domingo, 15 de junio de 2008

Aula P. Juan Manuel Igartua: "El Mesías Jesús de Nazaret"

Aula P. Juan Manuel Igartua S.J.



Curso: "El Mesías Jesús de Nazaret"



FIN DE CURSO 2007 - 2008



El curso ha finalizado el 14 de junio de 2008 tratando en una misma sesión la quinta parte: "Identidad y conciencia de Jesús de Nazaret" y el Epílogo : "Una apologética para la historia", de la obra "El Mesías Jesús de Nazaret" escrita por el P. Juan Manuel Igartua S.J.


Para el próximo curso 2008-2009, que dará comienzo D.M. en el mes de octubre 2008 se ha previsto tratar otra de las obras escritas por el P. Igartua, en continuidad con el tema abordado durante el presente año. El curso será titulado, al igual que este año con el título de la obra del P. Igartua a estudiar, así que será:


Curso: "El misterio de Cristo"





Epílogo: Una apologética por la historia

Aula P. Juan Manuel Igartua S.J.: "El Mesías Jesús de Nazaret"
EPILOGO

UNA APOLOGÉTICA POR LA HISTORIA

Al final de nuestro trabajo, y en particular de la última parte del mismo sobre la realidad de la divinidad de Jesús de Nazaret, hemos llegado a la conclusión afirmativa de tal divinidad deducida de sus propias palabras, con el apoyo firme de su extraordinaria personalidad, excepcional en la historia e inigualable aun humanamente en sus manifestaciones históricas. Esta clara conclusión se puede expresar muy breve y concisamente así:

Jesús de Nazaret es el Mesías de Israel y es Dios

Resulta tan importante esta conclusión que queremos subrayar sus luminosas consecuencias en este epílogo.

1. Dios existe, Jesús es Dios

La primera luz que brilla es un argumento, tal vez insospechado, sobre la existencia de Dios, confirmada por vía histórica.

Se dan ciertamente para la razón humana argumentos muy firmes, que pueden confirmar al hombre que Dios existe.
Argumentos de orden físico, argumentos de orden jurídico, moral o sicológico, argumentos más firmes en su propia entidad, como las cuatro vías metafísicas de santo Tomás: el movimiento de potencia a acto, la causalidad, la contingencia y los grados diversos del ser. Finalmente los argumentos de orden histórico. Todo este apoyo de argumentos lleva al ánimo la convicción razonable que puede y debe llamarse con verdad certeza y demostra­ción, de que Dios existe.

Hubo un hombre en la historia llamado Jesús de Nazaret hebreo fiel cumplidor de la ley mosaica. Si este hombre ha afirmado que él mismo es Dios, hecho hemos llegado a la seguridad de la verdad de la existencia de Dios. Jesús afirma que conoce personalmente a Dios, que le ha visto. Luego Dios existe: Jesús de Nazaret es testigo válido.

Pero, además, Jesús mismo es Dios. Lo confirma su testimonio. Luego al aceptar su testimonio humano como digno de entera fe y credibilidad, confirmamos el dogma central del cristianismo, que es la encarnación divina en la humanidad de Jesús. Esta encarnación exige el misterio, revelado por el propio Jesús, de la Trinidad de Personas en la única naturaleza de Dios.

Hay que notar en esta presencia divina entre los hombres, que aporta Jesús como inmensa novedad, dos cosas importantes.

Primero, responde al anhelo humano de conocer a la divinidad. Este profundo anhelo humano de ver y conocer a Dios, que se cumplirá en la gloria celeste directamente, como hemos dicho, se cumple, desde ahora, en Jesús de Nazaret.

Segundo, que se juntan en Jesús la razón y la revelación de Dios. La razón nos lleva a Dios como luz humana, la revelación nos lleva a Dios como luz divina. En Jesús se juntan razón y revelación para llegar a la existencia de Dios, según nuestro propio argumento. Como palabra humana, digna del máximo crédito, nos lleva por razón, históricamente, a la existencia de Dios, que es afirmado por Jesús y que lo es él mismo. Como Palabra divina, al par, su afirmación de divinidad es revelación Razón y Revelación se conjugan en este argumento para conducirnos a la Luz esplendorosa de la Verdad de Dios.

La segunda luz, es la de la divinidad de Jesús, y el misterio de su encarnación, con una Persona divina y dos naturalezas, la humana y la divina, de las cuales la humana nos sirve de camino para conocer a Dios.

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).

2. La verdad de los evangelios

Una tercera conclusión se obtiene del argumento de divinidad. Esta es luz que ilumina nuevamente los santos evangelios y sus verdades. Porque para poderlos entender como han sido escritos, y para poder argumentar sobre ellos, más necesario, como premisa fundamental, que todos los métodos de la Form y Redaktions Geschichte, es aceptar la divinidad de Jesús de Nazaret, cuyos hechos y palabras nos trasmiten los evangelios.

Los modernos métodos de interpretación de los textos evangélicos a través de la composición por los evangelistas, basada en documentos orales o escritos anteriores (Lc 1, 1-2), tiene, sin duda, un apreciable valor de exegesis para mejor situar cada texto en su ambiente real, y sondear en ellos las fuentes originales. Pero es indudable que tiene un grave peligro también, que ha sido denunciado por voces autorizadas, de subjetivismo en la interpretación, hasta desposeer a los mismos textos de cualquier valor histórico, según la mente del que lo aplica. La más grave objeción, como instrumento en manos de la crítica racionalista de las escuelas modernas que lo han utilizado, consiste en su premisa fundamental de no haber aceptado la divinidad de Jesús de Nazaret.

Pues bien, asentada la premisa fundamental de la divinidad de Jesús de Nazaret, que hemos asentado por razones directas e inmedia­tas, pero independientes de la fe, basados en la verdad histórica de sus palabras, todo cambia. Si las palabras de Jesús en que afirma su divinidad con su mesianidad, conforme a los evangelios, son ciertas en su sustancia, y aun en su misma forma admirable en muchas ocasiones; si la personalidad innegable de Jesús, inmune a la alucinación y mentira enormes que supondría la falsedad de sus palabras, da valor pleno de realidad a su propia afirmación; si, en una palabra, Jesús de Nazaret es Dios, como El ha proclamado, esta verdad proyecta su luz esplendorosa sobre toda la trama evangélica.

Si Dios ha venido a la tierra a vivir entre los hombres como uno de ellos, nacido de una madre que “es hombre”, según la espléndida, expresión de san Ireneo, y El por lo tanto es hombre verdadero, aunque haya nacido de modo virginal, entonces nada resulta extraño en los evangelios, sino que todo es, en principio, aceptable. ¿Qué puede tener de extraño que un Dios creador, hecho hombre entre los hombres, haya realizado entre ellos obras increíbles, que llamamos milagros?

Como puede verse se utiliza aquí el argumento de los milagros en sentido inverso del habitual en apologética, que hemos visto señalado por el mismo Señor. Si Jesús es Dios, y lo hemos mostrado por sus propias palabras, testimonio supremo y válido (Jn 8, 13-14) independientemente de sus obras y milagros, por su propia verdad innegable e irrefutable, luego es obvio y comprensible que haga obras divinas, como son los milagros. Su persona cubre sus obras: Creed que Jesús, Hijo de Dios, hizo milagros.

3. La Iglesia y la fe

Si Jesús es Dios, resulta obligatoria la fe en El. Se comprende que la haya exigido, y haya mandado anunciarla hasta el extremo de la tierra a sus apóstoles (Mt 28,18-20). Se comprende que haya anunciado que esta predicación irá acompañada de signos y de milagros en su iglesia (Mc 16, 15-18). Y entonces esta Iglesia, que se comprende que él la haya instituido para evangelizar la tierra con sus apóstoles, y perdurable hasta el fin de la historia—pues no en vano es Dios quien ha muerto para realizarla con su sangre— queda justificada en su institución y en su existencia. Sabemos que tendrá defectos humanos de sus miembros en todos los estados, grados y medidas. Pero también sabemos que tendrá admirables santos en muchos componentes, en todos los estados, grados y medidas. No podrán oscurecer los defectos humanos la faz santa de la Iglesia de Jesús.

