viernes, 19 de marzo de 2010

SEGUNDA PARTE: EL CUERPO DEL RESUCITADO - I.- La realidad corporal del Resucitado

La segunda parte del libro del P. Igartua trata sobre EL CUERPO RESUCITADO y dedica dos capítulos: I.- La realidad corporal del Resucitado y II. El Resucitado y el Cadáver de Jesús

I.- La realidad corporal del Resucitado.
En este primer capítulo, en base a los testimonios de los evangelios, Cartas de san Pablo y hechos de los Apóstoles, muestra como los apóstoles fueron progresivamente conociendo que el mismo que habían visto muerto en la cruz estaba vivo, había resucitado, pero con una resurrección diferente a la que habían visto en los casos de Lázaro; Naim Jairo.

Los apóstoles son testigos presenciales de haber visto a Jesús de Nazaret resucitado, vivo, con su cuerpo glorificado y esto lo conocieron por sus propios sentidos que permitieron que le identificaran.

Jesús utilizó en varias ocasiones la anagnórisis es decir hacerse reconocer por diferentes formas, como en el caso de María Magdalena, a los discípulos de Emáus, a los Apóstoles en el Cenáculo y en el lago Tiberíades cuando la pesca milagrosa.

Los Apóstoles, Discípulos y otro muchos vieron a Jesús resucitado, pero son testigos de la resurrección de forma oficial en el Iglesia los Apóstoles, quienes entre el día de la Resurrección y el día de la Ascensión vieron, oyeron y tocaron al resucitado reconociendo que era el mismo con el que habían convivido tres años, a quien le habían oído y visto hacer cosas extraordinarias. Le vieron muchos repetidas veces, le tocaron y comieron con El.

Es notable y conviene recordar que no esperaban verle como le vieron lo que pone de manifiesto que no fue una alucinación o unas visiones subjetivas ya que hay muchos datos que prueban lo contrario.

El segundo capítulo será tratado en la próxima reunión que tendrá lugar D.m. el 24 de junio de 2010 y que se anunciará oportunamente.

II. El Resucitado y el Cadáver de Jesús.
En este segundo capítulo la reflexión del P. Igartua se encamina a mostrar que el cuerpo glorificado de Jesús de Nazaret después de la resurrección, que tiene propiedades distintas a las que tenía antes de la muerte en la cruz, es idéntico numéricamente al del cadáver que estaba en la sepultura de José de Arimatea.
Analiza que el cuerpo resucitado que vieron y tocaron los apóstoles es un cuerpo humano orgánico y expone las verdades de fe conexas con la identidad y que la exigen. El primer hombre antes del pecado original, la predicación de la resurrección del último día, la Eucaristía, las apariciones de Jesús y de la Virgen María, la segunda venida.


SEGUNDA PARTE: EL CUERPO DEL RESUCITADO
CAPÍTULO I.- LA REALIDAD CORPORAL DEL RESUCITADO

Los apóstoles y discípulos (y antes que nadie, las mujeres), se convirtieron en testigos absolutamente convencidos de la resurrección de Jesús, y en sus divulgadores. Nadie vio directa¬mente el mismo suceso de la Resurrección, pues cuando las mujeres fueron muy temprano al sepulcro, con sus aromas pre¬parados, ya Jesús había resucitado, como se lo anuncia el ángel: «Ha resucitado, No está aquí». Nadie conoció la hora de la resu¬rrección, como canta la Iglesia en el pregón pascual del Sábado Santo en la Vigilia, al proclamar el pregón: «¡Qué noche tan dichosa! ¡Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!».

Habían visto Pedro y Juan, por un examen detallado, la posi¬ción de la mortaja tras la desaparición del cuerpo resucitado. Los ángeles mostraron a las mujeres, aunque no parece que éstas, en la confusión del momento, atendieran a los detalles como Pedro y Juan, el lugar donde estuvo depositado el cuerpo del crucifica¬do, envuelto en la sábana mortuoria: «Mirad el lugar donde le pusieron» (Mc 16,6). Pero los dos apóstoles, al observar con detenimiento la posición de las mortajas sobre la losa llegaron convencimiento de que había resucitado, aun sin ningún testi¬monio verbal ni mensaje angélico: «Vio y creyó» (Jn 20,8).

Y es de creer que tal afirmación se refiere a los dos apóstoles, que hubieron de comentar los detalles de la situación, y la necesidad de que aquella mortaja, yacente y con el sudario anudado aún en su propio lugar en el interior de la sábana, hubiese sido abandonada por el cadáver de modo, sin duda, portentoso, pero verídico. Era la resurrección, que luego pudieron comprobar por las escrituras y sus testimonios, y por las apariciones.

Lo más seguro —casi ineludible en los hechos— es que Juan o Pedro, recogieron la mortaja y se la llevaron antes de que nadie más la viera, antes de que la investigación oficial hiciera la comprobación del hecho, que sin duda hubo de hacerse por orden de Pilato. Y esto puede haber dado pábulo al rumor de que los discípulos habían robado el cuerpo, como esparcieron entre las gentes los soldados. Este rumor seguía vigente entre los judíos cuando Mateo escribe su evangelio (Mt 28,15). Esto prueba que el evangelio ha sido escrito antes de la destrucción de Jerusalén, y lo extraño resulta que no se hable del hecho aunque debió hablarse de ello en las Actas oficiales de Pilato a Roma, que existieron .

Pedro y Juan se llevaron cuidadosamente la mortaja como documento (que muchos juzgan que es hoy el lienzo de Turín), y también el sudario, y explicaron a los otros discípulos la posi¬ción de los lienzos tan sorprendente, como prueba de convic¬ción.

Después, inesperadamente, comenzaron las apariciones, a María Magdalena, a los de Emaús, sobre todo a Pedro, y luego a los demás apóstoles reunidos en el cenáculo. El resucitado hablaba, dialogaba, comía, se dejaba tocar y palpar. La conclu¬sión evidente de ambos datos conjugados era que Jesús había resucitado de entre los muertos.

