lunes, 27 de febrero de 2017
lunes, 30 de enero de 2017
La
Alocución del Pontífice en el Sínodo Romano
Juan
XXIII el
25 de enero de 1959 hizo pública en la Basílica de San Pablo su decisión de
convocar un Concilio Ecuménico. Acompañó el anuncio de otras
dos decisiones importantes: un Sínodo
Romano; y la puesta al día del
Derecho Canónico.
En
la Alocución de la tercera sesión,
el 27 de enero de 1960, enumera los
llamados «egotismos» de Cristo en el evangelio de Juan y dice que el más bello
de todos, y resume todos: Yo soy el Buen Pastor.
Describe en la Alocución tres recuerdos
de su vida: la Beatificación del Santo Cura de Ars, patrono de los sacerdotes,
en 1950; la coronación pontifical, en la Basílica Vaticana, de Pío X, en 1903; y
finalmente, el 4 de noviembre de 1958, la escena de la coronación pontifical
propia, en la que se paró la comitiva junto a la estatua de san Gregorio Magno.
Sigue un comentario del capítulo 10 del Evangelio de San Juan sobre el Buen Pastor.
«Entre los innumerables
beneficios con que el benignísimo Dios se ha dignado honrar, como abrumar
Nuestra humilde persona, contamos como el principal y más precioso, que
desde la infancia hasta la edad de ancianidad actual, la imagen de
Jesucristo divino Pastor siempre atrajera suave y fuertemente Nuestro
ánimo.
«Y esto Nos infunde una esperanza cierta
de que, cuando llegue la hora de volver al Padre, entonces también brille la
misma dulcísima imagen ante Nos, y pueda recrear el final de la vida terrena.
La suavidad de este divino Pastor, como se derrama en todo el capítulo décimo
del Evangelio de San Juan, es tan grande que resistirle, o no querer sujetarse
a ella, nadie lo puede sin peligro de su salvación y felicidad eternas»
Comienza
con el recuerdo de la entrada por la puerta del pastor (Juan, 10, 1-2), y
añade: «Palabras con las cuales parece quedar abierta en cierto modo la puerta
y que el pastor entra por ella, que conoce a todas sus ovejas y las llama por
su nombre». En lo relativo al final de la parábola, dice:
«Especialmente hay que advertir,
al final de esta parábola en que se trata del Buen Pastor, que Cristo Jesús
reitera las mismas palabras y menciona a su divino Padre, con cuya luz
iluminada nuestra mente se levanta y abre a lo sublime: Como me conoce a mí el
Padre, así yo conozco al Padre: y doy mi vida por mis ovejas... Por eso me ama
el Padre, porque yo doy mi vida (Jn., 10, 15).
«Y finalmente El mismo, dando la
última pincelada, a manera de pintor a esta imagen del Buen Pastor, añade: Y tengo
otras ovejas, que no son de este redil; y a éstas también es preciso que las
traiga, y oirán mi voz y se hará un solo rebaño y un solo pastor.
¡De qué gozo Nos
llenan estas palabras afirmativas con las que este futuro suceso clara y
firmemente es anunciado:
—Oirán mi voz y se hará un
solo rebaño y un solo pastor.
Según la mente de este pasaje—, la profecía del solo rebaño y pastor
se cumplirá, con gozo de la Iglesia, cuando los pueblos no cristianos hoy
día entren en la Iglesia en todo el mundo. Entonces habrá un solo rebaño y un
solo pastor.
Finalmente, un decreto, relativo al Sínodo Romano, mandaba:
«Libro II, parte 1.a, a. 228, 2.—Los
católicos ofrezcan oraciones intensas a Dios, para que todos se congreguen
en un solo rebaño bajo la guía de un solo pastor».
Al
indicar a los católicos romanos su deber de orar a Dios para que todos se
reúnan en un solo rebaño, no pone
concreción alguna limitativa del todo.
Son, por lo tanto, todos los que de cualquier modo están fuera del rebaño los
que se ha de pedir entren a formar parte de él. Se trata de formar un único
rebaño, formado de todos los hombres, que aún no lo forman.
Juan XXIII y la esperanza ecuménica en el Concilio Vaticano II
Documentos
relativos al Concilio sobre la esperanza ecuménica
El P. Igartua S.J. examina nueve documentos, de los cuales seis
pertenecen a la preparación inicial del Concilio, mientras los tres últimos ya corresponden al
inmediato desarrollo del Concilio: la Encíclica «Poenitentiam agere», de
1 de julio de 1962; la Alocución de Apertura del Concilio; y la Carta a los
Obispos «Mirabilis Ule», a continuación de la primera sesión conciliar.
