lunes, 31 de marzo de 2014

EL ESPÍRITU SANTO CAUSA NUESTRA DIVINIZACIÓN

EL ESPÍRITU SANTO CAUSA NUESTRA DIVINIZACIÓN

La presencia real del Espíritu Santo en nuestras almas, causa próxima de nuestra divinización

1.- En qué consiste nuestra divinización.

La divinidad no está en nosotros como en Jesucristo ,

porque la posee por derecho propio, plena y perfecta desde el principio. En nosotros está por participación.

2.- El Espíritu Santo habita realmente en el alma justa.

Santo Tomás, afirma que sería un error contrario a la fe decir que el cristiano, en estado de gracia, posee únicamente los dones del Espíritu Santo y no su persona.

3.- El dogma de la presencia del Espíritu Santo en las almas justas en San Pablo.

San Pablo: «¿No sa¬béis, dice, que vuestros miembros son templo, que está en vosotros el que tenéis de Dios, y que no sois vosotros?».

4.- La presencia real del Espíritu Santo en el alma justa se diferencia de la que resulta de la inmensidad divina.

Cómo obra el Espíritu Santo nuestra divinización

1.- Nuestra divinización no es de pura semejanza.

Primeramente, no es una divinización de pura semejanza, fruto de la mayor perfección que un hombre puede adquirir desenvolviendo las facultades que hacen de su naturaleza la imagen de Dios.

No es de esta naturaleza la divinización del cris¬tiano. Su¬poned que un hombre alcanzara toda la semejanza divina de que su naturaleza es susceptible, estaría infinitamente debajo de la perfección conferida al niño cristiano por el Bautismo. Porque la divinización de este hombre sería puramente metafórica, al paso que la del niño cristiano es real.

2.- Nuestra divinización no resulta del simple contacto de la divinidad con el alma.

Suponed un vaso de hierro sucio y enmohecido. Un diestro platero lo toma, y sin cambiar su naturaleza, rodéalo de una placa de oro tan bien ajus¬tada que toma todas las formas del vaso y oculta a todos su fealdad. ¿Somos nosotros santificados y divinizados de esa manera? Así lo pensaba Lutero.

El Santo Concilio de Trento definió que el hombre pecador recibe en su justificación una justicia propia, y que, en lugar de los afectos culpables de que le libra, hace nacer en su corazón la caridad divina y todas las demás virtudes sobrenaturales.

Es de fe que el hombre no es justificado y divinizado por el mero hecho de tener en su corazón la gracia y caridad increada, que es el Espíritu Santo. Para que nuestra santificación sea real, es preciso poseer en nosotros la santidad.

Luego la divinización del cristiano no resulta del simple contacto de la divinidad con el alma, ni del simple parecido entre ésta y la divinidad. Las dos explicaciones pecan por defecto.

3.- Nuestra divinización no es una transubstanciación, ni la unión divina de los eutiquianos, ni la unión hipostática.

Ciertos falsos místicos del siglo XIII, según los cuales el alma que ha llegado a la perfección se despoja de su propio ser y se sumerge en el océano del ser divino. No es así la divinización del cristiano.

Tampoco puede consistir en esa unión divina que algunos discípulos de Eutiques habían atribuido a la humanidad del Salvador concedía a todas las almas justas. Según estos herejes, la divinidad animaría y vivificaría la humanidad, como el alma anima y vivifica el cuerpo.

Hay un tercer género de unión que no es im¬posible, es aquel, en virtud del cual la naturaleza humana, perma¬neciendo distinta de la divina, no forma con ella más que una sola persona. Es el resultado de la unión hipostática que se da en Jesucristo. Su nombre propio es el de Hombre-Dios, al paso que el cristiano es un hombre divinizado.

4. Cómo se entiende nuestra divinización.

Las tres últimas explicaciones pecan por exceso, como las primeras pecaban por defecto. Réstanos aún hallar la verdadera solución de este interesante problema.

Por una parte, hemos demostrado que nuestra divinización no es ni una simple figura, ni una mera imputación; que no resulta de la posesión de una perfección creada por la cual seríamos más semejantes a Dios, ni de la presencia en nuestra alma de la perfección increada.