Los apóstoles fueron llevados de la incredulidad temerosa a la convicción firmísima hasta la muerte. ¿Cómo y por qué pasos sucedió esta mutación de ánimo? La tumba con los lienzos dispusieron los ánimos a creer que algo extraordinario había ocurrido, y aún a algunos (Pedro y Juan) les llevaron a creer que la única explicación era una misteriosa y nueva resurrección, distinta de las que ellos habían visto en los milagros de Jesús: Lázaro, Naim Jairo... Aquellas habían sido a la vista de muchos testigos y los resucitados habían vuelto a incorporarse a la vida normal de los hombres, como si no hubieran muerto, sino sola¬mente hubieran sido sanados de una gravísima enfermedad al borde del sepulcro. Pero ésta de Jesús era distinta, pues de algún modo su cuerpo se había transformado adquiriendo condiciones nuevas, las de la resurrección escatológica.

Ellos seguramente habían esperado, cuando Jesús les habló de su resurrección, en la escatológica triunfante, como triunfo definitivo del Mesías. Pero ahora se encontraban ante un hecho nuevo. Sólo habían pasado tres días, y se hallaban ante el miste¬rio de Jesús resucitado, y de modo sutil y difícil de comprender. ¿Cómo había sucedido todo? ¿Dónde estaba ahora el Maestro? ¿Volverían a verlo? Las apariciones comenzaron a dar respuesta a la desazón de las preguntas, devolviendo la serenidad y seguri¬dad a los ánimos. Sobre todo cuando, como hemos visto, se apa¬reció el primer día a Pedro, garantía del Colegio apostólico y su firme guía, a pesar de su pasajera defección.


1- El testimonio de los sentidos

Las apariciones tuvieron ya lugar, según los relatos de Lucas y de Juan, el mismo día del domingo, en que el mismo Mateo recuerda que se apareció también el mismo Señor a las mujeres, de cualquier manera que se quiere interpretar el pasaje . María Magdalena, los discípulos de Emaús, Pedro como supremo testimonio, y los demás apóstoles (eran en realidad diez, faltando Judas y Tomás), y otros que estaban reunidos en el cenáculo con las puertas cerradas, vieron a Jesús. Según Juan se hallaban encerrados por temor a los judíos, cuya actitud era de suponer de revancha, sobre todo tras hacer correr la voz de que lo habían robado ellos para hacer creer en la resurrección, por la calumniosa relación extendida por obra de los soldados guardianes ayudados de los fariseos y sacerdotes.

El modo en que identificaron a Jesús

Y se puede preguntar. Al ver a Jesús de improviso visible¬mente ante sí, lleno de vida, a quien vieron colgado exánime de la cruz y cuyo entierro conocían, ¿cómo le identificaron con el Jesús Maestro, cuya compañía habían seguido durante casi tres años? El modo de identificación personal es muy importante, y muestra por sí solo la verdad objetiva de las apariciones, frente a todas las teorías racionalistas del rechazo .

Cuando nosotros nos encontramos con alguien conocido, a quien quizás no esperábamos de ningún modo encontrar, ¿cómo le identificamos sin vacilar? ¿Cómo sabemos que tenemos allí a nuestro amigo, al que tal vez creíamos muy distante, y a quien vemos en forma inesperada? El testimonio identificador provie¬ne, sin duda alguna, de los sentidos y de la compenetración amis¬tosa con él. Tenemos delante una persona a quien vemos, cuya voz, con su timbre característico, oímos. Le abrazamos, le damos la mano, hablamos con él. En estas circunstancias nadie duda de que ha estado con su amigo, aunque las condiciones de su presencia le sean de momento desconocidas, aunque no supiera que se encontraba en la ciudad, ni que le iba a encontrar. El testimonio de los sentidos es múltiple y conjugado. Lo que un sentido percibe en su calidad específica, lo percibe también otro sentido en la suya, y es un testimonio doble conjugado en el mismo sujeto perceptor. Y ciertamente, desde del punto de vista humano, lo mismo da qué clase de filosofía maneja cada uno, bien sea subjetiva, bien impresionista bien idealista. La vida humana se impone sabiamente sobre todo pensamiento que puede servir para discurrir brillantemente, pero que no puede convencer, contra los sentidos que lo afirman, de la no presencia o existencia de algún sujeto, especialmente si es amado.

Ni Kant ni Hegel ni Husserl, ni filósofo alguno podrá dudar o ignorar a sus familiares y amistades de trato frecuente. Nada tienen que hacer en esto las tendencias o teorías filosóficas, idealistas o fenoménicas.

Todos estamos convencidos de que la bola de billar se desvía porque ha recibido el golpe efectivo de la otra bola. Aunque Hume lo eleve a categoría de duda sistemática, y Kant abra los ojos del desmayo de su «sueño dogmático». Cuando la bola blanca da a la roja, ésta inicia el movimiento por¬que ha sido golpeada con mayor o menor habilidad, y nos da lo mismo lo que cualquier filósofo pueda afirmar. Nos apoyamos en el sentido común o humano.

Este testimonio de diversos y múltiples sentidos se produjo en el grupo de apóstoles con la resurrección de Jesús y sus apa¬riciones, tanto en los que no sabían de antemano que había resu¬citado, como en los que lo sabían. En las diversas apariciones se muestra con claridad que, tras la sorpresa inicial al ver a Jesús, a quien habían visto muerto, flácido, decaído, entregado a los que lo portaban, y ahora veían sonriente, con el rostro lleno de vida, y pronto a la acción y al movimiento, en diálogo, se produ¬cía una convicción inicial, que no siempre permanecía sin vacila¬ción (Lc 24,37), de que era verdadero el convencimiento senso¬rial de que tenían delante verdaderamente un hombre, el cual era Jesús.

El sentido de la vista: vieron un hombre

El primer testimonio, instantáneo, lo daban los ojos que ates¬tiguaban lo que veían.

• Cuando María Magdalena se volvió en el jardín del sepulcro al oír una voz detrás, vio ciertamente un hombre, aunque no supiese que era Jesús. (Jn 20,14).

• Los de Emaús vieron venir a un hombre, también aparentemente viaje¬ro por el camino, andando hacia ellos, que se les reunía y les acompañaba participando en su conversación. (Lc 24, 15).

• Los Apóstoles y todo el grupo que estaba con ellos en el cenáculo vieron de pronto ante sí a Jesús, a pesar de estar cerradas las puertas y atrancadas (Jn 20, 19; Lc 24,36).

