el hecho de la Ascensión del de la resurrección, en el tiempo y en el modo. Jesús ha añadido de manera conmovedora y precisa: «Mi Padre y vuestro padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,18). Se iguala en la humanidad, se distingue en la divinidad.

3. Los discípulos de Emaús
La narración de san Lucas sobre esta aparición es un modelo de descripción literaria e histórica perfecta. No necesitamos explanarla enteramente, sino resaltar sus rasgos principales. (Lc 24,13-35).

Dos discípulos marcharon de la ciudad de Jerusalén aquella misma mañana, todavía temprano. Sea porque fueran de la villa de Emaús, sea porque allí pensasen reposar algún día, es el hecho que tenían una casa a su disposición. Emaús distaba de Jerusalén, precisa Lucas, sesenta estadios.

Se da el nombre de uno de los dos discípulos solamente, Cleofás (24,18), lo cual hace suponer que es el testigo del cual ha recibido Lucas el relato, o por cuyo medio le ha llegado. La narración lucana prescinde de los detalles espaciales o geográfi¬cos. Conocemos el lugar a donde iban, y el camino que seguían. Pero ningún detalle nos coloca en ambientación que diríamos pictórica. Es narración sicológica, en la que conocemos la con¬versación mantenida, el estado de ánimo de los discípulos, los sucesos de aquellos últimos días. Es Jesús el que, con gran sen¬cillez se introduce con familiaridad en la conversación de ellos, preguntándoles de qué hablaban, y señalando que los rostros manifestaban tristeza en la conversación. La respuesta de Cleo¬fás es admirativa de que un hombre que, al parecer, venía tam¬bién de Jerusalén apareciese ajeno a los graves sucesos de Jerusalén del vier¬nes, que habían conmovido a toda la ciudad: «¿Tú eres hombre de paso en Jerusalén, para no haber sabido lo que ha pasado allí?». Y él simplemente: «¿Qué?».

La síntesis que hace Lucas de la respuesta sobre la conversa¬ción, tiene dos centros principales. Uno la persona de Jesús y su acción anterior extraordinaria, que llevó al pueblo a la manifes¬tación de los Ramos, y a la convicción de que debía ser el Mesías esperado. Un hombre profeta, descripción de la fama grande de Jesús, en obras y en palabras, ante el pueblo (alocuciones y mila¬gros), y ante Dios (que le acompañaba sensiblemente en sus pro¬digios). Esta descripción de los años de predicación de Jesús, corresponde al resumen lucano de la vida de Jesús: «hechos y palabras» (Act 1,1). Así como al resumen univerbal del comienzo de su evangelio: «Las cosas sucedidas entre nosotros» (Lc 1,1), es decir, los hechos (con las palabras) de Jesús. El final de esta primera síntesis es la tragedia inesperada: «Nuestros sumos sacerdotes y príncipes (el Sanedrín), le han condenado a muerte y ha sido ejecutado (por el poder civil, evidentemente) en cruz.» Todo el drama vivido en los días anteriores está pre¬sente en las palabras.

Y viene el paso que introduce al relato actual: el desengaño. «Nosotros esperábamos, sus discípulos, que somos muchos, que era el Mesías de Israel» (24,21). Esta viva esperanza, creada por toda la actividad y las palabras del propio Jesús en vida, y que aquí aparece expresada claramente como convicción de los discí¬pulos de Cristo, parece haber sido rota. ¿Nos hemos engañado en ello? Y aquí se introducen las palabras misteriosas que van a traer el problema a su nueva dimensión. «Pues bien, con todos estos antecedentes, éste es el día tercero desde que esto ha ocurri¬do.» Estamos ante la afirmación del tiempo nuevamente, la afir¬mación que siempre vuelve, la del día tercero.

¿Y qué sucede en este día tercero, que parece ser para ellos, en principio, el comienzo de la triste solución del desengaño? «Sucede que unas mujeres de las nuestras han ido al sepulcro en la aurora, y no encontrando el cuerpo o cadáver de él, vienen diciendo que también han visto una visión de ángeles, que dicen que El vive» (24,22-23). Conocen pues los dos caminantes el relato de las mujeres, parecen haberlo oído personalmente. En este relato no se habla sino del cuerpo que falta del sepulcro, lo que supone que éste se hallaba abierto, y de una aparición o visión de ángeles, que afirma la resurrección, que «El vive». Es una noticia sobrecogedora en realidad. Algo grave ha sucedido, algo grave está en cuestión.

Los discípulos concluyen su relato, según las noticias conoci¬das antes de salir de Jerusalén para Emaús. «Algunos de los nuestros (Juan y Pedro, según Jn 20,3) han ido al sepulcro, y lo han encontrado todo como las mujeres lo han dicho, pero a El no le han visto». Falta aquí la constatación de los lienzos del sepulcro, que ha sido mencionada por el propio Lucas poco antes, al relatar la ida de Pedro al sepulcro (Lc 24,22). La conclusión de los dos discípulos parece ser desoladora, porque les falta el último dato de certeza: «A El no le han visto». Todo indica un acontecimiento extraño, algo que llena de asombro, pero falta el dato clave: verle a El vivo.

En este punto entra la respuesta directa de Jesús, que hasta aquí ha escuchado pacientemente. Y se produce con alguna rudeza: «¡Necios y lentos de corazón para creer todo lo dicho por los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciese todo esto y de este modo entrase en su gloria?» (Lc 24,25-26). Este resumen del argumento de Cristo indica que va a entrar en los textos en que se habla de la pasión y resurrección del Mesías, anunciados por los profetas desde Moisés. En efecto, comen¬zando por Moisés y todos los profetas, les daba la interpretación de las cosas contenidas en la Escritura, que trataban de El. En la siguiente aparición a los discípulos reunidos al anochecer, delante también de los dos mismos de Emaús, Lucas repite que Jesús volvió a hacer el comentario de lo que ya en vida había indicado como escrito en la Ley (Moisés) y los profetas, aña¬diendo significativamente los Salmos (Lc 24,44).

