domingo, 4 de julio de 2010

TERCERA PARTE: UN NUEVO ESTADO CORPORAL

En esta parte del libro analizamos dos capítulos: 1º.- El nuevo estado corporal y 2º.- La Transfiguración de la vida.

La resurrección de Jesús del sepulcro no fue una simple rea¬nimación del cadáver, como lo fue la de Lázaro, o la del hijo de la viuda de Naim, a quienes Jesús resucitó de la muerte

En el primer capítulo examina el P. Igartua las cua¬tro dotes nuevas de Jesús: claridad, agilidad, sutileza e impasibili¬dad o inmortalidad.

Claridad: Es luminosidad exterior, que proviene al cuerpo como participación de la gloria especial del alma, que se manifiesta en el esplendor luminoso de la irradiación.

Agilidad o ligereza: Permite a los cuerpos gloriosos el tras¬lado rápido de un lugar a otro a voluntad, y también la liberación de las leyes de gravedad, como se ve en la Ascensión del Señor.

Sutileza o penetración: Es clásicamente considerado como la cualidad por la cual los cuerpos gloriosos pueden atravesar los objetos materiales.

Impasibilidad e inmortalidad: La inmortalidad y la impasibilidad le fueron concedidas a nuestros primeros padres como dones preternaturales, Jesús de Nazaret por ser Dios aunque por milagro ocultó la impasibilidad, después de la Resurrección, por la participación de la divinidad y de la gloria ya no se ocultarán nunca más.

El cuerpo y el nuevo estado

Si resumimos finalmente la condición gloriosa del cuerpo resucitado de Jesús de Nazaret, debemos decir que su cuerpo permanece inmutable en su nueva condición, y no necesita la renovación permanente, que tenía, como el nuestro, en su vida mortal.

Su nueva condición gloriosa le comunica en forma habitual y permanente, dependiente de su voluntad, el esplendor de la cla¬ridad luminosa, la libertad de movimientos y desplazamientos a voluntad, la capacidad de penetrar a través de cuerpos, que en nuestro estado ordinario actual son macizos e impenetrables, y la inmutabilidad vital y con ella la plena inmortalidad. «Ha¬biendo resucitado Cristo de entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte no le domina» (Rom 6, 9). Tales son las leyes que se deducen de lo que los evangelistas narran de Jesús resuci¬tado en sus apariciones de vida nueva
.TERCERA PARTE: UN NUEVO ESTADO CORPORAL

CAPÍTULO I.- UN NUEVO ESTADO CORPORAL

La resurrección de Jesús del sepulcro no fue una simple rea¬nimación del cadáver, como lo fue la de Lázaro, o la del hijo de la viuda de Naim, a quienes Jesús resucitó de la muerte, o en el AT el caso del hijo de la Sunamitis resucitado por Eliseo (2 Re 4, 32-37).

Características de la resurrección de Lázaro

• Jesús resucitó, por ejemplo, a Lázaro, haciendo que volviese de nuevo a la misma vida que tenía antes de morir.
• Lázaro, después de resucitado por Jesús, vivió la misma vida mortal que antes. Asistió como comensal al banquete dado en Betania en honor de Jesús por el milagro, pocos días más tarde. Y los enemigos de Jesús pensaron en la posibilidad de matar también a Lázaro (Jn 12, 2.10). Tan ciegos estaban, y al par, tan ciertos de que la nueva vida de Lázaro seguía siendo mortal, como antes.
• Su alma, separada del cuerpo en la muerte causada por su grave enfermedad, fue llamada con voz potente por Jesús para que volviese a la vida, con sublime autoridad.
• Y salió de la tumba envuelto en la sábana y con el sudario anudado al rostro, y las ataduras de pies y manos sobre la sábana, entre el olor del embalsamamiento y los aromas.


Características de la resurrección de Jesús

• La resurrección de Jesús del sepulcro al tercer día ofrece caracteres muy distintos.
• No es, en verdad, una simple reanima¬ción del cadáver.
• Es una resurrección trascendente, como lo será la última de todos los hombres. El alma humana de Jesús había sido ya glorificada en el momento mismo de su muerte, al ser entregada en manos Padre (Lc 23,46). Y al unirse al tercer día con el cuerpo sepultado en el sepulcro de Arimatea le comunica su nueva vida de gloria, fúlgida con la visión de Dios, y termina ya la humillación voluntaria o kénosis que explica San Pablo en Flp.
• El cuerpo de Jesús es así glorificado también, y queda en estado nuevo de gloria. Adquiere este nuevo estado en la vivificación por el alma, que está ya en plenitud de gloria.
• Sigue siendo un cuerpo compuesto de materia, carne y huesos en estructura y forma humana, como advierte el propio Jesús (Lc 24,39), pero este cuerpo material se halla espiritualizado (pneumatikós), es decir sometido a nueva condición y leyes que el cuerpo humano no tiene en este mundo mortal. San Gregorio Magno ha dicho lapidariamente, al explicar las nuevas dotes del cuerpo glorioso: «El cuerpo de Jesús resucitado es de la misma naturaleza que antes, pero con diferente gloria (eiusdem naturae, sed alterius gloriae» (Homil. 26 in Evangelia).

Debemos advertir que no tratamos ahora de las condiciones de la vida gloriosa de la resurrección final de los hombres, que expone san Pablo expresamente al tratar del tema (1 Cor 15,42-46).

Como tenemos en el propio evangelio expresadas las con¬diciones de vida o leyes del nuevo estado de Jesús, bastará con señalarlas deduciéndolas del mismo evangelio.

Veamos las cua¬tro dotes nuevas de Jesús, que clasificaremos, conforme a la divi¬sión más tradicional, en claridad, agilidad, sutileza e impasibili¬dad o inmortalidad.

1. La claridad o esplendor

Esta nueva condición es la más externa y visible de los nuevos cuerpos. Es su gloria y armonía, resaltando su belleza creada. Es luminosidad exterior, que proviene al cuerpo como participación de la gloria especial del alma, que se manifiesta en el esplendor luminoso de la irradiación.

Después de la resurrección no se describe ningún caso en el evangelio de tal gloria exterior del resucitado. Pero en la vida mortal de Jesús, y en especial relación con la resurrección, tenemos un glorioso episodio que la muestra con magnificencia.

La Transfiguración

En el relato de la Transfiguración del monte, acompañado el Señor en la noche por Moisés y Elias, se dice que los apóstoles Pedro, Santiago y Juan lo vieron. Los tres evangelios sinópticos dicen que los vestidos de Jesús, que suponemos eran blancos, aparecieron «blancos como la nieve», con ese resplandor que ésta da bajo la luz del sol (Mt 17, 2; Mc, 9, 2; Lc 9, 29). Esta luz provenía del cuerpo de Jesús, cuyo rostro «brilló como el sol» (Mt 17,2; Lc 9, 29). La luz de los vestidos era una iluminación proveniente del cuerpo luminoso. Por eso Mateo y Marcos dicen que se «metamorfoseó» (Mt 17, 2: Mc 9, 2), en tanto Lucas dice que su rostro tomó un aspecto diferente (Lc), y que tanto el pro¬pio Jesús como sus acompañantes Moisés y Elias estaban en «gloria y majestad» (Lc 9, 31-32).

Era un anuncio de su futura resurrección. Lucas nos dice que los tres personajes hablaban de su futura muerte en Jerusalén, y esta materia de conversación, que sin duda percibieron los tres apóstoles presentes, fue, según los otros dos evangelistas, prohibida en amonestación a los discípulos, por el propio Jesús, para que no la comunicasen a los demás «hasta que él resucitase de entre los muertos» (Mt 17, 9; Mc 9, 9; cf. Lc 9, 31). Sin duda, porque la claridad que les deslumbraba y confortaba, (Bueno es estar aquí dice san Pedro), era un signo de la futura resurrección.

Jesús mostró a sus tres testigos, cuál debería ser la gloria del cuerpo unido a la divinidad, y cuál sería después de la resurrección. Este fenómeno de la claridad de los cuerpos resucitados es aludido por Jesús mismo, cuando dice: «Los justos brillarán como el sol en el reino de mi Padre» (Mt 13,43- cf Sab 3,7;an 12,3).


Otros hechos relacionados: los ángeles y la Sábana Santa

Aunque esta gloria de la claridad luminosa no es mención expresamente en las apariciones de Jesús, sí indirectamente cuando dice Lucas que los ángeles que aparecieron a las mujeres en la tumba, para anunciarles la resurrección de Jesús, tenían un vestido refulgente (Lc 24,4).

Un testi¬monio inexplicado de esta gloria de esplendor parece mostrarse en la radiación que se piensa grabó la figura de Jesús en la Sábana Santa en el instante de la resurrección, luz o irradiación además chamuscante que no podía salir en la cueva oscura del sepulcro sino de su cuerpo, cuando accedía a la glorificación.

El rostro de Moisés quedaba radiante de gloria después de comunicarse con Dios, y para que lo pudiesen soportar los hijos de Israel hubo de cubrirse el rostro con un velo (Ex 34, 29-35; cf 2 Cor 3, 13).

El admirable testimonio de santa Teresa, en que habla de la primera visión interior que tuvo de Cristo, quien le mostró primeramente solamente una mano, y finalmente todo el rostro y cuerpo entero, que la santa ha expresado así: «Es como ver un agua muy clara que corre sobre cristal, y reverbera el sol, ...es la gran hermosura de los cuerpos en el cielo... es una luz muy diferente de la de acá, que la luz del sol parece deslus¬trada en su comparación» (Vida. c. 28).