• En el lago de Galilea, los siete de la barca vieron a un hombre en la orilla algo neblinosa del lago en el amanecer (Jn 21,4).

• Tomás no tuvo la menor duda de tener ante sí a Jesús en el cenáculo, tras haber negado cerrilmente su posibilidad (Jn 20,26).

Como luego diremos, en varios de estos casos precedió la visión corporal, que fue anterior al reconocimiento de la persona. No podía ser alucinación, pues lo que menos pensaban era en verlo.

El vestido blanco – no le confunden con un ángel – el vestido

Se puede preguntar, a propósito del sentido de la vista, cómo aparecía vestido Jesús, ya que se ha de suponer, que el vestido no es necesario para el resucitado. Tal fue la extraña e insidiosa pregunta que hicieron al pudor de Juana de Arco sus inicuos jueces, al preguntarle si San Miguel se le aparecía vestido o desnudo, a lo que respondió con desdeñosa altivez: «¿Pensáis que no tiene Dios dinero para poderlos vestir?».

• Juan en el Apocalipsis resolvió el problema de manera magistral; «Una mujer revestida de sol» (Ap 12,1) Y es tal el esplendor de la gloria que Jesús mostró en el Tabor que sus vestidos fueron revestidos de su luz corporal como níveos, aparte de que el pudor no tiene campo que defender en la región celeste.

• Cuanto a las mujeres, en primer lugar, se les aparecieron ángeles con vestidos blancos, sin duda de blancura deslumbra¬dora (Lc 24,4). Recordemos que en el Monte Tabor, en la Trasfiguración, Jesús, Moisés y Elias, aparecían con vestidos blancos deslumbradores, como nieve refulgente, como si fuera luz res¬plandeciente. Y el Señor les dijo, relacionando el aconteci¬miento con la resurrección, quizás por la gloria de la visión de los cuerpos: «No digáis a nadie lo que habéis visto hasta después que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos» (Mt 17,9).

• Por lo demás, aunque las mujeres vieron a los ángeles, y no dudaron de su aparición, en ningún caso se les ocurrió que podían ser hombres de este mundo con mensaje celeste. Quizás la majestad, y el mismo mensaje que transmitían, les hicieron comprender que eran ángeles. De todos modos no parece que aunque les vieran y hablaran, pensaran nunca que eran cuerpos humanos reales. ¿Por qué con Jesús no sucedió esto, sino que su misma presencia y locución, aunque no hubiera otras prue¬bas, bastó para la convicción de que se aparecía un ser humano viviente?

• Las apariciones celestes son vistas revestidas de vestidos de diversa condición, como vemos en los ángeles de la resurrección, y en la transfiguración de Moisés y en la de Elias. Siempre que en la Escritura aparece un ser celeste, un ángel de cualquier clase que sea, aparece vestido.

o Así en el AT en la aparición de los tres grandes personajes de Abraham que marchaban a castigar a Sodoma y Gomorra, y a los cuales ofreció una comida por hospitalidad, creyendo eran hombres, aunque luego comprendió la diferencia y así habló al principal de todos con imploración de hombre a Dios (Gen 18,1-8).
o Así en el ángel que apareció a Josué para ordenarle que tomase por asalto a Jericó, y el modo significativo en que debía hacerlo, o los ángeles que aparecieron a diversos grandes Jueces de Israel, determinando su vocación, como el caso de Sansón con su madre (Jue 13,3-20).
o Así, de forma concreta, en el caso de Gedeón personalmente, se apareció sentado bajo una encina, estableciéndose conversación entre ambos, y diversas pruebas (Jue 11,21).
o En todos estos casos, en general, el ángel con forma humana no comía, aunque sí lo hicieron los tres personajes de Abraham. También tenemos el extraño caso de la aparición de un ángel en el caso del castigo del pecado de David rey, sir¬viendo la presencia del ángel para marcar el lugar del futuro gran Templo de Jerusalén. Y consta que David vio al ángel (2 Sam 24,16-17).

Jesús no es un fatasma

¿Cómo se puede producir la aparición en cuerpo humano, no realmente viviente, sino formado en visión y con vida aparente? (puede consultarse, Summa Theol. 1, q. LI, y Suárez, Ed. Vives, tom. 2, de angelis, l.IV, 35). Suárez recoge la afirmación de Agustín de la dificultad del problema, que le lleva a declarar que es mejor decir que ignoramos el cómo.

• Jesús apela en especial a sus huesos (Lc 24,39) para deshacer la opinión de que es un espí¬ritu o fantasma. Debemos con todo apelar a su propia afirma¬ción. Basta la seguridad con que distinguen como hombre al resucitado, a diferencia de los ángeles de las mujeres.

En todos estos casos, y muy especialmente en el de Abraham y sus huéspedes es claro que aparecían vestidos de manera diver¬sa, a la manera humana del tiempo sin duda. No así los ángeles y querubines proféticos de Daniel, Ezequiel o Isaías (Dan 3,91-92; Ez 10; Is 6,2), que tomaban formas diversas y aun fantásticas en las apariciones o visiones menos humanas, pero más terribles y grandiosas. Pero los otros aparecían, en aquellos casos citados, vestidos a la manera humana.

No sabemos en el NT qué aspecto tenían el ángel de Zacarías junto al altar de los perfumes o el ángel de la anunciación. Pero todo hace pensar que su figura era humana. Para el problema de la aparición celeste no puede ser problema el accidental del vestido, sin que tengamos que pensar qué clase de vestido era, si en la tierra se fabrica aquella clase... Se aparece como conviene al instante de la aparición, y en general la forma más apta para hombres es la humana. Sus vestidos serán de forma humana de la época, de modo que no llamen por aquello la atención, aunque se distingue bien que no es figura humana real, como distinguieron las mujeres, en el alba de la aparición, a los ángeles que les hablaron, vestidos de un blanco resplandeciente, del Señor a quien más tarde vieron. El vestido, en las categorías aristotélicas, es el accidente menos personal y más mudable.