¿Qué textos pueden haber sido el objeto del comentario excelso del propio Jesús, como anuncios de su pasión y resurrec¬ción en el AT? Se ofrece el sacrificio de Isaac, que apuntaba a la fe en la resurrección del hijo (Gen 22; Hebr 11,17-19); la ser¬piente de bronce, que dio ocasión a Jesús a hablar en vida de ser levantado en alto en la cruz (Jn 2,14-15); las admirables profe¬cías del Siervo Doloroso en Isaías; o también la misma figura, profética tomada de Jeremías y otros pasajes (el de la roca que brota agua en el desierto (Ex 17). Pero cita luego especialmente «los Salmos», llenos de alusiones a la pasión y a la gloria del Mesías (Sal 2,15,21,39,68,109). En especial parece que tenemos certeza moral de que ha sido objeto de su comentario el Salmo 15, predicado en este sentido mesiánico por los Apóstoles des¬pués (Act 2,22-32; 13,35-37). Pues el uso de ellos hace suponer que le daban un valor muy especial. Pero de esto hablaremos en su punto.

Llega el desenlace del episodio. Jesús, hasta entonces para ellos desconocido, hace además cortés de despedida y de seguir su camino más lejos. Pero ellos, que están prendados de su pala¬bra y explicación, le fuerzan amablemente: «Quédate con nosotros porque comienza a atar¬decer y el día declina». El aceptó. Y entonces se produjo el pro¬digio. Se pusieron a la mesa, y él, como huésped quizás, tomó el pan y lo bendijo, lo partió y se lo daba.

Se abrieron los ojos de ellos dos, y de pronto vieron lo que tenían delante y no veían. El huésped era el propio Jesús vivo. Llenos de estupor se miraron, y lo comprendie¬ron todo. Se reprocharon no haberle conocido en tanto tiempo de conversación. Una conversación que les había tenido encan¬tados: «Nuestro corazón ardía en el camino». Y levantándose al punto, al parecer aun inte¬rrumpiendo la comenzada comida (aunque no sea cierto), comenzaron a desandar el camino hacia Jerusalén.

Llegados de nuevo a Jerusalén, y al entrar en el cenáculo, hallan la situación cambiada. No son ellos los únicos que pueden anunciar jubilosos que han visto a Jesús vivo. Los de dentro están llenos de alegría, porque ya pueden aportar un testimonio fundamental: Simón ha visto a Jesús (Le 24,34). Es notable que Lucas diga que encontraron a los Once. Seguramente es una locución para designar al colegio apostólico, ya que por Juan sabemos que Tomás tardó en participar esta convicción de sus compañeros hasta ocho días.

4. Jerusalén y Galilea

En las apariciones de los ángeles a las mujeres en el sepulcro hemos visto repetido el mandato de ir a Galilea, donde habrán de ver a Jesús. Se halla en el mensaje angélico, ocupando un lugar central, tanto en Mateo como en Marcos, aunque en Lucas sea transformada la orden de manera algo extraña (que indica mano de redactor) en un anuncio de resurrección «hecho en Galilea». Hemos dicho que no parece verosímil que ésta de Lucas sea la primera redacción de la tradición, sino una modifi¬cación de ella. En efecto, tiene mucha importancia la distinción entre la aparición principal o central, mandada por el propio Jesús por mensaje angélico, y aún, según un texto cuya interpre¬tación damos de otro modo aquí mismo, por boca del mismo Jesús en Mt 28,10.: «Id y anunciad a mis hermanos que vayan a Galilea, y que allí me verán» (Mt 28,10).

No parece, pues, que se pueda dudar de que la aparición en Galilea debe hallarse en los evangelios (al menos en Mateo y Marcos); y en efecto Mateo 28,16 lo dice expresamente de la única aparición que narra de Jesús, aparte de la de las mujeres, en que les manda que vayan a Galilea: «Los once discípulos fue¬ron a Galilea, al monte que les había señalado Jesús». Allí vieron a Jesús, allí les dio el mandato de evangelización universal. Por otra parte, y de notable manera, tenemos que una de las más importantes apari¬ciones narradas por Juan, como tercera a sus apóstoles (no todos), la del lago de Tiberíades, tuvo lugar en Galilea. (Jn 21,1). Y el haber señalado Jesús el lugar de la aparición; «el monte», le da mayor certeza, siendo un monte determinado.

Sin embargo, y obviamente, numerosas apariciones tuvieron lugar en Jerusalén. Hay que tener en cuenta que la resurrección del sepulcro tuvo lugar en Jerusalén, y que allí estaban todos los discípulos reunidos por razón de la pascua y del seguimiento de Jesús. En la misma mañana de la resurrección, el domingo, tuvo lugar junto al sepulcro la primera aparición, narrada por el pro¬pio Juan, a María Magdalena. Aquella misma mañana tuvo lugar, según Lucas, la aparición a los dos caminantes de Emaús. Y aquel mismo día, cuando ellos han llegado de vuelta, se ente¬ran de que se ha aparecido a Simón en Jerusalén, no sabemos a qué hora, pero es de suponer que tras desaparecer de la vista de los de Emaús en la bendición de la mesa. Y a la noche del mismo día, según Juan, se aparece a todos los discípulos (exceptuando Tomás) reunidos en el cenáculo. Tenemos así cuatro apariciones en Jerusalén en el mismo día de la Resurrección (aunque conte¬mos como idéntica a la de la Magdalena la que Mateo pone como sucedida a las mujeres que volvían del sepulcro Mt 28,9-10).

Después de la segunda aparición de Jesús a los once con Tomás presente, era el tiempo de volver a sus pueblos y región, e iniciaron la vuelta a Galilea. ¿Cuándo les señaló Jesús el lugar donde debían reu¬nirse para la aparición próxima en Galilea, y en qué fecha? Aun¬que sabemos por Mt 28,16 que tal lugar y fecha fueron determinados por Jesús, no sabemos cuándo.

Podemos pensar, como lógico, que pasadas las fies¬tas oficiales fueron a Galilea, donde se les apareció Jesús en el monte, como diremos. Y luego volvieron de nuevo a Jerusalén, también porque se acercaba el día de Pentecostés. Y así tuvo lugar la última aparición de Jesús a sus apóstoles de nuevo en Jerusalén, en el monte Olívete, con la Ascensión. Después desa¬pareció de su vista normalmente, y sólo quedará la extraordina¬ria aparición a Saulo en el camino de Damasco.

