Aula P. Igartua: “El Mesías, Jesús de Nazaret”
La divinidad de Jesús en Juan
Jesús afirma la divinidad en Juan
La divinidad de Jesús en Juan
Jesús afirma la divinidad en Juan
I.- Tres confesiones
1.-La confesión de Pedro en Juan – después del discurso del Pan de Vida
2.-La confesión de Marta
3.-La confesión de Tomás
1.-La confesión de Pedro en Juan – después del discurso del Pan de Vida
2.-La confesión de Marta
3.-La confesión de Tomás
II.- El Yo divino de Jesús en Juan
1.-Título de relación Padre Hijo
2.-El Yo divino de Jesús
3.-Los egotismos divinos de Jesús
4.-El origen divino de Jesús
5.-Los atributos divinos de Jesús
6.-Los poderes de Jesús: perdonar pecados – hacer milagros
1.-Título de relación Padre Hijo
2.-El Yo divino de Jesús
3.-Los egotismos divinos de Jesús
4.-El origen divino de Jesús
5.-Los atributos divinos de Jesús
6.-Los poderes de Jesús: perdonar pecados – hacer milagros
III.- Jesús y los grandes misterios
1.-El Juicio último sobre los hombres
2.-Las fórmulas del Bautismo y de la Eucaristía
3.-La Resurrección de Jesús
4.-El misterio de la Trinidad: la igualdad con el Padre
Jesús afirma su divinidad en Juan
Juan no ha incluido en su evangelio la escena de la confesión de Pedro que está en los sinópticos. Tampoco incluye otras importantes escenas. Por ejemplo, omite la institución eucarística y su fórmula.
No obstante hay tres confesiones de la divinidad: una, la de Pedro después de la multiplicación de los panes, la confesión de Marta previa a la resurrección de Lázaro; y la confesión de Tomás después de la resurrección.
I Tres confesiones
1.- La confesión de Pedro en Juan
En el capítulo sexto de Juan, Jesús aprovecha la nueva reunión para proponer su doctrina sobre el pan divino, declarándose él mismo «pan de vida» (Jn 6, 35). Al ver Jesús la deserción de sus discípulos se dirige directamente a los doce. Es, ciertamente, una equivalencia de la pregunta que dirige a los doce en los sinópticos sobre su persona.
«También vosotros queréis marchar?» (Jn 6, 67). Es también aquí Simón Pedro el que toma la palabra en nombre de todos, y proclama:
«Señor, ¿a quién iremos?
Tú tienes palabras de vida eterna.
Y nosotros hemos creído v conocido
que Tú eres el Santo de Dios
Esta confesión de Pedro proclama la santidad de Jesús, bajo el término de «Santo de Dios». La santidad es uno de los más claros atributos de Dios.
2. La confesión de Marta
Marta, la hermana de Lázaro de Betania, arrojándose a sus pies seguramente, le dice: «Señor, si tú hubieses estado aquí mi hermano no hubiera muerto» (11, 21). Marta añade: «Pero aun ahora sé que Dios te dará cuanto le pidas» (11. 22). Jesús responde a la petición insinuada: «Tu hermano resucitará» (11, 23).
Jesús: «Yo soy la resurrección y la Vida. Todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (11, 25-26). Continua el diálogo:
Jesús: «¿Crees esto» (que Yo-soy la Vida, y su Autor).
Marta: «Sí, Señor.
Yo he creído que Tú eres el Cristo,
el Hijo de Dios,
él que viene al mundo». (11, 27).
La confesión de Marta proclama tres cosas equivalentes: que Jesús es el Cristo, el Mesías (confesión mesiánica), que es el Hijo de Dios, y que es el "que viene al mundo. Es decir, la mesianidad, la divinidad, el origen preexistente.
El milagro de la resurrección de Lázaro que el propio Jesús dice que lo hace «para que crean que Tú me has enviado», confirma la fe de Marta. Es una clara confesión de la divinidad del Hijo de Dios: El-es-la-Vida.
3. La confesión de Tomás
El relato de Juan presenta en el capítulo 20 la aparición del Resucitado a los apóstoles estando ausente Tomás (Jn 20, 19-23). Ellos después «Le dijeron: Hemos visto al Señor». Pero Tomás responde: «Si no veo en sus manos la herida de los clavos, y meto mi dedo en el agujero de los clavos, y mi mano en su costado (abierto), no creeré» (Jn 20, 25). Para Tomás el resucitado debía ser el mismo hombre del sepulcro, y que conocía también él, por testimonio de los otros, que el costado estaba abierto por la lanza. Vino Jesús, se puso en medio, y dijo: Paz a vosotros» (Jn 20, 26). Y le dice a Tomás:
«Trae tu dedo aquí, y toca mis manos.
Trae tu mano y métela en mi costado.
Y no seas incrédulo sino fiel (o creyente)».
«Respondió Tomás, y le dijo:
Señor mío, y Dios mío». (Jn 20, 27-28).
La confesión de Tomás es absolutamente directa y expresa. Y Jesús la recibe, invitándole a la fe antes de la experiencia divina: «No seas incrédulo, como hasta ahora, sino fiel o creyente»; y después: «Porque me has visto, has creído. Dichosos los que no ven y creen» (20, 29), proclamando verdadera la fe expresada por Tomás
4. El eco de la declaración ante el Sanedrín
Al narrar la curación del paralítico de la piscina, Juan advierte que era sábado aquel día. Y Jesús dijo al curado: «Levántate toma la camilla, y anda» (Jn 5,8). Los judíos le dijeron: «Es sábado y no es lícito coger la camilla». El curado respondió: «El que me ha curado me ha dicho: Toma tu camilla, y anda». Preguntaron ellos: «¿Quién es ese hombre que te lo ha dicho?». (Jn 5, 16; cf. Jn 9, 16; 7, 23; Mt 12, 1-13, par.).
Los judíos buscaron a Jesús, y sin duda protestaron ante él por esta acción en sábado y él les respondió: «Mi Padre continúa obrando hasta ahora, y por eso yo también actúo» (Jn 5, 17). Y prosigue el evangelista: «Por eso buscaban más todavía los judíos matar a Jesús, porque decía que Dios era su Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Jn 5,18).
Juan narra la curación milagrosa del ciego de nacimiento, también verificado en sábado (9, 16). Y a continuación del milagro inserta Juan el discurso del buen Pastor. Luego la discusión tenida con Jesús por sus adversarios, «los judíos» (10, 24). «¿Hasta cuándo nos tienes en suspenso? Si eres el Cristo, dínoslo». Jesús responde: «Os lo digo y no creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonió de mí» (10, 24-25). En esta ocasión llega a afirmar no sólo que es el Cristo, sino que es igual al Padre y una cosa con El. (10, 30). Esta afirmación, una de las más fundamentales afirmaciones de divinidad en Juan, provoca la ira indignada de sus enemigos.
«Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?», ellos respondieron: «No te apedreamos por ninguna buena obra, sino porque, siendo como eres hombre, te haces a ti mismo Dios» (10, 32-33).
Jesús ha reservado la solemne y definitiva manifestación pública de su divinidad para el momento supremo. Ante el tribunal religioso de Israel, el Sanedrín. Sin embargo, Juan, que no ha narrado la escena del Sanedrín con la acusación religiosa de proclamarse Dios, da testimonio de ella en el curso del proceso ante Pilato.
Ante el tribunal de Pilato
Ante la obstinación del Procurador romano en no aceptar la condena de Jesús, los judíos recurren al último argumento, para ellos supremo:
«Nosotros tenemos Ley,
y según la Ley debe morir,
porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7).
Este último recurso judío ante Pilato muestra el proceso a cara descubierta. Es el eco de la condena del Sanedrín. Allí Jesús se ha proclamado Hijo de Dios, y todos le han condenado por blasfemia. Presentan ante Pilato la sentencia religiosa como argumento que le cierre el paso. Pero, sorprendentemente también, para Pilato se convierte en argumento en favor del reo.
«Y Pilato buscaba por esto librarle» (Jn 19, 12). Entonces los sacerdotes, al ver el efecto contrario de su última alegación religiosa, vuelven a la política, reforzada de manera directamente personal contra Pilato: «Si le sueltas no eres amigo del César. Todo el que se hace rey, se opone al César» (19, 12). Vuelta la causa a su primer cauce político se produce la sentencia de Pilato, y el letrero de la condena será: «Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos».
Pero ha aparecido en Juan, como última y profunda causa que le ha llevado a la muerte, la religiosa afirmación de Jesús: «Se ha hecho Hijo de Dios», lo cual, como hemos mostrado, entienden bien: «Se ha hecho Dios».
Pilato le condena jurídicamente como a Mesías o Rey. Los sacerdotes le llevan a la cruz por proclamarse Hijo de Dios, igual a Dios: «Siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 5, 18; 10, 33; 10, 36).
II - El “YO Divino” de Jesús en Juan
Después de haber examinado las declaraciones y confesiones de divinidad de Jesús en forma directa, vamos a examinar en el evangelio de Juan también las otras formas de declaración de divinidad:
Ø El título de Padre con la correspondiente relación de Hijo;
Ø La expresión del Yo de Jesús en forma absoluta que sólo un ser superior a los hombres podría formularla;
Ø El origen de su persona en otra región distinta de la humana y superior a ella;
Ø La reivindicación de algunas cualidades que sólo a Dios convengan como atributos divinos, y
Ø Los poderes cualificadamente propios de Dios considerados como propios.
1. El título y relación de Hijo a Padre
Las referencias puestas en labios de Jesús, en el evangelio de Juan, a su condición de Hijo de Dios, sea llamando a Dios Padre suyo de modo particular, sea llamándose a sí mismo con el nombre de Hijo, se dividen en tres grupos, según la condición de los oyentes a quienes se dirigía en su diálogo.
Ø Al pueblo en general. La palabra pronunciada cuando arroja del Templo a los mercaderes. El episodio de su adolescencia, cuando llamó al Templo «la Casa de mi Padre». Las palabras del sermón eucarístico, que completan el milagro de la multiplicación de los panes. Los siguientes: «Mi Padre es el que os da el pan verdadero» (6, 32) y «Esta es la voluntad de mi Padre...» (6, 40), aunque todos los demás también tienen referencia inmediata y específica a Jesús («Lo que me da el Padre...», v. 37; «El Padre que me envía...», v. 39). En la sinagoga de Cafarnaum sigue el tema ante judíos murmuradores, y llama a Dios Padre (6, 44.57). También en el capítulo doce le oye la multitud admirada, cuando exclama en un momento de turbación repentina de angustia: «Padre, sálvame de esta hora... Glorifica tu nombre» (12, 27-25). El repentino grito de angustia parece tener el eco del Abba posterior del huerto de Getsemaní en Marcos y los sinópticos, aunque precede aquí al temor del huerto.
Ø A sus adversarios, los que llama Juan «Judíos», es decir fariseos o escribas o sacerdotes, también Jesús hablaba de su Padre. En el capítulo quinto: «Amén, Amén, os digo, el Hijo no puede hacer nada sino lo que ve al Padre hacer...» (v. 20); «Amén, Amén, os digo, ésta es la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan» (v 25). Hay una especialmente significativa: «Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si viene otro en su nombre a ése le recibiréis» (v. 43), donde establece su misión mesiánica, y la venida del llamado Anticristo por Pablo, el cual vendrá «en su propio nombre», fingiendo ser el Mesías (2 Tes 2, 3-4; cf. Suárez, In Summ. 3ª, q. 59; Disp. 54, 1,4).
Ø A sus apóstoles, hablando en mayor intimidad, en los capítulos de la Última cena capítulos 14-16, deja desbordar su secreto filial de manera abundante. Aquí dejamos constancia de que en numerosos versículos también llama a Dios «mi Padre», confirmando la estrecha relación que existe entre ambos (14, 2.21; 15, 1.8.23-24), o dice que el Padre «está con él» (8, 29; 16, 32).
La oración de la Última Cena. La oración comienza con la palabra directa: «Padre» también aquí claro eco del «Abba» familiar: «Padre, ha llegado la hora» (17,1). Tenemos en esta página una oración personal de Jesús al Padre.
Comentario crítico. El evangelista Juan indica varias veces que esta relación de Hijo a Padre significaba que Jesús era Dios. Lo vemos en las reflexiones finales del diálogo con Nicodemo, donde llama a Jesús Hijo Unigénito del Padre, el cual nos lo dio para salvarnos (Jn 3, 16-18). Esta expresión de Unigénito del Padre la utiliza el evangelista también en el prólogo por dos veces: «Hemos visto su gloria como de Unigénito del Padre» (Jn 1, 14), «Nadie ha visto a Dios, pero el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha narrado, o revelado» (Jn 1, 18).
