domingo, 15 de junio de 2008

Epílogo: Una apologética por la historia

Aula P. Juan Manuel Igartua S.J.: "El Mesías Jesús de Nazaret"
EPILOGO

UNA APOLOGÉTICA POR LA HISTORIA

Al final de nuestro trabajo, y en particular de la última parte del mismo sobre la realidad de la divinidad de Jesús de Nazaret, hemos llegado a la conclusión afirmativa de tal divinidad deducida de sus propias palabras, con el apoyo firme de su extraordinaria personalidad, excepcional en la historia e inigualable aun humanamente en sus manifestaciones históricas. Esta clara conclusión se puede expresar muy breve y concisamente así:

Jesús de Nazaret es el Mesías de Israel y es Dios

Resulta tan importante esta conclusión que queremos subrayar sus luminosas consecuencias en este epílogo.

1. Dios existe, Jesús es Dios

La primera luz que brilla es un argumento, tal vez insospechado, sobre la existencia de Dios, confirmada por vía histórica.

Se dan ciertamente para la razón humana argumentos muy firmes, que pueden confirmar al hombre que Dios existe.
Argumentos de orden físico, argumentos de orden jurídico, moral o sicológico, argumentos más firmes en su propia entidad, como las cuatro vías metafísicas de santo Tomás: el movimiento de potencia a acto, la causalidad, la contingencia y los grados diversos del ser. Finalmente los argumentos de orden histórico. Todo este apoyo de argumentos lleva al ánimo la convicción razonable que puede y debe llamarse con verdad certeza y demostra­ción, de que Dios existe.

Hubo un hombre en la historia llamado Jesús de Nazaret hebreo fiel cumplidor de la ley mosaica. Si este hombre ha afirmado que él mismo es Dios, hecho hemos llegado a la seguridad de la verdad de la existencia de Dios. Jesús afirma que conoce personalmente a Dios, que le ha visto. Luego Dios existe: Jesús de Nazaret es testigo válido.

Pero, además, Jesús mismo es Dios. Lo confirma su testimonio. Luego al aceptar su testimonio humano como digno de entera fe y credibilidad, confirmamos el dogma central del cristianismo, que es la encarnación divina en la humanidad de Jesús. Esta encarnación exige el misterio, revelado por el propio Jesús, de la Trinidad de Personas en la única naturaleza de Dios.

Hay que notar en esta presencia divina entre los hombres, que aporta Jesús como inmensa novedad, dos cosas importantes.

Primero, responde al anhelo humano de conocer a la divinidad. Este profundo anhelo humano de ver y conocer a Dios, que se cumplirá en la gloria celeste directamente, como hemos dicho, se cumple, desde ahora, en Jesús de Nazaret.

Segundo, que se juntan en Jesús la razón y la revelación de Dios. La razón nos lleva a Dios como luz humana, la revelación nos lleva a Dios como luz divina. En Jesús se juntan razón y revelación para llegar a la existencia de Dios, según nuestro propio argumento. Como palabra humana, digna del máximo crédito, nos lleva por razón, históricamente, a la existencia de Dios, que es afirmado por Jesús y que lo es él mismo. Como Palabra divina, al par, su afirmación de divinidad es revelación Razón y Revelación se conjugan en este argumento para conducirnos a la Luz esplendorosa de la Verdad de Dios.

La segunda luz, es la de la divinidad de Jesús, y el misterio de su encarnación, con una Persona divina y dos naturalezas, la humana y la divina, de las cuales la humana nos sirve de camino para conocer a Dios.

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).

2. La verdad de los evangelios

Una tercera conclusión se obtiene del argumento de divinidad. Esta es luz que ilumina nuevamente los santos evangelios y sus verdades. Porque para poderlos entender como han sido escritos, y para poder argumentar sobre ellos, más necesario, como premisa fundamental, que todos los métodos de la Form y Redaktions Geschichte, es aceptar la divinidad de Jesús de Nazaret, cuyos hechos y palabras nos trasmiten los evangelios.

Los modernos métodos de interpretación de los textos evangélicos a través de la composición por los evangelistas, basada en documentos orales o escritos anteriores (Lc 1, 1-2), tiene, sin duda, un apreciable valor de exegesis para mejor situar cada texto en su ambiente real, y sondear en ellos las fuentes originales. Pero es indudable que tiene un grave peligro también, que ha sido denunciado por voces autorizadas, de subjetivismo en la interpretación, hasta desposeer a los mismos textos de cualquier valor histórico, según la mente del que lo aplica. La más grave objeción, como instrumento en manos de la crítica racionalista de las escuelas modernas que lo han utilizado, consiste en su premisa fundamental de no haber aceptado la divinidad de Jesús de Nazaret.