La Virgen milagrosa, que se apareció a santa Catalina Laboure, emitía de sus manos rayos de luz admirablemente luminosos. Y más claramente en la aparición de Fátima, dice así la narración de Lucía describiendo lo que vio con intensidad y fuerza en la primera aparición: «Era una Señora vestida de blanco, más brillante que el sol, derramando una luz más clara que un globo lleno de agua cristalina atravesado por los rayos más ardientes del sol» Recordemos que la Virgen María está en el cielo con su cuerpo glorificado, según el dogma de la Asunción.


2. La agilidad o ligereza

El don de la agilidad permite a los cuerpos gloriosos el tras¬lado rápido de un lugar a otro a voluntad, y también la liberación de las leyes de gravedad, como se ve en la Ascensión del Señor. Este don también es concedido por milagro en este aspecto en la vida natural, como de Jesús narra el evangelio que anduvo sobre las aguas del mar, suspendiéndose así para él por un tiempo la ley de la gravedad, que le hubiera arrastrado al fondo del mar. Y aún fue concedido por Jesús a Pedro a petición suya en forma de milagro, aunque Pedro no se mantuvo constante en la fe que el milagro exigía, y comenzó a hundirse (Mt 14, 25, 29.30).

Otro caso notable lo tenemos en los Hechos de los Após¬toles, donde se narra el bautizo del eunuco de la reina de Candaces por el diácono Felipe. Pues, apenas bautizado en el agua, tras confesar su fe en Jesucristo, Felipe fue arrebatado por el Espíritu, y se halló en Azoto, a muchos kilómetros de distancia. (Act 8, 39-40.)

En la Ascensión se le describe subiendo por los aires hasta el encuentro con la nube que le oculta a las miradas de los Apóstoles.

Este don de agilidad aparece voluntario en el resucitado, pues caminó normalmente con los discípulos de Emaús, y en la bendición de la mesa desapareció de su vista repentinamente, suponiéndose que se trasladó a donde Pedro para que éste le viese. Es pues un don que parece puede ser concedido por milagro en la vida natural, y que se manifiesta en la resurrección.

Los tratadistas de este punto advierten que el don de agilidad comprende o es compatible con un triple modo de mover el cuerpo. Uno es semejante al nuestro en la vida, que es de los miembros con respecto al cuerpo al andar moviendo las piernas, al mover los brazos para muchas actividades, la cabeza, etc. Sin cambiar el cuerpo de lugar se mueve en sí mismo, cambiando de postura. Este modo lo conserva Jesús en la resurrección como se ve en Emaús, donde camina varios kilómetros al par de sus compañeros, se sienta a la mesa, toma el pan, etc. El segundo es el que vemos en la ascensión, donde la sola voluntad del resucitado, sin movimiento corporal añadido, le eleva por los aires sin apoyo alguno, por su propia voluntad solamente, y recorriendo todo el camino intermedio hasta la nube que le oculta sin más movimientos que el de bendecir, pero no de caminar por el aire. Este parece contradecir a la ley de la gravedad, aunque una vez iniciado sigue la de inercia.

El más sorprendente de todos, y el más característico del resucitado, es el de traslación instantánea de un lugar a otro junto con la facultad de aparecer o desaparecer de la vista a voluntad. Son testimonios de ello, Emaús, el cenáculo, y casi todas las apariciones cuanto al aparecer repentino y desaparecer de la vista.


3. La sutileza o penetración

El don de sutileza es clásicamente considerado como la cualidad por la cual los cuerpos gloriosos pueden atravesar los objetos materiales. De este modo habría entrado Cristo en el cenáculo en su aparición, aun estando las puertas cerradas, presentándose en medio de ellos.

Los datos evangélicos parecen indicar que Jesús resucitó en la noche, con la piedra que cerraba el sepulcro inmóvil, y antes de que la moviese el ángel de san Mateo. (Mt 28, 2.)

En todo caso ha tenido que atravesar el lienzo de la mortaja, dejándolo intacto, como aparece en Jn 20, 7. Naturalmente que también aquí se puede argüir con el modo espacial, aunque parece más difícil, si ha dejado verdaderamente su imagen grabada en el Lienzo en el momento de salir de la mortaja .

Esta sutileza o penetrabilidad se da por milagro especial en la eucaristía, donde el cuerpo del Señor, según el dogma, ocupa el mismo lugar que la hostia y sus límites, aunque no con su misma forma.

Un hecho de esta clase se produjo por gran milagro en el nacimiento virginal de Jesús, que salió del cuerpo de por conducto alguno, sino por milagro divino, hallándose en manos de su Madre sin que hubiese propiamente parto femenino. Allí fue milagro, aquí sería condición ordinaria, a voluntad del resucitado.


4. Impasibilidad e inmortalidad

Sabemos que el primer hombre, antes del pecado, había reci¬bido milagrosamente el don de la inmortalidad, acompañado de la exención del mal o impasibilidad. Tuvo este don de los resuci¬tados, pero por milagro divino, y de manera diferente.

Adán era inmortal, pero no inmutable en su cuerpo y su desarrollo, al menos no consta, y parece no debe serlo, pues los nacimientos se hubiesen verificado de manera normal, aunque sin dolor de la mujer madre, que fue el castigo añadido al parto por el pecado (Gen 1, 17; 3, 16). Debía pues desarrollar su cuerpo el recién nacido hasta la edad viril, aunque sin enferme¬dades ni muerte. Su edad debía mudarse con el desarrollo, con¬forme al poder concedido al organismo animal por Dios, a crearlo con su fórmula genética.

¿Cómo era inmortal? Al llegar la edad señalada por Dios para cada uno como término de su vida terrena, su cuerpo era transformado en glorioso, y desaparecía de este mundo, parece, al menos, que debemos pensarlo. Pasaban del estado natural, con dones preternaturales, al estado glorioso permanente del inmortal, sin resucitar, al no haber muerte, pero en semejantes condiciones.

San Pablo hace notar el anhelo humano de este estado antiguo: «Los que estamos aún en esta habitación (corpórea), gemimos apesadumbrados: porque no deseamos ser despojados (por la muerte), sino revestidos encima (de la gloria celeste sin morir), de modo que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Cor 5,4), habiendo dicho antes que gemimos deseando ser revestidos (de la gloria) sin ser desnudados (por la muerte).

Habiendo comenzado su vida pública «hacia los treinta años», según dice san Lucas, añade que hasta entonces desarro¬lló su crecimiento corporal de modo normal en el hombre (Lc 2, 40 52; 3, 23). Jesús cubrió las etapas del desarrollo humano nor¬mal del mismo modo que los demás hombres, hasta esa edad de plenitud. No aparece en parte alguna que haya estado sometido a la enfermedad o daño corporal hasta su pasión, pero sí que ha pasado hambre, sed, sueño, y las demás necesidades humanas ordinarias, como los demás.

Adán estaba también sujeto al hambre y al sueño, según se puede pensar, ya que esto pertenece al organismo humano nor¬mal; y sugiere el texto que Dios les permitió comer de los árboles del Paraíso, excepto del de la vida, y que le infundió un sueño, aunque fuese de origen místico, para crear a Eva (Gen 1, 16; 2,21). Jesús tuvo hambre cuando ayunó en el desierto (Lc 4, 2: Mt 4, 2), tuvo sueño hasta quedarse dormido en medio de la tempestad (Mt 8, 24 par.,Lc 9, 58). Tuvo sed junto al pozo de Jacob y en la cruz (Jn 4, 7; 19, 28). Sintió el dolor, al menos el de la circuncisión, como mortal, cumpliendo el rito señalado por Dios, aunque, por ser niño, mitigado; y sabemos que acabó su vida en sufrimientos atroces en la cruz, y su cuerpo fue cubierto de heridas.

En cambio, ahora, en el estado glorioso, se ha hecho absolutamente impasible. Ha conservado las señales de las principales llagas (pies, manos y costado) en su cuerpo, pero sin dolor alguno. Su cuerpo se halla ya en estado inmutable en cuanto a la misma sustancia corporal, sin envejecer ni modificarse. Es decir sus células (a diferencia del Adán creado en gracia) no sufren ya metabolismo, ni renovación biológica alguna, son permanentes en la vida que poseen. Al no haber sufrido incorrupción alguna en el sepulcro, según hemos visto en las citas de Pedro y Pablo, su cuerpo permanece intacto en su integridad celular y orgánica, en el sepulcro sin vida por milagro, en la resurrección por la condición del nuevo estado.


5. El cuerpo y el nuevo estado

Aunque no tiene necesidad de alimentarse para vivir, puede, sin embargo, comer, como nos dice san Lucas en el evangelio, donde para probar la verdad de su carne come un pez ante ellos, como en los Hechos, donde antes de la pasión tuvo una comida con sus discípulos, al parecer como un convite.

San León IX, en su profesión de fe católica, dice: «Sólo por confirmar su resurrección comió con sus discípulos, no porque tuviera necesidad de alimento, sino por sola su voluntad y potes¬tad» (Denz B. n. 344).

Y san Pedro aduce ante Cornelio el Cen¬turión, como prueba de la verdad de la resurrección, entre otros datos el de que «comimos y bebimos con él después de que resu¬citó de entre los muertos» (Act 10, 41). Sin embargo, habla tam¬bién en la Cena de que beberá un vino nuevo con los suyos (fruto de la vid), en el reino de los cielos (Mt 26, 29).