1.-
El 25 de enero de 1959: Anuncio
del Concilio. Presenta a los ojos de sus oyentes el panorama triste de los
cristianos de la Iglesia, divididos entre sí a lo largo de los siglos. Y frente
a este panorama presenta de nuevo el ideal católico tal como fue concebido por
Jesucristo para el mundo: «el bienestar y la felicidad del mundo han sido
concebidos por el anuncio de Jesucristo como un solo rebaño bajo la guía de un
solo pastor».
Su esperanza, pues, desde el principio,
está dirigida a reunir, partiendo
del Concilio, de nuevo el único rebaño.
2.-
El 3 de abril de 1959: Alocución a la Federación de Universidades Católicas.
Consiste en renovar por el Concilio el rostro de la Iglesia, para todos puedan
verla como es:
«El Concilio, al ofrecer su
admirable espectáculo de concordia, unidad y unión de la Santa Iglesia de Dios,
ciudad puesta sobre el monte, será por su misma naturaleza una invitación a
los hermanos separados, que se honran con el nombre de cristianos, para que
puedan volver al rebaño universal, cuya guía y custodia confió Jesucristo a San
Pedro con un acto absoluto (indeflexo) de su voluntad-».
3.- En adelante sus referencias al
Concilio suelen ir entreveradas con la mención de la vuelta de los separados.
Así la oración por él redactada,
para ser rezada por la intención del
Concilio, dice:
«Te rogamos también por las ovejas que
ya no pertenecen al único redil de Jesucristo, que, del mismo modo que se glorían
del nombre cristiano, lleguen igualmente por fin a la unidad bajo el gobierno
del único pastor» (T. 339).
4.-
El 2 de febrero de 1960, el día de la Purificación, en la tradicional ofrenda de los cirios y
su destino a los santuarios célebres del mundo, revela que aquella mañana,
en la misa matutina, ha consagrado su vida al Concilio, es decir, la ha
ofrecido a Dios por el mismo (resulta conmovedor ver cómo Dios se la aceptó,
terminada la primera sesión). Y ve el Concilio como un paso del Ángel del Señor
por las naciones, produciendo «un despertar de energías, con palpitaciones
de amor, con elevaciones hacia la Iglesia santa, católica y apostólica, como
Jesús la quiso en la unidad del rebaño y del pastor».
5.-
El 5 de junio de 1960, en el Motu Proprio «Superno Dei nutu», del, que dispone la
formación de las diversas Comisiones que prepararán el Concilio:
«Hemos estimado que sucedió por una celeste inspiración de Dios que se Nos ocurriese, apenas
elevado al solio Pontificio, y como flor de inesperada primavera, el pensamiento
de celebrar un Concilio Ecuménico
«Pues de esta solemne reunión de los
Obispos alrededor del Pontífice Romano la Iglesia, amada Esposa de Cristo,
puede recibir un nuevo y mayor esplendor en estos tiempos perturbados, y brota
una nueva esperanza de que los que se ennoblecen con el nombre cristiano, y sin
embargo se hallan separados de esta Sede Apostólica, oyendo la voz del divino
Pastor, vengan a la única Iglesia de Cristo-» (T. 348).
6.-
El 14 de noviembre de ese año 1960: Alocución dirigida a las Comisiones
preparatorias del Concilio, designadas por el Motu Proprio anterior, les
dice del mismo modo, hablando del movimiento de interés hacia el Concilio
despertado por su anuncio entre los mismos cristianos separados, que ello:
«Nos levanta a una alegre
esperanza de que sucederá que todos los que profesan el nombre de Cristo puedan
algún día reunirse en aquella unidad, que el mismo Jesús, con inflamado
Corazón, pidió a su Padre: Que sean uno; que los santifiques en la verdad» (T. 673).
7.-
El 1 de julio de 1962, tres meses antes de la solemne
apertura, en su Encíclica «Poenitentiam
agere», en que pide oraciones y
sacrificios por el Concilio a las almas fieles, propone así el ideal del
Concilio como objeto de las peticiones y sacrificios que pide:
«Es necesario que también los hijos de
la Iglesia en nuestro tiempo, como en el de la Iglesia primitiva, se hagan un
solo corazón y un alma sola, y que orando y haciendo penitencia alcancen de
Dios que tan importante asamblea produzca frutos saludables que todos
gustamos de antemano en el alma: a saber, que la fe católica, la caridad y
las costumbres puras reflorezcan y tomen tal incremento que aun a aquellos
que están separados de esta Sede Apostólica, les estimulen a buscar sincera y
eficazmente la unidad, y a entrar en un solo rebaño bajo un solo pastor».
8.- La Alocución de apertura del Concilio
manifestó claramente la visión del Concilio en los ojos del Papa. Trataba de la
unidad visible que es señal de la Iglesia, y lamentaba que «por desgracia la
universal familia cristiana no ha alcanzado todavía de modo pleno y perfecto
esta unidad visible en la verdad».
