sábado, 8 de mayo de 2010

II PARTE: EL CUERPO DEL RESUCITADO – II .- EL RESUCITADO Y EL CADÁVER DE JESÚS

En este capítulo, el P. Igartua expone la doctrina de fe de la Iglesia en relación con identidad entre el cadáver sepultado en el sepulcro de José de Arimatea y el Resucitado.

1. La fe y la identidad con el cadáver

Dos son las cuestiones que examina en este apartado: por una parte muestra la identidad numérica entre el cuerpo glorioso resucitado y el cadáver enterrado el viernes santo y por otra expone los textos del Nuevo Testamento que expresan esta identidad numérica.

2. Resucita un cuerpo humano orgánico

En este apartado se pone énfasis en mostrar que el cuerpo resucitado, el cuerpo glorioso de Cristo que tiene propiedades distintas a las que tenía antes de la Resurrección es un cuerpo orgánico que tiene todos los órganos que corresponden a un cuerpo humano.

Que esto es así en la fe de la Iglesia lo pone de manifiesto con dos cuestiones: una, por la devoción al Corazón de Jesús que profesa la Iglesia y que Pío XII en la Encíclica "Haurietis aquas" explica mostrando el culto al Corazón de Jesús se refiere no sólo al Corazón que tenía el Salvador durante su vida terrena, sino que también se refiere al Corazón de Jesús que palpita en Jesucristo glorioso resucitado y que habita en el cielo. Otra, la condena de Orígenes realizada por el Papa Vigilio, en relación con la afirmación de aquél, por influencia del neoplatonismo, de que en la resurrección los cuerpos resucitados serán esféricos

3. Verdades de la fe conexas con esta identidad

Finaliza el capítulo explicando las siguientes verdades de fe conexas con la identidad numérica entre el cuerpo glorioso resucitado y el cadáver enterrado en el sepulcro de José de Arimatea:

La primera condición de Adán; La doctrina de san Pablo sobre la resurrección de los muertos en la resurrección de los hombre el último día; el misterio de la Eucaristía que exige que el resultado de la consagración sea el Cuerpo de Cristo y finalmente el dogma de la Parusía que exige que será reconocido cuando venga a juzgar a vivos y muertos el último día, con la Segunda Venida.



II PARTE: EL CUERPO DEL RESUCITADO
CAPÍTULO II.- EL RESUCITADO Y EL CADÁVER DE JESÚS



Algunos exegetas católicos, en su deseo de acercar posicio¬nes y no poner estorbos a las nuevas exegesis preconizadas por el racionalismo de nuestros días en sus nuevas corrientes, han llegado a poner en duda, al menos cuanto a su necesidad, la de tener que aceptar que el cuerpo resucitado de Jesús sea el mismo que el cadáver que fue enterrado por José de Arimatea en su sepulcro. La polémica desatada en Francia hace unos años por el libro de X. León-Dufour, por el prestigio bien ganado del conocido exegeta francés, puso el problema en la calle.

Sin dejar de reconocer los diversos y destacados valores que el libro contiene, mostrando un gran conocimiento del asunto por el autor -que aparece también en la copiosa bibliografía, pp. 363-370- el punto que expresamente queremos abordar aquí es el relativo a lo sucedido con el cadáver de Jesús en la sepultura de Arimatea, y su relación con el hecho de la resurrección. Dufour reconoce la resurrección y la sepultura previa como hechos reales, y de la sepultura habla como de «histórica, aunque con típica ambigüedad luego presenta la sepultura hecha por José de Arimatea en su sepulcro nuevo excavado en roca, solamente «como muy verosímil, sin llegar a la plena certeza» (p. 283), sin que aporte prueba alguna de esta incertidumbre.

Pero, al «interpretar» el hecho real de la resurrección «en lenguaje apropiado para el hombre de hoy», incurre en importantes ambigüedades, y parece dejar al aire la verdadera relación de identidad existente entre el cuerpo resucitado y el cadáver sepultado de Jesús. Después de explicar la concepción tradicional de identidad entre el cuerpo glorioso y el sepultado tres días antes, viene a ponerla en duda, basándose, sin fundamento real científico, en la noción biológica actual científica de la estructura genética de la materia, que da origen a lo que llamamos cuerpo humano. Nos habla de un cuerpo «histórico» de Jesús en vida o sea «aquello que a lo largo de su existencia fue el lugar de su expresión y comunicación con los demás hombres, hasta su muerte», y aun acepta que el cadáver forma parte también del «cuerpo histórico» (p. 318). Pero, al aceptar que fue asumido de este modo por el Cristo glorioso, nos llega a decir que el modo preciso como lo recuperó escapa a nuestro entendimiento «por razón del misterio» (ib).