Podemos así determinar las apariciones que podemos llamar «oficiales» de Jesús a su Iglesia, además de las singulares que hemos aquí enumerado. Lo haremos siguiendo el orden pro¬puesto por Pablo en su testimonio de la fe que los apóstoles pre¬dicaban.


5. La «anagnórisis» o reconocimiento del desconocido

Aristóteles en su tratado de la Poética, al explicar sus partes y procedimientos, habla en especial de la «anagnórisis» o reco¬nocimiento, que es «una transición de la ignorancia al reconoci¬miento» (c.ll). En el capítulo 16 señala diversas maneras utiliza¬das por los poetas para verificar el reconocimiento dramático de dos personas, que se encuentran sin que al principio se reconoz¬can. En las apariciones de Jesús se verifica el procedimiento de la «anagnórisis» o reconocimiento, pero de modo diverso. En todas las apariciones de Jesús ha de darse necesariamente el reconocimiento, al encontrarse con un ser viviente, a quien se sabía muerto. Pero son distintas las clases de reconocimiento.

En toda aparición, después de la sorpresa del principio, debe darse el reconocimiento. Los apóstoles reconocen a Jesús, con quien han vivido antes varios años, cuando le ven en frente de ellos aunque tenga en su porte exterior tal vez algo distinto. Unas veces es instantáneo, otras veces se verifica sin que suceda nada nuevo como veremos que sucede en Tiberíades. Otras, aún tiene que preguntar el vidente quién es el que se le muestra, porque no le conocía, como veremos en Saulo en su visión de Damasco.

Pero ahora queremos notar que en estas dos narraciones de aparición que hemos propuesto, la de Magdalena y la de Emaús, se verifica una «anagnórisis» que descubre de repente, por un detalle no advertido, quién es el que tiene delante. Pues la Mag¬dalena cree que el que tiene delante es el jardinero, y solamente la voz del jardinero, y no la voz primera, sino la del acento del amor, cuando él dice «María», es la que provoca el reconoci¬miento de aquel a quien tenía por un desconocido.

En Emaús es aún más singular el caso, ya que caminan varios kilómetros con él hablando animadamente, y no le reconocen ni en el tono de la voz ni en el modo de argumentarles. Hasta lle¬gan a estar a punto de despedirse de él, cuando le invitan a entrar movidos por su simpatía, y por la atracción que han sen¬tido hacia el caminante. Es solamente cuando en la mesa el gesto de la bendición, y quizás alguna transformación de su semblante, o alguna gloria de su rostro y persona, les hace reconocer al que se desvanece de su vista en ese instante.

Se puede notar cómo este reconocimiento desvanece toda teoría de una ilusión subjetiva de su deseo de ver, puesto que lo tienen delante y no lo reconocen. Es, sin duda, un elemento valioso para la objetividad del reconocimiento. Ni María tiene duda de que delante de ella hay un hombre al que estima el jar¬dinero, ni los discípulos de Emaús tienen la menor duda, durante todo el camino, de que van con un acompañante ordina¬rio. En ambos casos, y en especial en el de Emaús, la convicción de que tienen delante un hombre ordinario es cerrada y total. Parece que se puede presentar este elemento de reconocimiento de un hombre desconocido, en quien no han advertido cosa especial, en parte absortos por sus preocupaciones, como aque¬llo que da a la aparición a la Magdalena y a los de Emaús una garantía de verdad objetiva especial, que indudablemente se da en todas las apariciones, pero no con tan deslumbradora clari¬dad.


CAPÍTULO III EL TESTIMONIO OFICIAL DE LAS APARICIONES

Hemos mencionado las primeras apariciones en el tiempo, el primer día. Entre ellas, destaca sin duda, tanto por su valor tes¬timonial como por el valor que le dan los mismos miembros de la comunidad, cuando regresan los de Emaús, llenos de gozo por su experiencia personal de Jesús resucitado, la aparición a Simón, cabeza reconocida por la comunidad en toda su actua¬ción anterior. Con una suerte de ironía, cuando los de Emaús cuentan su propia experiencia inolvidable, los reunidos en el cenáculo responden: «El Señor ha resucitado verdaderamente (óntos), y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34).

Los de dentro no tienen ya la menor duda de la verdad de la resurrección cuando llegan los de Emaús, contando su hermosa historia, y lo que ha convencido a todos de la verdad de la resu¬rrección ha sido la aparición a Pedro. Los de Emaús decían por el camino: «Algunos de los nuestros han ido al sepulcro, y lo han hallado todo como las mujeres lo decían, pero a El no le han visto». Faltaba el complemento real sobre los datos de seguridad que ya ofrecía el sepulcro abierto y con los lienzos allí deposita¬dos intactos. Faltaba ahora la visión, el encuentro con el Resuci¬tado viviente.

Sobre estos encuentros o apariciones, cabe aquí preguntar. Los racionalistas afirman que las visiones no prueban, porque pueden ser subjetivas. Pero, dejando a un lado de momento la objetividad de las apariciones y su comprobación, ¿qué otro modo quedaría al resucitado de afirmar que vivía, si no lo hacía por sus apariciones? Que un hombre vive se prueba cuando se encuentra, se habla con él, se le ve, se participa en acciones suyas. Pero si se niega al Cristo resucitado la posibilidad de probar de este modo su vida actual, ¿qué otro modo le queda? ¿Es que se pretende que no existe modo alguno de comprobar si un hombre vive? El que niega la validez de las apariciones como muestras de vida, se ve cogido por el dilema: si no es dejándose ver, hablando, comiendo, caminando, tomando parte en reunio¬nes, ¿qué otro modo queda de probar la vida?


1. El catálogo oficial de las apariciones

Hemos visto las apariciones de los ángeles a las mujeres, y la misma aparición del Señor a la Magdalena. Pero los mismos apóstoles tenían estas manifestaciones femeninas por «delirios», o fantasías femeninas, sin razón alguna desde luego, pues la afir¬mación de una mujer vale tanto como la de un hombre, cuando se trata del testimonio. Únicamente habrá que medir la parte mayor o menor de imaginación que ha podido aportar la mujer, según su condición. Pero, aunque la primera aparición a la Mag¬dalena la convierte en mensajera de la verdad de vida del Resu¬citado ante los hombres, la convicción, como hemos visto, se crea entre ellos cuando dicen: «Ha resucitado el Señor verdade¬ramente, y se ha aparecido a Simón».