Los evangelistas nos ofrecen otros datos sobre las modalida¬des de la vida del resucitado. Ya hemos dicho de los tres modos de trasladarse (andando en Emaús, subiendo en la Ascensión, cambiando instantáneamente de lugar). En cuanto al uso real de los sentidos corporales tenemos primero el uso de la vista. Los testigos de sus apariciones veían su figura humana como antes, advertían sus llagas, su rostro, sus gestos habituales. Resumían la aparición, diciendo simplemente: «Hemos visto al Señor», tanto ellos como Pablo en Damasco (Jn 20, 25; 1 Cor 9, 1).

Y si ellos veían a Jesús, no puede caber duda de que Jesús les veía a ellos. Sus ojos tenían visión corporal. Lo mismo hay que decir del oído y de la facultad de la locución. Hablaba y decía cosas a sus discípulos, algunas de suma importancia para la vida de la Iglesia, como la concesión del Primado a Pedro, o la orden de evangelizar el mundo. Ellos le oían, y no hay la menor duda de que Jesús les oía a ellos, como aparece en la escena del lago y en el diálogo con Pedro.

Respecto al tacto, ya hemos indicado cómo el testimonio de verdad corporal de su cuerpo lo comprobaron máximamente al tocar su carne real, y palpar la abertura de sus llagas, y ver sus huesos o tocarlos a su invitación. (Lc 24, 39-40.) Tomás es máximo exponente de este hecho de tocar su cuerpo y aberturas (Jn 20, 25-28), y del mismo modo que en los otros sentidos hay que razonar que si ellos le podían tocar y sentir la palpación, él no podía ser ajeno a este efecto por su parte. Del olfato y gusto no se dice nada especial, pero parece absurdo comiera el pez y no sintiera su gusto, y más si comió el panal de miel, que le atri¬buyen otros manuscritos. Lo mismo del olfato, pues no se ve razón de excepción, y Juan habla del exquisito perfume que llenó toda la casa cuando María vertió el alabastro (Jn 12,3), que él recibió para su sepultura (ib. 7). Y hay que pensar que si tenía sentido de tacto, habrá de sentir con él la frialdad y calor, dureza y blandura, sin que nada pueda ya causarle molestia.

En el organismo humano se encuentran estos diez sistemas estructurales: sistema tegumentario (piel), esquelético (endo o exo) que le conforma en su figura, muscular, nervioso, circulatorio, respiratorio, endocrino, digestivo, excretor y reproductor.

¿Qué decir de estos sistemas normales del cuerpo humano en el cuerpo resucitado?

La piel o epidermis necesariamente permanece, y de ella parece brota la belleza irradiante del cuerpo glorioso (su rostro como el sol), aunque la claridad puede hallarse también en otros órganos interiores. Y aparece con su normal configuración humana, en todos los detalles: cabellos, dientes... La forma humana característica es mantenida por el esqueleto, del que Jesús habla, al hablar de «sus huesos» (Lc 24, 39), y sin él no habría forma definida o figura humana, ni diferencia de cuerpos a cuerpos. El sistema muscular funciona, sin duda, en los movimientos de sus miembros (brazos, piernas al andar) aunque sin fatiga alguna, eliminada como imperfección mortal. (Jn 4, 6.) El sistema nervioso, coordinador en el hombre, y cuyo centro prin¬cipal es el cerebro, indudablemente permanece. El hace funcio¬nar los sentidos externos, transmitiendo los impulsos al centro perceptor.

El sistema circulatorio, que en el hombre tiene una principal función respiratoria, ya no tiene tal exigencia, pues las células han pasado a un estado de permanencia no renovado. Sin embargo, la respiración debe funcionar, al menos para emitirla voz y hablar, y además, al ser un cuerpo viviente, el corazón pal¬pita con la vida sin perturbación alguna, como lo veremos luego al mencionar la devoción al Corazón de Jesús en la Iglesia y la enseñanza pontificia sobre él. Los restantes sistemas, digestivo endocrino, excretor y reproductor, aunque conserven su capaci¬dad humana, pierden su finalidad, en la inmutabilidad propia de resucitado en cuanto a su vida.

El órgano humano sin duda más importante, en cuanto distingue al hombre de los demás animales, es el cerebro. El prodigioso cerebro humano, que se halla a enorme distancia de perfección, aun materialmente, de los demás animales, además de por su volumen, principalmente por la complejidad admirable de su desarrollo y funcionamiento. Los innumerables surcos, lóbulos y protuberancias, en los que coordina los impulsos nerviosos recibidos de los sentidos, respondiendo con impulsos sensitivos y motores, que la conciencia puede percibir o no, conforme a la voluntariedad o automatismo de ellos.

Por otra parte, en el cerebro se conserva la memoria fisiológica de grabación orgánica, al parecer, ya que podemos recordar, y también los demás animales a su manera, los impulsos que son semejantes a los antes recibidos. Esto forma la base del aprendizaje animal. Existe además la respuesta instintiva, que corresponde a la naturaleza, por la que el animal, sin aprendi¬zaje alguno, responde a determinados estímulos de forma carac¬terística suya. Todo esto se da también en el hombre.

Pero, en éste, además, se da el pensamiento espiritual, que apoya su ejercicio en la actividad nerviosa del cerebro, aun cuando puede también llegar a prescindir de ella en actos propia¬mente espirituales, superiores a toda materia, la cual es incapaz de ellos, y aun pensar fuera del espacio y del tiempo y en la abs¬tracción de las ideas de toda materia, como en la universalidad de su pensamiento y en la percepción de las relaciones.

Supera la barrera del futuro en sus proyectos, tiene actividad creativa que llega a las maravillas del arte en cimas casi sobrehu¬manas, mantiene su memoria espiritual, su actividad puramente mental y la actividad previa necesaria al acto libre y voluntario. No puede caber duda de que en el Resucitado se mantuvo su cerebro humano, como centro coordinador de los sentidos y movimientos voluntarios, y en su actividad espiritual superior, muy superior a todo pensamiento humano y aun angélico. Sin cerebro no habría hombre posible, y Jesús resucitado tiene cerebro y todo el organismo nervioso dependiente del mismo.

¿Qué decir del corazón y la actividad circulatorio-respiratoria? La Iglesia nos enseña a venerar el Corazón del Resucitado, por voluntad manifestada por El mismo (Haur. Aquas, AAS, 48, 1956, 340), con el culto que tributa solemnemente al Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta alcanza en la liturgia la máxima solemnidad de rango. El objetivo de este culto, explicitado por la doctrina eclesial misma, es el Corazón de carne humana de Jesús, aunque no como centro de la circulación, sino como signo natural del amor divino y humano, y podríamos decir que también de la vida, tenido por tal entre los hombres (Lev 17, 11.14), aun cuando esto debe ser considerado como signo convencional. Sin embargo, sin sangre no hay vida, y en la Eucaristía la sangre es elemento esencial.

La Iglesia da culto al Amor divino y humano del redentor en su Corazón, y en él a su Persona (Haur. Aquas, AAS, 48,1956, 322-328; Dives in misericordia, «venera su amor de misericordia», VII, 13). Da culto a su Corazón en cuanto es índice y signo del amor sensible, humano y divino del Señor. Pero venera y da culto al Corazón de carne, en el Resucitado, como parte de su cuerpo unida con su Persona y símbolo de su amor de misericor¬dia.

La función del corazón en el cuerpo humano mortal es fisio¬lógica, pues es el centro muscular motor de la circulación de la sangre, necesaria para la renovación del oxígeno en el cuerpo por la respiración pulmonar. Es un órgano conjunto cardio-respiratorio. Recoge el deshecho del anhídrido carbónico de las células, ya gastado en el ejercicio corporal, lo elimina por las venas en la respiración, y recoge en las arterias el nuevo oxígeno necesario. Esta función fisiológica, desde luego, ya no es necesa¬ria en la resurrección, pues sus células han adquirido un estado nuevo inmutable biológicamente.

¿Nos autorizaría esto a pensar que en Jesús resucitado, en quien existe la sangre, como consta por el dogma de la Eucaris¬tía, la sangre divina de la redención (u otra equivalente, pues es elemento intercambiable), pudiera mantenerse ésta inmóvil en las venas del Resucitado al no ser necesaria para el cuerpo ya la circulación? Esto sería presentar un cuerpo resucitado, con carne y sangre, pero humanamente cuasi momificado y no humano. No es ésta la representación que la Iglesia nos ofrece del mismo. Si la sangre, como hemos dicho, es señal o símbolo de la vida, es la sangre en movimiento por el cuerpo, al que anima y comunica la vida. La Iglesia venera un Corazón vivo en movimiento de sagrados latidos o impulsos, que impelen también aquí la circulación sanguínea, que dio origen al derramamiento de la sangre redentora.

La Encíclica Haurietis Aquas de Pío XII sobre el culto eclesial al Corazón de Jesús, se expresa así en este punto concreto: «Se paró en la muerte su Corazón y cesó de latir, y su amor sensible (no el humano del alma, ni el divino) se interrumpió, hasta que triunfante de la muerte resucitó del sepulcro. Una vez que su cuerpo consiguió la gloria inmortal, y se volvió a unir a divino Redentor, vencedor de la muerte, su Corazón sacratísimo nunca más ha cesado ni cesará de latir plácida e imperturbablemente, ni dejará tampoco de manifestar el triple amor, que une al Hijo con el Padre y con la comunidad humana» (Haur. Aquas, AAS 48, 1956. 328-9). Y poco después añade: «Desde que subió al cielo nuestro Salvador, con su cuerpo embellecido por los resplandores de su eterna gloria, y se sentó a la diestra del Padre, no ha dejado de amar a la Iglesia su Esposa, con aquel amor inflamado que palpita en su Corazón» (ib, 334). Palpitacio¬nes que se dirigen hacia cada uno de nosotros en el amor.