Pero él creía deber de la Iglesia Católica trabajar en su consecución,
la del «misterio de aquella unidad que Jesucristo, próximo a su sacrificio, pidió
con ardentísimas oraciones a su Padre celeste»; y estas mismas oraciones de
Jesús eran para él la garantía de la esperanza, cuyo primer fruto ya se podía
percibir en la unidad existente, aunque imperfecta aún: una unidad de triple
grado actualmente: «la de los católicos entre sí; la formada por las
piadosas oraciones y ardientes deseos de los cristianos separados, que desean
la reunión; finalmente, la unidad mostrada por los que profesan diversas formas
de religión no cristianas todavía, que se apoya en la estima y respeto hacia la
Iglesia Católica»
9.-
El 6 de enero de 1963, un mes después de terminada la solemne
primera sesión, en la Carta «Mirabilis Ule», dirigida a los Padres
Conciliares, a los Obispos del mundo entero, muestra el que era el principio del camino.
Conmemora el Pontífice, el consuelo que
ha recibido de la benevolencia mostrada hacia el Concilio por los cristianos
separados, que han enviado observadores y han hablado favorablemente de la
primera sesión. Y por ello pide a todos que se muestren entregados a ellos en
la caridad, aunque siempre «in integra veritate profitenda», porque ellos están
llamados «juntamente con nosotros a la misma fe y a conseguir la misma
salvación en el único rebaño de Cristos.
Y al llegar a este punto eleva de pronto
el tono a una gran solemnidad de esperanza:
«Pertenece esto a
los misteriosos designios de
Dios, y en ello se nos ofrecen a
la vista los primeros fulgores de aquel día tan deseado, (cuya futura llegada saludaba así Cristo Nuestro Señor con ardientes
deseos y ánimo confiado:
—Y tengo otras ovejas que no son de este redil, y es preciso que
también a esas las traiga..., y se hará un solo rebaño y un solo pastor-».
Habla
Juan XXIII de un día o tiempo futuro,
que no ha llegado todavía, anunciado por Cristo con la profecía de un solo rebaño y un solo pastor.
Juan XXIII y la imagen del Buen Pastor
El capítulo
10 del Evangelio de San Juan ejerció una especial fascinación sobre Juan XXIII, sobre todo con
la imagen del Buen Pastor. Se ve en su Alocución al Sínodo Romano,
en la que tiene por un especial beneficio del
Señor que «desde su infancia hasta la edad de ancianidad
actual, la imagen de Jesucristo Divino Pastor siempre atrajera fuerte y suavemente
su ánimo». Y asimismo su esperanza de que «cuando llegue la hora de volver al
Padre, también entonces brille la misma dulcísima imagen ante él».
Ya desde la
homilía del día de su coronación, el 4 de noviembre de 1958, había
declarado que «era muy dulce y suave
repasar con la mente la imagen del Buen Pastor, que en la narración del
Evangelio es descrita con palabras tan exquisitas y atrayentes»; viendo en la imagen del Buen Pastor la
mejor imagen para reflejar el modelo que debe imitar el Pontífice Romano,
ya en su celo pastoral, ya en relación con el amplio panorama misional descrito
en la profecía final del único rebaño y pastor, que ha de formarse.
Por dos veces al menos aludió más tarde a estas palabras de la homilía
de la coronación para corroborarlas, añadiendo al capítulo 10 de Juan, los
capítulos 14-17 del mismo, con su oración
y discurso en la cena, y principalmente resumiéndolas en la petición del «unum
sint»:
Una, la Alocución
del 20 de junio de 1962 a
la Comisión Central de preparación del Concilio en su sesión séptima, última de las
celebradas por aquélla; la otra, en
su Discurso a los Seminaristas y
estudiantes religiosos en Castelgandolfo, el 10 de agosto de 1962 con
ocasión de su 58 aniversario sacerdotal.
La sencillez de su propio temperamento y virtud ponía en él reflejos
de la amable figura del Buen Pastor. Declaró
que quería llamarse Juan, por su
devoción a los dos Santos Juanes, Bautista
y Evangelista, y también porque su propio padre había tenido ese nombre.
Se gloriaba
de ser hijo de Bérgamo y amaba a su país natal con ternura.
En la celebración de su ochenta aniversario, muy solemnemente celebrado en el
mundo, no dejó de aludir, medio festivamente, medio emocionadamente, con su
estilo característico, a la longevidad de sus progenitores, que sobrepasaron
los ochenta, y de otros de su familia.
También es característica de su
estilo la manera de rechazar las previsiones trágicas o profecías de que los
tiempos actuales son peores que nunca y que parecen anunciar el fin, con
los que está en total desacuerdo.