Es san Pablo en su carta primera a los Corintios, escrita hacia el año 57, o sea un cuarto de siglo tras la muerte de Jesús, quien ha establecido claramente el catálogo pleno de las apariciones consideradas oficialmente testimonio de la Resurrección, entre las cuales no entra Emaús.

El testimonio oficial de la resurrección, en aquellos que le han visto, queda reservado a los hombres que componen la Igle¬sia oficialmente, por disposición del propio Jesús, y para dar un mayor peso a la afirmación total. (Act 1,22; 10,41-42). San Pablo establece el llamado «kerygma» (proclamación) de la fe, o men¬saje esencial, incluyendo en esa síntesis la muerte redentora de Jesús y su sepultura, su resurrección al tercer día, y también (es preciso constatarlo) las apariciones que confirman la verdad de la nueva vida del resucitado. Luego hablaremos de la importan¬cia del «tercer día», o fecha de la resurrección, en el kerigma de la fe. Ahora vamos a establecer la lista de los testimonios apor¬tados por Pablo, el cual añade a la lista de testimonios estas pala¬bras importantes: «Os he transmitido lo que he recibido» (1 Cor 15,3); es la tradición que a través del testimonio queda conser¬vada como la verdad. Es la «paródosis», o recepción-transmi¬sión. Pero a ésta, que formula el kerigma, pertenece también como último punto fundamental el de las apariciones citadas: «Tanto yo como los apóstoles, así hemos predicado, así habéis creído» (1 Cor 15,11).

El catálogo que Pablo establece de apariciones-testimonio, consta de seis miembros, y podemos considerar los tres primeros como los fundamentales, y los otros tres como complementarios. ¿Cuáles son éstos?



2. Las apariciones eclesiales

«Se apareció (fue visto = ófze)
1. a Cefas
2. a los Doce
3 fue visto por más de quinientos hermanos juntos»
(1 Cor 15,6)

Esta primera tríada de testigos está dispuesta en orden de importancia eclesial: Pedro, como cabeza de los Doce, que son llamados así aunque eran sólo Once por la traición de Judas, y finalmente lo que podemos llamar la iglesia total o conjunta, for¬mada por más de quinientos hermanos reunidos (debe pensarse que no se cuentan tampoco aquí las mujeres). Es así el testimo¬nio oficial de la iglesia de Jesús en su orden jerárquico. Pedro, el colegio apostólico, la iglesia entera de los discípulos.

Pedro, que recibió este nombre del propio Jesús (Cefas — Piedra, Roca, Pedro) tenía antes el nombre civil de Simón, her¬mano de Andrés. Jesús le pronosticó el cambio de nombre que iba a hacer con él, de tal manera que en la historia, y en casi todos los pasajes evangélicos, quedó con el nuevo nombre de Pedro. La explicación de la significación de este nombre fue dada por el propio Jesús al confirmar la revelación divina a Pedro: «Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te ha revelado esto (mi divinidad) la carne y la sangre (naturaleza), sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo a mi vez que tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi iglesia» (Mt 16,18). He aquí el único pasaje del NT en el que Jesús explica la razón del cambio de nombre con el que ha pasado a la historia. Decir Pedro es decir Iglesia, y decir perduración sobre cimiento sólido, es decir indestructibilidad ante el enemigo. «Y te daré las llaves del Reino de los cielos» (Mt 16,19). Es argumento fuerte para Mt 16,16. Añade fuerza que el evangelio actual de Mt se escribe poco después de la muerte de Pedro, conocido por todos.

Pero este Pedro, que era tan fuerte como piedra cimental del nuevo y magnífico edificio, era hombre débil y sujeto a errores personales y a tentaciones; por eso inmediatamente le tuvo que corregir, cuando se opuso al anuncio de su pasión y muerte, y lo hizo con palabras bien fuertes.

Le consideró «tentador», y le mandó apartarse (Mt 16,23). En la pasión este sólido cimiento de la Iglesia mostrará su propia debilidad de manera triste, que le fue anunciada de modo parti¬cular por el propio Jesús. Tres veces negó Pedro conocer a Jesús, y esto aun con juramento, por temor humano, hasta que el anun¬ciado canto del gallo matutino le sacó de su peligro y fue para él como anuncio de su dolor. Unánimemente,- los cuatro evange¬listas dan testimonio de esta defección de Pedro.

Sin embargo, y tal vez por esto mismo, fue Pedro o Simón el de los apóstoles que vio al Señor resucitado, cuando ya le había visto María Magdalena. Es Lucas quien nos da noticia de esta singular aparición a Simón, que es la que da firmeza en la fe a toda la iglesia reunida: «El Señor ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34), decían unánimes los del cenáculo a los peregrinos de Emaús que volvían con la gozosa nueva de haberle visto. Es lo que Jesús mismo le había anunciado: «Yo he rogado por ti, para que no falte tu fe, y tú, cuando vuelvas en ti, confirma a tus hermanos» (Lc 22,32).

Nada más sabemos de esta aparición singular a Pedro, que debió suceder cuando separado de Juan volvía meditativo y conmocionado por lo visto en el sepulcro, cuyos lienzos mostraron ya a ambos discípulos la verdad de la resurrección. (Le 24,12; Jn 20,6-10). Indudablemente este encuentro primero y privilegiado de Jesús con Pedro, hubo de contener un diálogo, pero no lo poseemos. Es creíble que Pedro, a quien atormentaba su nega¬ción y apostasía, hubo de pedir perdón a los pies del Señor. Y es muy creíble que la mano de Jesús le alzó suavemente con ros¬tro de sonrisa y amor en un abrazo. Para Pedro la vida cambió de aspecto. Ahora podía ser verdad lo que había dicho: «Te seguiré hasta la cárcel y la muerte» (Lc 22,33).

No es la única vez que Pedro vio al Señor. Le vio al menos otras cinco veces: aquella noche reunido con todos los apóstoles, a los ocho días presente Tomás, en Galilea junto al lago en la pesca milagrosa, en el monte galileo, y el día de la Ascensión. Pudo verle más veces, pues el evangelio no intenta referir todas las apariciones que hubo durante los cuarenta días de vida sensi¬ble de Jesús sobre la tierra. Más bien, podemos pensar que no refiere sino algunas apariciones especiales (Act 1,3; Jn 20,30; 25,35).