Estas afirmaciones eclesiales, profundamente humanas y divinas, muestran claramente que la Iglesia mira el Corazón del Resucitado en perpetuo movimiento, en latido perenne de amor glorioso. Estas afirmaciones están unidas con toda la doctrina sobre el corazón como índice del amor sensible, que el mismo Jesús quiso pedir a su Iglesia que fuese venerado actualmente con culto especial (ib 340). Y ciertamente, ¿cómo podríamos ni imaginar un Corazón viviente, pero inmóvil? El latido del cora¬zón es uno de los signos característicos de la vida en el hombre. Sería un contrasentido venerar un Corazón inmovilizado por la gloria que posee, como muerto, con su preciosa sangre cuajada en perpetua inmovilidad. Fluye como signo del amor que la derramó por los hombres, precio de redención. Fluye a impulsos de los «plácidos e imperturbables latidos del divino Corazón». Aparte de que para hablar tiene que funcionar la respiración, exhalando aire con las palabras.

Si resumimos finalmente la condición gloriosa del cuerpo resucitado de Jesús de Nazaret, debemos decir que su cuerpo permanece inmutable en su nueva condición, y no necesita la renovación permanente, que tenía, como el nuestro, en su vida mortal. Sus células, tejidos y órganos son inmutables y perennes en su actividad, sin caducidad, envejecimiento, ni posibilidad de morir.

Los modernos descubrimientos de la fórmula genética del hombre y del animal, a partir de los guisantes de Mendel hasta la admirable «ingeniería genética actual», han hecho saber que hay algo individualizante en las células animales y humanas. Es el ADN o código genético individual, invariable en sí mismo, aunque en esta vida sujeto a determinadas posibles mutaciones, con 46 cromosomas en el hombre. Este código genético propio de Jesús en vida mortal ha de permanecer inmutable e intocado en su vida gloriosa, manteniendo el cromosoma o cromosomas (Y) propios de los rasgos y órganos masculinos. Es el cuerpo que fue recibido milagrosamente de la Virgen María en la concepción virginal; y tenía que ser un milagro, por ser imposible sin un milagro de mutación genética operado por el Espíritu Santo, que de una mujer nazca virginalmente un hombre .

Su carne y sangre son verdaderamente humanas, aunque hallan sometidas a nuevas condiciones del nuevo estado. Pero no es un fantasma, sino un hombre de carne y hueso (Lc 24 39), no una especie de ectoplasma espiritista, ni un fantasma de apariencia humana (Lc ib.). La expresión usada por san Pablo de «cuerpo espiritualizado» (pneumatikón) (1 Cor 15,44), no signi¬fica en modo alguno que su cuerpo no sea realmente de carne y hueso, contra la afirmación de Jesús citada en san Lucas, sino que es un cuerpo que se halla en un nuevo estado de la materia con nuevas condiciones. Tiene vida verdadera de cuerpo ani¬mado por un alma glorificada y beata sin condicionamientos tiene sentidos humanos, memoria e imaginación humana, movi¬mientos corpóreos, voz humana, figura de hombre en su con¬creto espacio corporal.

Su nueva condición gloriosa le comunica en forma habitual y permanente, dependiente de su voluntad, el esplendor de la cla¬ridad luminosa, la libertad de movimientos y desplazamientos a voluntad, la capacidad de penetrar a través de cuerpos, que en nuestro estado ordinario actual son macizos e impenetrables, y la inmutabilidad vital y con ella la plena inmortalidad. «Ha¬biendo resucitado Cristo de entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte no le domina» (Rom 6, 9). Tales son las leyes que se deducen de lo que los evangelistas narran de Jesús resuci¬tado en sus apariciones de vida nueva.
.

Beato Bernardo de Hoyos S.J., un beato para nuestro tiempo

Vida y misión apostólica (1711-1735)

La vida del padre Hoyos fue una vida oculta. Murió al comienzo de su «tercera probación», es decir, antes de que llegase a ser profeso con los últimos votos en la Com¬pañía.

Durante sus estudios vivió la experiencia del «despo¬sorio espiritual con Cristo».

Bernardo de Hoyos, a sus veinte años, se encuentra en lo que Santa Teresa llama las “sextas moradas”. La frase que Hoyos escribe en su Diario el 15 de agosto de 1731: “Yo soy Jesús de Bernardo, tú eres Bernardo de Jesús”, lo explica todo.

2.- La vocación de Bernardo de Hoyos

La vocación del padre Hoyos a este apostolado, por el que sería en España lo que fue para Francia santa Marga¬rita María de Alacoque, ocurriría en el año 1733.

3.- En la homilía de la beatificación, monseñor Angelo Amato

La beatificación del siervo de Dios Bernardo Francisco de Hoyos, de la Compañía de Jesús, supone una gran alegría para la Iglesia católica y, al mismo tiempo, un honor para España, tierra noble de santos y de mártires.

Significado de la beatificación del padre Bernardo Francisco de Hoyos?: un preclaro testimonio de la presencia en la Iglesia de sacerdotes santos – una exhorta a todos los consagrados y con¬sagradas del mundo, a vivir una existencia virtuosa, que sólo es posible como fruto de la gracia, que pro¬viene de los sacramentos de la reconciliación y de la Eucaristía - una invitación a los jóvenes cristianos permanecer firmes en sus buenos propósitos - a todos los fieles, nos ofrece un extraordinario mensaje de bondad y caridad. Él es un rayo del rostro Pascual de Cristo Resucitado. Él nos invita a confiar en el Corazón de Jesús, para obtener en ese copioso manantial el amor que debe animar nuestra vida de familia, nuestra vida social y nuestro trabajo. - Por último, el beato Bernardo recuerda que los bautizados estamos llamados a la santidad.

4.- Monseñor Renzo Fratini, nuncio de Su Santidad en España, con motivo de la beatificación de Bernardo de Hoyos

El P. Bernardo Francisco de Hoyos es una estrella fugaz, un jovencísimo sacerdote jesuíta, de 24 años, que cumplió en poco tiempo la preciosa misión que Jesús le confió mover los corazones al culto de su Sagrado Corazón, cuya «esencia, consiste en corresponder al infinito amor con que nos ama; y en reparar sus ofensas con cuantos obsequios puede inventar la piedad cristiana».
.Beato Bernardo de Hoyos S.J., un beato para nuestro tiempo


Vida y misión apostólica

1.- Datos sobre su vida

La vida del padre Hoyos fue una vida oculta. Murió al comienzo de su «tercera probación», es decir, antes de que llegase a ser profeso con los últimos votos en la Com¬pañía.

1711.- Bernardo Francisco de Hoyos nace en Torrelobatón el 20 de agosto. Acaba de terminar la Guerra de Sucesión y los Borbones se han instalado en España con la persona del rey Felipe V. El padre de Bernardo, Don Manuel de Hoyos, es el secretario del Ayuntamiento, y procede de la ciudad de Toro, mientras que su madre, Dña Francisca de Seña y Fuica, ha nacido y pasado su juventud en Medina del Campo.

¿Qué será de este niño que acaba de nacer a la sombra del gran castillo de Torrelobatón? En la primera biografía que se escribió de Bernardo de Hoyos, leemos: “Crió a Bernardo su madre con especial esmero y cuidado, diciendo algunas veces que tendría gravísimo escrúpulo del menor descuido, porque si perdía aquel hijo, le daba a conocer el cielo que le quitaba un gran santo”. (Vida I, cap 1, pár 2).

La infancia de Bernardo transcurrió sin novedad, como la de cualquier otro niño de Torrelobatón en aquel tiempo. Sí parece que le gustaba, de vez en cuando, subirse a un pequeño púlpito que había a la salida de la iglesia y desde allí repetía a la chiquillería lo que acababa de decir el cura. Poco más sabemos de sus travesuras de muchacho, que sin duda tuvo que hacerlas, dada su índole activa y su condición de liderazgo.

1721. A los diez años le envían sus padres a estudiar al colegio de los Jesuitas en Medina del Campo, el mismo colegio donde siglo y medio antes había estudiado San Juan de la Cruz. Vivía como alumno externo, ya que se hospedaba en cada de una tía suya. Si algo llamaba la atención en aquel muchachito de diez años era su deseo de aprender. Un deseo tan ardiente que le llevó un día a marcharse camino de Madrid, montado sobre un borriquillo. Iba en busca del que se consideraba entonces como el mejor colegio de todos: el Colegio imperial, del que le había hablado su tío Tomás, que vivía en Madrid.

Tras esta peligrosa aventura decidieron sus padres buscarle un colegio de gran prestigio y que, afortunadamente, no estaba lejos de Torrelobatón. En el colegio de estudios clásicos de Villagarcía pasará cuatro años, estudiando Gramática, Humanidades y Retórica. Formó parte de la Congregación Mariana, erigida en Villagarcía tan sólo unos años después de su fundación en Roma.

1726. A los quince años decide ser jesuita. Tras alguna oposición, primero por parte de sus padres que lo veían demasiado joven, y luego también por los Superiores de la Compañía, que lo veían por entonces débil de salud, supo encontrar Bernardo un gran valedor en el P. José Félix de Vargas, un anciano retirado a Villagarcía y que había ocupado puestos de alto gobierno en la Orden. Bernardo supo captarse la confianza y benevolencia de este Padre, logrando así su deseo. Este arte de saber captarse las voluntades de la gente será una de las cualidades que ayudará a Bernardo de Hoyos en su futura tarea de extender el culto al Sagrado Corazón.