Este testimonio sobre el modo como debe entenderse la filiación de Jesús fue confirmado por la inteligencia de tal relación en labios de los enemigos de Jesús, que le acusaron de hacerse Dios por llamar así a Dios su Padre. (Jn 5, 18; 10, 33; 19, 7). Y es el propio Jesús el que propone esta clara identificación, en que resulta Dios =Mi Padre: «Mi Padre, de quien vosotros decís que es vuestro Dios» (Jn 8 54)- ¿Se puede expresar con mayor claridad que es Hijo de Dios en verdad?'
2. El Yo divino de Jesús
Del mismo modo que lo vimos en los sinópticos veamos ahora la expresión de la persona de Jesús a través de determinadas expresiones de su Yo (Egó).
En primer lugar proponemos las expresiones en la forma del «Yo-soy», con el valor de testimonio de divinidad (Yahvéh — Yo-soy) en Juan. Luego hemos de proponer en Juan las formas peculiares de expresión de Jesús que él ha recogido, que son llamadas «egotismos», o declaraciones especiales de su Yo (= Egó).
Declaraciones del “Yo-soy” en Juan
En la escena de Jesús caminando sobre las aguas. Juan pone en labios de Jesús la palabra de seguridad y certeza: «Yo-soy, no temáis». Este Yo-soy (Egó eimí) (6, 20), adquiere un carácter de presencia en firmeza para dar seguridad, como el Nombre Yahvéh.
En la discusión con sus adversarios, capítulo octavo de Juan, cuando pronuncia uno de sus egotismos, «Yo soy la Luz del mundo» (8, 12). Ellos atacan el valor de su declaración: «Tú das testimonio de ti mismo, y así tu testimonio no es verdadero» (8, 13). «Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y conmigo da testimonio el Padre que me envió (8, 18). Ellos vinieron entonces a la cuestión básica implicada: «¿Dónde está tu Padre?», queriendo llegar a oir de sus labios que tenía por Padre a Dios, para acusarle mejor. Jesús prosigue: «Vosotros sois de abajo, y Yo de arriba; sois de este mundo y Yo no soy de este mundo. Os he dicho que moriréis en vuestro pecado» (8, 24). Y entonces llega la afirmación de la fe en él mismo como Dios: «Porque si no creéis que Yo-soy (óti egó eimí), moriréis en vuestro pecado» (8, 24).
En el huerto de Getsemaní. El último texto de estos Yo-soy absolutos y divinos lo se lo atribuye ante los que vienen a prenderle con Judas el traidor.
Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y dice: ¿A quién buscáis? Ellos respondieron: A Jesús Nazareno. Les dice Jesús: Yo-soy» (18, 4-5).
Antes los adversarios como vimos le preguntaron: ¿Tú quién eres?, ahora es él quien les dice: ¿A quién buscáis? Ellos han dicho, porque no le conocen, o porque llevan judicialmente el nombre del reo a quien tienen que detener: A Jesús el Nazareno. Jesús dice con voz llena de majestad: «Yo-soy». Esta invocación de su nombre con el nombre de Yahvéh produce tal impresión de majestad en sus enemigos armados que «retrocedieron y cayeron postrados a tierra». Cayeron por el poder majestuoso de Jesús. Pero también cayeron ante el nombre invocado como propio, que les produjo el temor de lo divino: Yo-soy, Yahvéh.
3. Los egotismos divinos de Jesús
Esta forma de declarar su propia personalidad divina en Juan es la forma absoluta de los llamados «egotismos» de Jesús. Significa esta palabra las pronunciaciones sobre su propio Yo (Ego), que completan la frase con alguna cualidad que Jesús es, y que no puede menos de tener carácter particular, aunque aquí nos interesan particularmente las que tienen forma de aseveración de divinidad.
1. «Yo soy el Pan de vida» (Pan vivo) (6, 48; 6, 51).
2. «Yo soy la Luz del mundo» (8, 12; cf. 12, 46; 1, 4.5.9).
3. «Yo soy la Puerta (del redil)» (10, 7.9).
4. «Yo soy el Buen Pastor» (10, 11.14; cf. Ez 34, 11-12; 23-24).
5. «Yo soy la Resurrección y la Vida» (11, 25).
6. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (14, 6).
7. «Yo soy la Vid verdadera, y mi Padre el Labrador»
(15, 1.5).
8. «Yo soy Rey» (18, 37).
A esta magnífica serie de los egotismos de Jesús se puede añadir otro más por ser equivalente, cuando Jesús proclama que todo el que tenga sed venga a beber de él. Es como si dijese:
9. «(Yo soy la Fuente): si alguno tiene sed, venga a Mí y beba» (7, 37)
1.-El Juicio último sobre los hombres
2.-Las fórmulas del Bautismo y de la Eucaristía
3.-La Resurrección de Jesús
4.-El misterio de la Trinidad: la igualdad con el Padre
Jesús afirma su divinidad en Juan
Juan no ha incluido en su evangelio la escena de la confesión de Pedro que está en los sinópticos. Tampoco incluye otras importantes escenas. Por ejemplo, omite la institución eucarística y su fórmula.
No obstante hay tres confesiones de la divinidad: una, la de Pedro después de la multiplicación de los panes, la confesión de Marta previa a la resurrección de Lázaro; y la confesión de Tomás después de la resurrección.
I Tres confesiones
1.- La confesión de Pedro en Juan
En el capítulo sexto de Juan, Jesús aprovecha la nueva reunión para proponer su doctrina sobre el pan divino, declarándose él mismo «pan de vida» (Jn 6, 35). Al ver Jesús la deserción de sus discípulos se dirige directamente a los doce. Es, ciertamente, una equivalencia de la pregunta que dirige a los doce en los sinópticos sobre su persona.
«También vosotros queréis marchar?» (Jn 6, 67). Es también aquí Simón Pedro el que toma la palabra en nombre de todos, y proclama:
«Señor, ¿a quién iremos?
Tú tienes palabras de vida eterna.
Y nosotros hemos creído v conocido
que Tú eres el Santo de Dios
Esta confesión de Pedro proclama la santidad de Jesús, bajo el término de «Santo de Dios». La santidad es uno de los más claros atributos de Dios.
2. La confesión de Marta
Marta, la hermana de Lázaro de Betania, arrojándose a sus pies seguramente, le dice: «Señor, si tú hubieses estado aquí mi hermano no hubiera muerto» (11, 21). Marta añade: «Pero aun ahora sé que Dios te dará cuanto le pidas» (11. 22). Jesús responde a la petición insinuada: «Tu hermano resucitará» (11, 23).
Jesús: «Yo soy la resurrección y la Vida. Todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (11, 25-26). Continua el diálogo:
Jesús: «¿Crees esto» (que Yo-soy la Vida, y su Autor).
Marta: «Sí, Señor.
Yo he creído que Tú eres el Cristo,
el Hijo de Dios,
él que viene al mundo». (11, 27).
La confesión de Marta proclama tres cosas equivalentes: que Jesús es el Cristo, el Mesías (confesión mesiánica), que es el Hijo de Dios, y que es el "que viene al mundo. Es decir, la mesianidad, la divinidad, el origen preexistente.
El milagro de la resurrección de Lázaro que el propio Jesús dice que lo hace «para que crean que Tú me has enviado», confirma la fe de Marta. Es una clara confesión de la divinidad del Hijo de Dios: El-es-la-Vida.
3. La confesión de Tomás
El relato de Juan presenta en el capítulo 20 la aparición del Resucitado a los apóstoles estando ausente Tomás (Jn 20, 19-23). Ellos después «Le dijeron: Hemos visto al Señor». Pero Tomás responde: «Si no veo en sus manos la herida de los clavos, y meto mi dedo en el agujero de los clavos, y mi mano en su costado (abierto), no creeré» (Jn 20, 25). Para Tomás el resucitado debía ser el mismo hombre del sepulcro, y que conocía también él, por testimonio de los otros, que el costado estaba abierto por la lanza. Vino Jesús, se puso en medio, y dijo: Paz a vosotros» (Jn 20, 26). Y le dice a Tomás:
«Trae tu dedo aquí, y toca mis manos.
Trae tu mano y métela en mi costado.
Y no seas incrédulo sino fiel (o creyente)».
«Respondió Tomás, y le dijo:
Señor mío, y Dios mío». (Jn 20, 27-28).
La confesión de Tomás es absolutamente directa y expresa. Y Jesús la recibe, invitándole a la fe antes de la experiencia divina: «No seas incrédulo, como hasta ahora, sino fiel o creyente»; y después: «Porque me has visto, has creído. Dichosos los que no ven y creen» (20, 29), proclamando verdadera la fe expresada por Tomás
4. El eco de la declaración ante el Sanedrín
Al narrar la curación del paralítico de la piscina, Juan advierte que era sábado aquel día. Y Jesús dijo al curado: «Levántate toma la camilla, y anda» (Jn 5,8). Los judíos le dijeron: «Es sábado y no es lícito coger la camilla». El curado respondió: «El que me ha curado me ha dicho: Toma tu camilla, y anda». Preguntaron ellos: «¿Quién es ese hombre que te lo ha dicho?». (Jn 5, 16; cf. Jn 9, 16; 7, 23; Mt 12, 1-13, par.).
Los judíos buscaron a Jesús, y sin duda protestaron ante él por esta acción en sábado y él les respondió: «Mi Padre continúa obrando hasta ahora, y por eso yo también actúo» (Jn 5, 17). Y prosigue el evangelista: «Por eso buscaban más todavía los judíos matar a Jesús, porque decía que Dios era su Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Jn 5,18).
Juan narra la curación milagrosa del ciego de nacimiento, también verificado en sábado (9, 16). Y a continuación del milagro inserta Juan el discurso del buen Pastor. Luego la discusión tenida con Jesús por sus adversarios, «los judíos» (10, 24). «¿Hasta cuándo nos tienes en suspenso? Si eres el Cristo, dínoslo». Jesús responde: «Os lo digo y no creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonió de mí» (10, 24-25). En esta ocasión llega a afirmar no sólo que es el Cristo, sino que es igual al Padre y una cosa con El. (10, 30). Esta afirmación, una de las más fundamentales afirmaciones de divinidad en Juan, provoca la ira indignada de sus enemigos.
«Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?», ellos respondieron: «No te apedreamos por ninguna buena obra, sino porque, siendo como eres hombre, te haces a ti mismo Dios» (10, 32-33).
Jesús ha reservado la solemne y definitiva manifestación pública de su divinidad para el momento supremo. Ante el tribunal religioso de Israel, el Sanedrín. Sin embargo, Juan, que no ha narrado la escena del Sanedrín con la acusación religiosa de proclamarse Dios, da testimonio de ella en el curso del proceso ante Pilato.
Ante el tribunal de Pilato
Ante la obstinación del Procurador romano en no aceptar la condena de Jesús, los judíos recurren al último argumento, para ellos supremo:
«Nosotros tenemos Ley,
y según la Ley debe morir,
porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7).
Este último recurso judío ante Pilato muestra el proceso a cara descubierta. Es el eco de la condena del Sanedrín. Allí Jesús se ha proclamado Hijo de Dios, y todos le han condenado por blasfemia. Presentan ante Pilato la sentencia religiosa como argumento que le cierre el paso. Pero, sorprendentemente también, para Pilato se convierte en argumento en favor del reo.
«Y Pilato buscaba por esto librarle» (Jn 19, 12). Entonces los sacerdotes, al ver el efecto contrario de su última alegación religiosa, vuelven a la política, reforzada de manera directamente personal contra Pilato: «Si le sueltas no eres amigo del César. Todo el que se hace rey, se opone al César» (19, 12). Vuelta la causa a su primer cauce político se produce la sentencia de Pilato, y el letrero de la condena será: «Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos».
Pero ha aparecido en Juan, como última y profunda causa que le ha llevado a la muerte, la religiosa afirmación de Jesús: «Se ha hecho Hijo de Dios», lo cual, como hemos mostrado, entienden bien: «Se ha hecho Dios».
Pilato le condena jurídicamente como a Mesías o Rey. Los sacerdotes le llevan a la cruz por proclamarse Hijo de Dios, igual a Dios: «Siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 5, 18; 10, 33; 10, 36).