Esta Iglesia ha de ser Santa al ser la Iglesia del que es Santo (Is 6, 3); y Una, pues no hay sino un solo Dios, y un solo Mediador con los hombres, que es el Dios hecho hombre Jesús de Nazaret. Y si no es Una, sino que la hallamos dividida entre las comunidades que proclaman su fe en Jesús-Dios, deberemos asumir como la Iglesia Una aquella en la cual brille con esplendor la Unidad desde el principio. Y ésta ¿cuál es? Necesariamente es Apostólica pues los evangelios nos enseñan que Jesús fundó, para proseguir su obra hasta los extremos de la tierra, un colegio apostólico, cuya presidencia ostenta con toda claridad Pedro en el Nuevo Testamento, ya en los evangelios (Mt t6, 18-19; 10, 2; Mc 3, 16; Lc 6, 14; 22, 32; Jn 1, 42; 21, 15-19), ya en el libro de los Hechos apostólicos (Act 1, 13; 1, 15-22; 2, 14; 5, 1-11; 5, 15; 5, 29; 10, 13.47-48; 15, 7-11). Y esta Iglesia es Católica, que significa universal, para todas las gentes y naciones, por mandato del mismo Señor (Mt 28, 19; Mc 16, 14; Lc 24, 47; Jn 11,52; 17,21.23; Act 1, 8).

Al examinar todas las comunidades que proclaman su fe en Jesús como Dios, encontramos de manera eminente entre todas ellas, la Iglesia Católica Romana. En ella brilla la Santidad en sus múltiples mártires y santos, cuyas canonizaciones, previo el requisito de milagros comprobados médicamente con rigor, se suceden a lo largo de los siglos sin interrupción, sumando millares de todo sexo, edad y condición, En ella triunfa la Unidad, porque siendo claramente apostólica en sus orígenes y sucesión, existe un Sucesor de Pedro, que alcanzó por designio divino la presidencia en la unidad del colegio apostólico. Es Católica por nombre y definición.
Y por nombre antonomásico es Romana, lo que solamente significa —pero es bastante— que el obispo sucesor de Pedro se halla en Roma, presidiendo y afirmando la unidad de todas las iglesias apostólicas del mundo. Ninguna otra sede ha pretendido, en la historia de la iglesia, ser la sede de los sucesores de Pedro, sino la Sede Romana. Y el testimonio del hallazgo de la tumba de Pedro, y aun verosímilmente de sus restos reliquiales del martirio, lo ha aportado la ciencia arqueológica moderna, confirmando así la antigua verdad siempre proclamada. Pedro es romano, conforme a la poética expresión del Dante sobre Cristo.
Queremos terminar estas indicaciones con el esquema de esta apologética «nueva» (en rigor, es antigua). Jesús es Dios, por su propia palabra cierta indesmentible, como hemos propuesto, y sería la base fundamental. Existe Dios, pues Jesús se proclama Dios, y declara conocer directamente a su Padre, uno con él. Esta verdad de la existencia de Dios, es confirmada por la razón con diversos, numero­sos y magníficos argumentos, que adquieren nueva luz con la premisa de Jesús. Son los argumentos físicos, metafísicos y morales, que nos parecen ciertos y seguros en sí mismos, y con máxima fuerza, reunidos, frente a todo agnosticismo. Y este Dios, declarado en Jesús, es el Dios bíblico, con todos sus atributos y supremas cualidades: Creador, Eterno, Juez, Omnipotente, Omnisciente... No puede ser otro ni de otro modo, y es el Absoluto, pero Personal; el Desconocido, pero dado a conocer; el venerado por los hombres, aunque por muchos entre nieblas deformantes. Y este Jesús, así mostrado como base de la nueva demostración, es precisamente el de los evangelios sobre los que proyecta su clara luz, de personalidad y de fe, de historia y de inspiración. Son verdaderos sus milagros, es verdadera su resurrección y ascensión. Es verdadera su Iglesia, son verdaderos válidos sus mandamientos.
Hay que reconocer que esta apologética, así construida a partir de la divinidad de Jesús según su personal afirmación, que históricamente se impone como válida, solamente lo es para aquellos que tienen noticia de Jesús de Nazaret por los evangelios y su predicación. Quienes no le conocen —y son muchos en la historia de la humanidad hasta hoy- han de encontrar a Dios a través de sus obras creadas, y por medio de la razón. Pero, si miran al hito histórico de Jesús de Nazaret, también éstos encontrarán una fuente de luz nueva que ilumine, con esplendores renovados, sus certezas racionales. Y ninguna filosofía, idealista o no, puede impedir que la Historia, maestra de la vida, derrame su luz sobre los ojos que se abran para recibirla. Porque no hay filosofía que anule la historia de los hombres, que nos habla con humana voz.
Brilla así a nuestros ojos, magníficamente asombrados, la luz de Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, hijo de la Virgen María y del Eterno Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo, y lleno de su unción celeste en la humanidad desde el principio.

Al contemplarle nos sentimos atraídos por el recuerdo bíblico, lleno también de luz, de la Transfiguración de Jesús, para expresar nuestro pensamiento con una imagen de imborrable recuerdo. Jesús, en la luz radiante de su divinidad, se alza sobre el monte, como un sol su perfecto rostro, como una nieve los vestidos, transparentes y lúcidos como un recuerdo del altísimo paraíso que posee. A sus lados están Moisés y Elías, también iluminados por la propia luz de Jesús, como un testimonio de la Ley y los Profetas. A sus pies, los tres apóstoles que representan a la Iglesia de Jesús. Y, según la inolvidable pintura de Rafael, a los pies del monte hallamos la dramática escena humana del poseso, en contraste con la luz. Es el mundo, que necesita a Jesús.


Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, ha venido a salvar a la humanidad del poder del Mal y de las Tinieblas. Sea este recuerdo de su Luz el que lleven los ojos del lector al cerrar la última página de este libro, en el que hemos querido hacer pobremente el homenaje de nuestra facultad, como ella sea, al autor de todo bien.

“El Señor Jesús es el fin de la historia humana, el punto de convergencia de los deseos humanos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo del corazón, la plenitud de sus aspiraciones” (Conc. Vatic. II, Gaudium et Spes, n. 45).

“Es el Alfa y la Omega,
el Primero y el Ultimo,
el Principio y el Fin”.
(Ap 1, 8.17) YO-SOY YAHVEH

Identidad y conciencia de Jesús de Nazaret

Aula P. Juan Manuel Igartua S.J.: "El Mesías Jesús de Nazaret"

IDENTIDAD Y CONCIENCIA DE JESÚS DE NAZARET

I IDENTIDAD PERSONAL DE JESÚS
1. Mesianismo divino de Jesús de Nazaret
2. El argumento sobre la identidad de Jesús

II LA CONCIENCIA DE SU IDENTIDAD EN JESÚS
1. La existencia de esta conciencia
2. El «cómo» de tal conciencia
3. El «cuándo» de tal conciencia

III CONOCIMIENTO Y ACCIÓN EN JESÚS
1. La ciencia del alma humana de Jesús
2. La conducta humana de Jesús
3. La progresiva manifestación de Jesús

Capítulo I IDENTIDAD PERSONAL DE JESÚS

El P. Igartua concluye: Jesús de Nazaret declaró, manifestó y afirmó realmente que él era el Mesías de Israel, y también que era el Hijo de Dios y Dios él mismo.

La realidad de los testimonios de Jesús se prueba por el valor objetivo de los documentos; y el carácter de sus autores al escribir tales evangelios en tal ambiente.

Se han tenido en cuenta los criterios externos de valor histórico de los textos: la consideración del contexto del documento y la de su autor en relación con el tema. También el valor histórico de los testimonios teniendo en cuenta los criterios internos de la misma redacción, al tener en cuenta el género literario y la redacción del texto por el autor, según sus fuentes y estilo.

Nos hallamos, pues, ante un «caso singular en la historia»; un hombre de grande categoría religiosa que se autoproclama Dios.

1. Mesianismo divino de Jesús de Nazaret

Jesús de Nazaret se proclamó Mesías de Israel. El esperado como el Salvador de la raza humana frente al Adversario, simbolizado en la Serpiente, que hizo caer al hombre en el Paraíso (Gen 3, 15).

Jesús de Nazaret concibe el Mesías no como un salvador político, y ni tampoco religioso, en la línea de Moisés o de Josué y de otros como los grandes Macabeos. Su modelo es el «Siervo de Yahvéh», un Siervo trascendente, que merece el título de «Hijo del hombre», también el «Hijo de David», pero en una línea de alta trascenden­cia divina.