Por otra parte, hemos visto que esta divinización no puede ir hasta confundir nuestro ser, nuestra substancia, nuestra personalidad con el ser substancia y personalidad de Dios.

Dos comparaciones familiares a los Santos Doc¬tores y reproducidas por Santo Tomás y San Buenaventura, nos conducirán a la explicación de este dulce misterio.

La primera está tomada de la luz material. Dos condiciones son necesarias para que la tierra sea iluminada: la primera que el sol esté en el hori¬zonte; la segunda que envíe sus rayos a la atmós¬fera. Estas dos cosas son distintas, y la prueba es que en un eclipse total de sol, este astro está sobre el horizonte, y sin embargo estamos rodeados de tinieblas. Así, según San Buenaventura, la justificación y la divinización del cristiano son el resultado de dos clases de gracias: la gracia increada, es decir, el Espíritu Santo es como el sol, y la gracia creada es la irradiación de ese divino sol en el alma justa.

Santo Tomás pone otra imagen: la del hierro metido en el fuego. Ese hierro no ha perdido su primera naturaleza, su substancia es la misma: es aún verdaderamente hierro, y sin embargo hase despojado de todas las cualidades del hierro para revestirse de las contrarias del fuego. En vez de obscuro, frío, resistente, se ha hecho dúctil, bri¬llante y abrasador como el fuego; no se ha mudado en fuego, sino que ha sido ignificado, abrasado. Así, según el sentir de Santo Tomás, el cristiano a quien Dios se da por la gracia santificante, con¬serva su naturaleza y personalidad humanas, pero adquiere fuerzas y cualidades divinas; no se vuelve Dios, pero sí un hombre divino.

Y esta divinización no es efecto de pura semejanza, como podría producirla la creación en el orden natural. No puede ser sino el resultado de la íntima unión del alma con la divinidad, y del influjo inmediato de la divinidad en el alma. «Porque, así como sólo el fuego tiene el poder de ignificar, así ningún influjo puede divinizar al alma, si no es el de la divinidad, dando a un mismo tiempo al alma la participación de su semejanza y naturaleza.

5. Conclusión sobre nuestra divinización.

Hemos hallado el medio que entre la divinización puramente moral y figurada y la que nos despojaría de nuestro ser para revestirnos del ser de Dios, entre la simple semejanza y la encarnación.

Así el alma justa posee en sí misma una santidad distinta del Espíritu Santo; mas ella es inseparable de la presencia del Espíritu Santo en esa alma, y por tanto, es infinitamente superior a la más ele¬vada santidad que pudiera alcanzar un alma en la que no morase el Espíritu Santo.

El cristiano es divinizado físicamente, y en cierto sentido substancialmente, puesto que sin convertirse en una misma substancia y en una misma persona con Dios, posee en sí la substancia de Dios y recibe la comunicación de su vida.

La parte especial del Espíritu Santo en la obra de nuestra divinización

1.- ¿Qué significan las palabras «nuestra santificación es obra del Espíritu Santo?

¿En qué sentido es atribuida al Espíritu Santo? ¿Hay que compararla a la obra de la creación, atribuida por simple apropiación a Dios Padre, o hay que considerarla como la obra propia de la tercera persona, con el mismo título que la redención es la obra propia de la segunda?

2.- Doctrina admitida por todos.

Por una parte, «la doctrina de la Escritura y de los Padres acerca de la unión del Espíritu Santo con los justos, demuestra con evidencia que, por lo que toca a esta unión y a la inhabitación santificante, hay algo propio y personal del Espíritu Santo. Pero, por otra parte, esta propiedad del Divino Espíritu no ha de perjudicar en nada a la unidad de las tres personas en sus operaciones y relaciones con las criaturas.

3.- El Espíritu Santo tiene parte especial en nuestra santificación.