II - El “YO Divino” de Jesús en Juan
Después de haber examinado las declaraciones y confesiones de divinidad de Jesús en forma directa, vamos a examinar en el evangelio de Juan también las otras formas de declaración de divinidad:
Ø El título de Padre con la correspondiente relación de Hijo;
Ø La expresión del Yo de Jesús en forma absoluta que sólo un ser superior a los hombres podría formularla;
Ø El origen de su persona en otra región distinta de la humana y superior a ella;
Ø La reivindicación de algunas cualidades que sólo a Dios convengan como atributos divinos, y
Ø Los poderes cualificadamente propios de Dios considerados como propios.
1. El título y relación de Hijo a Padre
Las referencias puestas en labios de Jesús, en el evangelio de Juan, a su condición de Hijo de Dios, sea llamando a Dios Padre suyo de modo particular, sea llamándose a sí mismo con el nombre de Hijo, se dividen en tres grupos, según la condición de los oyentes a quienes se dirigía en su diálogo.
Ø Al pueblo en general. La palabra pronunciada cuando arroja del Templo a los mercaderes. El episodio de su adolescencia, cuando llamó al Templo «la Casa de mi Padre». Las palabras del sermón eucarístico, que completan el milagro de la multiplicación de los panes. Los siguientes: «Mi Padre es el que os da el pan verdadero» (6, 32) y «Esta es la voluntad de mi Padre...» (6, 40), aunque todos los demás también tienen referencia inmediata y específica a Jesús («Lo que me da el Padre...», v. 37; «El Padre que me envía...», v. 39). En la sinagoga de Cafarnaum sigue el tema ante judíos murmuradores, y llama a Dios Padre (6, 44.57). También en el capítulo doce le oye la multitud admirada, cuando exclama en un momento de turbación repentina de angustia: «Padre, sálvame de esta hora... Glorifica tu nombre» (12, 27-25). El repentino grito de angustia parece tener el eco del Abba posterior del huerto de Getsemaní en Marcos y los sinópticos, aunque precede aquí al temor del huerto.
Ø A sus adversarios, los que llama Juan «Judíos», es decir fariseos o escribas o sacerdotes, también Jesús hablaba de su Padre. En el capítulo quinto: «Amén, Amén, os digo, el Hijo no puede hacer nada sino lo que ve al Padre hacer...» (v. 20); «Amén, Amén, os digo, ésta es la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan» (v 25). Hay una especialmente significativa: «Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si viene otro en su nombre a ése le recibiréis» (v. 43), donde establece su misión mesiánica, y la venida del llamado Anticristo por Pablo, el cual vendrá «en su propio nombre», fingiendo ser el Mesías (2 Tes 2, 3-4; cf. Suárez, In Summ. 3ª, q. 59; Disp. 54, 1,4).
Ø A sus apóstoles, hablando en mayor intimidad, en los capítulos de la Última cena capítulos 14-16, deja desbordar su secreto filial de manera abundante. Aquí dejamos constancia de que en numerosos versículos también llama a Dios «mi Padre», confirmando la estrecha relación que existe entre ambos (14, 2.21; 15, 1.8.23-24), o dice que el Padre «está con él» (8, 29; 16, 32).
La oración de la Última Cena. La oración comienza con la palabra directa: «Padre» también aquí claro eco del «Abba» familiar: «Padre, ha llegado la hora» (17,1). Tenemos en esta página una oración personal de Jesús al Padre.
Comentario crítico. El evangelista Juan indica varias veces que esta relación de Hijo a Padre significaba que Jesús era Dios. Lo vemos en las reflexiones finales del diálogo con Nicodemo, donde llama a Jesús Hijo Unigénito del Padre, el cual nos lo dio para salvarnos (Jn 3, 16-18). Esta expresión de Unigénito del Padre la utiliza el evangelista también en el prólogo por dos veces: «Hemos visto su gloria como de Unigénito del Padre» (Jn 1, 14), «Nadie ha visto a Dios, pero el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha narrado, o revelado» (Jn 1, 18).
Este testimonio sobre el modo como debe entenderse la filiación de Jesús fue confirmado por la inteligencia de tal relación en labios de los enemigos de Jesús, que le acusaron de hacerse Dios por llamar así a Dios su Padre. (Jn 5, 18; 10, 33; 19, 7). Y es el propio Jesús el que propone esta clara identificación, en que resulta Dios =Mi Padre: «Mi Padre, de quien vosotros decís que es vuestro Dios» (Jn 8 54)- ¿Se puede expresar con mayor claridad que es Hijo de Dios en verdad?'
2. El Yo divino de Jesús
Del mismo modo que lo vimos en los sinópticos veamos ahora la expresión de la persona de Jesús a través de determinadas expresiones de su Yo (Egó).
En primer lugar proponemos las expresiones en la forma del «Yo-soy», con el valor de testimonio de divinidad (Yahvéh — Yo-soy) en Juan. Luego hemos de proponer en Juan las formas peculiares de expresión de Jesús que él ha recogido, que son llamadas «egotismos», o declaraciones especiales de su Yo (= Egó).
Declaraciones del “Yo-soy” en Juan
En la escena de Jesús caminando sobre las aguas. Juan pone en labios de Jesús la palabra de seguridad y certeza: «Yo-soy, no temáis». Este Yo-soy (Egó eimí) (6, 20), adquiere un carácter de presencia en firmeza para dar seguridad, como el Nombre Yahvéh.
En la discusión con sus adversarios, capítulo octavo de Juan, cuando pronuncia uno de sus egotismos, «Yo soy la Luz del mundo» (8, 12). Ellos atacan el valor de su declaración: «Tú das testimonio de ti mismo, y así tu testimonio no es verdadero» (8, 13). «Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y conmigo da testimonio el Padre que me envió (8, 18). Ellos vinieron entonces a la cuestión básica implicada: «¿Dónde está tu Padre?», queriendo llegar a oir de sus labios que tenía por Padre a Dios, para acusarle mejor. Jesús prosigue: «Vosotros sois de abajo, y Yo de arriba; sois de este mundo y Yo no soy de este mundo. Os he dicho que moriréis en vuestro pecado» (8, 24). Y entonces llega la afirmación de la fe en él mismo como Dios: «Porque si no creéis que Yo-soy (óti egó eimí), moriréis en vuestro pecado» (8, 24).
En el huerto de Getsemaní. El último texto de estos Yo-soy absolutos y divinos lo se lo atribuye ante los que vienen a prenderle con Judas el traidor.
Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y dice: ¿A quién buscáis? Ellos respondieron: A Jesús Nazareno. Les dice Jesús: Yo-soy» (18, 4-5).
Antes los adversarios como vimos le preguntaron: ¿Tú quién eres?, ahora es él quien les dice: ¿A quién buscáis? Ellos han dicho, porque no le conocen, o porque llevan judicialmente el nombre del reo a quien tienen que detener: A Jesús el Nazareno. Jesús dice con voz llena de majestad: «Yo-soy». Esta invocación de su nombre con el nombre de Yahvéh produce tal impresión de majestad en sus enemigos armados que «retrocedieron y cayeron postrados a tierra». Cayeron por el poder majestuoso de Jesús. Pero también cayeron ante el nombre invocado como propio, que les produjo el temor de lo divino: Yo-soy, Yahvéh.
3. Los egotismos divinos de Jesús
Esta forma de declarar su propia personalidad divina en Juan es la forma absoluta de los llamados «egotismos» de Jesús. Significa esta palabra las pronunciaciones sobre su propio Yo (Ego), que completan la frase con alguna cualidad que Jesús es, y que no puede menos de tener carácter particular, aunque aquí nos interesan particularmente las que tienen forma de aseveración de divinidad.
1. «Yo soy el Pan de vida» (Pan vivo) (6, 48; 6, 51).
2. «Yo soy la Luz del mundo» (8, 12; cf. 12, 46; 1, 4.5.9).
3. «Yo soy la Puerta (del redil)» (10, 7.9).
4. «Yo soy el Buen Pastor» (10, 11.14; cf. Ez 34, 11-12; 23-24).
5. «Yo soy la Resurrección y la Vida» (11, 25).
6. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (14, 6).
7. «Yo soy la Vid verdadera, y mi Padre el Labrador»
(15, 1.5).
8. «Yo soy Rey» (18, 37).
A esta magnífica serie de los egotismos de Jesús se puede añadir otro más por ser equivalente, cuando Jesús proclama que todo el que tenga sed venga a beber de él. Es como si dijese:
9. «(Yo soy la Fuente): si alguno tiene sed, venga a Mí y beba» (7, 37)
Hacemos un breve comentario a los principales, para hacer ver cómo son expresiones que sólo se pueden aceptar si quiere proclamar su divinidad.
Ø Yo soy la Luz del mundo. Ningún hombre, sino por absurdo engreimiento, podría calificarse a sí mismo de «Luz del mundo». (Jn 1, 4-5.9).
Ø Yo soy la Vida. Todos tenemos vida, pero ninguno puede atreverse a identificarse con la misma vida. Y además afirma que es «la Resurrección» de la vida (Jn 1, 3-4).
Ø Yo soy la Verdad. Cualquier hombre podrá afirmar que él dice la verdad, o que esto o aquello es verdad. Pero ser la misma «Verdad» ¿quién sino Dios puede reivindicarla para sí?. Jesús llama al diablo, Satanás, «padre de la mentira», porque nace de sus sugestiones, que llevan esta marca. Pero él es no ya «el padre de la verdad» metafóricamente, sino «la Verdad» (Jn 1, 17).
Ø Yo sov el Buen Pastor. El Profeta Ezequiel, hablando en nombre de Dios, nos dice en boca de Dios: «Esto dice Yahvéh Dios: Yo mismo buscaré mis ovejas y las visitaré. Como visita el pastor a su rebaño... así Yo visitaré a mis ovejas (Ezx 34, 11-12). Y algo después afirma que suscitará un pastor de la descendencia de David, el Mesías (pues Ezequiel es posterior en varios siglos a David, el cual será pastor de su pueblo en su nombre (Ez 34, 23-24). Así pues, cuando Jesús declara que él es el Buen Pastor, el Pastor modelo, ideal (ó poimén ó kalós) se declara el pastor mesiánico, y se llega a identificar con el mismo Dios, que ha prometido ser él mismo el mejor pastor de sus ovejas y pueblo (Ez 34, 11-12).
Ø Yo soy Rey. La afirmación ante Pilato en el proceso tiene pleno carácter mesiánico, conforme a la pregunta del presidente. De modo semejante se puede decir que sólo alguien que es más que hombre puede calificarse a sí mismo de «Pan de vida» y de Manantial para la sed, o de ser «el Camino» por el cual los hombres deben andar para ir al Padre, y el tronco de «La Vid», cuyas ramas o sarmientos con fruto son los demás hombres.
4. El origen divino de Jesús
Hay en Juan referencias sobre el origen de Jesús que suponen con certeza su preexistencia. Esta cuestión de su procedencia se la formularon los contemporáneos. Un episodio muy clarificador es cuando Jesús subió a Jerusalén a la fiesta de las Tiendas o Scenopegia y apareció en el Templo.
«¿No es éste aquel a quien quieren matar? Pues aquí está y nadie se mete con él. ¿Habrán averiguado ellos que es el Cristo?» (7, 25-26). Otros decían: «Este sabemos de dónde es (de Nazaret, el Nazareno el hijo de José: 6, 42, cfr. 1, 45), el Mesías nadie sabrá de dónde viene» (7, 27).
Jesús respondió en voz alta en el Templo: «Decís que sabéis quién soy y de dónde vengo. Y, sin embargo, no vengo de mí mismo, y el que me envía es veraz, a quien vosotros no conocéis» (7, 28). La cuestión de saber de dónde viene Jesús, o sea su origen, fue planteada también por el propio Pilato al mismo Jesús, aunque no obtuvo respuesta entonces.
El propio Jesús dijo a sus adversarios que «él sabía de dónde venía (pózen élzon) y a dónde iba (poú upágo)» (8, 14), y que ellos, en cambio, no lo sabían. Así el saber su de dónde y a dónde se convierte en uno de los problemas de Jesús, según Juan. En varios de los textos que siguen dirá que «no viene de sí mismo» (7, 28; 8, 42), indicando que tiene otro origen que el humano.
Cuanto al de dónde, en repetidos textos.
Ø A Nicodemo le dice que «desciende del cielo, y que « el está en el cielo» (3, 13), indicando su misterio de venir de allí y a la vez permanecer, como Dios por tanto.