No necesitamos extendernos en mostrar su
carácter pastoral en la palabra y la acción. Entre sus Encíclicas hallamos,
además de las dos generales ya citadas «Ad Petri Cathedram», (29 junio
1959), y la dedicada a S. León Magno «Aeterna Dei sapientia» (11
noviembre 1961), otras cuatro importantes: «Sacerdotii Nostrii) en el 1.cr
Centenario de S. Juan B. Vianney (1 agosto 1959); «Princeps Pastorum», sobre
las misiones y clero indígena (28 noviembre 1959), y las dos grandes y
memorables Encíclicas sociales «Mater et Magistra» (15 mayo 1961), y «Pacem
in terris» (11 abril 1963).
Asimismo mencionaremos, como rasgos
típicos de su figura, la visita
inmediata a su Catedral Romana de Letrán, el 23 de noviembre de 1958, y su
discurso sobre el altar, el libro y
el cáliz; sus visitas navideñas
inaugurales de 1958 al Hospital del Espíritu Santo, a los niños de la Villa Nazareth de Tardini, y a los presos de la cárcel Regina coeli de Roma. ¿No era «el Párroco
del mundo» iniciando su tarea parroquial por lo más inmediato?
O también su mensaje de alabanza de Dios y del trabajo del hombre y de su
ingenio, en ocasión del vuelo espacial ruso (12 agosto 1962); sus primeros viajes pontificales a Loreto y
Asís, típicos de su devoción (4 de octubre de 1962), en la antevíspera del
gran Concilio.
Preferimos
terminar con dos rasgos propios de su profunda piedad.
Su devoción a San José, Patrono de
la Iglesia universal, le llevó a
nombrarle Protector del Concilio (y a
insertar su nombre en el canon de la Misa) (13 de noviembre de 1963). Y su
profunda piedad con la gran Madre de Dios le llevó a darle ya anticipadamente
el nombre que Pablo VI declarará glorioso y oficial: «Madre
de la Iglesia».
Había indulgenciado la ofrenda diaria
del trabajo y la del sufrimiento y en su edificante agonía, a la vista del
mundo entero, pendiente de la plaza de San Pedro, ofrecía por la Iglesia tanto
sus trabajos precedentes como su inmenso sufrimiento final.
Y el ofrecimiento del agonizante era de
esta forma, que tomamos de la relación directa de sus palabras de moribundo, y
que puede servir de emocionante testimonio de todo lo que hemos dicho en este
capítulo, sobre el pensamiento y el amor ecuménico lleno de esperanza de Juan XXIII:
«Este lecho es un altar y el altar
necesita una víctima: estoy dispuesto. Ofrezco mi vida por la Iglesia, por
la continuación del Concilio Ecuménico por la paz del mundo, por la unión de
los cristianos.
»El secreto de mi sacerdocio
está en el Crucifijo, que he querido poner frente a mi lecho. El me mira, y yo
le hablo. En las largas y frecuentes conversaciones nocturnas el pensamiento
de la redención del mundo me ha aparecido más urgente que nunca: et alias oves
habeo, quae non sunt ex hoc ovili...
sábado, 21 de enero de 2017
sábado, 31 de diciembre de 2016
domingo, 13 de noviembre de 2016
SAN JUAN XXIII INSPIRADOR DEL CONCILIO (I)
El breve Pontificado del Papa Juan XXIII suscitó una nueva etapa de esperanza
ecuménica. Veamos los diversos puntos de esta esperanza, a través del Papa que
movilizó a la Iglesia en el Concilio Ecuménico Vaticano II.
El capítulo dedicado a Juan XXIII consta de los siguientes apartados:
Ø
La unidad de los cristianos
a)
La unión del Oriente separado
b) La unidad de todos los
cristianos
Ø
La unidad de todos los hombres
Ø
La alocución de Juan XXIII al Sínodo
Romano
Ø
Juan XXIII y la esperanza ecuménica en el Concilio Vaticano II
Ø
Juan XXIII y la imagen del Buen Pastor
En esta
primera sesión veremos los dos primeros apartados: la unidad de los cristianos;
y la unidad de todos los hombres. Hacemos una selección de los textos que expuso
el P. Igartua S.J..
La
unidad de los cristianos
La
idea de la unidad cristiana llenó la mente de Juan XXIII desde antes
de su Pontificado. Fue nombrado Visitador Apostólico de Bulgaria el 19 de marzo
de 1925, y Delegado Apostólico para Turquía y Grecia el 16 de octubre de 1931.
Primer radiomensaje,
el 29 de octubre de 1958:
«Abrazamos con encendida y
paterna caridad a la Iglesia, tanto occidental como oriental; y también a
todos aquellos que han sido separados de esta Sede Apostólica, donde Pedro
vive hasta la consumación del mundo en sus Sucesores y desempeña el mandato de
Jesucristo de atar y desatar todas las cosas en la tierra y de apacentar todo
el rebaño del Señor: a todos ellos, decimos, les abrimos Nuestro corazón y
les tendemos las manos abiertas.