A la par que Mesías, se proclamó Hijo de Dios, en igualdad con el Padre, verdadero Dios él mismo. El Decreto antimodernista Lamentabili condena la proposición modernista: «En todos los textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo sea verdadero y natural Hijo de Dios» (Prop. 30. Denz. n. 2.030).

El título de verdadero Dios ha sido reivindicado en diversas formas por Jesús: Mesías —Hijo de Dios— Dios, tal es la gran tríada de títulos proclamados por Jesús de Nazaret de sí mismo!

Desde su nacimiento se sometió a los ritos iniciales de la Ley mosaica. Fue circuncidado; fue presentado en el Templo por sus padres, como primogénito natural de María; cumplió desde los doce años con fidelidad la obligación de subir a Jerusalén en las fiestas señaladas por la Ley.

El hablaba siempre con el máximo respeto de «la Ley y los Profetas» y en general de la observancia de la Ley y del AT, cuyos testimonios proféticos utiliza en diversas ocasiones como provenientes del mismo Dios (Lc 18, 31; Jn 5, 45-46).

No puede caber duda sobre el riguroso monoteísmo del tiempo de Jesús. Los evangelistas Mt y Lc le presentan en las tentaciones del desierto respondiendo a la satánica propuesta de adoración del tentador: «Está escrito: sólo al Señor tu Dios adorarás» (Mt 4, 10; Lc 4, 8; Deut 6, 13).

Al proclamarse Dios a sí mismo, además de Mesías, Jesús de Nazaret, el hombre nacido de la virgen María en Belén, se ha proclamado posesor de todos estos divinos atributos por identidad divina. Es el Hijo del Padre, igual a él, con quien tiene todas las cosas comunes, a quien conoce como de él es conocido, según hemos visto. Verle a él es ver al Padre, el Padre está en él y él en el Padre. Se ha proclamado superior a todos los hombres existentes y a los mismos ángeles. Se ha llamado a sí mismo, Verdad, Vida, Centro del mundo religioso, Modelo de todos.

2. El argumento sobre la identidad de Jesús

Un hombre que dice: «Soy el creador de todo lo existente»; Yo-soy el que habló a Abraham, el que reveló su nombre a Moisés; y además: Yo soy el que ha dado las leyes del universo, físicas, éticas o morales, los mandamientos en el Sinaí; Yo les saqué de Egipto a través del mar Rojo, Yo conozco todos los corazones, y juzgaré todas las acciones. O estaba loco y había perdido totalmente la razón, o es un farsante.

Jesús de Nazaret aparece en los evangelios como un hombre dotado de altísima sabiduría religiosa y conocedor perfecto del corazón humano.

Domina las situaciones, dialoga con admirable firmeza, muestra un total equilibrio de sus facultades. Replica y corrige a los mejores conocedores de la Ley, escribas, fariseos o sacerdotes. Las multitudes le escuchan admiradas de su elocuencia (Jn 7, 44-49). Enseñaba hablando «como quien tiene potestad» (Mc 1, 22). No se puede pensar que era un alucinado o enajenado mental.

Tampoco es un farsante. Predica la verdad, es hermano de todos los hombres, enseña a llamar a Dios Padre de todos. Llama a Dios su Padre con afecto filial: Abba. Atiende y cura a los enfermos, remedia las necesidades. Resiste las tentaciones del poder, y la gloria de los reinos, ofrecidas por Satán. Su santidad es perfecta y sublime. No parece necesario insistir más en la santidad de Jesús de Nazaret.

Jesús de Nazaret es el único hombre de la historia que haya dicho: Yo soy Dios. Ante el Sanedrín, tribunal supremo de Israel que le juzga dice:

Caifas: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios, el Bendito?»
Jesús: «Yo soy-Yahvéh» (Mc 14, 61-62).

Jesús afirmó que él es Dios. Afirmó que es Dios verdadero, Yahvéh
—o su afirmación es falsa
—o su afirmación es verdadera.
Si su afirmación es falsa,
—o es un loco en máximo grado al creerlo,
—o es un seductor y malvado al quererlo hacer creer.

Pero no siendo ninguna de estas dos cosas: su afirmación es verdadera.

El argumento se resume así:
—Jesús dice que es Dios;
—Se hace necesario e ineludible creer que dice verdad, pues no
cabe otra explicación posible de sus múltiples afirmaciones y actitudes;
—luego Jesús es Dios verdadero, Hijo de Dios.

Jesús de Nazaret es, en verdad, el Mesías de Israel, el hijo de Dios.
Jesús de Nazaret es Dios-Yahvéh
Capítulo II LA CONCIENCIA DE SU IDENTIDAD EN JESÚS

1. La existencia de esta conciencia

El problema de la conciencia de su propia identidad mesiánica es central en el estudio de Jesús de Nazaret.

Son numerosos los críticos racionalistas que negaron la conciencia mesiánica (y mucho más la de divinidad), afirmada por Jesús. Sostienen algunos que no fue Mesías ni tuvo por lo mismo conciencia de ello, sino que sólo fue «un reformador religioso, lo cual es mucho más que Mesías» (Wernle), o que tal conciencia mesiánica le fue simplemente atribuida por la comunidad cristiana (Wellhausen, Vernes, Steck, Wrede...).

Habiendo mostrado en este estudio que Jesús afirmó en realidad de múltiples maneras su mesianidad y su misma y suprema divinidad se debe admitir que tenía concien­cia de ambas cosas. La mesianidad está comprendida en la divinidad del hombre que era Dios.

La conciencia de uno mismo se expresa por medio de la palabra

La conciencia que alguien tiene de si mismo sólo se puede conocer por las palabras. El lenguaje humano expresa en palabras humanas los pensamientos interiores de los hombres que las pronuncian.

Las palabras expresadas por Jesús nos dicen lo que él es; la conciencia de Jesús sobre su identidad. Según sus propias palabras, Jesús de Nazaret tenía conciencia de ser el Mesías, y el Hijo de Dios verdadero.

Hablamos de la conciencia que tiene Jesús de la identidad divina de su Yo. El objeto de la autorreflexión es la persona que actúa en el hombre, el Yo de cada uno.

Este Yo de cada uno solamente puede ser percibido por él mismo como Yo, pues todos los demás lo han de percibir necesariamente como un Tú, pero sin intuición directa de él.

Jesús de Nazaret tenía conciencia humana de su Yo divino, de su Yo mesiánico y de su Yo de Hijo de Dios. Era la Persona Segunda de la Trinidad la que estaba en la conciencia inmediata de Jesús hombre.


Testimonio de Juan Bautista

A Juan Bautista, según los evangelios, le fue propuesta la pregunta de su identidad personal: «¿Tú quién eres? (Jn 1, 19). Y al responder él negativamente a la triple pregunta de identidad mesiánica; si era el Mesías o Cristo, si Elías, si el Profeta anunciado (Jn 1, 20-21), volvieron a formular la pregunta de la identidad personal: «¿Quién eres? Declarando entonces Juan que él era «la voz que clama (o del que clama) en el desierto».

Y después del bautismo de Jesús, dio su testimonio definitivo: «Este es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34), y también: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36). Juan, pues, dio testimonio sobre sí mismo y sobre Jesús, según el testimonio que le daba su conciencia. El era sólo un hombre enviado de Dios, una voz profética, pero Jesús era el Hijo de Dios.

La confesión de Pedro en Cafarnaún

Jesús plantea la pregunta sobre su identidad a sus discípulos: «¿Quién decís vosotros que soy Yo?» (Mt 16, 15; Mc 8, 29; Lc 9, 20). Y cuando Pedro, tomando decididamente la palabra, responde por todos: «Tú eres el Cristo o Mesías (Mc), el de Dios (Lc), el Hijo del Dios del Viviente (Mt)», Jesús aprueba esta respuesta de identificación mesiánica.

Jesús mismo al confirmar la respuesta del apóstol, declara su propia identidad, y eso muestra que Jesús tiene esta conciencia de mesianidad divina y de filiación divina del Padre.

Diálogo de Jesús con los judíos

Otro testimonio del evangelio de Juan. Narra el evangelista que los judíos plantearon a Jesús la pregunta: «¿Tú quién eres?» (Jn 8, 25). El responde, con palabras enigmáticas pero suficientes: «Lo que, os digo desde el principio, o absolutamente» (8, 25) (ten arjén, o kai laló umín). A la pregunta directa por su identidad Jesús responde con la afirmación de su divinidad.