Ø En el discurso eucarístico: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo» (6, 41; cf. 6, 33.38.50.51.58).
Ø Pero todavía más expresamente hace referencia a su origen en Dios. Y así lo dice: «Yo he salido y vengo de Dios» (ek tou Zeou; 8, 42).
Ø En la Última Cena. Del mismo modo y más explícitamente: «Habéis creído que yo salí de Dios. Yo salí del Padre, y he venido al mundo» (16, 27-28).
La afirmación del origen no puede ser más explícita. Y la confirma ante sus apóstoles en la oración dirigida a su Padre: «Ellos (mis apóstoles que te encomiendo) han conocido que yo salí de ti, y han creído que Tú me enviaste» (17, 8). Salir y ser enviado son lo mismo.
Cuanto al a donde, hay diversos textos
Este origen celeste, viniendo del cielo a la tierra, se completa con un retorno al Padre de donde salió. A través de su muerte vuelve al punto de su origen, al Padre. Es el «a dónde va». La fórmula completa es: «Salí del Padre y vine al mundo, (ahora) de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (16, 28).
Ø A los apóstoles directamente «Voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A dónde vas?» (16, 5.10.16). Esta vuelta al Padre, subiendo al cielo, la realizará a través de la muerte y resurrección, y explícitamente hablará de subida anunciando la ascensión y la gloria de su triunfal subida.
Ø A María Magdalena en la mañana de la Pascua para que lo comunique a los Apóstoles: «Vete a mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17).
5. Atributos divinos en Jesús
Ø La Ciencia superior al conocimiento humano (conoce aun la divinidad),
Ø la Omnipotencia con que Dios hace todo lo que es posible y quiere,
Ø la Eternidad de preexistencia, que en Dios supone y exige la inmutabilidad,
Ø la Vida que él puede comunicar a los seres vivientes del mundo especialmente a los hombres.
Ciencia divina
Ø Jesús declara que posee una ciencia superior a la humana. Le asegura a Nicodemo que todo lo que habla lo sabe directamente: «Amén, Amén, te digo. Hablamos lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto» (Jn 3, 11),
Ø El mismo evangelista nos ha asegurado que «conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le—diese testimonio de ello, porque sabía lo que había en el hombre» (2, 24-25).
Ø A esta ciencia plena de Jesús vuelve a aludir el evangelista en el exordio de la cena (13, 1.3), y también declara que sabía todo lo que le iba a suceder en su pasión (18, 4).
Ø Jesús proclama el conocimiento pleno que tiene de la misma divinidad del Padre, que por lo tanto le iguala con El:
«Ninguno ha visto al Padre, sino el que está
junto al Padre, éste ha visto al Padre» (6, 46).
«Yo conozco al que me ha enviado,
porque estoy junto a él» (7, 29).
«Mi Padre, de quien vosotros decís
que es vuestro Dios, es quien me glorifica.
Y no le habéis conocido, pero yo le conozco» (8, 55).
«Como el Padre me conoce a mí,
también yo conozco al Padre» (10, 15).
«Padre justo, el mundo no te ha conocido,
pero yo te he conocido» (17, 25).
Esta plenitud de conocimiento del Padre es propia de sólo Dios, ya que es igual a la que Dios tiene de él (10. 15).
Al término de su discurso o efusión de espíritu con sus apóstoles en la cena, y antes de dirigirse en oración directamente al Padre, Jesús les dice: «Os he hablado en proverbios (enparoimíais): Ha llegado el tiempo en que no os hablaré en proverbios, sino que os anunciaré acerca del Padre abiertamente» (Jn 16, 25). «Salí del Padre y vine al mundo, de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn Ib, 28).
Omnipotencia divina
El atributo del poder pleno del Padre es el que llamamos Omnipotencia divina. Este queda también atribuido a Jesús en sus propias palabras, según Juan: «Amén Amén, os digo. El Hijo no puede hacer nada por sí propio (como distinto del Padre), sino lo que ve al Padre hacer. Lo que él hace, esto mismo también el Hijo lo hace igualmente» (Jn 5, 19). Esta igualdad en la acción del Hijo con el Padre muestra la igualdad de poder claramente.
La eternidad de preexistencia
El pasaje clásico en Juan sobre la eterna preexistencia de Jesús, anterior a todo suceso humano: «Amén, Amen os digo. Si alguno guarda mi palabra no verá la muerte jamás» (8, 51). «Ahora vemos que estás endemoniado. Abraham y los profetas murieron, ¿y tú dices que si alguno guarda tu palabra no morirá jamás? ¿Acaso eres mayor que nuestro padre Abraham, que murió? Y también los profetas murieron. ¿Quién te haces a ti mismo?» (8, 52-53). «Abraham vuestro padre vio mi día. Lo vio y se gozó» (8, 56). Es la visión profética y mesiánica de Abraham, la gloria de su «descendiente» el Mesías (Gen 13, 15; 15, 5;17, 7-8; 22, 17; cf. Gal 3, 16). Estalló la indignación de los judíos contra Jesús. «No tienes ni cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?» (8, 57)- Y respondió majestuosamente Jesús, con sencilla palabra llena de misterio divino:
«Amén, Amén, os digo.
Antes que Abraham existiese
Yo soy (egó-eimí)» (8, 58).
Afirmación de claridad deslumbrante en cuanto a la preexistencia de Jesús. No tiene ni cincuenta años, como dicen los judíos utilizando un número redondo cierto, (tendría menos de treinta y cinco). Abraham vivió hacia 1850 aC., y hace dieciocho siglos que murió.
Pero además, su afirmación va mucho más allá, como ya hemos indicado al tratar de la fórmula «Yo soy». Porque no ha dicho: «Antes que Abraham existiese, ya existía yo», sino «Yo-soy», que es la afirmación del Nombre sagrado de Yahvéh, que es la existencia absoluta, la presencia total. Tan bien entendieron los judíos que era una abierta proclamación de divinidad, que dice el evangelista que «tomaron piedras para arrojárselas» (8, 59) como a blasfemo, para ejecutarle allí mismo directamente. Es la primera vez que llegan a tal atrevimiento, cuyo resultado evitó Jesús «ocultándose (¿natural o milagrosamente?) y saliendo del templo» (8, 59; cf. Le 4, 29-30). La Proclamación ha sido clara.
Aunque su testimonio lo oirán solamente los discípulos en la cena, atónitos al oirlo, cuando en el sublime vuelo de su oración al Padre traspase todos los confines. Por dos veces lo afirma, una al comienzo de su plegaria, la otra al fin.
«Glorifícame, Padre, junto a ti
con la gloria que tuve a tu lado
antes de que el universo (ton kósmon) existiese» (17, 5).
«Padre, quiero que los que me diste
estén conmigo donde Yo-soy (ópou eimí-egó),
para que vean mi gloria, la que me diste.
porque me amaste, antes de la creación del mundo» (17, 24).
La afirmación de eternidad es contundente, y el evangelista la glosará en su célebre prólogo: «En el principio el Verbo estaba en Dios». ¿Qué puede afirmar a continuación sino que «el Verbo era Dios».
La Vida
La vida es un prodigio, y viene de Dios, quien es la Vida infinita. «Como el Padre tiene la Vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener la Vida en sí mismo» (5, 26). La igualdad con el Padre la tiene en poseer el mismo atributo de la Vida, y como El la tiene también «en sí mismo», es decir por su propio ser. Esto se dice, obviamente, de la Vida divina que él posee del mismo modo que el Padre, según su afirmación.
Tiene también una vida humana, en su organismo viviente con alma, como los demás hombres, vida que llegará a su término en la cruz. Pero aun de esta vida afirma que no está fuera de su alcance y dominio, sino que él «tiene potestad para dejarla y para tomarla de nuevo», y que «es él quien la deja, y no otro el que se la quita» (10, 18). Tiene pleno dominio sobre ella, y es dueño de su propia vida.
No solamente esto, respecto de la vida humana. Es dueño también de la vida de todos los demás. Es él, dice, quien obrará la resurrección de los muertos, y quien la obra ahora cuando quiere: «Como el Padre resucita a los muertos, y da vida, así el Hijo da vida a los que él quiere» (5,21). Esta potestad la utilizará en la resurrección final, y lo afirma varias veces: «Llega la hora en que los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios, y resucitarán los que hicieron el bien para resurrección de vida, y los que hicieron el mal para resurrección de juicio (8, 28-29). Lo mismo afirma en el sermón eucarístico: «Yo les resucitaré en el último día» (6, 44.55).
6. Los poderes divinos de Jesús
Los poderos divinos son de orden moral y físico. En el orden moral el de perdonar los pecados, propio y exclusivo de Dios, y el dominio sobre las cosas más sagradas del culto judío, como el sábado y el Templo. En el orden físico, el poder de realizar milagros.
El poder de perdonar pecados, en Juan sólo tiene un ejemplo especial. Es el caso de la adúltera. Cuando ellos han ido desfilando avergonzados ante su desafío de inocencia, dirigiéndose a la mujer le dice: «Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar» (8, 11).
Algo semejante nos sucede con los testigos aportados por los sinópticos acerca de la postura de Jesús ante el precepto sabático. Aquí Juan ofrece la misma actitud de Jesús ante el sábado, proponiendo dos milagros que realiza en sábado, intencionadamente según se puede pensar, lo que provoca la oposición legal y cultual de los adversarios. El del paralítico en la piscina de Siloé y el del ciego de nacimiento.
Tenemos también el testimonio de Jesús en Juan sobre el Templo. En Juan la palabra de Jesús sobre el Templo es un gran signo que da sobre sí mismo, por la identificación con él mismo. Pues Jesús les da como señal la destrucción del Templo y su reedificación en tres días, la cual se halla también en los sinópticos en el juicio ante Caifas como testimonio contra Jesús (Mt 26, 61; Me 14, 58).
Hallamos finalmente en Juan el poder de Jesús manifestado en los milagros. Estos son, en general, distintos de los délos sinópticos.
Ocho milagros escoge Juan en su evangelio, son:
Ø el del vino en Cana (2, 11),
Ø el del hombre de la corte real también en Cana (4, 48-50),
Ø el del paralítico de la piscina (5, 8),
Ø el de la primera multiplicación de los panes (6 11),
Ø el de andar sobre las aguas de la tempestad (6, 19),
Ø el del ciego de nacimiento (9, 15),
Ø el de la resurrección de Lázaro (11, 43-44), y
Ø en su vida gloriosa el de la nueva pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (21, 6; cf. Lc 5, 4-11).
En todos los milagros muestra su poder y beneficencia.
Ø En Cana su sola voluntad muda las tinajas llenas de agua en vino exquisito.
Ø En el caso del cortesano su palabra desde lejos cura.
Ø En el de los panes y la tempestad del lago se repite el mismo modo absoluto de hacer los dos milagros que en los sinópticos, con su sola bendición y poder.
Ø En el paralítico de la piscina su sola palabra levanta al paralizado desde hacia ya treinta y ocho años.
Ø En el caso del ciego de nacimiento la simple orden de ir a la piscina y lavarse el barro mezclado con saliva, que le ha puesto sobre los ojos, cura al ciego.
Ø En el de Lázaro su voz imperiosa vence directamente a la muerte, y hace salir vivo al sepultado de cuatro días.
Ø En la pesca milagrosa en Tiberíades, su sola indicación y orden hace obtener una inmensa captura de peces, a todas luces desacostumbrada e imposible allí, pues los pescadores expertos y habituados le reconocen en este poder de su palabra.
Pero además, en Juan el propio Jesús repetidamente señala sus milagros y obras prodigiosas como señales de su persona divina. En Juan tenemos repetidas declaraciones de Jesús que propone sus milagros como señal divina suya: «Las obras que yo hago dan testimonio de mi, de que el Padre me ha enviado» (5, 36; 10, 25). «Si no hago las obras de mi Padre no me creáis. Pero si las hago, creed a mis obras, si no queréis creerme a mí» (10, 37). Yen la cena a sus discípulos: «Creed al menos por mis obras», que el Padre está en mi y yo en el Padre (14, 22
Hemos recorrido así la gama de poderes extraordinarios y divinos de Jesús, que se muestra ya en la calidad del perdón de los pecados, ya en el seguro dominio sobre el sábado, ya en la identificación como signo con el Templo, ya de modo particular en los milagros realizados, que son signo de Dios sobre él, signo reivindicado por el propio Jesús como suficiente para haber producido en ellos el convencimiento de que estaban ante un hombre singular, un Hombre de Dios.