En la aparición fundamental a Simón hay que notar el énfasis en la expresión: «Se ha aparecido verdaderamente a Simón»; donde late además una respuesta a todas las dudas de las apariciones de las mujeres, que no han sido creídas, y aun de los mismos de Emaus que están narrando su historia y tratando de convencer de su verdad. Este «verdaderamente» no parece que puede tener más fundamento testimonial que el valor que se atribuye al de Pedro, por encima de todos los demás. Y quizás porque Simon ha hablado más largamente con el Maestro vivo, tenemos la primera aparición directa visible a un apóstol, que es la cabeza de los demás.

San Pablo propone a continuación, en el contexto autoritativo, a los «Doce». Debiera haber dicho «Once», pues Judas faltaba ya por su traición, pero utiliza el nombre consagrado por la escuela de Jesús. Las apariciones a los Doce, que nos refieren los evangelistas como tales, no parecen ser exclusivas de otros discípulos (en la que narra Lucas estaban los de Emaús, y otros) pero su importancia proviene de aparecerse a los Doce reunidos Es sabido que estas apariciones a los Doce reunidos se producen en Jerusalén. Debemos deducir que son dos diversas, pues lo establece claramente Juan, tanto en la fecha como en la concu¬rrencia. La primera fue en la noche del mismo domingo de resu¬rrección, la segunda tiene lugar a los ocho días, el domingo siguiente, y estando presente Tomás, que se halla ausente en la primera.

La que narra san Lucas es claramente la misma que la pri¬mera de san Juan, aunque tenga elementos diversos. Pues con¬viene en la hora de la noche y en la cena del domingo, en mitad de la reunión llena de expectación. Tratemos de la primera de Juan, uniendo a ella los elementos de variedad de la de Lucas. Según éste habían llegado los de Emaús de vuelta de su camino, y se establecía el diálogo entre su afirmación y la de los de dentro sobre la aparición «verdadera» a Simón. Parece ser que estaban a la mesa cenando, ya que el Señor les pedirá comida para pro¬bar que no es fantasma.

Estaban —advierte Juan— con las puertas cerradas por temor a los judíos (Jn 20,19), y de pronto apareció Jesús en medio de ellos, un nombre de carne y hueso. La palabra que dijo, la de la paz, les sobresaltó evidentemente, pues fue pronun¬ciada por alguien que no sabían estaba allí, probablemente desde detrás de los comensales. Lucas hace notar el gran sobre¬salto que produjo la voz, al decir «La paz con vosotros», en el saludo ordinario de un encuentro. «Creían ver un espíritu» (Lc 24,37). Era efecto del miedo, y del repentino sobresalto. El les calmó: «¿Por qué dudáis en vuestros corazones?» Como prueba de su realidad corporal presentó sus manos y sus pies; san Juan declara (manos y costado), que ofrecía abiertas las llagas de la crucifixión en señal de identificación.

En Lucas hay invitación a ver y tocar, para comprobar que tiene carne y huesos. Esto es mucho más fácil en las manos, y añade que les mostró también los pies. Sólo Juan, el discípulo que testimonia la lanzada, dice que miraron, y quizás tocaron su costado. Estupefactos por la alegría de lo inverosímil, les ofreció Jesús otra prueba profundamente humana: ¿«Tenéis algo que comer?» Como estaban a la mesa, había restos de pescado asa-ífaue ellos primero habían comido. No cabía duda alguna. El comió como ellos habían comido, y desapareció el resto del pez, entre las mandíbulas de Jesús. No dice si bebió algo, pero parece fácil que así fuera, como en toda comida. Añade que les dio los restos del pescado, lo que sobró después de comer él. Este dato parece querer señalar la verdad de la comestión, pues quedaron restos de la comida. Algún manuscrito añade un panal de miel. Después les habló. Según Lucas les concedió el don de enten¬der, a su luz, las sagradas Escrituras. Este dato debe tenerse muy en cuenta, pues sigue a la exposición que él mismo hizo de diver¬sos pasajes de «Moisés, los profetas y los Salmos», sobre su per¬sona y sucesos (Lc 24,44). De aquí es obvio el pensamiento, que no parecen tener en cuenta para nada los intérpretes de la Redaktionsgeschichte de que las principales, al menos, de las citas del AT referidas a Jesús y su pasión y resurrección, vienen de la enseñanza del mismo Maestro, y van acompañadas de otros conocimientos e inteligencia del AT a la luz de la figura de Jesús, su cumplidor.

Los apóstoles recibieron el don infuso de comprender el sen¬tido del AT en relación a Jesús. Esto da un valor, de presunción favorable al menos, a las citas que hacen del AT como cumplidas en Jesús, que resultan numerosas. Lucas añade otras palabras de Jesús, que parecen referirse más a la despedida anterior a la Ascensión, cuando tras otra comida en la tarde los sacó al Olí¬vete (24,50), donde les habla del perdón de los pecados, que han de predicar en el mundo. Es evidente que esto quiere decir que es concedió el poder de perdonarlos, y es Juan quien expresa¬mente lo consigna en la aparición: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedarán perdonados, a quienes se los retengáis les quedarán retenidos.» (Jn 20,23). Al decir esto, envió un soplo de su boca sobre ellos, como si fuese un signo sensible del Espíritu que recibían para el perdón de los pecados, y que algo más tarde descenderá sobre ellos en forma de vendaval.

Este primer suave soplo es evidentemente simbólico de acción, y anuncia al vehemente soplo del día de Pentecostés. Hay que advertir que Tomás no estaba entre ellos en este instan te. Pero parece claro que la entrega del poder de perdonar se hizo al Colegio apostólico, al cual pertenecía también Tomás.