Después de la expulsión de los mercaderes del templo

Un tercer texto del evangelio de Juan nos franquea la conciencia de Jesús, esta vez indirectamente. «¿Qué señal nos das (de tu potestad) para hacer estas cosas?» (Jn 2, 18). Jesús respondió: «Destruid este Templo, y Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2, 19). El evangelista, subrayando así el testimonio directo de Jesús, lo explica por su cuenta: «Hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2, 21). Y luego añade Juan: «Estando en Jerusalén el día de la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en él, al ver los prodigios o signos que hacía» (2, 23).

El supremo testimonio ante el Sanedrín

«¿Eres tú el Hijo de Dios?» (Mt 26, 63; Mc 14, 61; Lc 22, 70; Jn 19, 7).
«Yo-soy (Egó eimí)» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 70; Jn 19,7).

Ante esta respuesta, que resume y certifica en solemnidad todas las afirmaciones anteriores, es imposible decir que Jesús no tuvo concien­cia de su filiación divina dentro del monoteísmo y en forma específica, pues por ella fue condenado como blasfemo por el tribunal religioso de Israel.

El “cómo” y el “cuándo” de la conciencia de Jesús de Nazaret
Afirmado que Jesús de Nazaret tuvo conciencia de ser el Mesías e Hijo de Dios, se plantean dos problemas: Uno, sobre el modo como pudo realizarse tal personificación divina en un hombre; y otro sobre el cuándo, el momento en que tal presencia apareció y en que tal conciencia se presentó en Jesús. El primero ha quedado formulado en el dogma cristiano desde Efeso a Calcedonia principalmente; y el segundo está sujeto, dentro de la doctrina del magisterio eclesial, a deducción teológica histórica.

2. El «cómo» de tal conciencia

Comenzamos por examinar el modo de la personalidad de Jesús de Nazaret. ¿Hay en Jesús de Nazaret dos personas, una divina y otra humana?. No, en Jesús de Nazaret hay una sola Persona, la persona divina en dos naturalezas unidas hipostáticamente a la Persona divina.

La afirmación de Jesús Dios y hombre ha sido históricamente la cuestión formulada en la Iglesia desde los inicios (los siete primeros concilios) y cuya respuesta tiene la base documental de los evangelios.


La unidad de Persona en Jesús de Nazaret

Sólo la persona divina puede decir «Yo-soy» ante el Sanedrín respondiendo a la pregunta de si es el Hijo de Dios; pero lo dice con la voz humana. Igual sucede cuando dice: «El que me ve a mí, ve al Padre», pues su Mí, como objeto deja atención de los discípulos presentes o de los demás, es visible a los hombres sólo en su naturaleza humana, pero a quien ven, como a sujeto, es a alguien que dice «Veis al Padre en Mí». Por eso, el Concilio de Efeso, afirma que cuando su madre concibió y dio a luz en su naturaleza humana a Jesús, fue Madre de Dios, porque la persona era divina. El ángel le dijo: «Lo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Ella decía a Dios-Jesús: «Tú eres mi hijo».


Las dos naturalezas divina y humana en Jesús de Nazaret

En todas las acciones y palabras reseñadas por los evangelistas las acciones humanas eran las de una naturaleza humana respecto al cuerpo, y en cuanto al alma las ideas de su inteligencia eran de alma humana como la nuestra, pues sus palabras eran también humanas. Cuanto a la naturaleza divina nadie la ha visto directamente ni la ve en esta vida, pero es imposible que la Persona del Hijo no tenga naturaleza, pues no podría existir sin ella, y es la misma del Padre. Además de Nicea y Constantinopla II contra Arrio y Apolinar, Efeso y Calcedonia en realidad han traducido a lengua más precisa los mismos datos evangélicos.

El problema de las operaciones teándricas

La unidad que la teología llama hipostática por hacerse en la persona divina con la naturaleza humana y no de ambas naturalezas entre sí, como pretendieron los eutiquianos en varias formas (confu­sión, cambio, división, separación, absorción: Denz. Decr. Calcedon. n. 148), plantea una problema en la conciencia humana de Jesús.

Se trata del problema de las operaciones llamadas teándricas, es decir que son «divino-humanas»: divinas por la persona sujeto de ambas naturalezas, humanas por la naturaleza humana como fuerza energética física que las actúa, con el alma humana, como comer, dormir, andar etc. Se pueden llamar teándricas, en cuanto su sujeto es la persona divina; pero más propiamente son llamadas teándricas aquellas en que la persona divina actúa además con la naturaleza divina, como por ejemplo en los milagros, en los que la naturaleza divina hace lo que no puede hacer la humana (resucitar el muerto...), pero la humana es la que pone la operación humana (la voz: Lázaro, sal afuera).

Especial­mente difíciles en la explicación para nosotros son los momentos de tristeza de Jesús particularmente la agonía de Getsemaní, donde se hallan los problemas de la unión hipostática más al descubierto.

Cómo funciona la conciencia humana de Jesús de saberse Dios

Se pueden hacer dos sugerencias, tomadas de la historia de la fe, para explicar cómo funciona la conciencia humana de Jesús de Nazaret de saberse Dios verdadero.

La primera es el modo con que Dios inspira a los escritores sagrados. Según la fe de la iglesia, el verdadero autor del escrito sagrado es el Espíritu Santo divino a través de la naturaleza del escritor. Isaías, Lucas o Pablo escriben no al dictado del Espíritu, pero sí de modo que dicen aquello que El quiere y sólo aquello mismo, pero con palabras humanas propias del estilo y lenguaje humano de tal escritor. Si cambiamos la naturaleza personada del escritor por la naturaleza no personada humanamente de Jesús de Nazaret tenemos alguna idea, aunque remota, del modo como actuaba la Persona divina con la naturaleza humana.

La segunda es el caso de los místicos católicos. Santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz pueden ofrecernos en sus escritos el rasgo característico de la unión mística que es la «presencia de Dios» sentida en la conciencia. En la conciencia ordinaria del cristiano, aunque esté en gracia, no se da el sentimiento o conciencia de tal presencia divina en unión de gracia, y expresamente lo dice el concilio de Trento: «Nadie puede saber con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios» (Decr. de iustif. c. 9; Denz. n. 802), lo cual se afirma frente a la pretensión luterana de que sólo obtiene la justificación el que cree firmemente haberla obtenido por la divina misericordia, que se ha de esperar. Pero, además, la conciencia nada nos dice ni puede decir naturalmente sobre la posesión de la gracia y presencia de Dios en el alma por unión, al no ser este estado naturalmente perceptible, por ser sobrenatural.

Los místicos alcanzan la percepción de la presencia divina en sí por gracia especial. Es muy claro que todos los místicos tienen conciencia de la presencia de Dios. Esta conciencia real, y humana obviamente, se asemeja a la de Jesús de Nazaret de su persona, aunque sólo por analogía. Pues ellos no tienen conciencia de Dios como sujeto de sus actos, aunque éste sea un nuevo grado de su actuación en el matrimonio espiritual, pero nunca pueden perder su personalidad propia humana, ya que lo contrario sería panteísmo inmanente, fuera del caso de la encarnación. Dios en ellos actúa como creador ad extra, no con actuación personal sustitutoria. Sienten misteriosamente a Pero Jesús le sentía como un Yo, además de sentir por la gracia en su alma al Padre y Espíritu.

3. El «cuándo» de tal conciencia

El segundo problema en relación con la conciencia humana de Jesús de Nazaret es el de cuándo comenzó. En los hombres se va desarrollando la facultad de la inteligencia, fuente también de la autoconciencia, a medida de que se va perfeccio­nando en la infancia el desarrollo del órgano del pensamiento, que es el cerebro.

En Jesús de Nazaret, si lo equiparamos a los demás hombres, comenzó a existir la concien­cia humana de su divinidad y mesianidad como en ellos. Pero el condicionamiento que pone la presencia de la persona divina, como sujeto de los actos, hace variar la situación.

Los racionalistas y los que no aceptan la persona divina en Jesús, y niegan su divinidad, sostienen que la conciencia de su divinidad nunca existió, y también algunos de ellos niegan la de su mesianidad, y todos la atribuyen a lo sumo solamente a una profunda convicción religiosa o mística de Jesús.

Los teólogos católicos han aceptado siempre la conciencia humana que Jesús tenía de su divinidad, aun en vida mortal aunque tal vez alguno hable o haya hablado con ambigüedad o duda de la misma.