Pues bien, asentada la premisa fundamental de la divinidad de Jesús de Nazaret, que hemos asentado por razones directas e inmedia­tas, pero independientes de la fe, basados en la verdad histórica de sus palabras, todo cambia. Si las palabras de Jesús en que afirma su divinidad con su mesianidad, conforme a los evangelios, son ciertas en su sustancia, y aun en su misma forma admirable en muchas ocasiones; si la personalidad innegable de Jesús, inmune a la alucinación y mentira enormes que supondría la falsedad de sus palabras, da valor pleno de realidad a su propia afirmación; si, en una palabra, Jesús de Nazaret es Dios, como El ha proclamado, esta verdad proyecta su luz esplendorosa sobre toda la trama evangélica.

Si Dios ha venido a la tierra a vivir entre los hombres como uno de ellos, nacido de una madre que “es hombre”, según la espléndida, expresión de san Ireneo, y El por lo tanto es hombre verdadero, aunque haya nacido de modo virginal, entonces nada resulta extraño en los evangelios, sino que todo es, en principio, aceptable. ¿Qué puede tener de extraño que un Dios creador, hecho hombre entre los hombres, haya realizado entre ellos obras increíbles, que llamamos milagros?

Como puede verse se utiliza aquí el argumento de los milagros en sentido inverso del habitual en apologética, que hemos visto señalado por el mismo Señor. Si Jesús es Dios, y lo hemos mostrado por sus propias palabras, testimonio supremo y válido (Jn 8, 13-14) independientemente de sus obras y milagros, por su propia verdad innegable e irrefutable, luego es obvio y comprensible que haga obras divinas, como son los milagros. Su persona cubre sus obras: Creed que Jesús, Hijo de Dios, hizo milagros.

3. La Iglesia y la fe

Si Jesús es Dios, resulta obligatoria la fe en El. Se comprende que la haya exigido, y haya mandado anunciarla hasta el extremo de la tierra a sus apóstoles (Mt 28,18-20). Se comprende que haya anunciado que esta predicación irá acompañada de signos y de milagros en su iglesia (Mc 16, 15-18). Y entonces esta Iglesia, que se comprende que él la haya instituido para evangelizar la tierra con sus apóstoles, y perdurable hasta el fin de la historia—pues no en vano es Dios quien ha muerto para realizarla con su sangre— queda justificada en su institución y en su existencia. Sabemos que tendrá defectos humanos de sus miembros en todos los estados, grados y medidas. Pero también sabemos que tendrá admirables santos en muchos componentes, en todos los estados, grados y medidas. No podrán oscurecer los defectos humanos la faz santa de la Iglesia de Jesús.

Esta Iglesia ha de ser Santa al ser la Iglesia del que es Santo (Is 6, 3); y Una, pues no hay sino un solo Dios, y un solo Mediador con los hombres, que es el Dios hecho hombre Jesús de Nazaret. Y si no es Una, sino que la hallamos dividida entre las comunidades que proclaman su fe en Jesús-Dios, deberemos asumir como la Iglesia Una aquella en la cual brille con esplendor la Unidad desde el principio. Y ésta ¿cuál es? Necesariamente es Apostólica pues los evangelios nos enseñan que Jesús fundó, para proseguir su obra hasta los extremos de la tierra, un colegio apostólico, cuya presidencia ostenta con toda claridad Pedro en el Nuevo Testamento, ya en los evangelios (Mt t6, 18-19; 10, 2; Mc 3, 16; Lc 6, 14; 22, 32; Jn 1, 42; 21, 15-19), ya en el libro de los Hechos apostólicos (Act 1, 13; 1, 15-22; 2, 14; 5, 1-11; 5, 15; 5, 29; 10, 13.47-48; 15, 7-11). Y esta Iglesia es Católica, que significa universal, para todas las gentes y naciones, por mandato del mismo Señor (Mt 28, 19; Mc 16, 14; Lc 24, 47; Jn 11,52; 17,21.23; Act 1, 8).

Al examinar todas las comunidades que proclaman su fe en Jesús como Dios, encontramos de manera eminente entre todas ellas, la Iglesia Católica Romana. En ella brilla la Santidad en sus múltiples mártires y santos, cuyas canonizaciones, previo el requisito de milagros comprobados médicamente con rigor, se suceden a lo largo de los siglos sin interrupción, sumando millares de todo sexo, edad y condición, En ella triunfa la Unidad, porque siendo claramente apostólica en sus orígenes y sucesión, existe un Sucesor de Pedro, que alcanzó por designio divino la presidencia en la unidad del colegio apostólico. Es Católica por nombre y definición.
Y por nombre antonomásico es Romana, lo que solamente significa —pero es bastante— que el obispo sucesor de Pedro se halla en Roma, presidiendo y afirmando la unidad de todas las iglesias apostólicas del mundo. Ninguna otra sede ha pretendido, en la historia de la iglesia, ser la sede de los sucesores de Pedro, sino la Sede Romana. Y el testimonio del hallazgo de la tumba de Pedro, y aun verosímilmente de sus restos reliquiales del martirio, lo ha aportado la ciencia arqueológica moderna, confirmando así la antigua verdad siempre proclamada. Pedro es romano, conforme a la poética expresión del Dante sobre Cristo.
Queremos terminar estas indicaciones con el esquema de esta apologética «nueva» (en rigor, es antigua). Jesús es Dios, por su propia palabra cierta indesmentible, como hemos propuesto, y sería la base fundamental. Existe Dios, pues Jesús se proclama Dios, y declara conocer directamente a su Padre, uno con él. Esta verdad de la existencia de Dios, es confirmada por la razón con diversos, numero­sos y magníficos argumentos, que adquieren nueva luz con la premisa de Jesús. Son los argumentos físicos, metafísicos y morales, que nos parecen ciertos y seguros en sí mismos, y con máxima fuerza, reunidos, frente a todo agnosticismo. Y este Dios, declarado en Jesús, es el Dios bíblico, con todos sus atributos y supremas cualidades: Creador, Eterno, Juez, Omnipotente, Omnisciente... No puede ser otro ni de otro modo, y es el Absoluto, pero Personal; el Desconocido, pero dado a conocer; el venerado por los hombres, aunque por muchos entre nieblas deformantes. Y este Jesús, así mostrado como base de la nueva demostración, es precisamente el de los evangelios sobre los que proyecta su clara luz, de personalidad y de fe, de historia y de inspiración. Son verdaderos sus milagros, es verdadera su resurrección y ascensión. Es verdadera su Iglesia, son verdaderos válidos sus mandamientos.
Hay que reconocer que esta apologética, así construida a partir de la divinidad de Jesús según su personal afirmación, que históricamente se impone como válida, solamente lo es para aquellos que tienen noticia de Jesús de Nazaret por los evangelios y su predicación. Quienes no le conocen —y son muchos en la historia de la humanidad hasta hoy- han de encontrar a Dios a través de sus obras creadas, y por medio de la razón. Pero, si miran al hito histórico de Jesús de Nazaret, también éstos encontrarán una fuente de luz nueva que ilumine, con esplendores renovados, sus certezas racionales. Y ninguna filosofía, idealista o no, puede impedir que la Historia, maestra de la vida, derrame su luz sobre los ojos que se abran para recibirla. Porque no hay filosofía que anule la historia de los hombres, que nos habla con humana voz.
Brilla así a nuestros ojos, magníficamente asombrados, la luz de Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, hijo de la Virgen María y del Eterno Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo, y lleno de su unción celeste en la humanidad desde el principio.

Al contemplarle nos sentimos atraídos por el recuerdo bíblico, lleno también de luz, de la Transfiguración de Jesús, para expresar nuestro pensamiento con una imagen de imborrable recuerdo. Jesús, en la luz radiante de su divinidad, se alza sobre el monte, como un sol su perfecto rostro, como una nieve los vestidos, transparentes y lúcidos como un recuerdo del altísimo paraíso que posee. A sus lados están Moisés y Elías, también iluminados por la propia luz de Jesús, como un testimonio de la Ley y los Profetas. A sus pies, los tres apóstoles que representan a la Iglesia de Jesús. Y, según la inolvidable pintura de Rafael, a los pies del monte hallamos la dramática escena humana del poseso, en contraste con la luz. Es el mundo, que necesita a Jesús.


Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, ha venido a salvar a la humanidad del poder del Mal y de las Tinieblas. Sea este recuerdo de su Luz el que lleven los ojos del lector al cerrar la última página de este libro, en el que hemos querido hacer pobremente el homenaje de nuestra facultad, como ella sea, al autor de todo bien.

“El Señor Jesús es el fin de la historia humana, el punto de convergencia de los deseos humanos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo del corazón, la plenitud de sus aspiraciones” (Conc. Vatic. II, Gaudium et Spes, n. 45).

“Es el Alfa y la Omega,
el Primero y el Ultimo,
el Principio y el Fin”.
(Ap 1, 8.17) YO-SOY YAHVEH

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