La segunda aparición a los Doce, que aparece mencionada por san Pablo de modo general en su catálogo, la conocemos sólo por Juan. Al contar los Diez que le habían visto su certeza de la aparición, añadida ahora a la de Pedro, Tomás se enfrentó al grupo apostólico. Parece que no admitía ni siquiera la apari¬ción a Pedro. Al octavo día, que era el del fin de las fiestas de los ázimos de la Pascua, se hallaban reunidos de nuevo los após¬toles, seguramente en el cenáculo, de nuevo con las puertas cerradas, y de nuevo, como la vez primera, apareció repentina¬mente Jesús, y de nuevo lanzó su pacífico saludo amical: «La paz con vosotros.» Es evidente que el sobresalto esta vez fue princi¬palmente en Tomás, y que los demás, además de saludar a Jesús, miraron a Tomás. Jesús no perdió el tiempo en requilorios. Se dirigió a Tomás personalmente, que parece se había puesto en pie. Con cierta severidad amable, le requirió a cumplir las condi¬ciones que él mismo había impuesto: «Trae tu dedo y mételo (en el agujero de la muñeca taladrada); trae tu mano y métela en mi costado.» Donde se ve la anchura de la lanzada, pues cabían en ella al parecer los dedos de la mano extendidos. «No seas incré¬dulo, sino fiel o creyente.» ¿Qué respondió Tomás a tan directa interpelación? Sólo esto, silenciosa y profundamente ante el Señor: «Señor mío, y-Dios mío.»

Merece la pena hacer notar aquí cuan falsa resulta la inter¬pretación racionalista de la fe-pospascual como diversa de la ante-pascual. Ya que Tomás, traduciendo su fe actual, inmediata a la primera visión del resucitado, le llamó expresamente «Dios mío». Esto quiere decir que la iluminación pascual, al producir¬se, no hizo cambiar el concepto de los apóstoles, sino que lo ilu¬minó con luz penetrante. ¿Pues de dónde sacaba Tomás que por el hecho de haber resucitado era su Dios, sino porque entendía ahora todo lo que Jesús había predicado en vida mortal? Ya que la sola resurrección le hubiese llevado solamente a proclamar a Jesús como Mesías resucitado por el Señor, pero no a darle el nombre mismo de Dios. Esto sólo era posible porque a esta luz entendía que Jesús se había proclamado Dios en vida, y era ver¬dadera su afirmación. Jesús terminó su interpelación aprobando la confesión de divinidad de Tomás: «Porque me has visto, Tomás, has creído. Dichosos los que sin verme han creído.» La alabanza es a la fe, a la fe en su divinidad. Es la fe de Pedro, la fe de la Iglesia en el Colegio apostólico.

Se apareció también a los Doce u Once otras veces, pero podemos decir que son las dos características del Colegio apostólico en bloque y directamente. San Pablo habla después, en las apariciones de orden eclesial, de una aparición a «más de Quinientos hermanos». A primera vista habría que decir que ésta no la narran los evangelios. Pero hay que preguntarse inmediata¬mente- ¿Es posible que los evangelios hayan silenciado tan gran¬diosa e importante aparición, que se puede llamar con propiedad «aparición eclesial»? Cuando san Pablo la menciona, es en la carta a los Corintios primera, escrita en el año 57, a poco más de un cuarto de siglo de la muerte de Jesús: dice que todavía viven la mayor parte de sus componentes. Si eliminamos a los de edad mayor de 75 años, parece que podremos quedarnos entre los que vieron a Jesús en grupo tan numeroso, con hom¬bres de menos de cincuenta años. Y sin duda el grupo de segui¬dores activos de Jesús pudo tener principalmente esta edad: de veinticinco a cincuenta años. ¿Qué aparición es ésta?

Se hace moralmente imposible pensar que los evangelios no hayan hecho alguna mención de una aparición eclesial conjunta tan numerosa, en la que si se añaden, probablemente, mujeres y menores que de aquella edad, pasarían de los quinientos en bastante número, acercándose quizás a los mil. Si examinamos los evangelios con la convicción de que es imposible que hayan silenciado totalmente una aparición de esta categoría, que puede llamarse en verdad eclesial, nos vemos forzados a identificarla con la aparición a la cual los ángeles desde el primer momento recordarán que debían acudir para ver a Jesús en Galilea. Esta mención primera de llamada a Galilea, como lugar de reunión común para todos, nos pone al parecer en la ruta de la verdadera solución.

En Jerusalén era imposible reunir a casi un millar de perso¬nas sin llamar profundamente la atención. En cambio Galilea, ya apartada de las multitudes pascuales, se convertía en lugar apto. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de los discípulos, que habían subido con Jesús a Jerusalén para aquella Pascua, eran galileos (Act 13,31). San Mateo ha narrado estas apariciones en un monte de Galilea, que había sido señalado por el propio Jesús (Mt 28,16). Pasados los días de los ázimos, que eran siete, los discípulos volvieron a Galilea (¿a dónde iban a dirigirse?). Como Jesús les había señalado el lugar, un monte, quizás el propio Tabor de la transfiguración, según la tradición, y con toda seguridad el día, dando tiempo para que todos pudiesen lle¬gar, fueron volviendo en las caravanas pascuales. Parece que anteriormente a esta aparición debe situarse la tercera que narra san Juan, acaecida a Pedro y otros discípulos, entre ellos Juan y Tomás.

Fue junto al lago de Genesaret, donde Pedro desde su casa había recurrido, al menos como costumbre, a su antiguo oficio (y de otros) de pescador. Salieron de pesca nocturna. Pero nada pescaron en la noche. Y al amanecer apareció la figura de Jesús, sin que le reconociesen, en la orilla. Haciendo tornavoz con las manos gritó: «¿Tenéis algo que comer?» (Jn 21,6). Respondie¬ron negativamente, confesando su fracaso. El les señaló la dere¬cha del navio: «Echad a la derecha y encontraréis.» Echaron la red, y tanto pesaba que no podían sacarla para vaciarla en la bar¬ca. Dijo el discípulo amado a Pedro: «Es el Señor.» Al oírlo Pedro se echó al agua nadando, tras ceñirse la ropa fuertemente. La barca lentamente le siguió, arrastrando su gran carga de pes¬ca. Cuando Jesús en la orilla pidió algún pez, para asarlo al fuego que había preparado, Pedro ayudado por otros arrastró la red, y salieron en número dado como exacto (quizás simbólico) ciento cincuenta y tres. Y comieron en silencio ante él, que les miraba sin decir palabra. Furtivas miradas hacia el Señor le reco¬nocían, pero nadie se atrevía a interpelarle. Se puede advertir que 153 es la suma total de los 17 primeros números, donde 10 y 7 son números perfectos, y 153 número pitagórico de 17.