Capítulo VI.- JESÚS Y LOS GRANDES MISTERIOS
Quedan por examinar aquellos textos que son un testimonio de divinidad manifestado en relación con los misterios divinos, ya que Jesús en sus palabras manifiesta que él entra en esos misterios personalmente y de modo singular.
Tales son los misterios
Ø del Juicio final de los hombres,
Ø de la sagrada Eucaristía y el Bautismo,
Ø de la resurrección del propio Jesús, y en fin el principal de todos,
Ø el de la Santa Trinidad.
1. El Juicio último sobre los hombres
Veamos los textos en que Jesús habla de este oficio suyo de Juez de los hombres, y en él señala su divinidad, que le da este poder.
En los sinópticos Jesús ha recordado al Sanedrín que le está juzgando, y a Caifas su presidente, que «veréis al Hijo del hombre, que se sienta a la derecha de Dios, venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69). Y en el discurso apocalíptico de los sinópticos aparece también el anuncio que hace Jesús de esta venida del Hijo del hombre como juez supremo, en cuyo anuncio proclama que el «Hijo del hombre vendrá con poder y majestad, acompañado de ángeles» (Mt 24, 30-31; cf. 13, 41-43; Me 13, 26-27; Le 21, 27; cf. 9, 26; 17, 24).
Sin duda en los sinópticos el texto más expresivo del ejercicio de la potestad judicial es la descripción, hecha por Mateo con amplitud, del juicio que hará el Hijo del hombre: «Vendrá el Hijo del nombre en su majestad, y todos los ángeles con él, y se reunirán ante él todas las gentes» (Mt 25, 31-46).
Si tomamos el evangelio de Juan para recoger de él este aspecto de Juez que se atribuye Jesús, como poder que ejercerá en cuanto hombre, pero con potestad y fuerza divina, hallamos este testimonio concreto dado a sus adversarios los judíos: «El Padre no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo todo el juicio» (Jn 5, 22). Y la descripción abreviada del juicio que ejercerá, con la ejecución también de las sentencias: «El Padre ha dado al Hijo la potestad de hacer el juicio, (precisamente) porque es el Hijo del hombre»
2.- Las fórmulas del Bautismo y de la Eucaristía
Bautizad a todas las gentes
en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19)
En esta fórmula, evidentemente, se otorga Jesús a sí mismo, siendo el Hijo, la plena y total paridad con el Padre y el Espíritu Santo en el sacramento de la religión sagrada. Es pues la fórmula trinitaria una expresión clara de la divinidad igual de las tres personas en un solo Nombre, necesariamente tiene que ser el de Dios.
El bautismo en el nombre de Jesús es el que es distinto del de Juan Bautista (Act 19, 3).
Llegamos así al misterio que es el centro de la vida eclesial, el misterio de la Eucaristía, con la consagración de pan y el vino en carne y sangre de Jesús. Tenemos en los cuatro evangelios, y también están en una epístola de Pablo, unas palabras de Jesús, relatadas por todos ellos como históricas, que confirman este asombroso misterio.
Y, ¿qué dicen las palabras en su sentido literal, respecto del pan y del vino? «Esto es mi cuerpo-carne», «Este es el cáliz de mi sangre». Tal formulación es la de todos los cuatro textos de la institución (Mc, Mt, Lc, Cor). Pero además, la tradición recogida por los mismos apóstoles sobre el sentido de las palabras no permite otro sentido sino el de la transformación del pan en carne y del vino en sangre, que la Iglesia católica llama en su definición, «con palabra apropiada, transustanciación».
Tal es pues el verdadero sentido de las palabras de Jesús: «Esto es mi carne o mi cuerpo» significa que realmente aquello que estaba en sus manos, el pan de la distribución en comida, era su cuerpo desde que él lo dijo así. «Este es el cáliz de mi sangre» significa que en la copa que daba a beber se contenía, desde que dijo sus palabras, realmente la sangre del mismo Jesús. Y en cuanto al mandato, «Haced esto en memoria o conmemoración de mí» significa que les daba poder para repetir el prodigio en el tiempo siguiente, conforme a sus propias explicaciones, es decir el poder sacerdotal de consagrar, convirtiendo el pan en su cuerpo y el vino en su sangre.
Se hace ya necesario llegar a una conclusión. Los judíos decían, con razón en su afirmación, cuando Jesús perdonaba los pecados directamente: «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios? ¿Quién es éste que así perdona los pecados? » (Mc 2, 7; Lc 5, 21). Pues con mayor razón aún habrá que decir aquí: ¿Quién es éste que se cree capaz que se cree capaz de realizar tan gran prodigio como mudar el pan que tiene en sus manos en su propia carne, y el vino de la copa en su sangre? ¿Quién puede hacer con palabras una cosa semejante sino sólo Dios? Así estas ciertas palabras de Jesús se convierten en un testimonio de afirmación de su divinidad.
3.- La Resurrección de Jesús
La resurrección de un muerto pertenece a la más alta clase de milagros. Es un milagro de primer orden, y según la clasificación de santo Tomás es «sobre la naturaleza», no sólo contra o fuera de ella (De potentia, q. 6, a. 3; Com. in 2 Sent. disp. 18, q. 1, a. 3; Summa Th. Ia q. 105, a. 8; CGent. 3, 101). Sólo Dios puede realizar este milagro, ningún ángel tiene tal potencia, pues supone el poder sobre el alma para hacer que reanime su cuerpo. Si esto hay que decirlo de una resurrección ordinaria, como las realizadas por Jesús en vida, (aunque un santo puede hacerlo invocando el poder de Dios: así se debe matizar el hecho de la necesidad del recurso a Dios y su poder) hay que decirlo con plenitud cuando se trata de una resurrección de tipo escatológico, como es la del propio Jesús. Esta pertenece absolutamente al poder de Dios, en las nuevas cualidades del resucitado, y sólo Dios puede hacerla.
Tenemos en efecto en Juan la afirmación de Jesús sobre su propia resurrección futura, declarando que él mismo será el autor de ella. Cuando los judíos le piden una señal para confirmar su autoridad arrogada sobre el Templo, al haber expulsado del mismo a los mercaderes como de la casa de su Padre, Jesús da la señal de su propia resurrección futura, envuelta en la simbología del Templo: «Destruid este Templo, v Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2, 19). Añade Juan, como propio comentario declaratorio, que hablaba del «Templo de su cuerpo».
4. El misterio de la Trinidad: la igualdad con el Padre
Al hablar de los títulos de divinidad de Jesús hemos examinado el título de Hijo de Dios en Jesús, y lo hemos hecho a través de los evangelios sinópticos, dejando aparte el examen del evangelio de Juan, por la importancia y relieve que en Juan adquiere el título.
Al examinar la relación del Hijo al Padre y su igualdad o identificación como Dios, podemos hacer dos consideraciones distintas, agrupando las palabras de Jesús en ambas. La primera puede ser considerar las palabras afirmativas de Jesús sobre su igualdad con el Padre en cuanto al conocer y al obrar. En la segunda consideración, en cuanto a la misma unidad y mutua relación entre ambas personas.
Si examinamos primero el modo de conocer y obrar de Jesús en relación al Padre, por ser el conocer y el obrar con la voluntad las dos operaciones propias y principales del ser inteligente y espiritual, hallamos en Jesús la afirmación de una capacidad de conocer y obrar que le igualan en tales operaciones al Padre, siendo por otra parte evidente que tales operaciones en igualdad exigen una persona divina como sujeto, y aun una naturaleza común de operación para ser en igualdad directa. Jesús afirma que él ve y conoce al Padre directamente, y que hace las mismas obras de su Padre.
Si del conocimiento y la visión por inteligencia pasamos a la operación del obrar con la voluntad, hallamos también la identificación en tal operación con el Padre afirmada por Jesús. Cuando los judíos se oponían a Jesús porque no guardaba exactamente el sábado, él se justificó tranquilamente diciendo: «Mi Padre actúa hasta ahora, y yo también actúo» (5, 17). Y en la discusión con los judíos Posteriormente dice: «Muchas buenas obras de mi Padre (con su potestad) os he mostrado, ¿por cuál de ellas me apedreáis?» (10, 32) En ambos casos le arguyeron de quererse hacer Dios, y buscaban matarle (5, 18; 10, 31).
Si ahora llegamos a la segunda consideración de palabras de Jesús que nos muestren cuál es la íntima relación entre las dos personas, que así alcanzan la plena y perfecta unidad, encontramos esto afirmado de vanos modos. En primer lugar encontramos una afirmación de mutua inherencia, que logra la extraña posibilidad de que cada uno de loados este dentro del otro o en él. Esta afirmación la hallamos cuatro veces en el evangelio de Juan en boca de Jesús. La encontramos al hablar" del pan eucarístico por vez primera; donde nos dice que el que recibe tal pan «vive en mí y yo en él», y esto es a semejanza de lo que le sucede a él con el Padre, «el cual vive, y yo vivo por la fuerza del Padre» (6, 56-57). Más claramente formulada ya en su forma definitiva mutua cuando mantiene la gran discusión sobre los respectivos padres con los judíos. Llega ya a decir claramente: «Si no me creéis a mí, creed a mis obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (10, 38). Entonces, agrega otra vez más el evangelista, «quisieron apresarle, pero escapó de sus manos», lo que de nuevo muestra la inteligencia de esta frase tan formalmente expresiva de su divinidad.
Llegamos así a la necesaria y directa afirmación de la plena unidad, expresada también a través de la misma fórmula anterior más explícitamente aún: «Que todos sean uno, como tú, Padre, n mí y yo en ti» (17, 21)- Renueva la afirmación de esta plena unidad de la mutua inhesión: «Que sean uno, como nosotros (tú y yo) somos uno» (17, 22). Unidad que es la consumación que desea en semejanza: «Yo en ellos, y tú en mí» (17, 23).
Esta afirmación total de la unidad provocó que los judíos, una vez más, tomasen piedras para matarle por la que estimaban blasfemia audaz, porque, dijeron, «siendo hombre te haces Dios» (10, 33)
En realidad, y con todo rigor, Jesús se ha proclamado Dios en unidad con el Padre: «Yo y el Padre somos uno solo», es decir, «un aseveración es firme y total, ni puede quedar disimulada por la alegación del Salmo 81, 6 (Jn 10, 34). En realidad ellos le acusan de blasfemia porque, como él mismo reconoce, ha dicho «Yo soy Hijo de Dios» (Jn 10. 36).
5. Relación con el Espíritu Santo
La revelación del misterio de la Trinidad nos proporciona todavía otra afirmación de divinidad en Jesús que nos lo revela. Hay una tercera persona en la Trinidad, que es el Espíritu Santo. Y Jesús mantiene tal relación directa con él que no puede explicarse sino admitiendo que Jesús es también persona igual en divinidad a él. Lo que vemos en los sinópticos y en Juan. Es una constante evangélica.
En los sinópticos tenemos en primer lugar la revelación del Espíritu Santo en el bautismo de Jesús. Los tres nos presentan, en el momento en que Juan bautiza a Jesús, al Espíritu Santo descendiendo sobre la cabeza de Jesús en forma de paloma (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Le 3, 22). Y en los tres hallamos la afirmación profética de Juan de que si él bautiza en agua, detrás de él viene otro, Jesús, que «bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11; Mc 1, 8; Lc 3, 16).
Mateo y Lucas proponen al mismo Espíritu como actuante de la humanidad de Jesús en María Virgen, en el origen de esta humanidad (Mt 1, 18.20; Lc 1, 35). Lucas nos propone también, en la primera actuación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, su propia tierra de convivencia anterior, la explicación que el propio Jesús da de Isaías: «Buscando en el libro sagrado halló el lugar donde está escrito: El Espíritu del Señor sobre mí. El me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar...». Y comentó así: «Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos» (Lc 4, 18). Nos presenta también a Jesús, al proclamar su conocimiento de igualdad con el Padre, «lleno de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21, cf. 4, 1). Pues bien, este mismo Jesús, así lleno del Espíritu Santo, es el que anuncia que lo enviará sobre sus apóstoles, con promesa de hacerlo: «Mirad que yo envío la promesa de mi Padre sobre vosotros. Permaneced en la ciudad (de Jerusalén), hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto» (Lc 24, 49).