Esperando su vuelta
a la casa del Padre común, repetimos estas
palabras del divino Redentor: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me
diste, para que sean uno, como nosotros (Jn., 17, 11). Porque así se
hará un solo rebaño y un solo pastor».
a) La unión del Oriente separado
El 13 de mayo
de 1956, como legado
del Papa en Fátima, con ocasión del 25
aniversario de la Consagración de Portugal al Corazón de María, en su
homilía:
«… Añadiré a ellos, en la
veneración de mi pueblo y recuerdo de esta peregrinación mía, el testimonio de
mis deseos por todo lo más querido a
mi corazón de pastor, en las actuales circunstancias tan
delicadas, oh Señora de Fátima, como es el volver a reunir otra vez Oriente
y Occidente en tu amor, desde el nacimiento del sol hasta su ocaso».
En el discurso del 5 de junio de 1960,
domingo de Pentecostés, a Cardenales,
clero y pueblo, Juan XXIII ante las reliquias de los dos Doctores
orientales, San Gregorio Nazianceno y San Juan Crisóstomo:
«Son las dos voces más autorizadas, las
de ambos santos, para presagiar, bendecir e interceder por el retomo de las Iglesias de
Oriente al abrazo de la Iglesia una, santa,
católica y apostólica.
«¡Oh, qué prodigioso suceso seria
éste y qué flor de humana y de celeste caridad la preparación decidida para la
reunión de los hermanos separados de Oriente y de Occidente en el único rebaño
de Cristo, Pastor Eterno! Esto debería representar uno de los frutos más
preciosos del próximo Concilio Ecuménico Vaticano II».
Al filo de su última enfermedad, en mayo de 1963, publicaba la
Epístola Apostólica «Magnifici eventus», dirigida a los Obispos de las
naciones eslavas:
«Sabéis, Venerables Hermanos,
que Nos esforzamos y procuramos con ardientes deseos que los orientales que
se honran con el nombre de cristianos, separados de la comunión de la Sede
Apostólica, traten de volver a la misma y que de manera gradual (gradatim) en
el cumplimiento del deseo de Cristo, se consume la unidad del único rebaño y
pastor».
b) La unidad de todos los cristianos
El 24 de
octubre de 1954, Año
Mariano de la Inmaculada, el Cardenal
Roncalli, como Legado Papal, en la Misa de clausura del Congreso Mariano
Internacional de Beirut:
«Todavía una petición, ¡oh María! Puesto
que por respeto a la plegaria de Jesús: Que todos sus hermanos estén unidos
entre sí y con El, como El con el Padre (Jn., 17, 23), el anuncio de un solo
rebaño bajo el cayado de un solo pastor, seguramente se realizarán, haz, oh
María, que esta realización de la unidad, a la cual aspiran todos los creyentes
en Cristo, comience a partir de aquí, de la tierra del Líbano, por tu
intercesión»
Y puntualizaba así, continuando, su
pensamiento en dicha plegaria:
«La reconstitución
de la catolicidad en su amplitud y
perfección será el suceso más importante de los tiempos modernos-».
El mensaje
radiado de Navidad del año 1958, dos meses después de su
elección:
«Recordando las palabras de tantos
Predecesores Nuestros que, desde la cátedra apostólica, extendieron —desde el
Papa León XIII
al Papa Pío XII, pasando por San Pío X, Benedicto XV y Pío XI, todos dignísimos y gloriosos
Pontífices— la invitación a la unidad, Nos permitimos —quid dicimus? Nos
permitimos?—, pretendemos seguir, humilde pero fervientemente, Nuestra tarea, a
la que Nos espolean la palabra y el ejemplo que Jesús, el Buen Pastor divino,
continúa dándonos al mirar las mieses que blanquean sobre vastos campos
misioneros: Es preciso que a ésas también las traiga, y se hará un solo
rebaño y un solo pastor, y en el clamor elevado a su Padre en sus últimas
horas, en la inminencia del supremo Sacrificio: Padre, que sean uno, como Tú, Padre, en Mí y
Yo en Ti, que ellos sean uno en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me has
enviado (Jn., 17, 21)».
Desde el principio de su Pontificado eran propuestos a los hombres
como dos lemas del pensamiento de Juan XXIII, «el único rebaño y pastor» hablando
de la unidad del mundo misionero, y el «que sean uno», pensando en la
unidad de los cristianos.
En la Carta de
3 de enero de 1959 a los «Franciscans Friars
of Atonement», fundados por Watson, el iniciador del
Octavario de oraciones por la unidad cristiana, dice:
«Como el divino Salvador, el Sucesor de
Pedro puede decir: Tengo otras ovejas, que no son de este redil. También a
éstas tengo que traerlas, y oirán mi voz. En efecto, Nuestro ilustre
Predecesor y Nos mismo hemos dirigido con frecuencia llamamientos amorosos a
nuestros hermanos separados, invitándoles afectuosamente a volver a la Casa de
su Padre, de modo que pueda cumplirse la oración del Redentor: Y no habrá
más que un solo rebaño y un solo pastor».