Algunos otros teólogos, aunque contrariamente al sentir prácticamente unánime de los Padres de la Iglesia y del magisterio, sin negar a Jesús esta conciencia de su divinidad, han pensado que no siempre la tuvo, o al menos no con claridad. Suelen asignar el momento del bautismo principalmente, donde por vez primera se produce sobre Jesús, según los evangelios, la revelación de Dios sobre su filiación divina: «Este es mi Hijo, en quien me he complacido».

No parece admisible tal interpretación del instante de tomar conciencia Jesús ya que no se comprende cómo habría podido cambiar radicalmente de opinión sobre lo que él mismo era, pues la distancia entre la simple condición de hombre y la de Hijo de Dios es infinita.

El pasaje de Jesús perdido y hallado en el templo

Jesús, a los doce años, dijo a María y José en el encuentro en el templo: «¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús sabe a los doce años que Dios es su Padre. Tiene ya conciencia de que es Hijo de Dios.

María ha dicho a Jesús niño: «Tu padre (José) y yo te buscábamos doloridos» (Lc 2, 48). María dice «tu padre», por José, sin duda porque le llamaban así en casa ambos a José. Jesús entonces le responde «mi Padre» por Dios. No puede estar más clara la conciencia que tiene de quién es su verdadero Padre de que él es Hijo de Dios. Ahora bien, el problema se convierte así en saber cuándo tuvo conciencia de ser Hijo.

José y María conocían la identidad de Jesús de Nazaret

José y María conocían desde la concepción virginal de Jesús el secreto mesiánico y divino de Jesús.

Fue revelado por el ángel a María al pedirle de parte de Dios su consenti­miento a tal suerte de concepción. El ángel primera­mente da un mensaje mesiánico sobre la persona de Jesús, «hijo de David y rey de Israel» (Lc 1, 32-33). María, antes de dar su consentimiento, plantea el problema sobre el modo de la concepción. La respuesta del ángel indica la condición divina del Hijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35). Lo que el ángel revela a María es ciertamente que la concepción será obra virginal de Dios mismo con su poder y Espíritu. En sus palabras se contiene la condición divina del Hijo. Tiene por Padre a Dios, y por eso termina su revelación diciendo: «Por eso, además, lo concebido (o nacido) (será) Santo, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).

Esta resulta ya ahora una afirmación de la divinidad. Como es obra del Espíritu y la fuerza de Dios en ti, «por eso» es «Santo, Hijo de Dios». Antes el ángel, en el mensaje mesiánico, ha llamado al nacido de María «grande e Hijo del Altísimo» (Le 1, 32), como «hijo de David». Este título todavía era solamente mesiánico, pero ahora ha levantado todo el velo del misterio: «Santo, Hijo de Dios». Que María supiese al dar su consentimiento que se le pedía ser «Madre de Dios» era lo único congruente. Debía saber que iba a ser Madre del Hijo de Dios.

Lo supo también José tanto por el ángel en sueños como al hablar con María (Mt 1, 20). El ángel reveló a José tanto la condición mesiánica del Niño: «José, hijo de Dayid», como la condición de Hijo de Dios: «Es del Espíritu Santo». Como en María, en José están las dos condiciones. No pudieron ignorar la altísima condición divina del que ambos llamaba familiarmente «hijo», sabiendo que lo era sólo de María físicamente, aunque por el matrimonio también pasaba a serlo de José.

Tenemos dos datos sobre la conciencia humana de Jesús, antes de los doce años. Por un lado él «crecía lleno de sabiduría», que era ciertamente de origen sobrenatural e infuso en su alma. ¿Cómo pensar que Jesús, poseyendo esta sabiduría celeste en su alma, no tuviese conciencia de que él mismo era el origen de tal sabiduría en cuanto Dios?.

El segundo dato es el del conocimiento de los que le rodeaban, y de los hechos acontecidos. Ciertamente sabían quién era, como hemos dicho, su madre María y José. Hablaron con él y le contaron, sin duda, en sus íntimas conversaciones de Nazaret, lo que sabían de él, y le preguntaron algo sobre ello. Es imposible que vivieran en silencio entre sí tantos años conocedores ellos del misterio. El o ellos debieron introducir algún día el tema.


El momento de la conciencia divina y mesiánica de Jesús

¿En qué momento conoció Jesús su propia divinidad, o tuvo conciencia de ella? En la misma encarnación en el seno de su madre María. Lo sabían los ángeles, María, José, y poco después lo supieron por revelación Isabel, Zacarías, Simeón (Lc 1, 43; 1, 69; 2, 26-30).

La exegesis clásica ha visto siempre, con la misma Iglesia, en el júbilo de Juan al ser santificado en el seno de Isabel (Lc 1, 41) una señal de su repentina y carismática iluminación santificadora, con un breve acto de conocimiento infuso en el feto aun no nacido y naturalmente incapaz de júbilo. Jesús pudo mejor que Juan tener conocimiento desde el primer instante en su alma humana de que era el Hijo de Dios, y, como tal recibir la adoración de los ángeles de Dios. El alma es capaz de este conocimiento en su naturaleza espiritual, en esta vida por milagro. La poderosa unión de la Persona del Hijo, en el primer instante de su concepción debió producir estos dones en su alma, aunque su cuerpo fuese todavía unicelular pero programado genéticamente. Ya era Jesús de Nazaret para el futuro. Y lo era, pues este hecho aconteció en Nazaret, aunque luego nació en Belén.

Tal es la opinión clásica de los Padres de la Iglesia, de la que no vemos motivo para apartarnos. Orígenes dice hablando de la presentación del niño en el templo: «No hacía más que cuarenta días que Jesús había nacido, ni había venido todavía a Nazaret, cuando ya estaba en posesión de toda la sabiduría» (Hom. 1H in Ir.) San Cirilo escribe: «El crecimiento de Jesús no debe entenderse como si su humanidad no fuese perfecta desde el principio, sino en cuanto se manifestaba progresivamente» (Thesaur. IX, 7). San Agustín advierte que la unción del Espíritu Santo no se difundió en Jesús en el bautismo, sino mucho antes «cuando la naturaleza humana se unió al Verbo de Dios en el seno de la Virgen de modo que fuese una sola persona» (De Trinitate, XV, 26,46; RJ 1680), y también expresamen­te: «La ignorancia (del hombre en la cuna) no alcanzó a este Niño, en quien el Verbo se había hecho carne para habitar entre nosotros; y yo no admitiré que Cristo-Niño haya pasado por esta flaqueza del espíritu que en los otros niños vemos» (De peccatorum meritis et remissione). San Damasceno, en fin, contra Nestorio: «Si la carne desde el primer momento fue unida verdaderamente a Dios Verbo, aun más, existió en él (en la susbsistencia personal), y tuvo esta identidad según la hipóstasis con élr ¿cómo pudo no estar perfecta­mente llena de toda sabiduría y gracia?» (Defide orthodoxa, 3, 22; RJ 2368).

Si El poseyó la visión beatífica desde el principio, como afirman diversos documentos del magisterio eclesial, sin duda que con ella hubo de tener desde el primer instante la conciencia de su persona divina en el alma humana, iluminada por la visión beatífica de Dios y sus tres Personas. Y si el alma no pierde sino pasajeramente la conciencia por los impedimentos accidentales (anes­tesia, sueño...) en el hombre ordinario, pues la recobra idéntica después de cesar el accidente opuesto, es justo que tal prodigio se haya dado en el Hijo de Dios desde el primer momento.
Hay que advertir que el hombre tiene diversos niveles de vida, regidos por una sola alma, que «por sí misma y esencialmente es forma (en este caso, vida) del cuerpo humano», como definió contra los errores de Pedro Olivi, el Concilio de Vienne, XV ecuménico en 1312 (Denz. n. 481). Y antes, el Constantinopolitano IV, en el año 870, definió que «el hombre tiene una sola alma» (Denz. n. 338) ¿Qué conciencia tenemos de las varias actividades del alma única? En las actividades vitales del cuerpo humano con su alma, como también las tenía Jesús hombre, no tenemos conciencia de la actividad vegetativa celular. Tenemos conciencia sensitiva de las actividades sensibles del organismo y de las sensoriales: ver, oír... Tenemos conciencia intelectiva de las actividades espirituales (entender, que­rer). No tenemos conciencia de la vida sobrenatural, sino cuando Dios quiere manifestar su presencia (mística). Pero todos tenemos conciencia del yo, de la persona-sujeto. En Jesús, era divina. ¿Pudo acaso faltar en él? Pues no había persona humana, sujeto humano de las acciones parece obvio pensar que la unión hipostática, superior a cualquier manifestación mística, le comunicó tal conciencia, necesa­ria para él, de la persona divina. Resulta increíble pensar que no la tuvo, o que hubo de esperar tiempo para adquirirla.
Capítulo III CONOCIMIENTO Y ACCIÓN EN JESÚS

1. La ciencia del alma humana de Jesús

El animal recibe por herencia un conocimiento inconsciente en el instinto poderoso para cumplir su misión. En todos los animales pasa lo mismo.