Pero si ya los sinópticos nos muestran esta relación particular de Jesús con el Espíritu Santo, que muestra en sus palabras su paridad divina en la relación mutua, es sobre todo Juan quien en su evangelio nos ha revelado tan profundo misterio, con palabras del mismo Jesús. En este cuarto evangelio también hallamos el testimonio del Bautista sobre el descenso del Espíritu Santo encima de Jesús al bautizarse, en forma de paloma. Y además habla del anuncio profético que había recibido de este descenso del Espíritu como señal del Hijo de Dios (Jn 1, 32-34). Y también dice que «éste es el que bautiza en Espíritu Santo», refrendando así el testimonio de los sinópticos totalmente. Luego nos presenta a Jesús, en el diálogo con Nicodemo, hablando de este bautismo, que hace renacer «de agua y de Espíritu Santo» (Jn 3, 5), confirmando así su potestad personal de bautizar en Espíritu Santo.
Es en el encendido discurso de la cena ante los apóstoles donde descubre más profundamente este misterio tan grande de la tercera persona de la Trinidad.
En tal discurso, Jesús promete rogar al Padre para que les envíe «otro Paráclito perpetuo» (Paráclito = consejero, abogado) (14, 16). Este será personal, como lo indica ya el nombre que le ha dado, y lo muestran las actividades que le asigna, que son las de persona. Pues le llama «el Espíritu de la Verdad» (14, 17; 15, 26; 16, 13). Por serlo, actuará en los discípulos «enseñándoles toda la verdad» (14, 26; 16, 13); asimismo «sugerirá o recordará a los discípulos todo lo que Jesús les ha enseñado» (14, 26), pues «da testimonio de Jesús» (13, 26), y no hablará de su propia fuente sino que «hablará todo lo que oye» (16, 13). También dice de él que «cuando él venga, convencerá al mundo de pecado de justicia y de juicio» (16, 8), explicando qué se entiende por cada uno de estos convencimientos o argumentos (16, 9-11). Todas estas actividades son claramente propias de un ser inteligente y personal. Y lo es, y además de un ser divino, el anunciar el futuro: «Os anunciará las cosas del porvenir» (16, 13).
Y ¿cuál es la relación que tiene o se atribuye Jesús con respecto a esta persona divina de la Trinidad?. Se atribuye una potestad en relación a él que es de paridad en la Trinidad divina, y que aun aparentemente podría parecer de superioridad, aunque no lo sea, sino de eternidad de origen o procedencia en igualdad. Pues este Espíritu Santo o de la Verdad, «procede del Padre», y Jesús dice que «él mismo lo enviará desde el Padre» (15, 26). Y poco después añadirá: «Si yo no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito. Pero cuando me vaya, Yo os lo enviaré» (16, 7). Lo que él anuncie «lo tomará de mí, y os lo anunciará» (16, 14), y esto es así precisamente por la identificación divina de Jesús con el Padre: «Todo lo que el Padre tiene es mío; por eso os he dicho que tornará lo mío y os anunciará>> (16, 15). Pues este Espíritu Santo «lo enviará mi Padre en nombre mío» (14, 26).
Se ve así claramente que este Espíritu Santo es una persona divina que procede del Padre, y que es enviado por el Hijo a sus apóstoles, para que les enseñe la verdad, les recuerde lo dicho por Jesús, les anuncie el futuro. Todo ello necesariamente es un argumento de divinidad de Jesús en sus propias palabras, conforme las pone el evangelista en sus labios. Pues sólo Dios puede enviar a Dios, sólo Dios puede saber todo lo que hace Dios. Esta es la doctrina de las tres personas divinas en la Trinidad, revelada por Jesús, de las cuales el el Hijo es engendrado por el Padre como Hijo, igual a él en la divinidad, y menor en humanidad (14, 28), y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, siendo un Dios con ellos en unidad de la naturaleza.
Confirmando todo esto, en la aparición a los apóstoles del resucitado, en el atardecer del domingo de Pascua, reunidos en el cenáculo, Jesús les dijo así:
«Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados
les serán perdonados» (Jn 20, 23).
Palabras en las que aparece la divinidad de Jesús, tanto en el poder de dar la persona divina del Espíritu Santo como en sus efectos divinos,
Hemos propuesto el conjunto de las palabras del propio Jesús, tal como las ponen en sus labios los cuatro evangelistas, sinópticos y Juan, y que arguyen divinidad de Jesús. Resta examinar la certeza de que tales palabras, al menos en su idea fundamental de atribuirse la mesianidad y la divinidad personal, fueron dichas realmente por Jesús.
Ø Yo soy la Luz del mundo. Ningún hombre, sino por absurdo engreimiento, podría calificarse a sí mismo de «Luz del mundo». (Jn 1, 4-5.9).
Ø Yo soy la Vida. Todos tenemos vida, pero ninguno puede atreverse a identificarse con la misma vida. Y además afirma que es «la Resurrección» de la vida (Jn 1, 3-4).
Ø Yo soy la Verdad. Cualquier hombre podrá afirmar que él dice la verdad, o que esto o aquello es verdad. Pero ser la misma «Verdad» ¿quién sino Dios puede reivindicarla para sí?. Jesús llama al diablo, Satanás, «padre de la mentira», porque nace de sus sugestiones, que llevan esta marca. Pero él es no ya «el padre de la verdad» metafóricamente, sino «la Verdad» (Jn 1, 17).
Ø Yo sov el Buen Pastor. El Profeta Ezequiel, hablando en nombre de Dios, nos dice en boca de Dios: «Esto dice Yahvéh Dios: Yo mismo buscaré mis ovejas y las visitaré. Como visita el pastor a su rebaño... así Yo visitaré a mis ovejas (Ezx 34, 11-12). Y algo después afirma que suscitará un pastor de la descendencia de David, el Mesías (pues Ezequiel es posterior en varios siglos a David, el cual será pastor de su pueblo en su nombre (Ez 34, 23-24). Así pues, cuando Jesús declara que él es el Buen Pastor, el Pastor modelo, ideal (ó poimén ó kalós) se declara el pastor mesiánico, y se llega a identificar con el mismo Dios, que ha prometido ser él mismo el mejor pastor de sus ovejas y pueblo (Ez 34, 11-12).
Ø Yo soy Rey. La afirmación ante Pilato en el proceso tiene pleno carácter mesiánico, conforme a la pregunta del presidente. De modo semejante se puede decir que sólo alguien que es más que hombre puede calificarse a sí mismo de «Pan de vida» y de Manantial para la sed, o de ser «el Camino» por el cual los hombres deben andar para ir al Padre, y el tronco de «La Vid», cuyas ramas o sarmientos con fruto son los demás hombres.
4. El origen divino de Jesús
Hay en Juan referencias sobre el origen de Jesús que suponen con certeza su preexistencia. Esta cuestión de su procedencia se la formularon los contemporáneos. Un episodio muy clarificador es cuando Jesús subió a Jerusalén a la fiesta de las Tiendas o Scenopegia y apareció en el Templo.
«¿No es éste aquel a quien quieren matar? Pues aquí está y nadie se mete con él. ¿Habrán averiguado ellos que es el Cristo?» (7, 25-26). Otros decían: «Este sabemos de dónde es (de Nazaret, el Nazareno el hijo de José: 6, 42, cfr. 1, 45), el Mesías nadie sabrá de dónde viene» (7, 27).
Jesús respondió en voz alta en el Templo: «Decís que sabéis quién soy y de dónde vengo. Y, sin embargo, no vengo de mí mismo, y el que me envía es veraz, a quien vosotros no conocéis» (7, 28). La cuestión de saber de dónde viene Jesús, o sea su origen, fue planteada también por el propio Pilato al mismo Jesús, aunque no obtuvo respuesta entonces.
El propio Jesús dijo a sus adversarios que «él sabía de dónde venía (pózen élzon) y a dónde iba (poú upágo)» (8, 14), y que ellos, en cambio, no lo sabían. Así el saber su de dónde y a dónde se convierte en uno de los problemas de Jesús, según Juan. En varios de los textos que siguen dirá que «no viene de sí mismo» (7, 28; 8, 42), indicando que tiene otro origen que el humano.
Cuanto al de dónde, en repetidos textos.
Ø A Nicodemo le dice que «desciende del cielo, y que « el está en el cielo» (3, 13), indicando su misterio de venir de allí y a la vez permanecer, como Dios por tanto.
Ø En el discurso eucarístico: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo» (6, 41; cf. 6, 33.38.50.51.58).
Ø Pero todavía más expresamente hace referencia a su origen en Dios. Y así lo dice: «Yo he salido y vengo de Dios» (ek tou Zeou; 8, 42).
Ø En la Última Cena. Del mismo modo y más explícitamente: «Habéis creído que yo salí de Dios. Yo salí del Padre, y he venido al mundo» (16, 27-28).
La afirmación del origen no puede ser más explícita. Y la confirma ante sus apóstoles en la oración dirigida a su Padre: «Ellos (mis apóstoles que te encomiendo) han conocido que yo salí de ti, y han creído que Tú me enviaste» (17, 8). Salir y ser enviado son lo mismo.
Cuanto al a donde, hay diversos textos
Este origen celeste, viniendo del cielo a la tierra, se completa con un retorno al Padre de donde salió. A través de su muerte vuelve al punto de su origen, al Padre. Es el «a dónde va». La fórmula completa es: «Salí del Padre y vine al mundo, (ahora) de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (16, 28).
Ø A los apóstoles directamente «Voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A dónde vas?» (16, 5.10.16). Esta vuelta al Padre, subiendo al cielo, la realizará a través de la muerte y resurrección, y explícitamente hablará de subida anunciando la ascensión y la gloria de su triunfal subida.
Ø A María Magdalena en la mañana de la Pascua para que lo comunique a los Apóstoles: «Vete a mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17).
5. Atributos divinos en Jesús
Ø La Ciencia superior al conocimiento humano (conoce aun la divinidad),
Ø la Omnipotencia con que Dios hace todo lo que es posible y quiere,
Ø la Eternidad de preexistencia, que en Dios supone y exige la inmutabilidad,
Ø la Vida que él puede comunicar a los seres vivientes del mundo especialmente a los hombres.
Ciencia divina
Ø Jesús declara que posee una ciencia superior a la humana. Le asegura a Nicodemo que todo lo que habla lo sabe directamente: «Amén, Amén, te digo. Hablamos lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto» (Jn 3, 11),
Ø El mismo evangelista nos ha asegurado que «conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le—diese testimonio de ello, porque sabía lo que había en el hombre» (2, 24-25).
Ø A esta ciencia plena de Jesús vuelve a aludir el evangelista en el exordio de la cena (13, 1.3), y también declara que sabía todo lo que le iba a suceder en su pasión (18, 4).
Ø Jesús proclama el conocimiento pleno que tiene de la misma divinidad del Padre, que por lo tanto le iguala con El:
«Ninguno ha visto al Padre, sino el que está
junto al Padre, éste ha visto al Padre» (6, 46).
«Yo conozco al que me ha enviado,
porque estoy junto a él» (7, 29).
«Mi Padre, de quien vosotros decís
que es vuestro Dios, es quien me glorifica.
Y no le habéis conocido, pero yo le conozco» (8, 55).
«Como el Padre me conoce a mí,
también yo conozco al Padre» (10, 15).
«Padre justo, el mundo no te ha conocido,
pero yo te he conocido» (17, 25).
Esta plenitud de conocimiento del Padre es propia de sólo Dios, ya que es igual a la que Dios tiene de él (10. 15).
Al término de su discurso o efusión de espíritu con sus apóstoles en la cena, y antes de dirigirse en oración directamente al Padre, Jesús les dice: «Os he hablado en proverbios (enparoimíais): Ha llegado el tiempo en que no os hablaré en proverbios, sino que os anunciaré acerca del Padre abiertamente» (Jn 16, 25). «Salí del Padre y vine al mundo, de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn Ib, 28).
Omnipotencia divina
El atributo del poder pleno del Padre es el que llamamos Omnipotencia divina. Este queda también atribuido a Jesús en sus propias palabras, según Juan: «Amén Amén, os digo. El Hijo no puede hacer nada por sí propio (como distinto del Padre), sino lo que ve al Padre hacer. Lo que él hace, esto mismo también el Hijo lo hace igualmente» (Jn 5, 19). Esta igualdad en la acción del Hijo con el Padre muestra la igualdad de poder claramente.