El sentido del tacto: palparon a Jesús

Pero la más íntima convicción en los sentidos parece provenir del tacto. Tocaron a Jesús, y comprobaron la realidad táctil de su cuerpo. Tenía volumen, dureza y resistencia, así como deter¬minada forma de aparecido, y lo cogieron y abrazaron, (ekráte-sen autoú tous podas). María Magdalena, en el sepulcro, en el jardín de Arimatea, al reconocer a Jesús abrazó sus pies y no los soltaba, hasta que Jesús hubo de decirle: «Deja de tocarme, suél¬tame» (Mé moú áptou: Jn 20,17).

• Al presentarse a la noche en el cenáculo, ante los apóstoles desconcertados, les convenció invitándoles a tocar su cuerpo, como argumento decisivo: «Tocadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo» (Lc 24,39)). Por¬que habían pensado (por la vista y el oído), que podía ser un fantasma, o sea una aparición aérea, no corporal real. Al decir esto Lucas, prosigue a continuación: «Les mostró las manos y los pies» (Lc 24,40). Esto hubo de ser tocando manos y pies, que además por tener multitud de pequeños huesos dan muestra evi¬dente de la corporeidad de los mismos. Indudablemente El hizo que le tocaran y palparan, teniendo, como sabemos por Juan, llagas en pies y manos, que eran ahora indoloras.

• Juan añade de manera especial «el costado», porque es el único que ha narrado el alanceamiento del cadáver por el solda¬do.

• Es normal pensar que hizo que efectivamente le tocasen, y que de ahí viene la pretensión, a primera vista algo extravagante, de Tomás, de meter los dedos en las heridas del crucificado y la mano en su costado alanceado. Con esto la plenitud del con¬vencimiento por el tacto llegó a su plenitud. «Le hemos visto, oído, nuestras manos le han tocado» (Jn 1,1-3). Palabras que pueden referirse tanto al tiempo presente como post pascual.

• Podemos comprobar en nosotros que, después de que hemos tocado un objeto, a una persona, por ejemplo en un abrazo u otro modo, no es posible la duda de su presencia real. Hemos advertido su volumen, su dureza y resistencia, su contorno, su figura, los huesos en su carne. ¿Quién puede dudar de tal presencia? De lo contrario tendríamos que dudar de todas nuestras relaciones humanas. El tacto -sugiere con finura Aristóteles- es el sentido más específicamente humano, siendo tan material, a pesar de lo que suele pensarse de su animalidad .

• Muchos animales nos vencen en la agudeza o variedad de visión o en la finura del oído, del olfato o de los sentidos en general. Sin embargo, en cuanto al tacto es el hombre el que domina con gran ventaja. El cerebro, la mano con su pulgar opuesto, que permite agarrar y dominar el instrumento del tra¬bajo, la voz trasmisora de las ideas, y la posición erguida, que libera las manos para su uso múltiple, son las que han hecho posible la riqueza con que el hombre, desde el desvalimiento de su unidad vital, ha dominado y enriquecido el mundo.

Con obras de trabajo industrial, con vestiduras, con herra¬mientas, con arte vario y espléndido, con admirable variedad y belleza de los elementos aptos para los demás sentidos, como la música y las sinfonías, la arquitectura, la variedad de cocina y de gustos y sabores, los perfumes mezclados y enriquecidos. La tierra, en fin, transformada por la mano del hombre, y su sentido del tacto. Apreciar el volumen, la corporeidad de las cosas tiene delante, lo hace con la mano, la cual contornea amorosamente el objeto, siente su dureza, su aspereza, su volumen, en una palabra, es decir, su corporeidad material.


2. La «anagnórisis» o reconocimiento

En la literatura antigua uno de los artificios que se utilizaban humanamente en el relato de la tragedia o de la epopeya era el de la llamada «anagnórisis» — reconocimiento, que llevaba al desenlace por medio del descubrimiento de la verdadera perso¬nalidad de un personaje importante.

• Aristóteles enseña con cla¬ridad en su Poética el valor de la anagnórisis para la acción, en la peripecia de cambio de sentido del curso que la acción seguía hasta entonces. Señala que hay reconocimientos que producen este efecto del cambio de la acción, y que de modo principal se da entre seres personales más que entre objetos inanimados. (Poética, c.ll). Y entre los indicios más frecuentes y obvios para provocar el reconocimiento de alguien, propone las huellas o cicatrices que lleva en el propio cuerpo.

• Es ejemplo clásico el de Ulises en la Odisea, cuando al llegar vestido miserablemente a su propia casa, donde Penélope, su fiel esposa, le aguarda tejiendo y destejiendo por la noche un manto, como pretexto para los pretendientes, que quieren casarse con ella, asegurando que Ulises ha muerto en Troya y no ha de regresar más, él no quiere todavía ser reconocido. Pero al lavarle los pies, como era costumbre, la anciana sirvienta Euriclea, reconoce por el tacto la cicatriz que le había producido en su juventud un enorme jabalí, que él mató. Sorprendida, dejó caer la pierna del forastero en el barreño, pero él le habló en secreto haciéndole saber que convenía no decir todavía la verdad, pues tenía que cumplir sus planes de venganza contra los pretendien¬tes. La «anagnórisis» es una peripecia perfectamente introducida por Hornero en esta escena. (Odisea, canto XIX).

• Naturalmente, también hay otros indicios personales varios que sirven para el reconocimiento y la identificación, pero indu¬dablemente uno de los más clásicos y eficaces es el de las cicatrices características, y es usado cuando existe, como sumamente natural. (Poética, c. 16). Jesucristo utilizó el procedimiento de la anagnórisis en la resurrección para ser reconocido de sus apóstoles, que le tenían a veces delante sin saber que era él, pero ha utilizado de manera específica precisamente el de las cicatrices.

Encontramos la anagnórisis o reconocimiento de un desconocido en la aparición a María Magdalena, a los discípulos de Emaús, a los apóstoles y en especial a Tomás (los Doce u Once), utilizando el método precisamente de las cicatrices, y también en la aparición a los pescadores junto al lago de Genesaret, en el tranquilo amanecer. También en la aparición a Saulo en el camino de Damasco hallamos el reconocimiento, pero propia¬mente no es el de alguien conocido de antes, sino más bien «identificado», porque le era desconocido (v. 1.a parte, c. III, 5).