El nombre mismo de Espíritu Santo, que la Iglesia ha dado a la tercera persona de la Trinidad, es una prueba de esa acción. Porque, ese nombre, por ser característico y por distinguir exactamente la tercera persona del Padre y del Hijo, debe referirse a una propiedad que esté en el Espíritu Santo diferentemente que en las otras dos personas. Ahora bien, no posee en sí mismo el Espíritu Santo la santidad de distinta manera que el Padre y el Hijo; no puede, pues, convenirle especialmente este nom¬bre sino en cuanto tenga una parte especial en la obra de nuestra santificación.

Él es, según el Apóstol, «el Espíritu de santificación», y los Doctores de la Iglesia le atribuyen, como su carácter propio, «la virtud santificante».

4.- En la obra de nuestra santificación hay unidad de las Personas divinas.

«La parte propia y personal del Espíritu Santo en la obra de nuestra santificación no puede perjudicar a la unidad de las tres personas en todas las operaciones y relaciones exteriores».

5.- En qué interviene el Espíritu Santo en nuestra divinización.

En la divinización del cristiano po¬demos considerar tres cosas: la presencia de Dios en el alma; la unión del alma con Dios, presente en ella, y la manera de ser que resulta para el alma de esa unión. ¿Qué puede haber en ésta exclusivo del Espíritu Santo?.

No la presencia de Dios en el alma justa, porque siendo el Espíritu Santo inseparable del Padre y del Hijo, no podría habitar en un alma sin que las otras dos divinas personas habitaran con El.

Tampoco la manera de ser sobrenatural que para el alma resulta de su unión con la divinidad. Porque esta cualidad que, con los teó¬logos, hemos llamado la gracia creada, por lo mismo que es creada, es obra de las tres personas.

No puede dudarse que la gracia es constante¬mente atribuida al Espíritu Santo por la Sagrada Escritura y por los Santos Doctores. ¿Por qué razón?.

Primeramente, la divinización de las almas es, entre todas las obras de Dios, aquella en la que más magnífico se muestra su amor y con más energía obra. Ahora bien, el Espíritu Santo es el amor subsistente del Padre y del Hijo; es el término substancial del acto, por el cual ama Dios su infinita bondad y en ella a sus criaturas. Por consiguiente, por el Divino Espíritu son movidos el Padre y el Hijo a obrar la divinización de las almas; Él es, con especial título, el principio de la gracia.

En segundo lugar, la unión de las almas con Dios por la gracia no tiene sólo por principio sino también por vínculo al Divino Amor; porque por su amor se une Dios a su criatura, y respondiendo a ese amor, con un amor mutuo, acepta y consuma la criatura su unión con su Creador. Luego, su¬puesto que el Padre y el Hijo se aman por el Espíritu Santo, también por Él se unen a las almas; El es el lazo substancial que las une a Dios y en¬tre sí, de la misma manera que en Dios consuma la unidad de las divinas personas.

«El Padre y el Hijo, dice San Agustín, hacen que nos comuniquemos con ellos y entre nosotros por lo que es común, a saber, por el Espíritu Santo, Dios y don de Dios».

6. ¿Cómo admitir esa unión especial del Espíritu Santo con el alma justa sin destruir la comunión en la Trinidad?

Todo el mundo admite, en el alma justa, la gracia increada y la gracia creada; pero, después de haber afirmado ese doble elemento de la santificación de las almas, se habla de esa obra como si únicamente consistiera en la gracia creada, y como si, entre la manera de ser del alma divinizada y la presencia en ella de la divinidad, no hubiera ninguna unión. Sin embargo, las enseñanzas de la Sa¬grada Escritura y de los Santos Padres están acordes en presentarnos la gracia creada como el resultado de la unión del alma con el Espíritu Santo, que es la gracia increada. «La caridad de Dios está difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado». «En esto conocemos que estamos en El y El en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu».

Estos textos parecen darnos fundamento para conside¬rar al alma justa como unida accidentalmente a la divinidad por el Espíritu Santo, como la humani¬dad del Salvador está substancialmente unida a la divinidad por la persona del Verbo.

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lunes, 24 de marzo de 2014

“El Espíritu Santo obra en nuestras almas la divinización”

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