El caso del hombre es singular entre los animales. Es el que menos instintos posee (aunque también hereda algunos), y el que más aprendizaje necesita en tiempo y enseñanza. Siendo su conocimiento principal el espiritual necesita tiempo para adquirir sus enseñanzas, y es largo en años su aprendizaje. Va adquiriendo su ciencia por dos caminos: la experiencia y la enseñanza, de los otros que le rodean.

Ciencia experimental o adquirida

Jesús tuvo una naturaleza humana plena. Por lo tanto hubo de someterse al aprendizaje de la experiencia y de la enseñan­za. Aprendió a andar y comer, aprendió particularmente a hablar como aprenden todos los hombres. También por el propio discurso y raciocinio adquirió nuevos conocimientos, y así su alma de hombre formó su riqueza de memoria y de desarrollo intelectual gradualmente, enriqueciéndola siempre y cada día con nuevos conocimientos adquiridos.

A esta experiencia humana la llaman los teólogos clásicos «ciencia experi­mental», o mejor «adquirida»: la reconocen en Jesús como humana, dirigida siempre por el sujeto divino, pero recibida a través de su condicionamiento humano. En esta ciencia suya la única diferencia con los demás consiste en que el sujeto de su actividad intelectual y sensitiva era, en la naturaleza humana, el Yo divino, con una más perfecta formulación genética.

Ciencia infusa

La teología reconoce además, en los hombres de Dios en quienes actúa la gracia del Espíritu con carismas especiales, revelaciones y gracias de conocimientos nuevos, que reciben tales hombres de manera infusa, por don sobrenatural de Dios cuanto al modo. Tales son los casos de los místicos, y entre ellos sin duda especialmente la Virgen María; tales son los escritores inspirados; tales son algunos casos sorprendentes de comunicación de ciencia, que se hallan en la historia de la Iglesia.

Esta «ciencia infusa» o carismática la poseyó en vida Jesús de Nazaret, y se debe suponer que la misma unión hipostática, al ungirle con todos los dones del Espíritu, la comunicó abundantísima y plenamente a su alma desde el principio de su existencia.


Dificultad: la fecha y hora del juicio final

Respecto de esta segunda ciencia y de su alcance o extensión se da un particular problema acerca del conocimiento de la hora exacta del juicio final. Dijo: «Sobre aquel día y hora nadie la sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre». Es claro que el problema no se ha de plantear sobre la ignorancia de tal día y hora en el Hijo cuanto a su conocimiento divino, pues en éste es uno con el Padre, sino en cuanto a su conocimiento humano, que es del Hijo también.

Los Padres parecen haberse mostrado divididos en cuanto a tal ignorancia, si realmente la naturaleza humana de Jesús no conoció esa fecha exacta, o si solamente no la conoció en cuanto al mensaje que había de comunicar a los hombres, y así dijo ignorarla.

Los Padres sostienen que se debe preferir el parecer del magisterio de la Iglesia, ejercido por san Gregorio Magno como Pontífice en su carta al Patriarca de Alejandría Eulogio, en la que condena con el Patriarca el error de los agnoetas (de la ignorancia), que negaban a Jesús esta ciencia precisamente. San Gregorio rechaza tal pensamiento, y la razón es que el Hijo en su Sabiduría divina lo conoce ciertamente todo. «Todo fue hecho por él (Jn 1, 3). Si todo, también el día y hora del juicio (un futuro). Hasta aquí se ha tratado de la ciencia divina, pero luego pasa en su enseñanza a la humana de Jesús: «Escrito está también: Sabiendo Jesús que el Padre lo puso todo en sus manos (Jn 13, 3). Si lo puso todo, también el día y la hora del juicio. ¿Quién será tan necio que diga que recibió el Hijo en sus manos lo que ignora?».

A continuación explica de este modo la frase atribuida a Jesús por los evangelios: «El Hijo dice que ignora el día que él hace que sea ignorado por los hombres... Ciertamente sabe el día y la hora, pero lo sabe por el poder de su divinidad. Lo sabe el hombre, pero por ser Dios». La última frase del Pontífice afirma así que Jesús en cuanto hombre lo sabía, aunque no por ser hombre, sino con ciencia comunicada por Dios en revelación, y así dijo ignorarlo en cuanto a la comunicación que deseaban los apóstoles (Mc 13, 4; M 24, 3) San Pío X en su decreto Lamentabili rechaza en los modernistas este error: «Es evidente que Jesús profesó el error sobre el próximo advenimiento mesiánico (Próp. 33, Denz. 2033).

La declaración de san Gregorio Magno parece más importante por su situación y contexto de ejercicio de magisterio, contra un error, en carta oficial del Papa a un Patriarca. Y aunque algunos piensan que se puede discrepar de esta enseñanza, aun viniendo de tan alta autoridad y modo, preferimos seguirla como más segura en certeza que otra particular, no habiendo variado las circunstancias que históricamente pueden restar valor a estas declaraciones, darse.


Ciencia de visión beatífica

La carta a los Hebreos, en el NT, atribuye claramente al Verbo encarnado, en el mismo instante de su encarnación, el conocimiento de su misión redentora: «Al entrar en el mundo, dijo: No has querido víctimas y sacrificios. Por eso me has dado un cuerpo. Y he dicho: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebr 10 , 5-7; cfr. Sal 39, 7). Ciertamente se trata del ofrecimiento a Dios de Jesús hombre con cuerpo. Tal ofrecimiento no podía hacerse sino ofreciendo el cuerpo redentor con conocimiento del alma, y muestra la ciencia humana de Jesús desde el primer instante, y su conocimiento del valor divino de su sacrificio, porque es Dios.

Pío XII ha confirmado esta teología sobre la ciencia de visión beatífica en el alma de Jesús durante su vida, en dos encíclicas.

En la Mystici Corporis (1942) dice: «Apenas acogido en el seno de la Madre de Dios gozó de la visión beatífica, por la que tiene siempre presentes continuamente a todos los miembros del Cuerpo místico, y los abraza con su amor salvífico» Denz. 2289)

La encíclica Haurietis Aquas (Pío XII, 1956) declara que el Sagrado Corazón es símbolo del «ardentísimo amor de la voluntad humana de Cristo», y esta voluntad, por ser humana, es dirigida en sus actos propios por «una doble ciencia perfectísima, la beatífica y la comunicada o infusa» (AAS, 1956, 327-8). Aquí, en el texto más expresivo sobre la ciencia de Jesús hombre, se proclaman las dos, la beatífica y la infusa. Aunque no se dice cuándo comenzaron, obviamente se trata de la encarnación, ya que atribuye a ésta toda la doctrina del Sagrado Corazón en su fundamento principal. Del mismo modo; y más expresamente aún: «Nadie ha visto a Dios jamás. El Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha contado o narrado» (Jn 1, 18). Parece cierto que esta declaración del hijo es con palabras humanas de quien ha visto al padre como Dios. Le ha visto como hombre, en visión directa de Dios.

Se indica así que el alma humana, que pronuncia las palabras humanas, goza de esta inefable «visión de Dios», que no está permitida al hombre en esta vida, pues «no puede, el hombre verme sin morir» (Ex 33, 20). Y también en Juan, dice Jesús a Nicodemo, hablando como hombre, con palabras de hombre, que provienen de su conocimiento humano: «Hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto» (Jn 3, 11).