3. La identificación del aparecido

En los distintos casos de anagnórisis citados (a los que se puede añadir la aparición a solo Pedro, en las primeras horas del domingo, Lc. 24,34), no siempre es la misma la nota de identifi¬cación del que les aparece, aunque ciertamente no es solamente un sentido el de esta nota, sino un conjunto de sentidos huma¬nos, que suelen intervenir en las entrevistas humanas en la vida.

María Magadalena

• Tenemos, en primer lugar el caso de María Magdalena. Llo¬rando sola junto al sepulcro, cuando ya los apóstoles han mar¬chado con su preciosa carga de los lienzos, que quizás ella ni siquiera ha visto, distraída en su dolor, oye pasos detrás de sí en el jardín, cuando acaba de hablar con los ángeles: «Se han lle¬vado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto» (Jn 20,13).

• Cuando ella se vuelve hacia el hombre de los pasos no le reconoce, cree o piensa que es un empleado de Arimatea, quizás el jardinero; y en su obsesión por hallar el cadáver de Jesús, piensa que él le podrá dar razón de su paradero. Prosiguiendo el diálogo con los ángeles, o la expresión más bien de su dolor, aborda directamente a Jesús, que ha repetido la pregunta de los ángeles sobre el estado de desconsuelo de la mujer: «Mujer, ¿por qué lloras?». «Señor —palabra de respeto para ganar su confianza- si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré» (Jn 20,15). Por su mente no ha pasado todavía otra idea que la del traslado del cadáver a otro lugar, por razón que ella ignora. Y pensando que quizás resulta un estorbo en el jardín, se muestra dispuesta a llevarlo ella sola con sus fuerzas femeninas multiplicadas por el amor. Todo esto muestra cuán ajena estaba a la idea de resurrección.

• ¿Cómo no reconoció María a Jesús en presencia? No sabemos el vestido que llevaba puesto Jesús, quizás semejante al de un trabajador. María le ha mirado entre lágrimas (20,14), pero no le ha reconocido. Es un caso de anagnórisis. Quizás no se ha fijado en el rostro para identificarlo. Y entonces se produce la señal del reconocimiento, que en este caso es la voz de Jesús con acento especial, pues ya antes había hablado con ella.

• Pero esta vez es la voz que llama por el nombre, con el acento inimitable, inconfudible, diciendo su nombre solamente como tantas veces en la casa de Betania, o en las conversaciones de discípula de Jesús . En la voz vibra el acento personal de Jesús, el que lo descubre e identifica ante ella, haciendo que enajenada, de pronto se arroje a los pies del Maestro, con una sola palabra: «Rabboni», que quiere decir, nos advierte el evan¬gelista, «Maestro» .

• Los hombres nos identificamos claramente por la voz. Aun¬que puede ser desfigurada, pero cuando es natural, manifiesta la persona. Suena el teléfono, y apenas hemos oído la voz sabe¬mos quién nos llama, sin verle, y en la televisión suena también con su propio acento. Si especialmente es el nombre dicho con el amor inconfundible de siempre, basta. María le identifica por la voz, por el acento afectuoso con que la nombra, como antes.

La identificación personal suele practicarse hoy a base de las huellas dactilares. No hay dos iguales, conforme a la variedad de las fórmulas genéticas. Pero también es muy notable la identificación por la voz, por su acento, sonido y timbre. Aun oída lejos, identificamos al que la pronuncia. ¿Qué es lo que hace distinguir cada voz humana de las demás?.

Los discípulos de Emaús

• En el caso de los discípulos de Emaús resulta más difícil seña¬la nota de identificación; pero en cambio se dilata el reconocimiento, la longitud y tiempo del camino hasta Emaús, con una animada conversación, en que el desconocido expone una interpretación, que debió ser impresionante, de la Escritura respecto de la muerte y resurrección del Mesías. Quizás Cleofás (que parece ser el testigo de quien lo ha oído Lucas) y su compañero no han estado tan acostumbrados al trato directo con Jesús, aun¬que en verdad eran del círculo de intimidad (Lc 24,22-24).

• Qui¬zás Jesús al unírseles, lleva un tanto caído el velo sobre el rostro, como para evitar el polvo del camino. Tiene el aspecto de un hombre que va de viaje. Mantienen una larga conversación, en la que sienten el poder de su palabra y arde su corazón al escu¬charle (Lc 24,32).

• Y llega la nota del reconocimiento, en que aparece que inter¬viene el poder del Señor para ello. Están sentados ya a la mesa, tras la cordial invitación de los peregrinos, y comienza el servi¬cio. «Tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio» (Lc 24,30). Parece que se ha de pensar más en una reminiscencia de un gesto habitual de Jesús, que en bendición alguna de eucaristía, aunque sea su símbolo en la narración. Le reconocen en el gesto de ben¬decir el pan y distribuirlo. Parece, además, que siendo el invita¬do, se ha arrogado un privilegio que no le pertenecía. Es el mismo gesto hecho en la multiplicación de los panes, el de la bendición inimitable. Muchas veces reconocemos nosotros a alguien, aun desde lejos, cuando todavía no podemos identifi¬carle por sus rasgos faciales, por algún gesto suyo característico, su modo de andar, su modo de mover las manos...

En el lago de Genesaret

• En el lago de Genesaret de Galilea, los siete pescadores veían en el amanecer confuso y quizás neblinoso, a distancia en la orilla, un hombre que les hablaba a gritos;

• y de pronto Juan vio algo revelador: aquel gesto, aquel modo de entonar la voz, aquel levantamiento de la mano, aquel modo de andar, eran los del Señor, y así, tras esta identificación, dijo a Pedro: «Es el Señor» (Jn 21,7). No es un transeúnte casual, ha ido a buscarles a ellos, y su orden de echar la red para obtener la copiosa pesca, termina de identificarlo. Es el Señor.

• Resulta curiosa en este caso la advertencia del narrador, de que cuando ya en la orilla, sentados, comían en silencio el pan y el pez asado, parece que en el ánimo de todos estaba el iniciar la conversación con el desconocido, la cual de ordinario se inicia por preguntas acerca su situación, quién es, de dónde viene. Pero ellos estaban justamente convencidos de que era Jesús, y no se atrevían a iniciar la conversación (Jn 21,12).