Admitido en el Noviciado de Villagarcía en 1726, comenzará sus estudios de Filosofía dos años más tarde en la ciudad de Medina del Campo. Su estancia en esta ciudad se prolongará hasta octubre de 1731, en el que lo vemos ya entrar por la iglesia de lo que hoy es el Santuario de la Gran Promesa, en Valladolid.

Quedan dos años para que Bernardo, en 1733, reciba el encargo de extender por toda España el culto al Corazón de Jesucristo. ¿Qué ha sucedido en estos siete años que van de 1726, en que se mete jesuita, y 1733, en que recibe el “encargo” del Señor?

Bernardo Javier Hoyos fue conducido por la gracia de Dios por los caminos de una elevada vida mística. Este fue el motivo por el que sus superiores quisieron que co¬municase por escrito al padre Agustín de Cardaveraz los íntimos secretos de su vida espiritual, y que además la correspondencia entre ambos fuese siempre conocida por el padre Juan de Loyola.

La divina providencia dispuso así que aquel joven que moriría tan prontamente, y que no alcanzaría a publicar escrito alguno, pueda ser hoy conocido por las cartas que se conservaron en que el pa¬dre Cardaveraz respondía a sus consultas, y que son el principal testimonio de aquella elevada vida mística.

Durante sus estudios vivió la experiencia del «despo¬sorio espiritual con Cristo». Nadie sospecha las alturas por las que camina Bernardo, ya que exteriormente nada parece traslucirse de su camino interior. He aquí las palabras que re¬fiere haber oído dichas a él por Jesús:

«Alma escogida: yo te quiero por esposa... Igual es mi poder, mi grandeza, mi inmensidad, mi bondad, mis atri¬butos y mis perfecciones con las del Padre y el Espíritu Santo.
»Esto fue en nombre de la divinidad, y lo que sigue, de la humanidad santísima: yo soy Dios y Hombre; dotado, en cuanto hombre de todas las dotes correpondientes a mi dignidad... a mí se me ha entregado el mando de todo lo criado, siendo rey de todo ello.
»Esta hermosa máquina del universo con todas sus perfecciones me está sujeta como hacedor, en cuanto Dios y en cuanto heredero del cetro de Judá» (ob. cit., p. 125).

Al escribir esto en 1730, no había cumplido Bernar¬do Javier todavía diecinueve años y cursaba el tercer año de Filosofía. Es digno de notarse este texto por la conexión que siempre ha tenido el apostolado del Sagrado Corazón de Jesús con la afirmación del Reinado de Cristo en el mundo.


Lo cierto es que Bernardo de Hoyos, a sus veinte años, se encuentra en lo que Santa Teresa llama las “sextas moradas”. La frase que Hoyos escribe en su Diario el 15 de agosto de 1731: “Yo soy Jesús de Bernardo, tú eres Bernardo de Jesús”, lo explica todo.


2.- La vocación de Bernardo de Hoyos

La vocación del padre Hoyos a este apostolado, por el que sería en España lo que fue para Francia santa Marga¬rita María de Alacoque, ocurriría en el año 1733. La cer¬teza del llamamiento divino la expresaba así en carta al padre Juan de Loyola:

«Yo no se cómo me vienen estos pensamientos, por¬que yo discurro muy poco sobre esta materia y sin discur¬so —es decir, sin razonamiento propio— me lo hallo todo hecho» (p. 299).

Pero Dios había querido que el primer sentimiento de la voluntad divina viniese después de la lectura de unas páginas de la obra del padre Gallifet, el gran apóstol que en 1726 publicó en Roma su obra en latín Sobre el culto del sacrosanto corazón de Nuestro Dios y Señor Nues¬tro Jesucristo. El motivo de esta lectura fue el atender al ruego del padre Agustín de Cardaveraz que tenía que pro¬nunciar en la parroquia de San Antonio Abad de Bilbao un sermón en torno a la fiesta del Corpus Christi, y le pidió a Bernardo Javier le copiara algunos párrafos del primer capítulo de la obra.

Aquel gran teólogo del Corazón de Jesús argumenta¬ba, frente a los que ya entonces discutían sobre el origen de la devoción en «revelaciones privadas», que también la propia fiesta del Corpus había tenido su origen en las comunicaciones del Señor a santa Juliana de Falconieri, y apoyándose en esto defendía la autenticidad del mensaje contenido en los escritos de santa Margarita María de Alacoque.

Leyendo este libro descubre Bernardo la espiritualidad del Corazón de Jesús y queda impactado fuertemente, tan fuertemente que –recordando aquellos momentos- escribirá: “sentí en mi espíritu un extraordinario movimiento, fuerte, suave y nada arrebatado ni impetuoso, con el cual me fui luego al punto delante del Señor Sacramentado a ofrecerme a su Corazón, para cooperar cuanto pudiese, a lo menos con oraciones, a la extensión de su culto”

He aquí cómo refiere Bernardo Javier lo que Dios obró en él en ocasión de aquella lectura:

Día 3 de mayo (1733)
«Yo que no había oído jamás tal cosa, empecé a leer el origen del culto del Corazón de nuestro amor Jesús, y sentí en mi espíritu un extraordinario movimiento...»

Día 4 de mayo
«No pude echar de mí este pensamiento hasta que ado¬rando la mañana siguiente al Señor en la hostia consagra¬da me dijo clara e distintamente que quería, por mi me¬dio, extender el culto de su corazón para comunicar a muchos sus dones».

Día 5 de mayo
«Todo el día anduve con notables afectos al Corazón de Jesús, y ayer... repitióme la elección que había hecho de este indigno siervo suyo para adelantar su culto... que sería singular agrado suyo que esta provincia de su Com¬pañía tuviese oficio y celebrase la fiesta de su corazón...»

Día 10 de mayo
«El domingo pasado inmediato a la fiesta de nuestro San Miguel, después de comulgar sentí a mi lado este santo arcángel que me dijo cómo extender el culto del Corazón de Jesús por toda España y, más universalmen¬te, por toda la Iglesia, aunque llegará día en que esto suceda, ha de tener gravísimas dificultades, pero que se ven¬cerán; que él, como príncipe de la Iglesia, asistirá a la empresa...»

Día 14 de mayo: Ascensión del Señor
«Dióme a entender que no se me daban a gustar las riquezas de este corazón para mí sólo, sino para que por mí las gustasen otros. Pedí a toda la Santísima Trinidad la consecución de nuestros deseos. Y pidiendo esta fiesta en especialidad para España, en que ni aún memoria pa¬rece que hay de ella, me dijo Jesús: REINARE EN ESPA¬ÑA CON MAS VENERACIÓN QUE EN OTRAS MU¬CHAS PARTES (pp. 244 a 248).

Aunque el padre Agustín de Cardaveraz vivía, desde hacía muchos años, la espiritualidad del Corazón de Je¬sús, no se había sentido movido a difundirla en otros, y mucho menos a darla a conocer públicamente. En 1733, no había casi memoria de ella en España.


3.- Intensa labor apostólica para difundir la devoción al Corazón de Jesús

A Bernardo Javier Hoyos le daría la divina providen¬cia la oportunidad de cumplir el encargo recibido sólo en el período que va del mes de mayo de 1733 al mes de noviembre en 1735 en que había de morir. En aquel breve período el fervor de su acción, en especial por correspon¬dencia epistolar, iba a cambiar por completo la situación.

Persuadido Bernardo de que ésta es su tarea, se lanzará con todas sus fuerzas a cumplirla. Tiene tan sólo 22 años, es un simple estudiante de segundo curso de Teología; pero va a desarrollar una actividad inaudita.

Lo primero que hace Bernardo es elaborar un plan de acción en siete puntos muy concretos:
1) Ganarse a los jesuitas más influyentes
2) Publicar libros sobre esta devoción y culto
3) Difundir por doquier grabados y estampas
4) Extender por el pueblo fiel la novena al Corazón de Jesús
5) Lograr que los misioneros “populares” den a conocer esta devoción entre la gente.
6) Interesar a los Obispos de España para que pidan a la Santa Sede esta fiesta
7) Contactar con la familia real para conseguir el apoyo del rey ante la Santa Sede con vistas a obtener para España esta fiesta del Corazón de Jesús.

Pero ¿quién era él para llevar a cabo una tarea tan grande? El mismo escribirá que, ante tamaño encargo, “quedé algo turbado, viendo la improporción del instrumento y no ver medio para ello...” Sin embargo, siente que el Señor está con él dándole la fortaleza necesaria.

Esbozado el plan, cae en la cuenta de que –como en toda batalla- se necesita una vanguardia, pero también una retaguardia. La retaguardia estará formada principalmente por la Madre Ana María de la Concepción y sus religiosas cistercienses del convento de San Joaquín y Santa Ana. En una visita “muy larga y muy santa” que tiene con ella, “convinieron en que el negocio era muy arduo y que pedía muchas y fervorosas oraciones al mismo Sagrado Corazón de Jesús, y que se encontrarían muchas oposiciones”.

Para la vanguardia cuenta con el llamado “Grupo de los Cinco”: su director espiritual, el P. Juan de Loyola (47 años y fecundo escritor); Agustín de Cardaveraz, casi compañero suyo, buen predicador y pronto misionero popular en Guipúzcoa y Navarra, 30 años; Pedro Peñalosa, segoviano de 38 años, predicador y traductor de un libro del P. Croisset sobre el Sagrado Corazón; Juan Lorenzo Jiménez, compañero de estudios y entusiasta de Bernardo, 23 años; y, cerrando el grupo, el que tendrá mayor influjo en la extensión del culto al Sagrado Corazón: el famoso misionero popular Pedro de Calatayud, que dará “misiones” por toda España y Portugal, hablando de esta devoción y creando las primeras Cofradías del Corazón de Jesús. Tenía entonces 44 años.