El cuerpo, puesto en el sepulcro, «no vuelve simplemente al universo al que pertenece, sino que es asumido plenamente por Cristo vivo, que transforma el universo integrándolo en él» (p-319). Y con mayor claridad aún contrapone su interpretación a la tradicional de la Iglesia (que, ciertamente, nunca ha sido la de la «reanimación del cadáver», como en Lázaro), añadiendo estas palabras finales y decisivas: «Algunos quisieran ir más lejos todavía, y precisar lo que ha sucedido con el cadáver de Jesús. Sin embargo, la Escritura no dice más que una cosa: las mujeres fueron al sepulcro, y en él no encontraron el cuerpo de Jesús. En esto se basa el lenguaje en que los discípulos podían expresarse. Querer precisar más es aventurarse en el terreno de hipótesis, olvidando que la resurrección es objeto de fe y no ciencia. El interés de la fe en Cristo resucitado va por otro camino» (p. 319).

Deseamos hacer ver que tanto la fe como la ciencia no pueden permanecer ajenas a la relación entre el cuerpo resucitado de Jesús y su cadáver, que estaba en el sepulcro, a pesar de este ambiguo y extraño parecer de Dufour, que precisamente por este punto levantó en Francia una aguda polémica. Hacemos constar, otro parecer extraño, si se une con ése; Dufour rechaza (al menos en la edición española, posterior a la nota del Episcopado, no sabemos si en la edición primera francesa) la frase, que llega a ser típica por lo extravagante en alguno, de que tal vez podría hallarse, sin detrimento de la fe, algún día «el esqueleto de Jesús en el sepulcro» (p. 320, nota). Creemos que todo este problema es de gran importancia en la dogmática católica, y aun en el lenguaje humano elemental. Ha de hablarse sin ambigüe¬dad de las verdades, aunque nos sobrepasen, pues de lo contra¬rio nunca se resuelven los problemas ni puede quedar satisfecho el pensamiento humano.


1. La fe y la identidad con el cadáver

El cuerpo glorioso resucitado es numéricamente idéntico al cadáver

Comencemos por lo más importante y grave, que, sin duda, es el campo dogmático de la fe recta. Examinemos si podría con¬cordar con su plenitud revelada quien quisiese interpretar que el cadáver de Jesús, en su nueva vida distinta y superior (aunque nunca como en los casos de resurrección de Naim, Jairo o Láza¬ro), podría de algún modo no ser idéntico numéricamente con el cuerpo glorioso del resucitado. Al pronunciar la palabra «numé¬ricamente» queremos expresar, con un término de valor humano y filosófico, la real identidad material (aun cuando la materia se transforma) de cadáver y cuerpo glorioso, como un solo y mismo objeto material, aunque en situación y estado diverso de muerte y vida, y ésta nueva también y diversa. Desde luego, si no es uno mismo en identidad, resulta lo que se pretende, que la resurrec¬ción no es un hecho histórico, que ya hemos expresado de qué forma puede entenderse.

Tomemos, en primer lugar, algunos datos del pensamiento de los autores sagrados. En la interpretación de su pensamiento no parece que puede caber duda acerca de la identidad, que, por lo demás, hay que reconocer que pertenece a su mente, ya cuanto a su forma antigua hebrea, que suponía en el AT la plena unidad de alma y cuerpo (y en toda sana filosofía, podríamos decir, el alma da vida actual al cuerpo y lo organiza), ya en cuanto a la nueva mentalidad helenizante extendida entre los judíos, que supone la distinción entre espíritu y cuerpo orgánico. Esta ha invadido también las mentes del tiempo de Jesús apóstoles, y no por ser posterior ha de ser menos verdadera, sino más bien como un avance del pensamiento.

Tal distinción, admitiendo el espíritu como inmortal a diferencia del cuerpo que muere, se hace patente en Jesús mismo y en san Pablo (1 Cor 5, 6-80; 2 Cor 12, 2-3). La S. Congregación de la Fe, el 17 mayo 1979, publicó un documento sobre cuestiones de Escatología, aprobado por Pablo VI, cuyo punto 3 dice en el original latino: «La Iglesia afirma la continuación tras la muerte de un elemento espiritual, el Yo, que carece durante ese tiempo (interim carens complemento sui corporis) del complemento corporal» (AAS, 1979, 941). Esto estaba ya comprendido en la defini¬ción de Benedicto XII, sobre la inmediata adquisición del des¬tino eterno del alma, sin esperar a la resurrección final (Denz 530-31).