El reconocimiento por el tacto

Mas falta todavía la señal que hemos visto que es la más humana, la del tacto, para el reconocimiento, sobre todo, para evitar el pensamiento de que quizás sea un fantasma, una forma vaporosa con semejanza de Jesús. La liberación de Pedro de la cárcel de Herodes en los Hechos nos aporta un curioso testimo¬nio acerca del pensamiento judío de que el ángel que acompaña a uno puede parecerse a él, o tomar su voz. Cuando Pedro llega a casa de María, madre de Marcos, donde estaban reunidos orando, la muchacha que llegó hasta la puerta al oir la llamada, reconoció al punto la voz de Pedro desde dentro. Y, en un gesto muy apropiado a su modo de ser, en vez de abrir corrió adentro a anunciar llena de alegría que Pedro estaba a la puerta, y que llamaba. Como estaba en la cárcel cuidadosamente custodiado por Herodes, creyeron que deliraba, pero se convencieron al abrir. Alguno, antes de abrir, ante la noticia asombrosa, decían: «Debe ser el ángel de Pedro» (Act 12,15).


Diez discípulos en el Cenáculo

• Cuando Jesús se presenta en el cenáculo ante sus discípulos reunidos (los Diez, menos Tomás, otros discípulos, los de Emaús, mujeres...), para convencer a sus discípulos, totalmente desconcertados por la aparición, Jesús les invita a la anagnórisis del tacto: «Ved mis manos y mis pies, que soy Yo mismo. Palpad y comprobad que un espíritu (o fantasma) no tiene carne y hue¬sos, como veis que tengo yo». Y les mostró las manos y los pies (Lc 24,39-40).

• Sabemos por Juan que Jesús tenía las heridas de la crucifixión abiertas en su cuerpo (podía meterse en ellas el dedo o la mano) y así al decir Lucas que les mostró los pies y las manos, está claro que les mostraba estas extremidades con sus heridas de crucificado.



El contacto de Tomás

Y puesto que Tomás pide como comprobación meter la mano y los dedos en las heridas, podemos -pensar que Jesús mostraba pies y manos con las heridas abiertas, y que invitó a alguno los presentes a meter la mano. No cabe duda de que la multiplicidad de huesecillos, que forman el admirable conjunto de estructura de pies y manos del hombre, hacía muy fácil comprobar allí su existencia en dedos y palma, y empeine. Quizás se veían los huesos a través de las heridas, aunque no de manera hediese compasión.

Lucas que hace a Jesús presentar las heridas de manos y pies para el reconocimiento, no habla nada de la herida del costado. Solo por Juan sabemos que ésta se había producido en el cuerpo de Jesús, ya cadáver en la Cruz. Tomás, en efecto, recibe de sus compañeros la noticia de que: «Hemos visto al Señor» (Jn 20, 25). Quizás un poco tocado en su amor propio por el hecho de que la aparición se haya producido estando él ausente, esto acentúa su negativa a creer. Entonces, en su negativa resuelta a creer aquella noticia alegre, añade, en su enfado, una condición para aceptar la verdad de lo que le dicen: «si no veo las heridas v meto mi dedo en sus manos y mi mano en su costado, no cree¬ré» (Jn 20,25).

Esta exigencia de Tomás, que sobrepasa lo necesario, pues le han dicho que ellos han visto al Señor, y él exige tocarlo y meter en las aberturas dedo y mano, indica (pues Juan en la anterior aparición dice que les «mostró manos y costado»: Jn 20,20) que sus compañeros le habían hablado de este tacto reco¬nocedor y de la abertura de las heridas. También Lucas dice que les mostró manos y pies (Lc 24,40), señalando de manera pare¬cida que los ofreció al tacto y a la entrada. Tenemos pues, manos, pies y costado, la herida más grande donde caben al menos tres dedos de la mano juntos.

Cuando en la siguiente aparición a los ocho días, delante de todos sus compañeros, es invitado Tomás por Jesús a ver y tocar manos y costado, según su exigencia, guiada su mano por la amorosa de Jesús, tienen ya todos el reconocimiento directo del tacto, y del vacío de la abertura en la carne. No parece hay moti¬vos para pensar que haya conservado otras heridas, que desfigu¬raban profusamente el cuerpo sagrado. No olvidemos que Juan fue el único evangelista en señalar que fue abierto el costado del cadáver por la lanza, por lo cual es natural que sólo él señale esta herida como especialmente destacada en la aparición, pues pies y manos constaban a todos por la crucifixión misma.

Esta comprobación por el tacto es de especial importancia, y es la señal que parece cerrar el ciclo del reconocimiento, aunque todavía Jesús, según Lucas, añadió la de la comida ante ellos. Las heridas abiertas, pues, muestran que el mismo crucificado histórico, cuyas mortajas han recogido. El tacto ahora muestra que no es una aparición alucinada.

No es una ilusión vieron el Cuerpo de Jesús resucitado

Ha escrito san Ambrosio: «¿Cómo podría no ser un cuerpo si aparecen en él las señales de las heridas, las marcas de las cicatrices (más bien aberturas), que el Señor ofrece al tacto para que las palpen?» (In Lucam, c.24). Cuando aparece en la pantalla del televisor un personaje conocido, todos lo identificamos punto por dos cosas; el rostro con la figura y su gesto, que los ojos perciben, y el timbre característico de la voz, que percibe el oído. Nos basta, no podemos engañarnos. Es su figura y su voz, es él. Y, sin embargo, todos somos conscientes de que es tan sólo una imagen grabada, como es grabada la sonoridad y timbre de su voz. Pero no es su propia presencia directa. ¿Qué falta? El volumen, lo tangible, la percepción por el tacto. No podemos cogerlo, es imposible abrazarlo.

Cuando un espejismo deslumbra a un viajero del desierto podrá ver un oasis de deseo, y hasta casi oír el susurrar del agua que la sed requiere. Pero se desvanece la ilusión, cuando al acer¬carse, desaparece todo y sólo quedan el aire y el deseo. Se podría aquí preguntar sobre casos bíblicos, si en las apariciones de ángeles, que no tienen cuerpo (aunque lo formen aparente de algún modo, misterioso para nosotros), o en la aparición de Moisés y Elías en la Transfiguración (al menos, con mayor cer¬teza en el caso de Moisés, que consta había muerto), si no se dan fenómenos de tacto con los de la vista y el oído.