2. La conducta humana de Jesús

El hombre tiene inteligencia y voluntad. Por medio de ella pasa a la acción en su vida. Tiene además memoria, tanto de lo sensible como de lo espiritual, y es de gran importancia en la vida humana. Porque los múltiples conocimientos que adquiere en su vida quedan almacenados en forma de recuerdos pasados, en lo que llamamos el subconsciente. Sin memoria no hay ciencia posible, aunque no sea más que el tesoro de sus múltiples elementos adquiridos, ya por la experiencia ya por el discurso. La memoria, de la cual ha hablado tan admirablemente San Agustín (Confesiones, 1. X), es una misteriosa facultad humana, que forma la riqueza del hombre. Es la base del admirable prodigio del lenguaje.

La ciencia o conocimiento habitual se transforma en actual por la memoria, y sirve de base al nuevo conocimiento que el hombre puede en cada instante desarrollar. La persona dirige la acción de la memoria, y hace actual a voluntad su recuerdo necesario, eligiendo de entre todos los elementos de su inmensa riqueza múltiple aquellos que ahora más le interesan. El hombre dirige su atención (entendimiento = tensión; inteligencia — lectura interior) a los ele­mentos aportados, y construye nuevos conocimientos, nuevos obje­tos que pasan también a su archivo. Este conocimiento ofrece su luz a la voluntad, la cual, siendo actual, mueve la acción del hombre. Y así tenemos su conducta humana, movida por su persona, dueña de la memoria, el entendimiento y la voluntad.

Jesús de Nazaret, la triple ciencia

Jesús de Nazaret, Dios personalmente y hombre por naturaleza, ha tenido, aun en vida mortal, la triple ciencia: adquirida (experimental o discursiva), infusa o carismática y beatífica. Todo ello como hombre, además de tener como Dios, en su naturaleza divina de su Persona de Hijo, la ciencia divina infinita. Tratamos de la ciencia humana, que dirige su humana acción, como en todo hombre.


Objeción contra la ciencia infusa total y la de visión beatífica

Se ha planteado una doble objeción contra la ciencia infusa total, de todas las realidades existentes, y contra la beatífica.

Primero, parece que anularía la verdadera condición humana, que es obligado defender por el dogma cristiano, en naturaleza humana perfecta (Calcedonia, Símbolo Atanasiano). No procedería como un hombre verdadero si desde la encarnación conoce todas las cosas.

Segundo, su vida parece se convertiría en una ficción, contra los mismos evangelios que le muestran admirándose de cosas varias, como la fe del centurión, (Mt 8, 10, par.) o de la poca fe de los nazaretanos (Me 6, 6), o de la fe de la mujer cananea (Mt 15, 28). Otras veces preguntaba, como quien ignora lo sucedido, como en el célebre caso de la hemorroísa: «¿Quién me ha tocado?» (Lc 8, 45, par.). Y en otras preguntas suyas, que parecen indicar que quería saber lo que respondían.

¿Es todo esto compatible con la plenitud de la ciencia afirmada en la ciencia infusa y la beatífica?

Por otra parte, ¿no dice Juan que conocía los corazones de todos los hombres a quienes trataba, y suponen lo mismo los otros evangelistas? (Jn 2, 24-25; Mt 9, 4; Mc 2. 8; Lc 5, 22). No se ve razón especial para que conociese el corazón de aquellos a quienes trataba, y no conociese los demás corazones. Se trata siempre de la ciencia humana. Conocía bien toda la escritura, sin haberla estudiado (Mc 6, 6). ¿No resulta un Jesús deshumanizado, ajeno a la condición de sus contemporáneos?

Primero, la plenitud de esta ciencia adquirida no es incompatible con la naturaleza humana perfecta de Jesús, como lo muestra el hecho, que todo creyente admite, de que en el cielo, resucitado, las tiene en plenitud. Sigue siendo hombre, y tiene estas ciencias, luego son compatibles en el ser humano.

Nuestra ciencia humana adquirida a lo largo de la vida se compone de nuestras experiencias sensibles (visuales, auditivas, táctiles...X,_y__ de las noticias que conocemos por el lenguaje, y también de lo que adquirimos por nuestro propio discurso y uso de la inteligencia.

En esta ciencia adquirida Jesús era como nosotros. Acumuló experiencia, noticias, pensamientos, recuerdos. Profundamente hu­mano, debemos advertir que, sin duda, tenía una muy fina sensibili­dad, y un pensamiento vivo y admirablemente dotado. ¿Hasta dónde llegó Jesús en el uso de la ciencia adquirida? En el orden religioso y moral, muy adentro de la gran verdad. Y en el orden especulativo, o filosófico y aun científico, pudo como hombre llegar muy lejos con su fina, penetrante inteligencia. ¿Cuáles fueron sus intuiciones geniales?

La ciencia infusa es verdaderamente humana, concedida a muchos hombres por Dios, como profetas y santos, siempre en medida limitada. La extensión de su don alcanza a lo que Dios quiera conceder, pues es don suyo libre. La de Jesús, si lo fue de todos los futuros reales, y por la misma razón de todo lo existente, pasado o presente, aunque sea enorme en extensión es limitada como todo lo creado. Es sobrenatural su modo de donación, pero no su misma sustancia compuesta de elementos reales. La posesión de la ciencia infusa no la diferencia de la adquirida en su contenido, sino en su origen. El santo que tiene revelaciones no piensa siempre en ellas.

Es preciso, al afirmarla en Jesús, que no pueda parecer que la persona divina suya mueve la inteligencia y voluntad con revelaciones singulares en cada instante, de manera que sea «como si habitase en otro», según la herejía nestoriana, que hemos visto rechazada con razón por el papa Vigilio. Así no sería un hombre verdadero el que actuaba, sino Dios en un hombre, otra persona, que no lo era. Pero habiendo sido esta ciencia infundida en Jesús hombre por la misma encarnación, como don divino a la misma humanidad derivado de la unión personal o hipostática, era humana por estar en su naturaleza humana (espiritual y orgánica), teniendo como sujeto de su actuación la persona divina.

La ciencia beatífica, que hemos afirmado también de Jesús en vida mortal, consiste estrictamente en la visión directa de la esencia y existencia divinas, formalmente idénticas: Yo-soy. Es objeto infinito, absolutamente sobrenatural, pues sobrepasa toda posibilidad de cual­quier naturaleza creada aun angélica, concedida por libre voluntad de Dios a los ciudadanos celestes, ángeles y hombres.

Teniendo Jesús esta ciencia beatífica ya en vida mortal, según afirman los santos Padres y el magisterio, tenía esencialmente la visión divina de la naturaleza de su propia persona. Veía a Dios, y lo insinúan algunas palabras del mismo Jesús. Así a Nicodemo: «Hablamos de lo que sabemos, y decimos lo que hemos visto» (Jn 3, 11). Por ello, lo que dice con palabras humanas son cosas vistas y conocidas directamente, además de las otras que sabe y conoce. Y nos habla de ello con palabras humanas: «Hablamos de lo que sabemos». Con tales palabras nos ha hablado Jesús de las otras dos Personas, y del mismo Dios en sí, que es trinitario. El gozo redundante de tal visión puede ser reprimido por Dios, y en su vida Jesús tenía, dentro de esta visión, tristezas como la de Getsemaní, alegrías humanas de origen sobrenatural (Lc 10, 21), aun bromas amables (Jn 6, 5-6). Pero no estaba en éxtasis, es cosa clara.

No obraba Jesús como un autómata, sino siempre con su voluntad humana libre, regida en todo por la divina, a la que estaba sometida en plenitud, aunque era diversa, como lo muestra la oración del huerto (Mt 26, 39.42; par.). Utilizaba con su memoria voluntaria­mente su tesoro de conocimientos de varias clases, adquiridos, infusos, de la participación en la visión beata. Siempre brillaba en su alma, sin oscurecimiento, la misma visión esencial de Dios, que es la visión beatífica, aunque no con su absorción estática ni con plenitud de gozo, que su kénosis dejó para la vida de gloria (Flp 2, 7).

Superaba Jesús en sabiduría, ya en vida mortal, aunque no lo mostraba pues nunca utilizó la mayor parte de estos conocimientos, a todos los genios del mundo en todas las actividades posibles, permaneciendo con todo siempre un hombre de su propio tiempo, «nacido bajo la ley» (Gal 4, 4). Tal es la consecuencia real de la unión con la persona divina, y puede ser la explicación juntamente de su perfecta adecuación a su tiempo, y su espacio histórico. Dejemos así este misterio que Dios conoce, y ahora en el cielo brilla en Jesús en esplendor total. El suyo es un caso del que no podemos decir más, porque no tiene par entre los hombres, y no hay semejanza para la explicación. Basta decir que él es Hombre-Dios.