Textos del NT sobre identidad numérica

No estará de más que notemos algunos textos importantes del NT, que exigen la identificación del cadáver con el cuerpo glorioso en vida nueva, en la identidad numérica. El notable dis¬curso de Pedro el día de Pentecostés, y su argumentación, es el más antiguo testimonio de esta identificación, y corresponde al de la resurrección (a sólo cincuenta días) y de su impacto en las mentes del pueblo, que además (no lo podemos olvidar) se componía en sus miles de oyentes de pueblos y razas y mentalidades diferentes, pero todos hombres (Act 2, 9-11). Pedro, ante la gran multitud reunida ante el cenáculo atraída por los ordinarios fenómenos sucedidos, les habla «con confianza» de un hecho relacionado con el salmo 15(16) de David, y luego del salmo 109. ¿Cuál es el hecho que menciona? David dice en el Salmo: «No permitirás que tu Santo vea la corrupción» (Sal 15,10).

Aunque el texto hebreo pueda decir «vea la fosa», es evi¬dente que habla de la permanencia en el sepulcro, como han tra¬ducido los LXX al griego, pues no se puede pretender que el Salmista pida la inmortalidad, evitando totalmente para siempre la fosa o sepulcro. Si habla del sepulcro (la fosa) es porque es el signo de la corrupción del cadáver, y así de la desaparición total de los restos del hombre. Hay que añadir que los LXX, traduc¬tores clásicos al griego, con gran autoridad común en esta ver¬sión célebre, eran (sean quienes hayan sido), perfectos conoce¬dores del hebreo y del griego, y no es de creer que hayan cam¬biado arbitrariamente una cosa por otra. El cambio se debe a que esta idea de la corrupción era el verdadero sentido del verso, y está implícita en su texto, y es la que le da valor real.

Entonces alega simplemente: «El sepulcro de David se halla entre nosotros «hasta el día de hoy». Es una alegación en presen¬cia de miles de oyentes, que conocen la verdad de lo que se dice. Históricamente cierta o no, la realidad del sepulcro de David (y en un punto como éste de una gloria nacional tan grande, no se puede pensar que haya engaño), muestra con deslumbrante claridad el pensamiento de Pedro. Está el sepulcro, y todos enten¬demos que dentro de él están los restos del rey David, autor del Salmo. Si a los tres o cuatro días se descompone el cadáver entre los judíos, aun el de los reyes (pues no hay señales de que practicasen un embalsamiento como el de las momias egipcias), no puede el autor del Salmo haber anunciado con verdad que no verá la corrupción, pasados ya mil años de la muerte propia.

¿De quién habla pues el Salmista, inspirado por Dios, al hacer esta afirmación en su canto sobre el Amado de Dios? No de otro sino de su célebre sucesor esperado, que es el Mesías «Como profeta habló de la resurrección del Cristo (Mesías) que es éste Jesús» (Act 2, 31-32). Así, Pedro señala el sepulcro de Jesús, que todos conocían por los rumores difundidos por los soldados y porque era Jesús un profeta recientísimo conocido de todo el pueblo, y afirma que este sepulcro no contiene un cadá¬ver corrompido, sino que está vacío de cadáver. Su argumenta¬ción es admitida en silencio por varios miles de oyentes. No se hubiese atrevido Pedro a decir esto si el cadáver estuviese en el sepulcro, y pudiese alzarse una voz contradictoria de irrisión, alegando una mentira. Pasados varios años, Pablo utilizará pre¬cisamente el mismo argumento en Antioquía de Pisidia, con lo que muestra el valor del texto para los apóstoles (Act 13, 34-37). Los evangelistas, al hablar de la resurrección de los muertos, la escatológica, que se hace por la fuerza de Jesús resucitado, dicen expresamente que «salen de los sepulcros», tanto san Juan como san Mateo (Jn 5, 28-29; Mt 27, 53). O sea que salen sus propios cuerpos, aunque en el caso universal sea un misterio para nosotros, del cual ahora no tenemos que ocuparnos, por no ser su lugar. Pero no tenemos más remedio que pensar en el caso del propio Jesús, cuyo cadáver estaba en el sepulcro: ¿Cómo podrían entender que Jesús resucitado no salió del sepulcro?