Lo primero que hacen es consagrarse privadamente al Corazón del Señor, empleando la misma fórmula que años antes habían utilizado San Claudio de la Colombiére y Santa Margarita Mª de Alacoque. Esa fórmula era como el juramento secreto del Grupo y sus señas de identidad. Por ello procurarán que quienes se les vayan adhiriendo, se consagren al Corazón de Jesús con la misma fórmula.

Pronto se adhieren y apoyan al Grupo antiguos Padres Provinciales, Rectores, Maestros de novicios... Bernardo poseía unas dotes de persuasión verdaderamente notables. Estar apoyados en aquellos momentos por gente de autoridad y de peso en la Provincia jesuítica de Castilla era importante, pero no bastaba.


4.- Libros sobre la devoción al Corazón de Jesús: El Tesoro escondido

En 1734 el jesuita Pedro Calatayud publicó en Mur¬cia un libro sobre Incendios sagrados del Corazón de Jesús en las almas devotas. Aquel mismo año apareció en Pamplona la traducción de la obra La devoción al Sa¬grado Corazón de Jesús, del jesuita francés Croiset, dis¬cípulo de san Claudio la Colombiére y que había tenido intensa comunicación epistolar con la propia santa Mar¬garita María de Alacoque. También por iniciativa de Ber¬nardo Javier, su director y amigo el padre Juan de Loyola publicó en Valladolid la primera edición de su libro: Te¬soro escondido en el secretísimo Corazón de Jesús des¬cubierto a nuestra España. Siguieron las ediciones de Barcelona (1735) y Madrid (1736).

La impresión del libro pasó muchas peripecias: primero lograr que Loyola lo escribiese..., después que pasara la censura de la Orden (nada fácil por tratarse de una devoción “nueva”, muy combatida incluso en el ambiente romano....). Se logró el visto bueno de la censura... (Bernardo respiró...!); pero el Provincial exigió que se llevara el libro a Roma para ser estudiado por los Censores de la Curia oficial de la Compañía de Jesús. Nuevo retraso... Pasa el tiempo y no llegan noticias (Bernardo se decide a pedirlo en la novena de la Gracia). Por fin llega la respuesta positiva de Roma. Todo parecía solucionado. Pero, inesperadamente, el Provincial niega el permiso de publicación del “Tesoro escondido”. ¿Razón? Acababa de salir un libro, publicado por el P. Calatayud, que trataba del Sagrado Corazón... En efecto, el P. Calatayud había escrito por entonces un librito titulado “Incendios de amor”. Hubo que demostrar al P. Provincial que aquel libro era de tipo oracional, meramente piadoso...y que apenas nada tenía que ver con el Tesoro escondido. Estudiado todo, al fin el Provincial da el deseado permiso de impresión. Bernardo lo lleva a la imprenta de la Universidad..., comienza ya a corregir las primeras pruebas...y ¡otra dilación más! El Rector de San Ambrosio le pide que vaya a acompañar a un compañero enfermo, que necesitaba tomar “los aires de su tierra” por prescripción médica. Tenía que marcharse con él al pueblo de Villerías. Más tarde dirá Bernardo que esa fue una de las obediencias que más le costaron en su vida.

Por fin, el 21 de octubre de 1734 Bernardo comulgó llevando oculto en la sotana el libro tan intensamente deseado del “Tesoro escondido”. Para él había procurado toda una serie de indulgencias, como se estilaba entonces, concedidas por algunos Obispos, entre ellos el Arzobispo de Burgos Don Manuel de Samaniego y Jaca, que incluso le costeó la edición. Ese ejemplar se conserva hoy en el Archivo de Loyola.

El libro estaba ya en la calle y pronto vendrían otras ediciones. En los cuatro años siguientes se editaría no menos de ocho veces. Realmente fue un “best seller” de la época

5.- Grabados, estampas, cofradías y primera novena del Corazón de Jesús

Pero el libro no bastaba. Mucha gente entonces no sabía leer ni escribir. Se necesitaba algo que les entrase por los ojos: los grabados, las estampas. Y Bernardo trajo de Roma miles de estampas; incluso logró adquirir la plancha con la que Miguel Sorelló, buen grabador, había estampado una de las primeras láminas que se conocen del Sagrado Corazón. Con ella se multiplicarían tanto las estampas-grabado del Corazón de Jesús que, no sin cierta exageración, llega a escribir el P. Loyola: “se podía decir seguramente que apenas hubo lugar ni pequeña aldea en toda España, donde no se adorase por este medio el Corazón de Jesús”.

Además de los grabados, Bernardo de Hoyos recurrió a las novenas, muy apreciadas en el siglo XVIII. Con vistas a una expansión masiva el P. Loyola publicará una novena que llegará no sólo a los conventos, sino también a no pocas parroquias de nuestra Patria. El procedimiento era muy sencillo. Se metía en un sobre una estampa del Corazón de Jesús y la novena, y en él se escribía: A N. N...que Dios guarde muchos años, en la ciudad (o villa) de N. Y si se enviaba a un convento, se añadía una nota que decía: “El que remite a Vd esta estampa y novena, le ruega se digne introducir en su santa comunidad la devoción al Corazón de Jesús, y suplica a todas las religiosas que comulguen todos los primeros viernes de mes”.

Sin duda que el medio más eficaz para extender la devoción y culto al Corazón de Jesucristo fueron las misiones populares. Y el gran paladín de ellas era el P. Pedro de Calatayud. Hombre pasional y ardiente, encendido en celo de las almas, fue un predicador incansable de esta devoción. Gracias a las Cofradías del Sagrado Corazón, que siempre fundaba al terminar las “misiones” para mantener el fruto espiritual de las mismas, logró Calatayud sembrar esta devoción en regiones enteras de España. La primera Cofradía la creó en Lorca (1734). Cuando nos habla de sus “misiones” en tierras asturianas (1736) dirá: “sólo en Asturias superan el centenar”.

Si el P. Calatayud fue el realizador de las Cofradías del Sagrado Corazón, Bernardo de Hoyos fue su inspirador. Así lo reconoce el mismo Padre cuando, recién muerto el P. Hoyos, escribe: “Lo que puedo decir es que...él fue el impulso y motor para que yo publicase esta devoción desde el púlpito; para que la insinuase a varias y muchas comunidades religiosas y la abrazasen muchas almas...., para que yo fundase las Congregaciones del Corazón de Jesús...”

Terminados sus estudios de teología, organizará Bernardo en el mes de Junio de 1735, entorno a la fiesta del Corpus, la que fue la primera novena pública al Sagrado Corazón en nuestra Patria. Tuvo lugar en la Capilla llamada “de las Congregaciones marianas”, ante un cuadro que el mismo Hoyos mandó pintar y que luego se trasladaría a una de las capillas de la iglesia (el actual Santuario). Aquella novena fue todo un éxito, no sólo por la numerosa gente que acudió a ella, sino sobre todo porque –escribe Bernardo-: “...el Corazón Sagrado del Salvador se ha dejado conocer y, a lo menos, ha abierto la puerta para que se pueda hablar francamente de su causa en los púlpitos...”.


6.- Últimas labores apostólicas y muerte

Quedaban aún pendientes dos tareas por realizar: contactar con los Obispos y con la familia real. Ambas logró Bernardo llevarlas a cabo, valiéndose de otras personas. Para con los Obispos el contacto fue el Arzobispo de Burgos, quien envió a cada uno de ellos un ejemplar del “Tesoro escondido” y la petición de que, unido a los demás, solicitase del Santo Padre la fiesta, misa y oficio del Sagrado Corazón.

Esta misma petición lograría Bernardo que la hiciese el rey Felipe V , por medio de su Embajador ante la Santa Sede. ¿Cómo lo consiguió? Por medio del confesor real. Lo era entonces un jesuita escocés, el P. Clarke. Bernardo se enteró de su estancia en el palacio de verano, en La Granja de San Ildefonso, y le faltó tiempo para escribir inmediatamente a su querido P. Loyola (Rector entonces en el colegio de Segovia) para que se pusiera en contacto con el jesuita escocés y éste con el Rey.

Pero ya antes de esto, había enviado Bernardo a la familia real unos ejemplares de su libro junto con algunas estampas. Conservamos la carta que Don Juan de Idiáquez, Conde de Salazar y Duque de Granada, escribe de parte de la familia real: “Sus Altezas los príncipes Don Fernando VI y Dña María de Braganza me mandan manifestar a V.R su especial estimación y gratitud por tan singular regalo”.

Iniciado el mes de septiembre de 1735, Bernardo de Hoyos que se había ordenado de sacerdote el primero de enero de ese año, se traslada al colegio de San Ignacio, en la misma ciudad de Valladolid, para hacer su Tercera Probación. No la pudo acabar. En el mes de noviembre enfermó de tifus y quince días más tarde moría, abrasado por la fiebre. Era el martes 29 de noviembre de 1735. Había vivido solamente 24 años, tres meses y nueve días; pero supo vivirlos a fondo!

