domingo, 25 de octubre de 2015

PÍO IX, EL PONTIFICADO MAS LARGO DE LA HISTORIA

El Pontificado de Pío IX (1846-1878) abre la época moderna de los Papas, y al par inicia el surgir de la esperanza de la Iglesia de manera continua y progresiva.

La luz de la Inmaculada Concepción

El 2 de febrero de 1849 enviaba Pío IX desde su retiro de Gaeta la Encí­clica Ubi Primum, en la que preguntaba a todos los Obispos del mundo su parecer acerca de la conveniencia de la definición del dogma de la Inmaculada. En esta Encíclica el Pontífice ponía ya su esperanza en María Virgen.

Restablecido su reino en Roma por la intervención de las tropas francesas, Pío IX juzgó que era llegado el momento de proceder a la definición el 8 de diciembre de 1854. En la solemne Misa pontifical en la Basílica Vaticana, pro­cedió con voz conmovida a la proclamación del dogma.

Y apenas, lleno de gozo sobrenatural, había terminado la proclamación del dogma, continuaban las palabras de la Bula dogmática:

«Llénase de gozo Nuestra boca y Nuestra lengua de alegría, y damos y daremos siempre las más humildes y mayores gracias a Jesucristo Nues­tro Señor, porque Nos ha concedido sin merecerlo este beneficio singular y honor de tributar tal gloria y alabanza a la Madre de Dios».

«Nos apoyamos en una esperanza ciertísima y en una confianza absolu­tamente total (certissima spe et omni prorsus fiducia) de que sucederá que la misma Virgen Bienaventurada, que toda hermosa e Inmaculada aplastó la venenosa cabeza de la crudelísima serpiente, y trajo la salvación al mundo, y extinguió siempre las herejías, y arrancó de las mayores cala­midades de todas clases a los pueblos y naciones fieles, y a Nos mismo nos libró de tantos peligros amenazadores, quiera hacer con su poderosí­simo patrocinio,

que la Santa Madre Iglesia,
removidas todas las dificultades y vencidos todos los errores,
en todas las naciones y lugares
de día en día se afirme, florezca y reine,
de un mar al otro mar, y del río hasta los extremos de la tierra,

y goce de plena paz, tranquilidad y libertad,
para que... desechada la niebla de su mente,
todos los extraviados vuelvan al sendero de la verdad y la justicia,
y se  haga un solo rebaño y un solo pastor» (T.  194).

Esta esperanza tiene como objeto de certeza el auxilio de la Virgen a la Iglesia y su acción sobre su desarrollo futuro. En cuanto a lo que se espera:

Þ      el triunfo y florecimiento real de la Iglesia uni­versal en la paz y libertad,
Þ      y como fruto y final del desarrollo esperado, la vuelta de los que están extraviados fuera de ella a su sendero de verdad.
Þ      Todo ello queda por fin resumido en el inciso final, que alude claramente a la palabra del Señor en el Evangelio de Juan:   que se haga un solo rebaño y un solo pastor.

En la mente de Pío IX, esta reunión en un solo rebaño y bajo un solo pastor, expresa ciertamente una esperanza respecto a los cristianos separados, tanto principalmente de Oriente, como de Inglaterra, cuya jerarquía restablece él, y los demás.

Un solo rebaño y un solo pastor

Hemos visto en la esperanza proclamada por Pío IX en la Bula Ineffabilis que su culminación se halla en las palabras: «ut fiat unum ovile et unus pastor-».

Pío IX en la primera Encíclica de su Pontificado, Qui pluribus, del 9 de noviembre de 1846, año de su elección. En esta Encíclica dice ya el Pontífice:

« (…) roguemos al Padre de las misericordias y Dios de toda consolación con preces fervientes sin intermisión, que por los méritos de su Unigénito Hijo se digne enriquecer nuestra debilidad con la abundancia de todos los carismas celestes, y expugne con su fuerza omnipotente a los que Nos impugnan, y en todas partes au­mente la fe, la piedad, la devoción, la paz, para que su santa Iglesia, quitados radicalmente todas las adversidades y errores, goce de la tranquilidad tan deseada, y se haga un solo rebaño y un solo pastor» (T. 185).

En la carta dirigida a los sacerdotes Lemann, (1867) convertidos del judaísmo al cato­licismo y ordenados presbíteros, Pío IX les felicita por su apostólica labor en favor del pueblo judío y de su conversión a la Iglesia, pidiendo el Pontífice a Dios que  «ilumine el espíritu de vuestros hermanos, y que los traiga a todos, cuanto antes, cerca de Nos, para que por fin no haya sino un solo rebaño y un solo pastor» (T. 207).


Florecimiento de Concilios

Desde 1846, comienzo del pontificado de Pío IX, hasta 1869, comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano I, pueden contarse nada menos que 34 Concilios Provinciales o Sínodos, y además 27 Reuniones (Conventus) de Obispos de regiones determinadas, en cierto modo equivalentes.

Hemos citado ya, los testimonios de los Concilios de Burdeos y de Nueva Orleans. Solamente recogeremos ahora en nuestro examen los testimonios del Concilio de Gran y de la serie de Baltimore.