En la homilía
de la canonización de los Santos Carlos de Sezze y Joaquina Vedruna de Mas, el 12 de abril de 1959, ya dado el anuncio del gran Concilio:
«Por lo que a Nos toca, Venerables
Hermanos y amados hijos, rogamos juntamente con vosotros a estos Santos para
que quieran alcanzar de la divina clemencia a Nos, que soportamos el peso del
Sumo Pontificado, principalmente lo que sirva para llevar a feliz término, con
la ayuda de la divina gracia, los trabajos emprendidos, ya anunciados al mundo
católico: que haya un solo rebaño y un solo pastor para todos los cristianos
unidos entre sí con amor fraterno, y que todos los pueblos, apaciguados por
fin los ánimos y arreglados con orden, justicia y caridad los problemas,
progresen en la consecución de tal prosperidad que sea anuncio y auspicio de la
eterna felicidad».
El 29 de
junio de 1958, la Encíclica programática «Ad
Petri Cathedram»:
«Todos saben que el divino
Redentor fundó una sociedad, tal que permaneciese una hasta el fin de los
siglos, según aquello: Yo estoy con vosotros todos los días hasta la
consumación de los siglos (Mt., 28, 20); y por esta causa dirigió al Padre
celeste encendidas plegarias.
«Y esta oración de Jesucristo,
que ciertamente fue grata al Padre y escuchada conforme a lo que se le debía
(Hebr., 5, 7): Que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que
ellos sean uno en Nosotros (Jn., 17, 21), Nos infunde una dulcísima
esperanza y confirma que por fin sucederá que todas las ovejas que no son de
este redil quieran volver a él; por lo cual, conforme a la afirmación del mismo
Redentor: se hará un solo rebaño y solo pastor».
Y al terminar la exposición de la unidad de la Iglesia, robustece su
esperanza de la futura unidad de los cristianos el recuerdo de la oración de Cristo
en la Cena:
«Aumente y llene esta esperanza, este
anhelo Nuestro, la divina oración de Cristo: Padre Santo, guárdalos en tu
nombre a los que me diste, para que sean uno, como nosotros... Santifícalos
en la verdad: tu palabra es la verdad... No sólo por ellos te ruego, sino
también por los que han de creer en Mí por su palabra... para que sean consumados en uno».
En el año
1960, el documento más importante, aparte de
los del Concilio, es la Encíclica «Aeterna
Dei Sapientia» sobre San
León I el Magno:
«Sin embargo, vemos con alegre consuelo
y suave esperanza, que en varias partes de la tierra se hacen esfuerzos más
frecuentes por muchos, que con gran empeño tratan de alcanzar que se
instaure entre los cristianos lodos aun aquella unidad visible, que satisfaga
dignamente a los pensamientos, mandatos y deseos del Señor.
«Y teniendo Nos la persuasión
de que esta unidad, que tantos hombres de magnífica voluntad desean no sin
una inspiración del Espíritu Santo, no puede realizarse sino según aquella
predicción de Jesucristo: se hará un solo rebaño y un solo pastor, por ello imploramos con preces ardientes al mismo
Cristo, a quien tenemos por Mediador y Abogado ante el Padre (1 Tim., 2, 5),
que todos los cristianos conozcan las notas con que la verdadera Iglesia suya
se distingue de las demás, y se entreguen a ella a manera de hijos fidelísimos».
He aquí los anhelos, la ardiente oración de Juan XXIII por la unidad
visible reconociendo la inspiración ecuménica del Espíritu, aun fuera de la
Iglesia católica, pero al par afirmando que no hay sino una sola manera de
realizarla: la Iglesia católica romana. Y entonces expresa con vehemencia el
hondo anhelo de su alma, que será «el triunfo del Cuerpo Místico de Jesús»:
«Ojalá lo haga así Dios
benignísimo, que cuanto antes brille aquel día deseadísimo en que se reúna la
feliz concordia de todos! Entonces todos los
que han sido redimidos por Cristo, juntándose en una sola familia y alabando
juntos la divina misericordia, cantarán con una misma voz alegre: ¡Qué bueno
y alegre es que los hermanos habiten reunidos!
«Y esta paz, con que los hijos de un
mismo Padre celeste y herederos todos de su misma felicidad eterna se saludarán
mutuamente, testificará ciertamente el glorioso triunfo del Cuerpo Místico
de Jesucristo».