Esta misma mentalidad es la de Pablo en su carta a los Corintios cuando proclamaba el célebre kerigma del c. 15: «Murió - fue sepultado - y resucitó al tercer día» (1 Cor 15, 3-4). Pretender separar las dos ideas claves de la frase, la de sepultura y la de la resurrección, como independientes entre sí, parece ignorar una elemental exegesis literaria. Para Pablo es el cuerpo sepultado el que resucita al tercer día, dejando el sepulcro.

Esta identificación numérica del sepultado como cadáver con el cuerpo glorificado en la nueva vida aparece de modo patente en otro texto paulino, lleno también de resonancias dogmáticas, en la última carta del apóstol, que es la segunda a Timoteo «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de los muertos, de la descendencia de David, según mi evangelio» (2 Tim 2,8). Este dato de la fe de su evangelio, no se puede dividir en el texto, como si dijese: «El que ahora ha resucitado fue en vida del linaje de David» No. Lo que dice es que el que ahora ha resucitado sigue siendo del linaje de David, después de su resurrección, es decir conserva sus características humanas como tal hijo de David según la descendencia corporal, aun después de haber resucitado. Señala Pablo que después de la resurrección sigue perteneciendo a la raza humana, según su determinado linaje y descendencia de Hijo de David.

Se debe añadir que la forma de proclamar la resurrección: «viniendo de los cadáveres» (ek nekrón) es típica de Pablo al hablar de la resurrección, y muestra su convicción personal. Los resucitados, y Jesús el primero de todos, vuelven del reino de los cadáveres (nekrós-oú) a la nueva vida. Del mismo modo expresa este dogma san Ignacio de Antioquía, en relación con la Eucaristía: «Quiero el Pan del cielo, que es la carne de Jesu¬cristo (sarx), el cual viene del linaje de David». (Rom VII, 3.) El Jesús de la Eucaristía, que es el resucitado, es para Ignacio «carne del linaje de David».

Con una concepción semejante dirá brillantemente el Crisóstomo, hablando de la resurrección de Pedro y Pablo, desde Roma, donde están sepultados: «No resplandece el sol al enviar sus rayos, como resplandecerá la ciudad de Roma enviando estos dos fulgores por toda la tierra. Considerad y admirad qué espectáculo ha de ver Roma. De aquí saldrá Pablo, de aquí Pedro. De repente, saliendo del sepulcro Pablo con Pedro, subi¬rán al encuentro del Señor. ¿Oh, qué rosa enviará Roma hacia Cristo!» (In epistol. ad Rom. sermo 22).
2. Resucita un cuerpo humano orgánico

El cuerpo resucitado es un cuerpo orgánico

Para que no quede duda alguna en lo que queremos afirmar sobre el cuerpo resucitado, no diremos solamente que Jesús resucita con un cuerpo real, sino que diremos concretamente que resucita con un cuerpo humano orgánico. Es decir que su cuerpo resucitado es un organismo físico de la especie humana, aunque con algunas condiciones físicas modificadas. Tal organismo humano debe tener, si es de la especie humana que fue la de Cristo, y es la nuestra, todos aquellos órganos que corresponden a la fórmula genética, que es la clave de la especie humana. Tal organismo, en Jesús de Nazaret, es del sexo masculino aun habiendo nacido de una mujer virginalmente, lo cual supone otro milagro, pues la mujer sólo por el concurso del varón obtiene para el hijo el carácter masculino (XY). Ni basta que mantenga la fórmula genética humana, como la mantiene, por ejemplo, un feto sin su completo desarrollo, sino que debe ofre¬cer el complejo organismo de miembros exteriores y órganos interiores que forman un verdadero cuerpo humano masculino desarrollado y viril. Si no los tiene, no es pleno hombre, pues no podemos suponer que le falten por defecto.

El culto al Corazón de Jesús

Que el cuerpo resucitado de Jesús siga siendo un organismo humano, aparece con toda claridad en el culto con que la Iglesia oficialmente venera (litúrgicamente, con Misa y Oficio de rango de Solemnidad) al Corazón de Jesús. La doctrina de Pío XII en la Haurietis Aquas muestra con evidente claridad que la Iglesia adora el Corazón humano de Jesús resucitado, por estar unido hipostáticamente con la persona divina del Hijo, lo mismo que el resto de su cuerpo. Y esto no sólo en su vida mortal, sino también actualmente, tras su resurrección, sentado a la derecha en la gloria del Padre (H. Aquas, AAS, 1956, 310, 316, 323-4, 334, 337,344). Aunque lo venera como signo humano del Amor.