Tenemos el caso del ángel que libró a Pedro de la cárcel herodiana, custodiado por relevos de soldados, el cual rompió realmente sus cadenas o las soltó, abrió ante él las puertas, y lo dejó finalmente con realidad en la calle (Act 12,7-10). En el AT el caso más señalado parece ser el de los huéspedes de Abraham en la revelación de Mambré, pues dice que Abraham, como señal de hospitalidad, lavó sus pies, tocándolos en volumen. Además, comieron ante él (Gen 18,4,9; 19,3,10).

Pero, aunque ignoramos el modo cómo los ángeles en sus apariciones se muestran con cuerpos humanos, en todo caso hay una importante diferencia con las apariciones de Jesús. Esta es precisamente la «anagnórisis». Pues en su caso tienen, con el tacto y la común comida (Lc 24,41-43; Act 10,41) el reconocimiento por el tacto, la vista, el oído, el rostro y la figura y gestos, de alguien con quien han vivido durante tres años habitualmente, y esto sólo después de tres días (o día y medio) en que había desaparecido de entre ellos. Ni la duda ni la argucia es posible n un caso así. Por otra parte, los ángeles, si aparecen corporalmente aunque parezca enteramente que es un ser corporal, esto se hace -como hay que reconocer- por milagro de Dios, y no es posible que El haga un milagro para engañar, pues lo que Jesús quería negar era precisamente la existencia de alucinación respecto de su verdadero cuerpo.


4. La afirmación del propio Resucitado

Finalmente, en la identificación del aparecido, tenemos que contar con que, en sus propias palabras, el propio Resucitado afirma quién es, y no cabe duda de que es imposible que Dios permita un engaño en esta afirmación fundamental, que con¬vierte directamente la aparición en una revelación. Este es el caso singular de la célebre aparición a Saulo en Damasco, que provoca su conversión instantánea, total y cerrada. Pues, no habiendo sido Saulo discípulo de Jesús, y no habiéndole cono¬cido directamente, según los testimonios, ha de preguntar al aparecido por su identificación, y ha de ser él quien se identifi¬que. (Act 22,3). La respuesta de identificación del aparecido es ésta: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Act 9,5; 22,8; 26,15) y las palabras de esta autoproclamación del que se aparece, per¬tenecen al mismo núcleo central del relato, en las tres versiones que poseemos del mismo.

Saulo ha visto, y de esto no le queda la menor duda posible, al propio Jesús en persona, por lo que dice: «¿No soy Apóstol? ¿No he visto al Señor Jesús?» (1 Cor 9,1). Tiene seguridad directa de que ha oído su voz en presencia cierta. Jesús le ha revelado su identidad, y el efecto ha sido tan grande, la mutación de su ánimo tan total, que no le puede quedar duda de si ha sido una realidad, con todos los sucesos posteriores de Damasco y Ananías (Act 9,9-19; 22,12-16). No ha sido un relámpago alucinante, sino una persona, una conversación, unos sucesos consecuentes, una vida entera los que testifican la revelación del propio Jesús. (Act 9,7-23).

También con los demás el mismo Señor ha manifestad quién era: a María Magdalena le ha dicho el nombre propio le ha dado un encargo personal; a los de Emaús, al desvanecerse de su vista, después de varias horas de presencia en compañía; a los apóstoles en el cenáculo, de manera directa: «Soy Yo mis¬mo, no temáis» (Lc 24,39). Son las mismas palabras que les dijera al llegar sobre el agua encrespada del lago, calmando el oleaje violento (Mt 14,27; Me 6,50; Jn 6,20).


No es una alucinación pasajera

Los apóstoles, los testigos, y con ellos nosotros, podemos estar seguros enteramente de que no es una pasajera alucinación del deseo. Son muchos los que le han visto, le han visto muchos de ellos repetidas veces, su rostro querido, su acento, su gesto inolvidable. Sus palabras siguen conservando el estilo personal y conocido. Y por encima de todo esto, han tocado su cuerpo de carne, sus heridas abiertas, como dato físico de identificación. Han oído de su boca la seguridad de su persona y de su ser.

¿De dónde puede venir la duda, que les achacan ciertos exegetas del racionalismo? La duda, decimos, que permanece (pues la momentánea es natural por lo asombroso del caso). Ellos no dudan de su propia experiencia del entorno. No dudan de modo real y humano en el que viven con seguridad de certeza. ¿Que les asegura? Sus sentidos, su comunicación, la permanencia o repetición de la experiencia. Y ¿por qué habían de dudar de ésta los apóstoles, asegurados de tantas maneras y por tantos medios? ¿Cómo podríamos nosotros dudar de la verdad de su testimonio, conociendo su multiplicidad, sinceridad y virtud?

Es, en verdad, Jesús de Nazaret quien ha resucitado, quien se les ha aparecido, el Maestro en cuya compañía han vivid durante tres años tantos momentos inolvidables, a quién n visto morir en el desamparo de todos los poderes. Es Jesús quien ha resucitado, y a quien han visto.

Se puede añadir una pregunta para estos maestros de duda: ¿qué otro modo se les ocurre a ellos de certificar que ha resucitado Jesús, si no es el de las apariciones en estas condiciones? Esperamos su respuesta.


5. El testimonio de los testigos auténticos

Nosotros tenemos el testimonio de aquellos que vieron, oyeron-tocaron a Jesús resucitado, y comieron con él. Este testimonio en cuanto a los puntos principales, entre los cuales el central es el de la resurrección, se llama el «kerigma» o proclamación de la verdad testificada, y es el punto de apoyo de nuestra fe. Ellos tuvieron esa dicha, pero, como dice Jesús a Tomás, más dichoso es el que cree sin ver, en cuanto que su fe es más pro¬funda y más claramente divina. Naturalmente que ellos tenían esta misma fe, aunque hubieran visto.

Pero tenemos que tener en cuenta que ellos para nosotros no son testigos de su propia fe, sino de los hechos que en ella se afirman. Cuando eligen los apóstoles a san Matías como duodé¬cimo apóstol en lugar de Judas Iscariote, que se suicidó ahorcán¬dose, la exigencia es que hayan sido testigos de los hechos de Jesús, y en especial «testigos de su resurrección» (Act 1,22), es decir testigos de sus apariciones. Al llamarlos así, se está indi¬cando que tales apariciones eran hechos objetivos, puesto que no se puede ser testigo de cosas que no existen sino en la mente alucinada del testificador.

Tenemos así testigos calificados de verdaderos de las apari¬ciones, por donde se califican de verdaderas las mismas aparicio¬nes. Tal argumento no tiene vuelta de hoja. De la misma manera califica san Pablo en Antioquía de Pisidia a los que le vieron repetidas veces resucitado, como «testigos de su resurrección ante el pueblo», habiéndolo sido de sus apariciones objetivas. Son objetivas y están unidas con la resurrección, que no vieron, porque son su efecto y su prueba. (Act. 13,30.) Esta afirmación es básica en la fe cristiana .


6. Las apariciones fueron personales

Las apariciones, comprobadas por los sentidos de los apóstoles y por la misma revelación de Jesús en diálogo que en ellas se producía, fueron apariciones personales. En la misma historia evangélica, en el libro de los Hechos, se nos narran, además de la visión de Saulo en Damasco, que también fue personal equiparada a las de los otros apóstoles, como hemos visto otra visiones interiores de Jesús, que avisa interiormente algo, y no pertenecen directamente al testimonio de la Resurrección. Así Pablo tiene una visión nocturna del Señor en Corinto, en que le dice: «Estoy contigo. Tengo un pueblo numeroso en esta ciu¬dad.» (Act 18,11.) En su discurso al pueblo vociferante contra él en el Templo, dice: «Cuando volví a Jerusalén, tras mi conver¬sión, caí en éxtasis, y me dijo el Señor: Apresúrate a salir de Jerusalén, pues no recibirán tu testimonio», y al excusar Saulo a sus hermanos adversarios ante un caso como el suyo, pasado de perseguidor a apóstol, respondió el Señor: «Marcha, que Yo te enviaré lejos a las naciones» (Act 22,17-21). Es claro que tal éxtasis no fue visión corporal. Y una de las más significativas, aquella en que le manda predicar en Roma (Act 23,211).

Cuando le confía la misión de predicar en Roma, y dar testi¬monio allí, como antes en Jerusalén, es en visión nocturna, y aunque dice que el Señor estaba presente a él (epistás) no por eso es visión de testimonio apostólico de resurrección personal, como la de Damasco. También Juan en el Apocalipsis tiene la gran visión de Jesús en la gloria, donde afirma que «El es el que vive y estuvo muerto», es decir el Resucitado. Pero toda la visión fue en espíritu, como lo muestra la visión con elementos simbó¬licos (candelabros, estrellas). Notemos, con todo, que en esta visión Juan veía al Señor con rostro de radiante claridad, «como el sol en la plenitud de su fuerza» (Ap 1,16), como de modo semejante vio Esteban a Jesús en su martirio . Ninguna de estas visiones, sin embargo, ocupan lugar en el catálogo de las testificaciones de la resurrección. Son de otro género, no en persona corporal.

Con esta ocasión, se puede preguntar: las visiones o apariciones se producen en la Iglesia y en la historia de los santos, algunas de las cuales son innegables, ¿se producen en forma corporal? Es evidente que tal pregunta sólo puede formularse acerca de Jesucristo, y de la Virgen María, que por el dogma de la Asunción se halla corporalmente ya en el cielo.

Concretamente, las apariciones de Lourdes, Fátima y otros lugares marianos, aceptadas por la Iglesia como creíbles, ¿eran en forma personal corpórea de María? No es fácil responder, pero parece se debe pensar que, en algunos casos, como el de Lourdes, se ha de dar respuesta afirmativa. Porque hablando con solemnidad, dice: Yo soy la Inmaculada Concepción. Y en Fátima, menos dogmáticamente: Os diré quién soy. Bernardette llamaba a la aparición: Aqueró, Aquello, en patois.

Cuanto a las visiones de Jesucristo parece admitirse que sus apariciones a los santos no son de tal forma que pueden decir, como san Pablo: He visto a nuestro Señor Jesucristo. Nos move¬mos, de todos modos, en cierta incertidumbre. Otra cosa es en las visiones llamadas interiores o imaginarias, donde ciertamente no se produce presencia corporal, sino sólo intelectual o imagi¬nativa. Tales son las visiones de santa Teresa de Jesús, que con¬fiesa que vio corporalmente junto a ella por excepción al queru¬bín de la transverberación, con forma corporal que describe, y dice: «Veía un ángel cabe mí, hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla» (Vida, c. 29,13). Y sin embargo, es claro que el ángel no tenía cuerpo, sino que lo tomaba la aparición, pues no lo tienen. Nunca ha dicho ella tal cosa de Jesús, que se le apareció muchas veces.

Lo mismo habría que decir de santa Margarita María Alacoque y sus visiones del Sagrado Corazón. No consta que fuesen corporales. Pues, aunque en la primera vez que le mostró su Corazón, ella dice: «Me hizo reposar por muy largo tiempo sobre su pecho divino...» (Autobiografía, c. IV), parece que esto pudo más bien suceder en la visión interior.

Otras visiones de Santa Catalina de Siena, y de otros santos se pueden explicar de modo parecido. Sin embargo no deja de haber algún caso en que parece haber estado corporalmente el Señor. No parece puede ponerse en duda la aparición de la Virgen María al joven Estanislao de Kostka, estando enfermo en cama, cuando le dio la orden de entrar en la Compañía de Jesús, que él cumplió con absoluta decisión, a pesar de todas las dificultades. En este caso el relato, que proviene del mismo santo en su generosa inocencia, dice que la Virgen puso luego el Niño Jesús, que llevaba en brazos, en los del joven, que le besan y acariciaba, lo que exige forma corporal. Estaba Jesús, sin embargo, en forma de niño, y aunque puede tomar formas distintas, como se ve en el evangelio (Emaús, Magdalena), no parece que de tal manera que tenga otra edad que la del Resucitado. En aquellos casos evangélicos, siempre se mostraba como un hombre, aunque alguna vez haya disimulado su aspecto exterior con el vestido, la voz o el gesto. Así, parece podemos pensar que, fuera de las apariciones evangélicas, y la de Saulo queda otra aparición que la última, en que le verá toda carne cuando venga a juzgar en el resplandor de su gloria .

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