Son diez Concilios provinciales y dos plenarios. Desde el primero, celebrado en 1829 con la presencia de un Arzobispo (Baltimore) y cinco Obispos sufragáneos, hasta el quinto Concilio de 1843, El Concilio X  dice:

«Oremos por aquellos que no son todavía de nuestra misma fe, para que algún día oigan la voz del Supremo Pastor de las almas y de su Vicario en la tierra. ¡Ojalá que se apresure aquel día en que habrá solamente un rebaño y un pastor!, en que todos se juntarán en un solo cuerpo de la Iglesia, todos reconocerán a un mismo Señor, gozarán de unos mismos sacra­mentos, profesarán una misma fe y adorarán a un mismo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, y por todo y en todos nosotros (Ef., 4, 6-7)» (T. 214).

Pasando a otros Concilios, hemos de citar el de Gran (Hungría), en el que encontramos la urgente apelación llena de fe a la promesa evangélica del mismo Cristo:

«Venid, pues, todos los que vivís fuera de la Iglesia de Cristo... No cedáis a otros la gloria de la reconciliación universal... ¡Señor Jesús, Tú prometiste con tu boca divina que vendrá tiempo en que se haga un solo rebaño y un solo pastor! ¡ Mira propicio a nuestra súplica, y concede mise­ricordiosamente que los corazones de los fieles extraviados se arrepientan y vuelvan a la unidad de tu verdad!  Amén» (T. 197).


El Concilio Ecuménico Vaticano I

El Concilio Ecuménico Vaticano I, comenzó el 8 de diciembre de 1869. Sin duda, hay una conexión entre la definición de la Inmaculada y este Concilio.

El año 1867 el Papa hizo el anuncio público del próximo Concilio, en su Alocución a los Obispos reunidos el día 26 de junio.

«Hemos pensado desde hace tiempo, (…) emplear con la gracia de Dios, para tantos males como oprimen a la Iglesia, el remedio necesario y saludable, por medio de un sagrado Concilio Ecuménico (…). Tenemos la mayor esperanza de que de aquí resultará que la luz de la verdad católica, removidas las tinieblas del error, en que se envuelven las mentes de los mortales, difundirá su saludable iluminación y la de la justicia»

El 29 de junio de 1868 la Carta Apostólica «Aeterni Patris» convocaba el Concilio para el 8 de diciembre del año siguiente, «día consagrado a la inmaculada Concepción de la Madre de Dios Virgen María».

No se trataba solamente de un Concilio de renovación de la Iglesia: también se quería un Concilio que tendiese a la reunión de los cristianos. Así el Papa dirigió sendas Cartas apostólicas, una a los Orientales separados el 8 de setiembre de 1868, «Arcano consilio», y otra a los Protestantes y demás acatólicos el 13 del mismo mes, «Iam vos omnes”.



A los primeros les invitaba a asistir al Concilio:

«Sea este el gozosísimo fruto de bendición con el que Cristo Jesús, Señor y Redentor de todos nosotros, consuele a su Inmaculada y amadísima Esposa la Iglesia Católica, y mitigue y enjugue sus lágrimas en esta aspereza de los tiempos: que, quitada radicalmente toda división, las voces antes discrepantes alaben con perfecta unanimidad de espíritu a Dios, que no quiere que haya cismas entre nosotros» (T. 522).

De la misma manera se dirigía Pío IX a los protestantes y acatólicos en ge­neral, aunque con la diferencia de que a éstos no les invitaba a asistir al Concilio:

«Debiendo Nos, por obligación para con Nuestro supremo Apostólico ministerio, que Nos ha sido confiado por el mismo Cristo Señor, llenar diligentísimamente el oficio del buen Pastor, y buscar y abrazar con pa­terna caridad a todos los hombres del orbe universal, por esto enviamos, a todos los cristianos separados de Nos, esta carta, por la que les exhortamos y rogamos que se apresuren a volver al único redil de Cristo...» (T. 210).

El 8 de diciembre de 1869 se abrió solemnemente el Concilio. El Concilio definió, por boca de Pío IX, la infalibilidad pontificia, y quedó disuelto poco después a causa de la guerra.


La acción de Pío IX en favor de los separados

Dos aspectos principales.

El primero, con relación a los Orientales separados, dedi­cándoles de manera general su Carta «In suprema» de 1848, la Bula «Romani Pontífices» creando la Congregación Oriental en 1862, sus Encíclicas «Amantissimus» de 1862 y «Omnem sollicitudinem» de 1874 sobre los ritos.

El segundo aspecto es el de las relaciones con los Protestantes, principalmente de Inglaterra.

En ambos aspectos la muestra más clara del pensamiento íntimo de Pío IX puede hallarse en el animoso intento de acercamiento con ocasión del Concilio Vaticano a ambos sectores, aunque en forma diferente, de lo que son testimonio las dos Cartas Apostólicas «Arcano consilio», a los Orientales, y «Iam vos omnes», a los Protestantes y acatólicos, de setiembre de 1869, tres meses anteriores al  comienzo del Concilio.