Es aleccionador y estimulante advertir la plena conciencia que tenían aquellos primeros apóstoles del Corazón de Jesús en España de que estaban iniciando una obra que por designio divino tenía que fructificar definitiva y universalmente en España y en el mundo. La certeza de que serían vencidas todas las dificultades que el mismo. Señor les había anunciado, es también para nosotros un renovado mensaje. El reinado del Corazón de Jesús en España, prometido en 1733, se habrá ido cumpliendo no tanto en la pública consagración oficial al Sagrado Cora¬zón, sino también y muy especialmente en la semilla fecunda de los mártires de la gran persecución de los años 1936-1939, que fructificará sin duda en el futuro.



La Beatificación de Bernardo de Hoyos S.J.


1.- Congreso del Corazón de Jesús

Como preparación del acontecimiento, la semana precedente tuvo lugar en la facultad de Derecho de la Universidad vallisoletana el Congreso del Corazón de Jesús bajo el lema «Me mostró su Corazón. Bernardo de Hoyos, testigo de una promesa para nuestro mundo» De entre las ponencias del fin de semana a que pudimos asistir, destacamos la impactante exposición a cargo de Alicia Beauvisage, y del padre Eduardo Marot, ex rector del santuario de Paray-le-Monial, responsables de los viajes de las reliquias de santa Margarita alrededor del mundo, que expusieron sus experiencias de cómo el mensaje del Corazón de Jesús es aceptado, comprendido y correspondido, sin la menor dificultad, por toda clase de personas, pueblos y razas. Seguidamente, el padre Máximo Pérez S.J., presentó una precisa síntesis biográfica del padre Hoyos. La clausura estuvo a cargo de monseñor Angelo Amato, con la ponencia titulada: «"Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien quiera dar a conocer". El Corazón de Cristo y su amor redentor».

2.- Vigilia Juvenil de adoración en el templo de la Gran Promesa

En la noche de la víspera de la beatificación monseñor Francisco Cerro, obispo de Coria-Cáceres, presidió la vigilia juvenil de adoración en el Templo de la Gran Promesa, abarrotado de jóvenes, en que tras la proyección de un inspirado vídeo del nuevo Beato, glosó sus palabras al Corazón de Jesús, momentos antes de recib Gran Promesa: «Este es mi descanso para siempre, moraré en él, porque lo he elegido». Numerosos jóvenes se sucedieron en turnos de adoración hasta el rezo de Laudes al amanecer.


3.- El acto de la beatificación, actualización anticipo de la promesa de su reinado

Hace 62 años, el 22 de mayo de 1948, en la conmemoración del 25 aniversario de la con¬sagración de la ciudad de Valladolid al Corazón de Jesús y la entronización de la imagen del Corazón de Jesús sobre la torre de su catedral metropolitana, el entonces arzobispo monseñor Antonio García recibía del Vaticano el siguiente telegrama: «Excmo. y Rvdmo. Señor, el Santo Padre [Pío XII] pide al Corazón Divino de Jesús, que en la capital de esa Archidiócesis tiene un foco de luz y de amor.... que se realice en ella, antes que en otras partes, la promesa de su reinado». J. B. Montini, Substituto. Secretaría de Estado. El firmante sería luego papa Paulo VI.

En la mañana de este tercer domingo de Pascua, 18 de abril de 2010, los devotos del Sagrado Co¬razón, con ojos providencialistas, hemos podido contemplar el gran acontecimiento de la beatifi¬cación de su apóstol Bernardo, como el principio del cumplimiento de aquella petición del entonces Vicario de Cristo, y como confirmación de la plena vigencia de los designios del Corazón de Jesús de reinar en España que impulsaron al hoy silenciado gran arzobispo Remigio Gandásegui a consagrarle su diócesis y a erigirle su santuario de la Gran Promesa.

La plaza de Colón, donde se hallaba instalado el presbiterio, y la amplia avenida de Acera de Recoletos, estaban repletas de una multitud de más de veinte mil fieles. En repre¬sentación del Papa, el legado pontificio monseñor Angelo Amato presidió la Eucaristía. Con él se ha¬llaban el nuncio apostólico en España, el prepósito general de la Compañía de Jesús, el vicepostulador de la Causa padre Postigo, S.J.. y entre otros, el arzobispo de Toledo monseñor Braulio Rodríguez, el presidente de la Conferencia Episcopal Española monseñor Antonio María Rouco, numerosos obispos y representantes de congregaciones religiosas con el carisma del Corazón de Jesús, y en las primeras filas, diversas autoridades civiles y medio millar de sacerdotes.

Monseñor Amato iniciaba la celebración dicien¬do:

«El padre Hoyos es un rayo del rostro pascual del Cristo resucitado, que nos invita a confiar en el Corazón de Jesús, para obtener en ese copioso manantial el amor que debe animar nuestra vida de familia, nuestra vida social y nuestro trabajo».

Seguidamente, monseñor Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid desde hacía apenas unas horas, tras leer una breve reseña biográfica del padre Hoyos, se dirigió al legado pontificio:

«Exce¬lencia, humildemente hemos pedido a Su Santidad Benedicto XVI que se digne inscribir en el número de los beatos al venerable siervo de Dios Bernardo Francisco de Hoyos».

En respuesta, el prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos dio lectura a la carta apostólica de Benedicto XVI:

«Acogiendo el deseo de nuestro hermano Ricardo Blázquez y de muchos hermanos en el episcopado y fieles, y después de haber consultado a la Congregación para las Causas de los Santos, concedemos que el venerable sierro de Dios, reli¬gioso, miembro de la Compañía de Jesús, testigo humilde del amor de Cristo y apóstol en la devoción del Corazón de Jesús, sea llamado beato y que su fiesta se puede asi celebrar el 29 de noviembre, día de su nacimiento para el cielo».

Un atronador aplauso entre ondear de estandartes y banderas siguió a estas autorizadas palabras del representante del Corazón de Jesús en la tierra, mientras el coro entonaba vibrante el «Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat».

Tras el rito de beatificación y finalizada la Euca¬ristía, el arzobispo de Valladolid pidió la intercesión del nuevo Beato en nuestra actual situación socio-cultural «en la que se desatiende a Dios, e incluso se le declara indiferente a la vida humana. Como conclusión sonó por los altavoces el canto por distin¬tos coros diocesanos del tradicional himno del padre Hoyos. Al día siguiente, el presidente de la Conferencia Espiscopal Española, glosando el magnífico acto de la víspera, invitaba a sus miembros a comenzar la sesión con el canto del Oficio al Corazón de Jesús: Cor Iesu Sacratissimum, adveniat Regnum tuum... El beato Hoyos les inspiraba.


4.- Homilía de monseñor Angelo Amato

1. Queridos hermanos. La beatificación del siervo de Dios Bernardo Francisco de Hoyos (1711-1735), de la Compañía de Jesús, supone una gran alegría para la Iglesia católica y, al mismo tiempo, un honor para España, tierra noble de santos y de mártires. Aunque es verdad que su breve existencia terrena aconteció hace ya tres siglos, su fama de santidad ha sobrevivido los años difíciles de la supresión de la Compañía en 1773 y permanece todavía muy viva en España, en América Latina y lógicamente aquí, en Valladolid, al igual que en su pueblo natal. Son, además, muy numerosas las gracias obtenidas por su intercesión.

Si bien era pequeño de estatura y de delicada apariencia, el padre Hoyos es un gran testigo de la perfección cristiana, vivida con serenidad y ternura, pero con solidez y sin connotaciones pueriles. Fue un enamorado del Corazón de Jesús, cuya devoción predicó y propagó con todas las fuerzas de su amor y de su celo apostólico.

Ya desde el noviciado, cuando todavía tenía 15 años, recibió gracias espirituales extraordinarias que se intensificaron en los últimos años de su corta vida. Siendo joven estudiante de teología, el Señor le continuó enriqueciendo con visiones místicas espe¬ciales que le llevaron a difundir en España el culto público al Sagrado Corazón de Jesús. Pero Bernardo destacaba también por sus cualidades humanas poco comunes. De hecho, estaba dotado de una notable inteligencia, como lo demuestra el brillante resultado obtenido en la solemne disputa académica que tuvo lugar al final de sus estudios de filosofía.

Su originalidad espiritual consiste en la capaci¬dad de acoger, en armonía con la mística ignaciana, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, según la impronta trazada por santa Margarita María de Alacoque.

Fue el primero, de hecho, en considerar la im¬portancia de esta devoción como un instrumento de santificación personal y de eficaz apostolado. La devoción al Sagrado Corazón no consiste en otra cosa sino en el culto al amor redentor de nuestro Salvador, cuya enseñanza se puede resumir en el único mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

2. Con razón se le puede aplicar a nuestro Beato el íntimo diálogo entre Cristo Resucitado y san Pedro, que hemos leído en el Evangelio de hoy (Jn 21,15-17). Por tres veces Jesús dirige a Pedro la pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres más que éstos?». Y por tres veces, Pedro le responde: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero».

El beato Bernardo fue sometido al examen del amor durante toda su vida, pero sobre todo en los últi¬mos tiempos, cuando ya era sacerdote. Fiel miembro de la Compañía de Jesús, amaba a Cristo, su Señor, y sentía que era su bendito corazón el manantial de toda caridad. El Sagrado Corazón fue su verdadera escuela. Como el apóstol Juan, él reclinó su cabeza en el Corazón de Jesús, para contar al mundo la riqueza de este amor infinito.

Su entusiasmo por la devoción al Corazón de Jesús no se basaba en un sentimentalismo superfi¬cial, sino en una auténtica vivencia de caridad. La espiritualidad del Corazón de Jesús fue para él fuente de una cuádruple experiencia.

Fue primero y ante todo experiencia de transfi¬guración. Al poner su corazón junto al Corazón de Jesús, se convierte en un apóstol inflamado de cari¬dad. En el fuego, la leña se quema y da calor. En el Corazón de Jesús su corazón se quemaba de amor. Podía así repetir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).

Además, segundo, la espiritualidad del Sagrado Corazón significó para él una experiencia de acepta¬ción interior del sacrificio. El Corazón de Jesús es un corazón ensangrentado, traspasado y herido por los pecados y la traición de sus amigos y hermanos. Al beato Bernardo no le fue ahorrada la prueba dolorosa de la noche oscura y del gran abandono, que duró del 14-11-1728 al 17-4-1729.

En tercer lugar, la espiritualidad del Sagrado Co¬razón fue para nuestro beato una experiencia intensa de oración continua y de diálogo de amor. Escuchar el latido del Corazón de Cristo significa hablar con Jesús y así alcanzar la verdad de aquel que es la Verdad en persona.

Finalmente, la espiritualidad del Sagrado Corazón supuso para el beato Bernardo de Hoyos una experiencia de santificación. Él buscó en el Corazón de Cristo el alimento para su fe, la ayuda para su fide¬lidad sacerdotal, la creatividad para su apostolado y la alegría de su vida de gracia.


3. ¿Qué significado tiene hoy la beatificación del padre Bernardo Francisco de Hoyos? La respuesta es múltiple.

A nuestro parecer, tal acontecimiento eclesial es sobre todo un preclaro testimonio de la presencia en la Iglesia de sacerdotes santos. En este año sa¬cerdotal, nuestro beato dice a todos los sacerdotes del mundo una palabra de estímulo para vivir con alegría la sublime misión del anuncio del Evangelio, según el ejemplo de san Ignacio de Loyola, del Santo Cura de Ars, de san Juan Bosco, de san Damián de Veuster, el héroe de los leprosos de Molokaí, de san Pío de Pietrelcina.

En segundo lugar, como religioso, exhorta a sus hermanos, y también a todos los consagrados y con¬sagradas del mundo, a vivir una existencia virtuosa, que sólo es posible como fruto de la gracia, que pro¬viene de los sacramentos de la reconciliación y de la Eucaristía. Es posible superar la fragilidad humana y vivir en gracia sólo si permanecemos estrecha¬mente unidos al Corazón de Cristo y a su perdón y misericordia. No hay atajos ni caminos fáciles. Sin la gracia que brota del Sagrado Corazón de Jesús no se puede vivir la santidad.

Por otra parte, Bernardo de Hoyos, muerto cuando apenas contaba veinticuatro años, pocos meses después de haber sido ordenado sacerdote, es una invitación a los jóvenes cristianos permanecer firmes en sus buenos propósitos y es también un empuje para aquellos jóvenes que sienten que el Señor les llama a dar una respuesta generosa y definitiva.

A todos los fieles, además, el beato Bernardo nos ofrece un extraordinario mensaje de bondad y caridad. Él es un rayo del rostro Pascual de Cristo Resucitado. Él nos invita a confiar en el Corazón de Jesús, para obtener en ese copioso manantial el amor que debe animar nuestra vida de familia, nuestra vida social y nuestro trabajo.

Por último, el beato Bernardo recuerda que los bautizados estamos llamados a la santidad. La vocación de los discípulos, de hecho, es la santidad. «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». (Mt 5,48). Nuestro Beato nos exhorta a vivir «como conviene a los santos» (Ef 5,3). La santidad no debe ser exclusiva de los sacerdotes ni de los consagrados. Todos los cristianos estamos llamados a la plenitud del amor. La santidad de los laicos es hoy más necesaria que nunca para promover un estilo de vida más humano y para introducir en la sociedad terrena aquellas virtudes evangélicas que fa el bien y la verdad.

4. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (1Jn 4,16). Como en el beato Bernardo, también Dios ha derramado en nosotros su amor por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5,5). Ayudados por su ejemplo e intercesión, hagamos crecer la caridad en nuestro corazón, como una buena semilla que da frutos buenos.

Para finalizar, queremos expresar nuestra gratitud al Santo Padre por el precioso regalo de esta Beatificación. El Papa ama mucho a España y a todos los españoles y reza para que vuestro pueblo continúe dando testigos ejemplares del Evangelio de Jesús como el beato Bernardo de Hoyos. Amén.



«En lo profundo del mensaje de la vida del nuevo beato percibimos la urgencia de una tarea que realizar y para la que Dios cuenta con nosotros»
Comunicado de monseñor Renzo Fratini, nuncio de Su Santidad en España, con motivo de la beatificación de Bernardo de Hoyos
EN estos primeros meses en que inicio la tarea que el Santo Padre me ha confiado al servi¬cio de la Iglesia que peregrina en España, es para mi ocasión de gran estímulo y esperanza la concurrencia de varias beatificaciones de hijos de esta querida nación. Veo en ello significada la poderosa acción del Espíritu Santo que actúa di¬versamente en cada caso enriqueciendo a la Iglesia universal, lo cual no puede sino revertir en bien de nuestras comunidades eclesiales.

El P. Bernardo Francisco de Hoyos es una estrella fugaz, un jovencísimo sacerdote jesuíta, de 24 años, que cumplió en poco tiempo la preciosa misión que Jesús le confió mover los corazones al culto de su Sagrado Corazón, cuya «esencia, consiste en corresponder al infinito amor con que nos ama; y en reparar sus ofensas con cuantos obsequios puede inventar la piedad cristiana».

El P. Hoyos vio el sentido de su vida desde aque¬llas palabras del salmo «¿Con qué pagaré el bien que me ha hecho?» (Sal 115). Su vida la considera una deuda de agradecimiento, una correspondencia al encendido amor del Verbo hecho carne que nos da todo bien entregando su vida por nosotros en la Cruz. Esa correspondencia la vive en la contem¬plación del sufrimiento del Corazón «traspasado por nuestras rebeliones» (Is 53, 5), en el espíritu de servicio y en el ejercicio de la humildad como nos dice su primer biógrafo: «se ejercitaba en los ofi¬cios humildes y en cuanto podía hacerle semejante al humilde Corazón de su amado Jesús, que estaba muy en lo más íntimo de su corazón».

De ahí nacía en el P. Hoyos el ímpetu del celo apostólico. Buscar el Reino de Cristo en la vida, en la sociedad humana, emprendiendo empresas vivifi¬cadas por el amor de Cristo, amigo de los hombres, que busca la amistad de las personas, dándonos la capacidad de contribuir en la obra de la creación con la bondad que sólo El puede derramar en nuestros corazones mediante el don de su Espíritu Santo.

En el culto al Corazón del Redentor nos vemos amados con un corazón de carne, exactamente como el nuestro menos en el pecado (Cf. Heb 4, 15). Es muy curioso comprobar que, precisamente cuando el hombre en los últimos siglos siente la tentación de experimentar su libertad como un derecho sub¬jetivo, sin referencias a la razón, a la objetividad de su naturaleza, se producen entonces como efecto las ideas bien de un Dios lejano que nos ha dejado a nuestra suerte sin intervenir en nuestra vida; o bien de un Dios a mi semejanza, donde proyecto lo que yo soy o me gusta, así como también una religión a la carta, donde mi compromiso lo mide lo que cada uno está dispuesto a aceptar según su particular criterio.
Es en este contexto donde la devoción al Corazón de Jesús aparece como un camino que nos conduce a lo auténtico, a sanear nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos, a recuperar realmente el ámbito de la libertad que sólo se fortalece en la relación con Cristo. Como nos dicen los últimos pontífices, es en esa relación donde somos capaces de descubrir el fin y el sentido de nuestra vida, «a permanecer alejados de ciertas perversiones del corazón y a unir el amor filial a Dios con el amor al prójimo».

El conocimiento que el hombre encuentra en la fe le pone ante la realidad de ser amado por Dios. Este misterio, siendo inabarcable, le adviene como algo que le permite crecer, y le hace capaz de lo más grande, de entregarse totalmente sin esperar nada a cambio.

En lo profundo del mensaje de la vida del nuevo beato Bernardo Francisco de Hoyos percibimos la urgencia de una tarea que realizar y para la que Dios cuenta con nosotros. Esa tarea es un oficio de amor que tiene su fuente en el misterio de Cristo que trans¬forma nuestra propia vida. Como enseña el Santo Padre Benedicto XVI al hablar del culto al Corazón de Jesús con ocasión del quincuagésimo aniversario de la encíclica Hanrietis aquas:

«cuando practica¬mos este culto no sólo reconocemos con gratitud el amor de Dios, sino que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra vida quede cada vez más modelada por Él... la experiencia del amor surgida del culto del costado traspasado del Re¬dentor nos tutela ante el riesgo de replegarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una vida para los demás».

Hago un llamamiento en particular a los jóvenes. El P. Hoyos es un precioso testimonio de los que ellos más codician. Sí, existe un amor que es capaz de llenar completamente el corazón y de empeñarlo en una gran tarea cargada de ilusión, portadora de luz y esperanza a los hombres con la entrega propia vida. Ese amor es Cristo Jesús. Este jesuíta nos enseña cómo vivir la amistad con dándole el primer lugar en la vida.

Al felicitar a la Iglesia que peregrina en España y en particular a la archidiócesis de Valladolid y a la Compañía de Jesús, expreso mis mejores de que esta beatificación sea ocasión de renovar la apertura de nuestra voluntad a la de Dios para que «su Nombre sea santificado así en la tierra como en el cielo».
.