Antiguamente Orígenes, defendiendo, al parecer, respecto de la resurrección una concepción espiritualista, a la que, sin pensarlo, se acercan algunos teólogos o exegetas modernos en este punto, afirmó que los cuerpos humanos resucitan «esféricos». Tan extraña concepción, que asemejaba a los resucitados a los ángeles, de los que antiguamente se pensaba que son los que mueven las esferas celestes en su rotación universal, rechazada por la Iglesia en cuanto a la resurrección, con una condena de la tesis origeniana que hoy hace asomar una sonrisa en el labio del lector moderno.

La condena de Orígenes

El papa Vigilio, en las difíciles circunstancias provocadas por dominio absoluto del emperador Justiniano en Bizancio (Constantinopla), suscribió la condena de algunas proposiciones de Orígenes, y entre estas condenas afirmó lo siguiente: «Si alguno dice o siente que en la resurrección de los cuerpos de los hambres, resucitarán en forma esférica, y no confiesa que resucitaremos rectos, sea anatema». (Denz B. n. 207, año 543.) Es evidente que bajo la curiosa fórmula «resucitaremos rectos» se quiere significar, como contrapuesta a «esféricos», que los cuer¬pos humanos resucitarán según su propia forma y condición orgánica.

Tal afirmación que proponemos, de cuerpos orgánicos resu¬citados, con organismo propiamente humano, en pleno desarro¬llo de miembros y órganos, aparece clara en el primer resucita¬do, modelo de todos, Jesús de Nazaret, conforme a sus aparicio¬nes evangélicas. Tiene figura humana externa como antes, su rostro es conocido e identificable, tiene miembros y cabello como antes, habla con voz audible y con el tono y timbre cono¬cidos y afables, camina, se sienta, bendice, hasta come, aunque es claro que su nueva condición no necesita la digestión para ali¬mentarse, como hasta ahora.

Como veremos en seguida, y esto es de importancia capital, es un cuerpo con sangre en sus venas. Las heridas de pies, manos y costado, abiertas y patentes, muestran su carne y aun los mis¬mos huesos (Lc 24, 34) comprobables al tacto, al que invita. Tiene así esqueleto humano en su cuerpo de carne. ¿Qué podre¬mos decir que le falta de lo humano? Si algo normal en cualquier nombre le faltase, deberíamos decir que no es ya un hombre de nuestra especie cro-magnon, como lo ha sido por concepción y nacimiento, descendiente de Adán, sino un ser de otra especie, un hombre monstruoso o defectuoso, o un espíritu de cuerpo solamente aparente.

Cuando Jesús dice en el evangelio a los saduceos que en la resurrección los hombres serán como los ángeles del cielo (isángeloi: Lc 20, 36; cf. Mt 22,30; Mc 12,25), se refiere expresa y exclusivamente al no empleo en el cielo, ni aun tendencia, de la fuerza corporal de procreación, que se excluye del cielo como acción innecesaria en el término de la resurrección; pero tampoco significa que faltasen tales órganos masculinos o femeninos en el organismo humano resucitado, pues no sería humano si faltasen, en una especie de mutilación eunucail celeste.

Jesús dice a sus apóstoles: «Ved que no soy espíritu (fantasmagórico), pues tengo huesos y carne» (Lc 24, 39). Es que los discípulos en su asombro pensaron, conforme al pensamiento popular (como se ve en el lago de Genesaret, cuando Jesús anda sobre las aguas), que Jesús era un espíritu o fantasma. Jesús lo niega expresamente, aludiendo a sus huesos. El tiene carne y hueso ahora de nuevo (cfr. Act 12, 15).

Que éste es el concepto que la tradición ha tenido de la resu¬rrección de Jesús, en carne y hueso, como antes, aunque cam¬biado su estado de gloria, se puede probar con numerosos textos patrísticos, que de acuerdo con los textos evangélicos nos ha legado la tradición. Bastan estas muestras de Agustín:

«¿Por qué se proclama con tan grande fe que Cristo subió al cielo con cuerpo? Porque muchos milagros atestiguaron el gran milagro que no podemos negar: que Cristo subió al cielo con la carne en que resucitó» (De Civ. Dei, 22-8,1: PL 41,760).

Todavía más concretamente afirma Agustín, siguiendo la afirmación contenida en Lucas sobre los huesos de Jesús:

«No oigamos a los que niegan que Cristo resucitó con el mismo cuerpo que fue depositado en el sepulcro. Si no hubiese sido el mismo, él no hubiese dicho a sus discípulos: «Tocad y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24,39). Es un sacrilegio creer que el Señor, que es la Verdad, ha men¬tido en cosa alguna» (De agone christiano, PL 40,304).

Y en el tratado sobre san Juan:

«Verán al que traspasaron. Aquí se promete qu Cristo vendrá al Juicio en la carne en la que fue crucificado» (In Ioan. tr. 120, 3; PL 35, 1954).

Y el sentido católico nos dice que no es posible que Cristo dejase la carne que le hacía hijo de María, a la que también llevó a la gloria. Una santa escritora, santa Brígida, mantiene con firmeza esta misma fe tradicional, cuando escribe: «Bendito sea, Señor Jesús, que te sientas sobre el trono en el reino de los cielos, con la gloria de tu divinidad, volviendo corporalmente con tus miembros santos, que tomaste de la carne de la Virgen» (Libro de las Revelaciones, 2, or. 2).

Señalemos de nuevo que tal glorificación de los miembros recibidos de la carne virginal de María es necesaria para que Jesús resucitado pueda ser dicho con verdad, «del linaje de David, Hijo de David», como hemos visto afirma san Pablo que ha resucitado. Y san Ignacio de Antioquía con firmeza: «Quiero el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, del linaje de David» (adRom, 7,3).

Y es que cuando Jesús afirma frente a sus adversarios en el Templo, en su célebre profecía de resurrección entendida por todos ellos, y que le fue objeto de burlas en la cruz y ocasión de poner la guardia de soldados al sepulcro, (un logion de los mejor testificados y seguros de su boca), que si ellos destruyen el Tem¬plo de su cuerpo, El lo levantará de nuevo en tres días. Jesús habla de levantar el mismo Templo que habrán destruido, que es su cuerpo resucitado. No podría decirlo, si hubiese tomado otro cuerpo, dejando el destruido mortalmente destrozado en el sepulcro. «Hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2, 21), dice expresamente el evangelista, y quizás porque lo señaló con la mano, o por otro modo, todos lo entendieron, según hemos dicho. Esto se muestra también en el hecho de haber conservado las cinco llagas, gloriosas, indoloras e inmortales, como el más cierto testimonio de que ha resucitado con el mismo cuerpo que tenía, intocado por la corrupción, al tercer día de la muerte, de la sepultura embalsamada con aromas.


3. Verdades de la fe conexas con esta identidad

Veamos esta fe de identidad en algunos documentos oficiales de profesión de fe católica. Esta es la fe de la Iglesia, que expresó el célebre Concilio XI de Toledo, en su Símbolo- «Salva la divinidad, padeció la pasión misma por nuestras culpas y condenado a muerte y a Cruz, sufrió verdadera muerte de la carne, y también al tercer día, resucitado por su propia virtud, levantó del sepulcro» (Año 675, Denz. B., 287). Esta es la fe que todavía proclama la antífona del Oficio, al decir: «Resucitó del sepulcro, aleluia», en el oficio aprobado últimamente tras el Vaticano II para el rezo en la Iglesia. Esto, ¿cómo sería verdad si su cuerpo no hubiese resucitado desde el sepulcro?

Esta es la fe de la Iglesia, que en el Concilio de Lyon II en la profesión de fe presentada al emperador griego Paleólogo para la unión, dice de la resurrección de Jesús: «Al tercer día resucitó de entre los muertos, con verdadera resurrección de su carne, y el día cuadragésimo subió al cielo con la carne en que resucitó y con el alma» (año 1244, Denz B. 462). Esta es la fe de la Iglesia, recordada por Benedicto XII en su decreto definitorio de la eternidad e inmediatez de la vida eterna, premio o castigo, donde dice de la resurrección general: «El día del juicio todos los hombres comparecerán ante el tribunal de Dios, con sus pro¬pios cuerpos para dar cuenta de sus propias acciones» (año 1336, Denz B. 534; cf. 2 Cor 5, 10). Palabras en que es más difícil explicarlo de los cuerpos de todos los hombres, pero no del de Jesucristo, su modelo, cuyo cuerpo estaba aún intacto en la resu¬rrección.

La primera condición de Adán

Y vengamos ahora a algunas verdades de la fe importantes, que exigen también que el cuerpo de Jesús resucitado sea el mismo organismo que fue sepultado en el sepulcro en la sábana, y resurgió luego de muerto glorificado. Recordemos la condición primera del padre del género humano Adán, antes de su pecado que nos propone la verdad de su inmortalidad. Esta verdad pertenece a nuestra fe acerca de los dones concedidos al primer hombre, que los perdió con su pecado.

Expresamente lo recuerda la Sabiduría: «Dios no hizo la muerte... porque creó al hombre inmortal, más por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sab 1, 13; 2, 23-24). Recientemente Pablo VI en su fórmula plenaria llamada del Pueblo de Dios, de 1968, dice del primer hombre que «estaba exento del mal y de la muerte» (AAS, 1968, 439, n. 16), doctrina que no hace sino ratificar la fe dogmáticamente expresada en el Concilio de Trento (Denz. 788,791), que es la doctrina que san Pablo ha expresado en un texto clásico sobre la introducción de la muerte en el género humano por el pecado (Rom 5, 12).

Todo ello, ¿qué otra cosa es sino la explicación de la página del texto primitivo de la revelación, sobre el primer hombre, en la tradición mosaica judía (Gen 2, 17; 3, 3-4.19)? Ahora bien, establecida la inmortalidad del primer hombre antes del pecado, queda por preguntar ¿cuál hubiera sido el fin de la vida humana en tal condición? Aunque haya autores que han escrito que el hombre hubiese todavía muerto de una muerte «no desgarran¬te» o sea parecida a una dulce muerte extática de amor, seguida inmediatamente por la resurrección gloriosa, tal opinión no parece sino sofisticada en demasía.

Queda como explicación normal del final humano en aquella condición, la de que el hombre hubiese sido transformado en gloria directamente en vez de morir, para poder entrar en el tér¬mino de gloria preparado para él. Ello significa que el destino del cuerpo humano era, sin dejar de ser tal cuerpo, quedar en un nuevo estado glorioso. ¿Acaso la resurrección va a ser menos para el cuerpo que su primitivo destino, ya que la resurrección es según el modelo de Jesús? Luego el resucitado toma un cuerpo orgánico humano, el mismo que tenía, pero transforma¬do.

La doctrina de san Pablo sobre la resurrección

Y la mejor prueba de que esto es así en la nueva situación, en que intervienen la muerte y la resurrección, la tenemos en la doctrina de san Pablo. No se produce en el hombre nuevo, una «descorporación» en la resurrección, sino un perfeccionamiento del antiguo cuerpo. No se puede pensar que el cuerpo orgánico de Adán hubiese sido abandonado como objetivo ya inútil, pues entonces no sería hombre el glorificado. Esta misma doctrina se muestra en la descripción paulina de la transformación de los cuerpos glorificados, del mismo modo que en Adán antes del pecado, en los cuerpos de los que vivan en tiempo de la Parusía, o segunda venida gloriosa de Jesús desde el cielo. En dos de sus epístolas trata este tema de la resurrección, con ocasión de la segunda venida, y en ambos casos, en el texto original, dice lo mismo. Helos aquí:

«Os decimos esto como palabra del Señor: nosotros los que (entonces) vivamos (o vivan), los que quedamos hasta la Venida del Señor, no nos adelantaremos a los que murieron... los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar; después, nosotros, los que vivamos (entonces), los que quedamos en vida (los que queden entonces), seremos arrebatados en las nubes junto con ellos al encuentro del Señor» (1 Tes 4, 15-17).

«Mirad. Os revelo un misterio. No moriremos todos, mas todos seremos transformados. En un instan¬te, en un pestañear de ojos... los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados (los que vivan entonces). Pues es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Cor 15, 51-53).

La doctrina de ambos textos es la misma, y en el primero, de su primera carta apostólica, Pablo la enseña como «palabra de Señor», aunque no tengamos nosotros el texto de esta enseñara de Jesús. Esta doctrina es calificada de «misterio». Su contenido es que en el día de la Venida de Cristo a juzgar a los hombres en el instante final, cuando los muertos resucitan, la generación que entonces quede viviente sobre la tierra no morirá, sino que será directamente transfigurada al estado glorioso, como los que resucitan, pero sin morir. Vuelve a la última generación el privilegio de inmortalidad de Adán, mas con vejez. En primer lugar resucitarán todos los muertos de las generaciones anteriores, y en un instante posterior a ellas, la generación que esté viva sobre la tierra, será transformada e estado glorioso, sin morir.