La «Arcano consilio» contenía una invitación formal a los Obispos Orientales disidentes para asistir a las sesiones del Concilio. Pero no fue seguramente del todo afortunada la forma de cursar la invitación.

Tampoco la Carta a los Protestantes tuvo mucho mejor acogida, si se exceptúa a Guizot y alguna otra personalidad, que supo recoger el gesto del Papa. Por otra parte, la «Iam vos omnes» no contenía ninguna invitación a asistir al Con­cilio. Todavía no había llegado el tiempo de la posi­bilidad de la idea de los «observadores» del Vaticano II, que hubiera resuelto el problema.


La esperanza de! triunfo de la Iglesia en tiempo de Pío IX

Durante el Pontificado de Pío IX cobró fuerza una muy general esperanza en un gran triunfo de la Iglesia.

Esta noción del triunfo de la Iglesia, a partir ya del Concilio Vaticano, ya principalmente de la entrada de las tropas de Víctor Manuel en Roma, en el mismo año del Concilio 1870, reduciendo al Papa a declararse en estado de prisionero, se afirma en la palabra del Papa, durante los últimos años de su vida.

En la Alocución del 12 de abril de 1871, aniversario de la vuelta del destierro de Gaeta, el Papa habló de los triunfos de la Iglesia:

«Diréis, sin embargo, que debe venir todavía el triunfo final y verdadero: pero aun éste no puede tardar. La condenación y reprobación del estado actual de cosas que están en la boca de todos los buenos, y hasta de los menos buenos, anuncian ya su proximidad» (Civ. Catt., 1871, ser. VIII, vol. II, 375).

En su Alocución del mismo año del 2 de octubre, aniversario de la votación que hizo de Roma parte del Reino de Italia, el Papa habló así a los jóvenes romanos:

«Continuemos orando, y así como en estos días (de octubre) celebramos la memoria del triunfo alcanzado contra el Islam y los Turcos hace tres siglos, pidamos para que se vea la suprema victoria contra la incredulidad moderna y contra los perseguidores de la Iglesia de Dios» (Civ. Catt., 1871, ser. VIII, vol. IV, 222).

Al Arzobispo de Guatemala le promete el Papa el 4 de febrero de 1872 que a la pasión de la Iglesia seguirá la gloria de su resurrección:

«aún más, debe esperar un triunfo tanto más espléndido cuanto más larga y acerba fue la persecución» (T. 526).

Y el 6 de febrero de 1873, en un Breve dirigido al Director de la «Unidad Católica», le dice ya de manera clara y expresa:

«Por lo mismo que sabemos con certeza que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia, tantas y tan grandes dificultades no deben abatir el ánimo de quien considera, sino confortarlo con mayores espe­ranzas. Puesto el invencible oráculo divino, la misma atrocidad de una guerra tan vasta y múltiple, declarada, por divina permisión, contra la Iglesia, fácilmente persuade el creyente, que le está preparado un triunfo tal que por la amplitud y esplendor supere a todos los precedentes» (Civ. Catt., 1873, ser. VIII, vol. IX, 739-740).

Luego indica claramente que el triunfo debe venir de una intervención sobrenatural de Dios.

«Esto se hará más manifiesto si se considera que la raíz de los males presentes está puesta en que los hombres se han vuelto con todo su corazón hacia las cosas terrenas, y no sólo han abandonado a Dios sino que lo han rechazado, de suerte que no parece que deban ser llamados hacia El más que por algún hecho que no pueda ser fácilmente atribuido a una causa segunda, sino de tal naturaleza que obligue a todos a levantar la mirada a lo alto y a exclamar: Esta es obra de Dios y es maravillosa a nuestros ojos. Pero para acelerar tan alegre suceso puede servir solamente la oración, la ayuda de los Santos, y principalmente de la Virgen, la cual puede con la oración lo que puede Dios con su mandato» (Civ. Catt., 1873, ser. VIII, vol. IX, 740).

 Pero con ningún testimonio cerraremos mejor esta relación de esperanzas de  un triunfo de la Iglesia y Pío IX que con este testimonio del propio Pontífice, al fin de su largo Pontificado, en 1875. Se trata de una Carta dirigida por el Papa a los Obispos de Sicilia el día 5 de julio, en que les dice:

«Nos ha sido gratísimo que vuestra confianza se apoya principalmente en los prodigios con que la divina Providencia ha sostenido y sostiene Nues­tra debilidad. Porque así como demuestran que Dios está con Nosotros, así nos deben levantar y recreamos con la esperanza de un auxilio seguro y una cierta y espléndida victoria. Y ciertamente, si es propio de todo hom­bre prudente emplear medios acomodados a la índole del fin propuesto, no se juzgará fuera de lugar esperar un final prodigioso donde parece que se prepara el camino para él con una continua serie de prodigios».

Afirma luego que es también razón para esperar esta «intervención de Dios no ordinaria y manifiesta» la especial violencia de la guerra contra la Iglesia. Y así termina prudentemente:

«Sea lo que sea del futuro, nos deben robustecer y hacernos más dispuestos a la batalla, la certeza del triunfo de la Iglesia y las patentes señales del favor divino» (ib).. Escribe el resto de tu post aquí.