El 13 de octubre de 1962, Alocución a
los Observadores de las Iglesias separadas presentes en
el Concilio:
«Vuestra presencia aquí, tan
estimada, la emoción que oprime mi corazón sacerdotal, de Obispo de la Iglesia
de Dios, como lo dije hace poco en el Concilio, la emoción de mis colaboradores
y también la vuestra propia, estoy seguro me invitan a confiaros el deseo de mi
corazón, que ansia ardientemente trabajar y sufrir para que se acerque la
hora en que se realizará, para todos, la oración de Jesús en la última Cena-».
El
22 de diciembre de 1962, el
Mensaje de Navidad:
«Sobre el vasto y complicado horizonte,
todavía agitadísimo de la creación, cuya imagen se halla en las primeras
líneas del Génesis (Gen., 1, 2), el Espíritu de Dios iba sobre las aguas. Más
allá de precisiones y aplicaciones más menudas, es cierto que, refiriéndose a
cuanto sobrevive del patrimonio espiritual de la Iglesia, aun en aquello en lo
que se encuentra en plenitud, pocas veces en la sucesión de la era
cristiana, transcurridos veinte siglos, se ha podido advertir una
inclinación tan apremiante de los corazones hacia la unidad querida por el
Señor.
«La sensibilidad que puede constatarse
en esta primera presentación del problema religioso a la atención de nuestros
contemporáneos, a través del Concilio Ecuménico concentra a todos
preferentemente en torno a la alegoría del único rebaño y del único pastor. Es
un concentrarse tal vez tímido, tal vez con alguna aprensión de prejuicio, que
sabemos imaginarnos y queremos comprender también para poderlo superar con la
gracia divina.
«El unum ovile et unus pastor —que
encuentra acentos de íntima súplica en el unum sint de la última Cena— vuelve
con eco imperioso desde el fondo de veinte siglos cristianos y late en el
corazón de cada uno».
Y prosiguiendo en la apasionada llamada del unum sint, añade
poco después:
«¡Que sean uno, que sean uno!». Que todos sean una sola cosa, como Tú estás en mí, Oh Padre, y yo en
Tí, que sean ellos también una sola cosa en nosotros: para que el mundo crea
que Tú me has enviado (Jn. 17, 21). Esta es la única explicación del milagro de
amor iniciado en Belén, del cual los pastores y los magos fueron las primicias:
la salvación de todas las almas, su unión en la fe y en la caridad, por
medio de la Iglesia visible fundada por Cristo-».
Recuerda que la obligación no es
realizar la unidad sino hacer lo posible por ella, y que de esto seremos
examinados el día del juicio. Y termina concreta y espléndidamente:
«Este
latido del corazón de Cristo debe invitarnos a un propósito renovado de
entrega para que entre los Católicos permanezca solidísimo el amor y testimonio
hacia la primera nota de la Iglesia (la unidad): y para que en el vasto
horizonte de las denominaciones cristianas, y más allá, se realice aquella
unidad, hacia la cual sube la aspiración de los corazones rectos y generosos».
El
25 de enero de 1963, último día del Octavario, hablando a
los participantes en un congreso deportivo:
«Hoy por la mañana, como el 18 de enero
pasado, hemos ofrecido el divino sacrificio por esta intención, como eco de
ferviente súplica a la plegaria de Jesús en la última Cena: que todos sean una
sola cosa, ¡Ut unum sint!
»Pues bien, la gracia del Señor quiere
ciertamente servirse de todos los medios para que los hombres se encuentren, se
conozcan, se amen, y a partir de aquí a través de un camino posterior, que
es un secreto de la gracia celeste, lleguen a penetrar y vivir el
precepto —aporque se trata de un precepto del Señor—, del unum
sint, bajo la vigilancia paternal y la guía del único pastor».
De nuevo como otras veces a lo largo de su vida, el
unum sint y el único rebaño y pastor entrelazan sus fórmulas en la
expresión de su esperanza.
La
unidad de todos los hombres
El 28 de
noviembre de 1959 publicó la Encíclica misionera «Princeps pastorum».
«Estimamos y tenemos
por cierto, que nunca haremos bastante para que los anhelos del divino
Redentor en esta materia se lleven a efecto, y así se congreguen todas las ovejas
felizmente en un solo rebaño bajo la guía de un solo pastor».
El
11 de octubre de
1959 había celebrado en la Basílica
Vaticana la despedida misionera,
con imposición del crucifijo, a 500 misioneros. Juan XXIII, les exhortó:
«Tened valor: la Iglesia ha recibido de su Fundador el
mandato universal de dirigirse a todas las naciones, para reunirías en una
sola familia, y ninguna fuerza humana, ninguna dificultad ni
obstáculo puede debilitar el impulso misionero, que sólo terminará cuando Jesús
entregue el reino al Padre».
En el paso del año 1959 al 60 hallamos en Juan XXIII tres veces la
mención de la llegada del Reino de Dios a la tierra.