La eternidad de preexistencia
El pasaje clásico en Juan sobre la eterna preexistencia de Jesús, anterior a todo suceso humano: «Amén, Amen os digo. Si alguno guarda mi palabra no verá la muerte jamás» (8, 51). «Ahora vemos que estás endemoniado. Abraham y los profetas murieron, ¿y tú dices que si alguno guarda tu palabra no morirá jamás? ¿Acaso eres mayor que nuestro padre Abraham, que murió? Y también los profetas murieron. ¿Quién te haces a ti mismo?» (8, 52-53). «Abraham vuestro padre vio mi día. Lo vio y se gozó» (8, 56). Es la visión profética y mesiánica de Abraham, la gloria de su «descendiente» el Mesías (Gen 13, 15; 15, 5;17, 7-8; 22, 17; cf. Gal 3, 16). Estalló la indignación de los judíos contra Jesús. «No tienes ni cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?» (8, 57)- Y respondió majestuosamente Jesús, con sencilla palabra llena de misterio divino:
«Amén, Amén, os digo.
Antes que Abraham existiese
Yo soy (egó-eimí)» (8, 58).
Afirmación de claridad deslumbrante en cuanto a la preexistencia de Jesús. No tiene ni cincuenta años, como dicen los judíos utilizando un número redondo cierto, (tendría menos de treinta y cinco). Abraham vivió hacia 1850 aC., y hace dieciocho siglos que murió.
Pero además, su afirmación va mucho más allá, como ya hemos indicado al tratar de la fórmula «Yo soy». Porque no ha dicho: «Antes que Abraham existiese, ya existía yo», sino «Yo-soy», que es la afirmación del Nombre sagrado de Yahvéh, que es la existencia absoluta, la presencia total. Tan bien entendieron los judíos que era una abierta proclamación de divinidad, que dice el evangelista que «tomaron piedras para arrojárselas» (8, 59) como a blasfemo, para ejecutarle allí mismo directamente. Es la primera vez que llegan a tal atrevimiento, cuyo resultado evitó Jesús «ocultándose (¿natural o milagrosamente?) y saliendo del templo» (8, 59; cf. Le 4, 29-30). La Proclamación ha sido clara.
Aunque su testimonio lo oirán solamente los discípulos en la cena, atónitos al oirlo, cuando en el sublime vuelo de su oración al Padre traspase todos los confines. Por dos veces lo afirma, una al comienzo de su plegaria, la otra al fin.
«Glorifícame, Padre, junto a ti
con la gloria que tuve a tu lado
antes de que el universo (ton kósmon) existiese» (17, 5).
«Padre, quiero que los que me diste
estén conmigo donde Yo-soy (ópou eimí-egó),
para que vean mi gloria, la que me diste.
porque me amaste, antes de la creación del mundo» (17, 24).
La afirmación de eternidad es contundente, y el evangelista la glosará en su célebre prólogo: «En el principio el Verbo estaba en Dios». ¿Qué puede afirmar a continuación sino que «el Verbo era Dios».
La Vida
La vida es un prodigio, y viene de Dios, quien es la Vida infinita. «Como el Padre tiene la Vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener la Vida en sí mismo» (5, 26). La igualdad con el Padre la tiene en poseer el mismo atributo de la Vida, y como El la tiene también «en sí mismo», es decir por su propio ser. Esto se dice, obviamente, de la Vida divina que él posee del mismo modo que el Padre, según su afirmación.
Tiene también una vida humana, en su organismo viviente con alma, como los demás hombres, vida que llegará a su término en la cruz. Pero aun de esta vida afirma que no está fuera de su alcance y dominio, sino que él «tiene potestad para dejarla y para tomarla de nuevo», y que «es él quien la deja, y no otro el que se la quita» (10, 18). Tiene pleno dominio sobre ella, y es dueño de su propia vida.
No solamente esto, respecto de la vida humana. Es dueño también de la vida de todos los demás. Es él, dice, quien obrará la resurrección de los muertos, y quien la obra ahora cuando quiere: «Como el Padre resucita a los muertos, y da vida, así el Hijo da vida a los que él quiere» (5,21). Esta potestad la utilizará en la resurrección final, y lo afirma varias veces: «Llega la hora en que los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios, y resucitarán los que hicieron el bien para resurrección de vida, y los que hicieron el mal para resurrección de juicio (8, 28-29). Lo mismo afirma en el sermón eucarístico: «Yo les resucitaré en el último día» (6, 44.55).
6. Los poderes divinos de Jesús
Los poderos divinos son de orden moral y físico. En el orden moral el de perdonar los pecados, propio y exclusivo de Dios, y el dominio sobre las cosas más sagradas del culto judío, como el sábado y el Templo. En el orden físico, el poder de realizar milagros.
El poder de perdonar pecados, en Juan sólo tiene un ejemplo especial. Es el caso de la adúltera. Cuando ellos han ido desfilando avergonzados ante su desafío de inocencia, dirigiéndose a la mujer le dice: «Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar» (8, 11).
Algo semejante nos sucede con los testigos aportados por los sinópticos acerca de la postura de Jesús ante el precepto sabático. Aquí Juan ofrece la misma actitud de Jesús ante el sábado, proponiendo dos milagros que realiza en sábado, intencionadamente según se puede pensar, lo que provoca la oposición legal y cultual de los adversarios. El del paralítico en la piscina de Siloé y el del ciego de nacimiento.
Tenemos también el testimonio de Jesús en Juan sobre el Templo. En Juan la palabra de Jesús sobre el Templo es un gran signo que da sobre sí mismo, por la identificación con él mismo. Pues Jesús les da como señal la destrucción del Templo y su reedificación en tres días, la cual se halla también en los sinópticos en el juicio ante Caifas como testimonio contra Jesús (Mt 26, 61; Me 14, 58).
Hallamos finalmente en Juan el poder de Jesús manifestado en los milagros. Estos son, en general, distintos de los délos sinópticos.
Ocho milagros escoge Juan en su evangelio, son:
Ø el del vino en Cana (2, 11),
Ø el del hombre de la corte real también en Cana (4, 48-50),
Ø el del paralítico de la piscina (5, 8),
Ø el de la primera multiplicación de los panes (6 11),
Ø el de andar sobre las aguas de la tempestad (6, 19),
Ø el del ciego de nacimiento (9, 15),
Ø el de la resurrección de Lázaro (11, 43-44), y
Ø en su vida gloriosa el de la nueva pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (21, 6; cf. Lc 5, 4-11).
En todos los milagros muestra su poder y beneficencia.
Ø En Cana su sola voluntad muda las tinajas llenas de agua en vino exquisito.
Ø En el caso del cortesano su palabra desde lejos cura.
Ø En el de los panes y la tempestad del lago se repite el mismo modo absoluto de hacer los dos milagros que en los sinópticos, con su sola bendición y poder.
Ø En el paralítico de la piscina su sola palabra levanta al paralizado desde hacia ya treinta y ocho años.
Ø En el caso del ciego de nacimiento la simple orden de ir a la piscina y lavarse el barro mezclado con saliva, que le ha puesto sobre los ojos, cura al ciego.
Ø En el de Lázaro su voz imperiosa vence directamente a la muerte, y hace salir vivo al sepultado de cuatro días.
Ø En la pesca milagrosa en Tiberíades, su sola indicación y orden hace obtener una inmensa captura de peces, a todas luces desacostumbrada e imposible allí, pues los pescadores expertos y habituados le reconocen en este poder de su palabra.
Pero además, en Juan el propio Jesús repetidamente señala sus milagros y obras prodigiosas como señales de su persona divina. En Juan tenemos repetidas declaraciones de Jesús que propone sus milagros como señal divina suya: «Las obras que yo hago dan testimonio de mi, de que el Padre me ha enviado» (5, 36; 10, 25). «Si no hago las obras de mi Padre no me creáis. Pero si las hago, creed a mis obras, si no queréis creerme a mí» (10, 37). Yen la cena a sus discípulos: «Creed al menos por mis obras», que el Padre está en mi y yo en el Padre (14, 22
Hemos recorrido así la gama de poderes extraordinarios y divinos de Jesús, que se muestra ya en la calidad del perdón de los pecados, ya en el seguro dominio sobre el sábado, ya en la identificación como signo con el Templo, ya de modo particular en los milagros realizados, que son signo de Dios sobre él, signo reivindicado por el propio Jesús como suficiente para haber producido en ellos el convencimiento de que estaban ante un hombre singular, un Hombre de Dios.
Capítulo VI.- JESÚS Y LOS GRANDES MISTERIOS
Quedan por examinar aquellos textos que son un testimonio de divinidad manifestado en relación con los misterios divinos, ya que Jesús en sus palabras manifiesta que él entra en esos misterios personalmente y de modo singular.
Tales son los misterios
Ø del Juicio final de los hombres,
Ø de la sagrada Eucaristía y el Bautismo,
Ø de la resurrección del propio Jesús, y en fin el principal de todos,
Ø el de la Santa Trinidad.
1. El Juicio último sobre los hombres
Veamos los textos en que Jesús habla de este oficio suyo de Juez de los hombres, y en él señala su divinidad, que le da este poder.
En los sinópticos Jesús ha recordado al Sanedrín que le está juzgando, y a Caifas su presidente, que «veréis al Hijo del hombre, que se sienta a la derecha de Dios, venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69). Y en el discurso apocalíptico de los sinópticos aparece también el anuncio que hace Jesús de esta venida del Hijo del hombre como juez supremo, en cuyo anuncio proclama que el «Hijo del hombre vendrá con poder y majestad, acompañado de ángeles» (Mt 24, 30-31; cf. 13, 41-43; Me 13, 26-27; Le 21, 27; cf. 9, 26; 17, 24).
Sin duda en los sinópticos el texto más expresivo del ejercicio de la potestad judicial es la descripción, hecha por Mateo con amplitud, del juicio que hará el Hijo del hombre: «Vendrá el Hijo del nombre en su majestad, y todos los ángeles con él, y se reunirán ante él todas las gentes» (Mt 25, 31-46).
Si tomamos el evangelio de Juan para recoger de él este aspecto de Juez que se atribuye Jesús, como poder que ejercerá en cuanto hombre, pero con potestad y fuerza divina, hallamos este testimonio concreto dado a sus adversarios los judíos: «El Padre no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo todo el juicio» (Jn 5, 22). Y la descripción abreviada del juicio que ejercerá, con la ejecución también de las sentencias: «El Padre ha dado al Hijo la potestad de hacer el juicio, (precisamente) porque es el Hijo del hombre»
2.- Las fórmulas del Bautismo y de la Eucaristía
Bautizad a todas las gentes
en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19)
En esta fórmula, evidentemente, se otorga Jesús a sí mismo, siendo el Hijo, la plena y total paridad con el Padre y el Espíritu Santo en el sacramento de la religión sagrada. Es pues la fórmula trinitaria una expresión clara de la divinidad igual de las tres personas en un solo Nombre, necesariamente tiene que ser el de Dios.
El bautismo en el nombre de Jesús es el que es distinto del de Juan Bautista (Act 19, 3).
Llegamos así al misterio que es el centro de la vida eclesial, el misterio de la Eucaristía, con la consagración de pan y el vino en carne y sangre de Jesús. Tenemos en los cuatro evangelios, y también están en una epístola de Pablo, unas palabras de Jesús, relatadas por todos ellos como históricas, que confirman este asombroso misterio.
Y, ¿qué dicen las palabras en su sentido literal, respecto del pan y del vino? «Esto es mi cuerpo-carne», «Este es el cáliz de mi sangre». Tal formulación es la de todos los cuatro textos de la institución (Mc, Mt, Lc, Cor). Pero además, la tradición recogida por los mismos apóstoles sobre el sentido de las palabras no permite otro sentido sino el de la transformación del pan en carne y del vino en sangre, que la Iglesia católica llama en su definición, «con palabra apropiada, transustanciación».
Tal es pues el verdadero sentido de las palabras de Jesús: «Esto es mi carne o mi cuerpo» significa que realmente aquello que estaba en sus manos, el pan de la distribución en comida, era su cuerpo desde que él lo dijo así. «Este es el cáliz de mi sangre» significa que en la copa que daba a beber se contenía, desde que dijo sus palabras, realmente la sangre del mismo Jesús. Y en cuanto al mandato, «Haced esto en memoria o conmemoración de mí» significa que les daba poder para repetir el prodigio en el tiempo siguiente, conforme a sus propias explicaciones, es decir el poder sacerdotal de consagrar, convirtiendo el pan en su cuerpo y el vino en su sangre.