Y tras aquella comida se produjo la célebre escena del prima¬do. Tres veces, en presencia del resto, preguntó Jesús a Pedro por su amor. La respuesta conmovida fue afirmativa, aunque a la tercera, al imponerse el recuerdo de las negaciones, tuvo que acudir a su conciencia segura del amor: «Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo» (Jn 21,17). Las tres veces la respuesta de Jesús a la afirmación del amor era similar: «Pastorea mis corde¬ros, pastorea mis ovejas.» De este modo le constituía en Pastor del rebaño total, en presencia de testigos apostólicos. Ahora que él pronto marcharía al cielo, y se haría invisible, quería dejar un representante visible al frente de su rebaño. Ovejas y corderos, madres e hijos, todo el rebaño entero quedaba bajo el mando de Pedro.

Dejando otros puntos de la escena, nos interesa señalar que creemos hay que situar esta escena del primado antes de la aparición eclesial del monte. Convenía, en efecto, que allí la Iglesia entera, a la que se aparecía Jesús estuviese constituida jerárquicamente. San Mateo dice lacónicamente: «Los Once discípulos fueron al monte señalado por Jesús.» Parece inadmisible, por las razones dichas pensar que estaban solos los Once. Estaba toda la multitud eclesial (los 500), que debía oír la orden de envío en misión sobre la tierra: «Me ha sido dado todo poder en el cielo. Id por el mundo y bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Era toda la Iglesia la que debía tener la segura promesa permanente del Señor: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (28,20).

Esta concepción de tal aparición, como la eclesial de los qui¬nientos, facilita también la explicación de un inciso del narrador: «Viéndole le adoraron, pera algunos dudaron» (Mt 20,17). Aun¬que tal alusión puede en absoluto ser una alusión a las dudas que había habido al principio, aun por parte apostólica, en las apari¬ciones de Jerusalén (Le 24,41; Jn 20,27), no parece posible que ahora dudaran los Once después de la prueba dada a Tomás. En cambio, si en la escena participaban muchos más discípulos, que era la primera vez que veían a Jesús, es explicable la duda. Tanto por lo sorprendente del hecho, como por la distancia a la que necesariamente habían de encontrarse muchos de El, hasta que se fue quizás acercando a cada uno, compartiendo la realidad de la certeza.

Aunque nada más dice, sobriamente, el evangelista, a noso¬tros toca suplir con la imaginación el hecho humano. Para reu¬nirse cerca del millar de personas, tienen que haber precedido numerosos comentarios, de esperanza y de curiosidad. Tiene que haber habido un alto grado de expectación. Y después de la desaparición de Jesús del monte, quedando la multitud maravi¬llada y reunida, ha debido haber numerosos recuerdos y preguntas. No parece inverosímil que fuesen planteadas preguntas, especialmente a la Madre del Señor, sobre la infancia de Jesús, quizás varias tradiciones han provenido de estas conversacio¬nes, pues ya no había motivo para ocultar lo que era gloria del Señor, por quien Ella había conservado cuidadosamente todas estas cosas en su corazón, para revelarlas en el momento oportuno (Lc 2,19,51). Lo conservaba para poderlo declarar cuand llegase el momento (S. BEDA, In Le 2, Homil. in Dom. I Ep.)

¿No se puede pensar lógicamente que el nuevo pastor de la Iglesia visible, Pedro, tuviese una alocución a la multitud, y narrase hechos, poco conocidos de Jesús? Así, la Transfigura¬ción, que no debían contar hasta que El resucitase. La mención de Elias levantó tal vez muchos murmullos, como en la Ascen¬sión (Mt 17,9-11; Act 1,6). Por otra parte, podían ser confirma¬dos por los otros Diez que allí estaban en muchos otros sucesos poco conocidos. He aquí una manera sicológicamente obvia de la tradición, y de sus variantes según los receptores.

Por lo demás, parece también elemental, que Jesús mismo antes de despedirse, convocase a sus discípulos de nuevo a Jeru-salén para el día de la Ascensión, pues volvieron a reunirse, con ocasión de la próxima fiesta de Pentecostés, y comieron con El los Once; y otros bastantes asistieron al glorioso final (Act 1,4-10). Más tarde hablaremos de esta aparición final.

3. El anuncio de muerte a Pedro y Juan
Hemos comentado la aparición de Tiberíades en Galilea, probablemente anterior a la del monte a toda la Iglesia, y del encargo de pastoreo universal del rebaño a Pedro. Pero esta escena, narrada en el capítulo 21 de Juan, que es como un apén¬dice (creemos que de la misma mano del autor del cuarto evan¬gelio: Jn 21,24), nos plantea un problema muy distinto, aunque relacionado con el de la primera escena. En ésta el Señor pide cuenta a Pedro públicamente de su amor principal, para con¬fiarle su rebaño entero.

Pero a continuación indicó a Pedro la muerte con que había de glorificar a Dios, a semejanza de su Maestro, con palabras misteriosas:

«En verdad, en verdad te digo,
cuando eras joven tú mismo te ceñías
(la túnica para salir)
e ibas adonde querías;
pero cuando llegues a viejo,
extenderás tus manos;
y otro te ceñirá (con cadenas)
y te llevará a donde tú no quieras» (Jn 21,18) 74


Es una profecía de Jesús sobre la muerte de Pedro, y para o quede duda sobre ellos, es el propio escritor el que lo declara:

«Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios.» (Jn 21,19)

Pedro en efecto fue crucificado por Nerón, boca abajo según i tradición (lo cual se hacía a veces, cf. Séneca en el sitio de jerusalén), por considerarse indigno de sufrir una muerte igual que su Señor, a petición propia. Esto se indica al decir «extende¬rás tus manos». Hay que tener en cuenta que, si bien Robinson recientemente ha reivindicado para el evangelio de Juan una fecha bastante anterior a las tradiciones, como los años 65-70 (Redating the New Testament, Londres 1976), sin embargo la tra¬dición parece mantener, al menos para la publicación del evan¬gelio de Juan, las fechas tradicionales posteriores, cerca del año 100 (era de edad muy avanzada, Jn 21,23), y desde luego este capítulo 21 adicional, ha sido escrito muy posteriormente en ese caso, cuando Juan era viejo.

Como Jesús, tras indicar a Pedro así misteriosamente la clase de su muerte en cruz, que, en el año en que al fin se escribe este capítulo, ya es un hecho consumado hace tiempo (Pedro murió el año 64, este capítulo se escribe cerca del año 100), añade otra palabra misteriosa relativa a Juan mismo. Algunos creyeron en su inmortalidad y en que el Señor le reservaba hasta su venida segunda. «Pedro dijo, mirando a Juan: Señor, ¿y éste qué?» (Jn 21,21). Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sigúeme» (21,22). Parecía, en efecto, aun¬que no lo decía, que Jesús aludía a su segunda venida. Y al ver su avanzada edad, y dada la propensión a pensar que los grandes sucesos finales los vamos a ver nosotros, los cristianos, dice el evangelista, creyeron que en estas palabras se afirmaba la inmor¬talidad del evangelista Juan, ya que muchos pensaban que era próxima la Parusía. Y Juan, con tranquilo acento, recuerda que Jesus no dijo que no moriría, sino exactamente: «Si quiero que este se quede así hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?» (21,23). (Ver. El Mesías. Jesús de Nazaret, p.91).

Tan serena la interpretación muestra que no hay que atribuir a las palabras de Jesús lo que no han dicho, porque a nosotros nos parece, y también indican de paso que el fin de la segunda venida no es tan próximo como los impacientes desean, lo cual confirma san Pablo: 2 Tes 2,1, quien recuerda qué graves sucesos tienen que preceder a ese día, como de palabra se lo había advertido ya (ib. 2,3-5). Tengamos paciencia con el Señor (2 pe 3,8-10).

4. Las otras apariciones singulares

Después de enumerar las tres fundamentales de los testigos eclesiales (Pedro, los doce, la multitud de quinientos), san Pablo cita otros tres testimonios también fundamentales: el de Santia¬go, otra aparición a «todos los apóstoles», y la suya finalmente. Digamos algo de estas tres de la segunda terna de apariciones. Cuando san Pablo menciona su primera ida a Jerusalén, tras su conversión, pasados tres años (Gal 1,18-19) advierte que perma¬neció quince días con Pedro, y que también estuvo entonces con Santiago. Era Santiago el pariente del Señor, que es estimado por la Iglesia como uno de los Doce, y que quedó al frente de la Iglesia de Jerusalén, cuando Pedro marchó para escapar a la muerte decretada por Herodes. Santiago es una gran figura del cristianismo apostólico. Es notable que las dos series paulinas de testimonios están encabezadas por Pedro y por Santiago, de cuya aparición no tendríamos noticia sino por el testimonio de Pablo. Pero con ambos habló personalmente Pablo (Gal 1,19; 2-9; Act 15-13).

Podemos pensar, obviamente, que tras su encuentro con Jesús en Damasco, que dio tan profundo giro a su vida, al encon¬trarse con Pedro y con Santiago en Jerusalén, les narró su fulgu¬rante encuentro con Jesús que le transformó en apóstol, y que a su vez pidió detalles a Pedro de las apariciones de Jesús resuci¬tado a ellos.

De la de Pedro, además de este testimonio hemos visto que tenemos el de Lucas. Aunque Pedro narraría su encuentro con el Señor en lo que se puede contar, la sobriedad de Pablo sólo ha dicho que fue visto por Ce fas. Y del mismo modo sólo ha dicho que fue visto por Santiago, aunque se ha de pensar que oyó el relato de esta aparición de sus propios labios. Nada más podemos decir de la ternura del encuentro de los dos que en Nazaret habían vivido tanto tiempo juntos desde la infancia, pues eran parientes (hermanos, dicen los evangelios). Pero San¬tiago tenía un papel muy importante que desempeñar en Jerusalén frente de la comunidad cristiana en medio de los judíos, hasta que fue muerto por sus enemigos, según la tradición preci¬ado desde una altura y apedreado, a pesar de su edad.

Luego menciona san Pablo una extraña aparición a «todos los apóstoles», tras haber recordado las apariciones a los Doce, y a los quinientos. ¿Por qué de nuevo se dice «a todos los apóstoles»? Dejamos esta aparición, que pensamos que puede establerse con certeza moral como la de la Ascensión en el Olívete de Jerusalén, la última de todas, para el relato de la Ascensión misma, en otro libro posterior.

Y nos queda, como broche de las apariciones oficiales, la del propio Pablo, convertido de perseguidor en apóstol en Damas¬co No nos detendremos en los detalles. Por tres veces se halla el relato de esta aparición, para él fundamental y verdadera (1 Cor 9,1), en el libro de los Hechos apostólicos. La primera vez introducida por Lucas el narrador, con detalles sobre la venida de Ananías y el efecto posterior, y dos veces en boca de Pablo, una ante los judíos en furiosa sedición, que termina en gritos de muerte, y otra en defensa judicial ante el rey Agripa, presentado por Festo para que juzgue sobre su recurso al empe¬rador y su traslado a Roma (Act 9,1-19; 22,1-21; 26,1-18). Nos basta con hacer notar que las palabras fundamentales de la apa¬rición inesperada son casi textualmente las mismas en los tres relatos, y pueden sintetizarse en éstas:

-«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
-¿Quién eres tú, Señor?
—Yo soy Jesús, a quien tú persigues.»

En dos de los relatos se añade que Jesús le dijo: «Es cosa dura para ti dar coces contra el aguijón», queriendo indicar que ya le estaba llamando interiormente a la puerta del corazón, "ero es la visión directa de Jesús corporal, y las palabras confirmatorias de Jesús sobre su propia identidad, lo que le transfor man en apóstol. Puede bastarnos con esto para nuestro fin .

De hecho basta comprobar que en adelante es contado entre los apóstoles, entre los Doce (ya completos con la elección de Matías), si se quiere a título «supernumerario», como designado por el propio Jesús. Su región propia, tras el acuerdo, es la con¬versión de los gentiles (Gal 2,6-10). Su aparición es reconocida como verdadera. El «ha visto» a Jesús.

Son así estos seis, en dos ternas, los testimonios oficiales que se presentaban, sobre la resurrección de Jesús, a quien habían visto tantos. Y en estos testimonios apoya Pablo su predicación a los de Corinto, diciendo: «Esto es lo que os hemos predicado, y lo que habéis creído» (1 Cor 15,11).