3. La progresiva manifestación de Jesús

La identidad divina de Jesús de Nazaret, Mesías de Israel, es una realidad desde el mismo instante de la encarnación y concepción del Verbo divino en el seno de María virgen, por la unión hipostática o personal del Verbo Dios con la naturaleza humana tomada de ella, integrada por un cuerpo humano perfecto orgánicamente, que es vivificado por un alma creada por Dios en aquel instante. También es una realidad, según lo explicado hasta aquí, la conciencia de su identidad mesiánica y divina en Jesús de Nazaret, que creemos tuvo ya origen en el primer instante de su existencia como hombre. Pero todo ello va acompañado de otro hecho histórico que no se puede desconocer: la manifestación gradual y progresiva de tal identidad ante los hombres.


Manifestación progresiva de la identidad de Jesús de Nazaret

Conocida su identidad mesiánica y divina por el propio Jesús desde un principio, y también por algunos íntimos de su entorno por revelaciones personales, como María su madre, José, Isabel y seguramente su esposo Zacarías (como lo deja traslucir el cántico del Benedictus), por el bautista, no fue, sin embargo, conocido su misterio por sus demás parientes o familia, en Nazaret o en localidades próximas, a quienes el evangelio da el nombre de «her­manos y hermanas» de Jesús (en su lenguaje «hermano» equivale a «pariente familiar»). Tales eran Santiago y José, Judas y Simón (Mc 6, 3), los cuales al principio se extrañaron de su conducta, queriendo retirarle de la excesiva publicidad que le agotaba según pensaban (Mc 3, 21). Solamente más tarde se agregaron a sus seguidores, llegando Santiago con Judas, según la estimación más general, a formar parte del colegio apostólico, y según otros fueron en todo caso figuras destacadas, sobre todo el primero.

Causa admiración profunda pensar, a través del relato evangélico principalmente en Lucas que Jesús haya vivido unos treinta años en un pueblo o aldea tan pequeño como Nazaret (cf. Jn 1, 46) sin haber despertado de modo sobresaliente la atención de los aldeanos de su pueblo. Lucas dice que Jesús en su desarrollo de las edades sucesivas, niño, adolescente, joven, hombre, «creció en edad y agrado ante Dios y los hombres» (Lc 2, 52).

Los textos evangélicos de la progresiva manifestación de la identidad de Jesús de Nazaret

Desde la primera entrevista con Andrés, y quizás con Juan compañero, ellos salieron convencidos por su palabra de haber hallado al Mesías deseado (Jn 1, 41). ¿Qué les dijo?

Comenzaron en Cana los «signos» de su mesianidad, los milagros, que afirmaron la convicción de sus discípulos (Jn 2, 11). Jesús mismo recurrirá luego a los «signos» de los milagros para confirmar su identidad (cf. 3.a p., c. 3).

La fe de los discípulos, originada ya en el bautismo de Jesús inicialmente, alcanzó una cima en la confesión de Pedro, mesiánica en Mc, mesiánico-divina en Lc, divina en Mt. Entonces el Señor les ordenó el «secreto mesiánico».

El descubrimiento por Jesús se va haciendo de forma gradual, y los sacerdotes entienden desde el principio, mucho mejor que el pueblo y los discípulos, el alcance de las manifestaciones de Jesús, sin otra revelación que ellas mismas: el pueblo discute su mesianidad (Jn 7, 26-27. 31.40-43; 9, 22; Mt 16, 13-14; Mc 8, 28; Lc 9, 19), los sacerdotes, fariseos y escribas se enfrentan a sus afirmaciones de divinidad, veladas o abiertas (Jn 5, 18; 10, 33; 19, 7; Mt 27, 40-43; Mc 15, 32; Lc 22, 35).

El perdón de los pecados, confirmado por un milagro en el paralítico, es un signo mesiánico indudable, entendido por los presentes como pretensión de divinidad (Mt 9, 6; Mc 2, 10).

Proclama su autoridad para modificar la ley de Moisés en perfección y profundidad, expulsa a los demonios que vocean su condición mesiánico-divina, se ofrece en sus palabras como centro y modelo de la religión verdadera espiritual.

Descubre su condición a particulares como la mujer samaritana y el ciego de nacimiento. La anuncia en su predicación sobre la proximi­dad y llegada, ya actual, del «Reino de Dios y de los cielos» (Lc 17, 21; 19, 11), tema predilecto de sus parábolas populares, y de frecuentes enseñanzas en los evangelios. La claridad se abre paso a través de sus palabras.

Utiliza la expresión mesiánica «el Hijo del hombre», tomándola como designación habitual de su persona, y título claramente mesiánico y de profundidad divina, tanto hablando a sus discípulos como al público y a los fariseos y escribas o sacerdotes.

Da a Dios con frecuencia creciente el título de Padre, pasando del general «Padre vuestro de los cielos» al especial «Padre mío», hasta alcanzar como índice de filial amor el de Abba, especialmente cuando sufre y muere en la cruz (Mc 14, 36; Le 23, 46).

Los títulos de mesianidad y divinidad se entrecruzan multiplican en sus palabras. Esta creciente luz de manifestación progresiva se abre paso a través de sus milagros, que son «signos» de su poder, de su bondad y de su misericordia.

Jesús ofrece sus milagros a los adversarios como prueba de su testimonio: «Creed a mis obras» es el argumento de Jesús para los que se resisten a admitir su testimonio (Jn 5, 36; 10,25.38; 11,42; 14, 11; 15, 22-24). Nicodemo afirma que nadie puede hacer lo que Jesús hace si Dios no está con él (Jn 3, 2). Lo mismo piensa el pueblo al ver sus milagros (Jn 7, 31; 10, 41), mientras el gran profeta Juan no hizo ninguno. Del mismo modo razona, ante la cara misma de los fariseos, el ciego (Jn 9, 30-33), en argumento perentorio. Y el mayor de todos sus signos, será el prometido «signo de Jonás», que es el «signo del Templo», confirmado en el proceso por sus adversarios (Mt 12, 39-40; 16, 4; Mc 8, 12; Lc 11,29;Jn2, 19-21; cf. Mt 26, 60-61; 27, 40-63; Mc 14, 57-58; 15, 29). Así va creciendo su luz.

Jesús, sin embargo, nunca olvida su condición humana. Y así, el mismo que, según Juan, ha dicho ante sus enemigos que quieren perderle: «Creed a mis obras, para que sepáis que el Padre está en mí, y yo en El», por lo cual querían apresarle (Jn 10, 38-39), es el mismo, que ante sus discípulos, que creen en él, dice con modestia de hombre: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14, 28). Distingue, de manera exacta y precisa, en sí mismo lo humano y lo divino.

En las proximidades de su muerte descubre ya con la mayor claridad su condición mesiánica y divina. La entrada triunfal en Jerusalén se verifica entre las aclamaciones al «Hijo de David, que viene en nombre del Señor, de Yahvéh». Las discusiones con los fariseos en la última semana ofrecen claramente las indicaciones de su propia identidad.

Jesús ha dado su testimonio completo ante el Sanedrín y ante Poncio Pilato, su «solemne testimonio» (kalén omologían) sobre la realeza mesiánica y sobre su divinidad y verdad (1 Tim 6, 13; Mt 26, 64 par.; Jn 18, 37). Ante Caifás presidiendo jurídicamente el Sanedrín ha dicho de manera terminante:

«Yo-soy. El Hijo de Dios, como decís».

Y ha añadido además, resaltando en su condición mesiánica misma su trascendente divinidad, que será revelada al mundo entero en la Segunda venida de la Parusía del Hijo del hombre:

«Yo soy. Y os digo que veréis al Hijo del hombre venir en las nubes del cielo en majestad». (Mt 26, 64; Me 14 , 62; Le 22, 69).

Se pone el sol gloriosamente entre esplendores. El rayo verde de-la esperanza brilla en el instante mismo de su muerte. Y tras la noche oscura del sepulcro, (noche y media, en realidad), reaparece con nuevo y puro brillo y esplendor en la nueva madrugada de la aurora, derramando puro rocío y nuevos perfumes sobre el mundo:
«Cuando las mujeres llegaron al sepulcro con los aromas. —dice. Marcos— ya había salido el sol» (Mc 16, 2)