Se hace ya necesario llegar a una conclusión. Los judíos decían, con razón en su afirmación, cuando Jesús perdonaba los pecados directamente: «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios? ¿Quién es éste que así perdona los pecados? » (Mc 2, 7; Lc 5, 21). Pues con mayor razón aún habrá que decir aquí: ¿Quién es éste que se cree capaz que se cree capaz de realizar tan gran prodigio como mudar el pan que tiene en sus manos en su propia carne, y el vino de la copa en su sangre? ¿Quién puede hacer con palabras una cosa semejante sino sólo Dios? Así estas ciertas palabras de Jesús se convierten en un testimonio de afirmación de su divinidad.
3.- La Resurrección de Jesús
La resurrección de un muerto pertenece a la más alta clase de milagros. Es un milagro de primer orden, y según la clasificación de santo Tomás es «sobre la naturaleza», no sólo contra o fuera de ella (De potentia, q. 6, a. 3; Com. in 2 Sent. disp. 18, q. 1, a. 3; Summa Th. Ia q. 105, a. 8; CGent. 3, 101). Sólo Dios puede realizar este milagro, ningún ángel tiene tal potencia, pues supone el poder sobre el alma para hacer que reanime su cuerpo. Si esto hay que decirlo de una resurrección ordinaria, como las realizadas por Jesús en vida, (aunque un santo puede hacerlo invocando el poder de Dios: así se debe matizar el hecho de la necesidad del recurso a Dios y su poder) hay que decirlo con plenitud cuando se trata de una resurrección de tipo escatológico, como es la del propio Jesús. Esta pertenece absolutamente al poder de Dios, en las nuevas cualidades del resucitado, y sólo Dios puede hacerla.
Tenemos en efecto en Juan la afirmación de Jesús sobre su propia resurrección futura, declarando que él mismo será el autor de ella. Cuando los judíos le piden una señal para confirmar su autoridad arrogada sobre el Templo, al haber expulsado del mismo a los mercaderes como de la casa de su Padre, Jesús da la señal de su propia resurrección futura, envuelta en la simbología del Templo: «Destruid este Templo, v Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2, 19). Añade Juan, como propio comentario declaratorio, que hablaba del «Templo de su cuerpo».
4. El misterio de la Trinidad: la igualdad con el Padre
Al hablar de los títulos de divinidad de Jesús hemos examinado el título de Hijo de Dios en Jesús, y lo hemos hecho a través de los evangelios sinópticos, dejando aparte el examen del evangelio de Juan, por la importancia y relieve que en Juan adquiere el título.
Al examinar la relación del Hijo al Padre y su igualdad o identificación como Dios, podemos hacer dos consideraciones distintas, agrupando las palabras de Jesús en ambas. La primera puede ser considerar las palabras afirmativas de Jesús sobre su igualdad con el Padre en cuanto al conocer y al obrar. En la segunda consideración, en cuanto a la misma unidad y mutua relación entre ambas personas.
Si examinamos primero el modo de conocer y obrar de Jesús en relación al Padre, por ser el conocer y el obrar con la voluntad las dos operaciones propias y principales del ser inteligente y espiritual, hallamos en Jesús la afirmación de una capacidad de conocer y obrar que le igualan en tales operaciones al Padre, siendo por otra parte evidente que tales operaciones en igualdad exigen una persona divina como sujeto, y aun una naturaleza común de operación para ser en igualdad directa. Jesús afirma que él ve y conoce al Padre directamente, y que hace las mismas obras de su Padre.
Si del conocimiento y la visión por inteligencia pasamos a la operación del obrar con la voluntad, hallamos también la identificación en tal operación con el Padre afirmada por Jesús. Cuando los judíos se oponían a Jesús porque no guardaba exactamente el sábado, él se justificó tranquilamente diciendo: «Mi Padre actúa hasta ahora, y yo también actúo» (5, 17). Y en la discusión con los judíos Posteriormente dice: «Muchas buenas obras de mi Padre (con su potestad) os he mostrado, ¿por cuál de ellas me apedreáis?» (10, 32) En ambos casos le arguyeron de quererse hacer Dios, y buscaban matarle (5, 18; 10, 31).
Si ahora llegamos a la segunda consideración de palabras de Jesús que nos muestren cuál es la íntima relación entre las dos personas, que así alcanzan la plena y perfecta unidad, encontramos esto afirmado de vanos modos. En primer lugar encontramos una afirmación de mutua inherencia, que logra la extraña posibilidad de que cada uno de loados este dentro del otro o en él. Esta afirmación la hallamos cuatro veces en el evangelio de Juan en boca de Jesús. La encontramos al hablar" del pan eucarístico por vez primera; donde nos dice que el que recibe tal pan «vive en mí y yo en él», y esto es a semejanza de lo que le sucede a él con el Padre, «el cual vive, y yo vivo por la fuerza del Padre» (6, 56-57). Más claramente formulada ya en su forma definitiva mutua cuando mantiene la gran discusión sobre los respectivos padres con los judíos. Llega ya a decir claramente: «Si no me creéis a mí, creed a mis obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (10, 38). Entonces, agrega otra vez más el evangelista, «quisieron apresarle, pero escapó de sus manos», lo que de nuevo muestra la inteligencia de esta frase tan formalmente expresiva de su divinidad.
Llegamos así a la necesaria y directa afirmación de la plena unidad, expresada también a través de la misma fórmula anterior más explícitamente aún: «Que todos sean uno, como tú, Padre, n mí y yo en ti» (17, 21)- Renueva la afirmación de esta plena unidad de la mutua inhesión: «Que sean uno, como nosotros (tú y yo) somos uno» (17, 22). Unidad que es la consumación que desea en semejanza: «Yo en ellos, y tú en mí» (17, 23).
Esta afirmación total de la unidad provocó que los judíos, una vez más, tomasen piedras para matarle por la que estimaban blasfemia audaz, porque, dijeron, «siendo hombre te haces Dios» (10, 33)
En realidad, y con todo rigor, Jesús se ha proclamado Dios en unidad con el Padre: «Yo y el Padre somos uno solo», es decir, «un aseveración es firme y total, ni puede quedar disimulada por la alegación del Salmo 81, 6 (Jn 10, 34). En realidad ellos le acusan de blasfemia porque, como él mismo reconoce, ha dicho «Yo soy Hijo de Dios» (Jn 10. 36).
5. Relación con el Espíritu Santo
La revelación del misterio de la Trinidad nos proporciona todavía otra afirmación de divinidad en Jesús que nos lo revela. Hay una tercera persona en la Trinidad, que es el Espíritu Santo. Y Jesús mantiene tal relación directa con él que no puede explicarse sino admitiendo que Jesús es también persona igual en divinidad a él. Lo que vemos en los sinópticos y en Juan. Es una constante evangélica.
En los sinópticos tenemos en primer lugar la revelación del Espíritu Santo en el bautismo de Jesús. Los tres nos presentan, en el momento en que Juan bautiza a Jesús, al Espíritu Santo descendiendo sobre la cabeza de Jesús en forma de paloma (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Le 3, 22). Y en los tres hallamos la afirmación profética de Juan de que si él bautiza en agua, detrás de él viene otro, Jesús, que «bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11; Mc 1, 8; Lc 3, 16).
Mateo y Lucas proponen al mismo Espíritu como actuante de la humanidad de Jesús en María Virgen, en el origen de esta humanidad (Mt 1, 18.20; Lc 1, 35). Lucas nos propone también, en la primera actuación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, su propia tierra de convivencia anterior, la explicación que el propio Jesús da de Isaías: «Buscando en el libro sagrado halló el lugar donde está escrito: El Espíritu del Señor sobre mí. El me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar...». Y comentó así: «Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos» (Lc 4, 18). Nos presenta también a Jesús, al proclamar su conocimiento de igualdad con el Padre, «lleno de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21, cf. 4, 1). Pues bien, este mismo Jesús, así lleno del Espíritu Santo, es el que anuncia que lo enviará sobre sus apóstoles, con promesa de hacerlo: «Mirad que yo envío la promesa de mi Padre sobre vosotros. Permaneced en la ciudad (de Jerusalén), hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto» (Lc 24, 49).
Pero si ya los sinópticos nos muestran esta relación particular de Jesús con el Espíritu Santo, que muestra en sus palabras su paridad divina en la relación mutua, es sobre todo Juan quien en su evangelio nos ha revelado tan profundo misterio, con palabras del mismo Jesús. En este cuarto evangelio también hallamos el testimonio del Bautista sobre el descenso del Espíritu Santo encima de Jesús al bautizarse, en forma de paloma. Y además habla del anuncio profético que había recibido de este descenso del Espíritu como señal del Hijo de Dios (Jn 1, 32-34). Y también dice que «éste es el que bautiza en Espíritu Santo», refrendando así el testimonio de los sinópticos totalmente. Luego nos presenta a Jesús, en el diálogo con Nicodemo, hablando de este bautismo, que hace renacer «de agua y de Espíritu Santo» (Jn 3, 5), confirmando así su potestad personal de bautizar en Espíritu Santo.
Es en el encendido discurso de la cena ante los apóstoles donde descubre más profundamente este misterio tan grande de la tercera persona de la Trinidad.
En tal discurso, Jesús promete rogar al Padre para que les envíe «otro Paráclito perpetuo» (Paráclito = consejero, abogado) (14, 16). Este será personal, como lo indica ya el nombre que le ha dado, y lo muestran las actividades que le asigna, que son las de persona. Pues le llama «el Espíritu de la Verdad» (14, 17; 15, 26; 16, 13). Por serlo, actuará en los discípulos «enseñándoles toda la verdad» (14, 26; 16, 13); asimismo «sugerirá o recordará a los discípulos todo lo que Jesús les ha enseñado» (14, 26), pues «da testimonio de Jesús» (13, 26), y no hablará de su propia fuente sino que «hablará todo lo que oye» (16, 13). También dice de él que «cuando él venga, convencerá al mundo de pecado de justicia y de juicio» (16, 8), explicando qué se entiende por cada uno de estos convencimientos o argumentos (16, 9-11). Todas estas actividades son claramente propias de un ser inteligente y personal. Y lo es, y además de un ser divino, el anunciar el futuro: «Os anunciará las cosas del porvenir» (16, 13).
Y ¿cuál es la relación que tiene o se atribuye Jesús con respecto a esta persona divina de la Trinidad?. Se atribuye una potestad en relación a él que es de paridad en la Trinidad divina, y que aun aparentemente podría parecer de superioridad, aunque no lo sea, sino de eternidad de origen o procedencia en igualdad. Pues este Espíritu Santo o de la Verdad, «procede del Padre», y Jesús dice que «él mismo lo enviará desde el Padre» (15, 26). Y poco después añadirá: «Si yo no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito. Pero cuando me vaya, Yo os lo enviaré» (16, 7). Lo que él anuncie «lo tomará de mí, y os lo anunciará» (16, 14), y esto es así precisamente por la identificación divina de Jesús con el Padre: «Todo lo que el Padre tiene es mío; por eso os he dicho que tornará lo mío y os anunciará>> (16, 15). Pues este Espíritu Santo «lo enviará mi Padre en nombre mío» (14, 26).
Se ve así claramente que este Espíritu Santo es una persona divina que procede del Padre, y que es enviado por el Hijo a sus apóstoles, para que les enseñe la verdad, les recuerde lo dicho por Jesús, les anuncie el futuro. Todo ello necesariamente es un argumento de divinidad de Jesús en sus propias palabras, conforme las pone el evangelista en sus labios. Pues sólo Dios puede enviar a Dios, sólo Dios puede saber todo lo que hace Dios. Esta es la doctrina de las tres personas divinas en la Trinidad, revelada por Jesús, de las cuales el el Hijo es engendrado por el Padre como Hijo, igual a él en la divinidad, y menor en humanidad (14, 28), y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, siendo un Dios con ellos en unidad de la naturaleza.
Confirmando todo esto, en la aparición a los apóstoles del resucitado, en el atardecer del domingo de Pascua, reunidos en el cenáculo, Jesús les dijo así:
«Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados
les serán perdonados» (Jn 20, 23).
Palabras en las que aparece la divinidad de Jesús, tanto en el poder de dar la persona divina del Espíritu Santo como en sus efectos divinos,
Hemos propuesto el conjunto de las palabras del propio Jesús, tal como las ponen en sus labios los cuatro evangelistas, sinópticos y Juan, y que arguyen divinidad de Jesús. Resta examinar la certeza de que tales palabras, al menos en su idea fundamental de atribuirse la mesianidad y la divinidad personal, fueron dichas realmente por Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario