La
Alocución del Pontífice en el Sínodo Romano
Juan
XXIII el
25 de enero de 1959 hizo pública en la Basílica de San Pablo su decisión de
convocar un Concilio Ecuménico. Acompañó el anuncio de otras
dos decisiones importantes: un Sínodo
Romano; y la puesta al día del
Derecho Canónico.
En
la Alocución de la tercera sesión,
el 27 de enero de 1960, enumera los
llamados «egotismos» de Cristo en el evangelio de Juan y dice que el más bello
de todos, y resume todos: Yo soy el Buen Pastor.
Describe en la Alocución tres recuerdos
de su vida: la Beatificación del Santo Cura de Ars, patrono de los sacerdotes,
en 1950; la coronación pontifical, en la Basílica Vaticana, de Pío X, en 1903; y
finalmente, el 4 de noviembre de 1958, la escena de la coronación pontifical
propia, en la que se paró la comitiva junto a la estatua de san Gregorio Magno.
Sigue un comentario del capítulo 10 del Evangelio de San Juan sobre el Buen Pastor.
«Entre los innumerables
beneficios con que el benignísimo Dios se ha dignado honrar, como abrumar
Nuestra humilde persona, contamos como el principal y más precioso, que
desde la infancia hasta la edad de ancianidad actual, la imagen de
Jesucristo divino Pastor siempre atrajera suave y fuertemente Nuestro
ánimo.
«Y esto Nos infunde una esperanza cierta
de que, cuando llegue la hora de volver al Padre, entonces también brille la
misma dulcísima imagen ante Nos, y pueda recrear el final de la vida terrena.
La suavidad de este divino Pastor, como se derrama en todo el capítulo décimo
del Evangelio de San Juan, es tan grande que resistirle, o no querer sujetarse
a ella, nadie lo puede sin peligro de su salvación y felicidad eternas»
Comienza
con el recuerdo de la entrada por la puerta del pastor (Juan, 10, 1-2), y
añade: «Palabras con las cuales parece quedar abierta en cierto modo la puerta
y que el pastor entra por ella, que conoce a todas sus ovejas y las llama por
su nombre». En lo relativo al final de la parábola, dice:
«Especialmente hay que advertir,
al final de esta parábola en que se trata del Buen Pastor, que Cristo Jesús
reitera las mismas palabras y menciona a su divino Padre, con cuya luz
iluminada nuestra mente se levanta y abre a lo sublime: Como me conoce a mí el
Padre, así yo conozco al Padre: y doy mi vida por mis ovejas... Por eso me ama
el Padre, porque yo doy mi vida (Jn., 10, 15).
«Y finalmente El mismo, dando la
última pincelada, a manera de pintor a esta imagen del Buen Pastor, añade: Y tengo
otras ovejas, que no son de este redil; y a éstas también es preciso que las
traiga, y oirán mi voz y se hará un solo rebaño y un solo pastor.
¡De qué gozo Nos
llenan estas palabras afirmativas con las que este futuro suceso clara y
firmemente es anunciado:
—Oirán mi voz y se hará un
solo rebaño y un solo pastor.
Según la mente de este pasaje—, la profecía del solo rebaño y pastor
se cumplirá, con gozo de la Iglesia, cuando los pueblos no cristianos hoy
día entren en la Iglesia en todo el mundo. Entonces habrá un solo rebaño y un
solo pastor.
Finalmente, un decreto, relativo al Sínodo Romano, mandaba:
«Libro II, parte 1.a, a. 228, 2.—Los
católicos ofrezcan oraciones intensas a Dios, para que todos se congreguen
en un solo rebaño bajo la guía de un solo pastor».
Al
indicar a los católicos romanos su deber de orar a Dios para que todos se
reúnan en un solo rebaño, no pone
concreción alguna limitativa del todo.
Son, por lo tanto, todos los que de cualquier modo están fuera del rebaño los
que se ha de pedir entren a formar parte de él. Se trata de formar un único
rebaño, formado de todos los hombres, que aún no lo forman.
Juan XXIII y la esperanza ecuménica en el Concilio Vaticano II
Documentos
relativos al Concilio sobre la esperanza ecuménica
El P. Igartua S.J. examina nueve documentos, de los cuales seis
pertenecen a la preparación inicial del Concilio, mientras los tres últimos ya corresponden al
inmediato desarrollo del Concilio: la Encíclica «Poenitentiam agere», de
1 de julio de 1962; la Alocución de Apertura del Concilio; y la Carta a los
Obispos «Mirabilis Ule», a continuación de la primera sesión conciliar.
1.-
El 25 de enero de 1959: Anuncio
del Concilio. Presenta a los ojos de sus oyentes el panorama triste de los
cristianos de la Iglesia, divididos entre sí a lo largo de los siglos. Y frente
a este panorama presenta de nuevo el ideal católico tal como fue concebido por
Jesucristo para el mundo: «el bienestar y la felicidad del mundo han sido
concebidos por el anuncio de Jesucristo como un solo rebaño bajo la guía de un
solo pastor».
Su esperanza, pues, desde el principio,
está dirigida a reunir, partiendo
del Concilio, de nuevo el único rebaño.
2.-
El 3 de abril de 1959: Alocución a la Federación de Universidades Católicas.
Consiste en renovar por el Concilio el rostro de la Iglesia, para todos puedan
verla como es:
«El Concilio, al ofrecer su
admirable espectáculo de concordia, unidad y unión de la Santa Iglesia de Dios,
ciudad puesta sobre el monte, será por su misma naturaleza una invitación a
los hermanos separados, que se honran con el nombre de cristianos, para que
puedan volver al rebaño universal, cuya guía y custodia confió Jesucristo a San
Pedro con un acto absoluto (indeflexo) de su voluntad-».
3.- En adelante sus referencias al
Concilio suelen ir entreveradas con la mención de la vuelta de los separados.
Así la oración por él redactada,
para ser rezada por la intención del
Concilio, dice:
«Te rogamos también por las ovejas que
ya no pertenecen al único redil de Jesucristo, que, del mismo modo que se glorían
del nombre cristiano, lleguen igualmente por fin a la unidad bajo el gobierno
del único pastor» (T. 339).
4.-
El 2 de febrero de 1960, el día de la Purificación, en la tradicional ofrenda de los cirios y
su destino a los santuarios célebres del mundo, revela que aquella mañana,
en la misa matutina, ha consagrado su vida al Concilio, es decir, la ha
ofrecido a Dios por el mismo (resulta conmovedor ver cómo Dios se la aceptó,
terminada la primera sesión). Y ve el Concilio como un paso del Ángel del Señor
por las naciones, produciendo «un despertar de energías, con palpitaciones
de amor, con elevaciones hacia la Iglesia santa, católica y apostólica, como
Jesús la quiso en la unidad del rebaño y del pastor».
5.-
El 5 de junio de 1960, en el Motu Proprio «Superno Dei nutu», del, que dispone la
formación de las diversas Comisiones que prepararán el Concilio:
«Hemos estimado que sucedió por una celeste inspiración de Dios que se Nos ocurriese, apenas
elevado al solio Pontificio, y como flor de inesperada primavera, el pensamiento
de celebrar un Concilio Ecuménico
«Pues de esta solemne reunión de los
Obispos alrededor del Pontífice Romano la Iglesia, amada Esposa de Cristo,
puede recibir un nuevo y mayor esplendor en estos tiempos perturbados, y brota
una nueva esperanza de que los que se ennoblecen con el nombre cristiano, y sin
embargo se hallan separados de esta Sede Apostólica, oyendo la voz del divino
Pastor, vengan a la única Iglesia de Cristo-» (T. 348).
6.-
El 14 de noviembre de ese año 1960: Alocución dirigida a las Comisiones
preparatorias del Concilio, designadas por el Motu Proprio anterior, les
dice del mismo modo, hablando del movimiento de interés hacia el Concilio
despertado por su anuncio entre los mismos cristianos separados, que ello:
«Nos levanta a una alegre
esperanza de que sucederá que todos los que profesan el nombre de Cristo puedan
algún día reunirse en aquella unidad, que el mismo Jesús, con inflamado
Corazón, pidió a su Padre: Que sean uno; que los santifiques en la verdad» (T. 673).
7.-
El 1 de julio de 1962, tres meses antes de la solemne
apertura, en su Encíclica «Poenitentiam
agere», en que pide oraciones y
sacrificios por el Concilio a las almas fieles, propone así el ideal del
Concilio como objeto de las peticiones y sacrificios que pide:
«Es necesario que también los hijos de
la Iglesia en nuestro tiempo, como en el de la Iglesia primitiva, se hagan un
solo corazón y un alma sola, y que orando y haciendo penitencia alcancen de
Dios que tan importante asamblea produzca frutos saludables que todos
gustamos de antemano en el alma: a saber, que la fe católica, la caridad y
las costumbres puras reflorezcan y tomen tal incremento que aun a aquellos
que están separados de esta Sede Apostólica, les estimulen a buscar sincera y
eficazmente la unidad, y a entrar en un solo rebaño bajo un solo pastor».
8.- La Alocución de apertura del Concilio
manifestó claramente la visión del Concilio en los ojos del Papa. Trataba de la
unidad visible que es señal de la Iglesia, y lamentaba que «por desgracia la
universal familia cristiana no ha alcanzado todavía de modo pleno y perfecto
esta unidad visible en la verdad».
Pero él creía deber de la Iglesia Católica trabajar en su consecución,
la del «misterio de aquella unidad que Jesucristo, próximo a su sacrificio, pidió
con ardentísimas oraciones a su Padre celeste»; y estas mismas oraciones de
Jesús eran para él la garantía de la esperanza, cuyo primer fruto ya se podía
percibir en la unidad existente, aunque imperfecta aún: una unidad de triple
grado actualmente: «la de los católicos entre sí; la formada por las
piadosas oraciones y ardientes deseos de los cristianos separados, que desean
la reunión; finalmente, la unidad mostrada por los que profesan diversas formas
de religión no cristianas todavía, que se apoya en la estima y respeto hacia la
Iglesia Católica»
9.-
El 6 de enero de 1963, un mes después de terminada la solemne
primera sesión, en la Carta «Mirabilis Ule», dirigida a los Padres
Conciliares, a los Obispos del mundo entero, muestra el que era el principio del camino.
Conmemora el Pontífice, el consuelo que
ha recibido de la benevolencia mostrada hacia el Concilio por los cristianos
separados, que han enviado observadores y han hablado favorablemente de la
primera sesión. Y por ello pide a todos que se muestren entregados a ellos en
la caridad, aunque siempre «in integra veritate profitenda», porque ellos están
llamados «juntamente con nosotros a la misma fe y a conseguir la misma
salvación en el único rebaño de Cristos.
Y al llegar a este punto eleva de pronto
el tono a una gran solemnidad de esperanza:
«Pertenece esto a
los misteriosos designios de
Dios, y en ello se nos ofrecen a
la vista los primeros fulgores de aquel día tan deseado, (cuya futura llegada saludaba así Cristo Nuestro Señor con ardientes
deseos y ánimo confiado:
—Y tengo otras ovejas que no son de este redil, y es preciso que
también a esas las traiga..., y se hará un solo rebaño y un solo pastor-».
Habla
Juan XXIII de un día o tiempo futuro,
que no ha llegado todavía, anunciado por Cristo con la profecía de un solo rebaño y un solo pastor.
Juan XXIII y la imagen del Buen Pastor
El capítulo
10 del Evangelio de San Juan ejerció una especial fascinación sobre Juan XXIII, sobre todo con
la imagen del Buen Pastor. Se ve en su Alocución al Sínodo Romano,
en la que tiene por un especial beneficio del
Señor que «desde su infancia hasta la edad de ancianidad
actual, la imagen de Jesucristo Divino Pastor siempre atrajera fuerte y suavemente
su ánimo». Y asimismo su esperanza de que «cuando llegue la hora de volver al
Padre, también entonces brille la misma dulcísima imagen ante él».
Ya desde la
homilía del día de su coronación, el 4 de noviembre de 1958, había
declarado que «era muy dulce y suave
repasar con la mente la imagen del Buen Pastor, que en la narración del
Evangelio es descrita con palabras tan exquisitas y atrayentes»; viendo en la imagen del Buen Pastor la
mejor imagen para reflejar el modelo que debe imitar el Pontífice Romano,
ya en su celo pastoral, ya en relación con el amplio panorama misional descrito
en la profecía final del único rebaño y pastor, que ha de formarse.
Por dos veces al menos aludió más tarde a estas palabras de la homilía
de la coronación para corroborarlas, añadiendo al capítulo 10 de Juan, los
capítulos 14-17 del mismo, con su oración
y discurso en la cena, y principalmente resumiéndolas en la petición del «unum
sint»:
Una, la Alocución
del 20 de junio de 1962 a
la Comisión Central de preparación del Concilio en su sesión séptima, última de las
celebradas por aquélla; la otra, en
su Discurso a los Seminaristas y
estudiantes religiosos en Castelgandolfo, el 10 de agosto de 1962 con
ocasión de su 58 aniversario sacerdotal.
La sencillez de su propio temperamento y virtud ponía en él reflejos
de la amable figura del Buen Pastor. Declaró
que quería llamarse Juan, por su
devoción a los dos Santos Juanes, Bautista
y Evangelista, y también porque su propio padre había tenido ese nombre.
Se gloriaba
de ser hijo de Bérgamo y amaba a su país natal con ternura.
En la celebración de su ochenta aniversario, muy solemnemente celebrado en el
mundo, no dejó de aludir, medio festivamente, medio emocionadamente, con su
estilo característico, a la longevidad de sus progenitores, que sobrepasaron
los ochenta, y de otros de su familia.
También es característica de su
estilo la manera de rechazar las previsiones trágicas o profecías de que los
tiempos actuales son peores que nunca y que parecen anunciar el fin, con
los que está en total desacuerdo.
No necesitamos extendernos en mostrar su
carácter pastoral en la palabra y la acción. Entre sus Encíclicas hallamos,
además de las dos generales ya citadas «Ad Petri Cathedram», (29 junio
1959), y la dedicada a S. León Magno «Aeterna Dei sapientia» (11
noviembre 1961), otras cuatro importantes: «Sacerdotii Nostrii) en el 1.cr
Centenario de S. Juan B. Vianney (1 agosto 1959); «Princeps Pastorum», sobre
las misiones y clero indígena (28 noviembre 1959), y las dos grandes y
memorables Encíclicas sociales «Mater et Magistra» (15 mayo 1961), y «Pacem
in terris» (11 abril 1963).
Asimismo mencionaremos, como rasgos
típicos de su figura, la visita
inmediata a su Catedral Romana de Letrán, el 23 de noviembre de 1958, y su
discurso sobre el altar, el libro y
el cáliz; sus visitas navideñas
inaugurales de 1958 al Hospital del Espíritu Santo, a los niños de la Villa Nazareth de Tardini, y a los presos de la cárcel Regina coeli de Roma. ¿No era «el Párroco
del mundo» iniciando su tarea parroquial por lo más inmediato?
O también su mensaje de alabanza de Dios y del trabajo del hombre y de su
ingenio, en ocasión del vuelo espacial ruso (12 agosto 1962); sus primeros viajes pontificales a Loreto y
Asís, típicos de su devoción (4 de octubre de 1962), en la antevíspera del
gran Concilio.
Preferimos
terminar con dos rasgos propios de su profunda piedad.
Su devoción a San José, Patrono de
la Iglesia universal, le llevó a
nombrarle Protector del Concilio (y a
insertar su nombre en el canon de la Misa) (13 de noviembre de 1963). Y su
profunda piedad con la gran Madre de Dios le llevó a darle ya anticipadamente
el nombre que Pablo VI declarará glorioso y oficial: «Madre
de la Iglesia».
Había indulgenciado la ofrenda diaria
del trabajo y la del sufrimiento y en su edificante agonía, a la vista del
mundo entero, pendiente de la plaza de San Pedro, ofrecía por la Iglesia tanto
sus trabajos precedentes como su inmenso sufrimiento final.
Y el ofrecimiento del agonizante era de
esta forma, que tomamos de la relación directa de sus palabras de moribundo, y
que puede servir de emocionante testimonio de todo lo que hemos dicho en este
capítulo, sobre el pensamiento y el amor ecuménico lleno de esperanza de Juan XXIII:
«Este lecho es un altar y el altar
necesita una víctima: estoy dispuesto. Ofrezco mi vida por la Iglesia, por
la continuación del Concilio Ecuménico por la paz del mundo, por la unión de
los cristianos.
»El secreto de mi sacerdocio
está en el Crucifijo, que he querido poner frente a mi lecho. El me mira, y yo
le hablo. En las largas y frecuentes conversaciones nocturnas el pensamiento
de la redención del mundo me ha aparecido más urgente que nunca: et alias oves
habeo, quae non sunt ex hoc ovili...