Ø
En
su Alocución con ocasión del Decreto de virtudes de Isabel Seton,
primera Venerable norteamericana, el 18 de diciembre, «entrevé en el horizonte las
más hermosas esperanzas para el triunfo del Reino de Cristo, según la viva
expresión de la oración dominical: ¡Adveniat
regum tuum!»
Ø
En
el mensaje navideño del 23 de diciembre: «El
misterio de Navidad nos da la certeza de que nada se pierde de la buena
voluntad de los hombres, de cuanto ellos obren con buena voluntad, tal vez sin
ser del todo conscientes de ello, para
el advenimiento del Reino de Dios sobre la tierra y para que la ciudad
de los hombres se modele a ejemplo de la ciudad celeste».
Ø
El
10 de enero de 1960, a la Acción Católica
recuerda que la ayuda que prestan a la Jerarquía «expresa y sugiere, en unión
con el sacerdocio católico, la consonancia de ideales y amores para el «Adveniat Regnum tuum» sobre toda la
tierra, y para la salvación de cada alma».
Juan XXIII, a los Padres Sacramentinos, en
la audiencia a su Capítulo del 28 de junio de 1961:
«Debemos rechazar todas las ilusiones
fáciles, ya que si se llegase a poner en acto el ideal completo sería verdaderamente
la hora dichosa de cerrar todas nuestras puertas y casas y marchar en coro
exultante al Paraíso (in coro osannante al Paradisol
«Hará falta mucho, por el
contrario, antes de que todas las naciones del mundo se den cuenta del mensaje
evangélico; y también, encontraremos
dificultad no pequeña en hacer cambiar la mentalidad, las tendencias, los
prejuicios de los que han pasado antes que nosotros; y hará falta, de todos
modos, también examinar lo que el tiempo, las tradiciones, las costumbres han tratado
de insertar sobreponiéndose a la realidad y a la verdad.
«Permanece, con todo, intacto y
ardiente el deseo de responder al anhelo de unidad manifestado por el divino
Maestro, y todo nuestro empeño para que un día los pueblos de todas las
latitudes queden unidos con los dulcísimos lazos del único Credo de la santa
Iglesia de Dios» .
Este texto, después de rechazar «las ilusiones fáciles»,
inmediatamente surge su esperanza, a pesar de todo, de que se llegue a un día
en que «todas las naciones se den cuenta del mensaje evangélico», matizando
esta esperanza, «hará falta mucho tiempo» para ello. Todo esto está claramente
mostrando que en su pensamiento se afirma la idea de que llegará ese día. Ha
excluido la «plenitud» de la realización, como si fuera un cielo en la
tierra, ilusión peligrosa.
El 2 de
febrero de 1963, en
la ceremonia tradicional de la bendición de los cirios.
«Los grandes pueblos del Asia y del Extremo Oriente, cuyas luces de
civilización conservan huellas indudables de la primitiva revelación divina,
serán llamados un día por la Providencia —Nos
lo sentimos como voz misteriosa del Espíritu— a dejarse penetrar de la
luz del Evangelio, que brilló en las costumbres de Galilea, abriendo el libro
de la nueva historia, no de un pueblo o de un grupo de naciones, sino de todo
el mundo»
He aquí, pues, a Juan XXIII, el Pontífice
que siente las llamadas del Espíritu en su alma, oyendo la voz misteriosa que
le habla desde el fondo: también los grandes pueblos asiáticos orientales
(China, India, etc.) formarán un día, como los occidentales antes y al par de
ellos, la nueva historia del gran pueblo de Dios.
Esta es la perspectiva en que se
proyectaba su anhelo de la unidad cristiana primera, como un paso de la
evangelización del mundo. Recordemos el texto, ya antes citado al hablar de la
unidad cristiana, del 16 de mayo de 1963, veinte días antes de su muerte, y
dirigido a las Obras Pontificias Misionales, a las que habla del unum sint de
los cristianos, pero en esta perspectiva precisamente universalista:
«Este prodigio de la unidad
cristiana, que Nos rogamos con oración cotidiana al Señor, quiere mover también
a los artífices de las estructuras civiles, a los estadistas y hombres de
gobierno, por los caminos de la mutua integración, del respeto de las sólidas
instituciones internacionales; quiere conducir a medios eficaces de comprensión
y de colaboración, para que la humanidad, sobre cuya frente está sellada la
luz del rostro de Dios (Sal. 4, 7), pueda finalmente encontrarse unida,
como en un fraterno abrazo, en la expansión de la paz cristiana» (T. 678).
No hemos hablado aquí de los textos
relativos al acontecimiento conciliar, que deberían ser sumados a éstos, cuando
hablan de la perspectiva de evangelización universal, en esperanza, en que se
sitúa el Concilio en la mente de Juan XXIII.
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