Hay que preguntar: ¿se podría ni siquiera pensar que los así directamente transformados sean despojados de su propio cuerpo y organismo humano, para tomar otra forma cualquiera? En este caso habría que decir correctamente que morían, al perder su cuerpo humano. ¿Podría tal cambio de forma corporal llamarse transformación semejante a la resurrección? ¿Qué forma tomarían o podrían tomar? Este argumento exige que los muer¬tos resuciten también con la misma forma humana que han tenido antes, para que sean todos iguales. Y como todos resuci¬tan o se transforman a ejemplo del modelo Jesús, quiere decir que su cuerpo estaba intacto en el sepulcro a los tres días, y fue tomado en vida nueva y con diversa gloria que antes, pero el mismo organismo en integridad.

Tal argumento debe también ser aplicado a la Asunción de María, cuyo cuerpo ha sido glorificado y está en los cielos, y aun¬que haya una tradición que haya sostenido que murió de muerte extática: sería en este caso participante de la forma de transfor¬mación de la última generación. Sin embargo, aunque no consta en la definición dogmática de Pío XII cuál de las dos maneras fue elegida por el Señor para su Madre, no cabe duda de que toda la tradición, y los textos de la liturgia, suponen que pasó por la muerte a ejemplo de su Hijo, y resucitó seguramente al tercer día a su ejemplo: Pío XII incluye textos que suponen la muerte. En ambos casos es un organismo humano, masculino o femenino, el que se halla glorificado.

La verdad de la afirmación de que el cuerpo de Jesús resucitado es de la misma carne que lo era el mortal hasta la resurrección, lo afirma muy rotundamente el Papa Inocencio III en la profesión de fe propuesta, para ser aceptada, a Durando de Huesca y sus compañeros de la secta Valdense. He aquí el texto que merece por su claridad figurar de modo destacado en esta serie de afirmaciones:

«De corazón creemos, y con la boca confesamos que la encarnación de la divinidad no fue hecha en el Padre ni en el Espíritu Santo, sino en el Hijo solamen¬te... de forma que teniendo verdadera carne de las entrañas de la madre y alma humana racional, era jun¬tamente Dios y hombre, una sola Persona, un solo Hijo, un solo Cristo, un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo, autor y rector de todas las cosas. Nacido de la Virgen María con carne verdadera por su naci¬miento, comió, bebió, durmió y, cansado del camino, descansó, padeció con verdadero sufrimiento de su car¬ne, murió con verdadera muerte de su cuerpo, y resu¬citó con verdadera resurrección de su carne, y verdadera vuelta de su alma a su cuerpo; y en esa carne, después que comió y bebió, subió al cielo, y está sentado a la diestra del Padre; y en aquella misma carne ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos» (año 1208, Denz 422).

La Eucaristía

Llegamos ahora a otro misterio fundamental de la fe, centro de la Iglesia de Cristo, y que exige que haya resucitado con carne y sangre verdadera, que es el misterio de la Eucaristía. Este dogma no puede sostenerse con verdad, si Jesucristo no tomado en la resurrección un verdadero organismo humano, aunque transfigurado, pero de carne y sangre, el de la Eucaristía. Pues Jesús en la Cena, según la fe de la Iglesia, y cumplió la promesa hecha antes en Cafarnaum, instituyó el doble misterio sacrifical de su carne y de su sangre. Mudó el pan en carne, en aquel instante todavía mortal, y el vino en su sangre, entonces derramable.

Sabemos que en cada especie se halla el Cristo entero, y que separación misteriosa o mística de carne y sangre en este sacrificio es un signo verdadero de lo acontecido en su Pasión y muerte. Ahora, en el sacramento no se separan la carne y la sangre, pero creemos católicamente que en el sacramento se hallan la carne y la sangre humanas que se separaron en la dolorosa redención, en virtud de sus sagradas palabras, repetidas por los sacerdotes católicos en la consagración. Ningún católico puede dudar de que Jesús prometió que daría a comer su carne y a beber su sangre, y que esto hay que entenderlo propiamente de su verdadera carne en el alimento místico, y de su verdadera san¬gre en la mística bebida. Comer su carne, en verdad, y beber su sangre ha sido declarado por el propio Jesús condición necesaria de vida eterna (al menos en los adultos), condición de verdadera resurrección y verdadero alimento y bebida, por la que el hom¬bre queda estrechamente unido con El (Jn 6, 53-58).

Nos basta la doble afirmación de la fe sobre la carne y la san¬gre del Señor en el prodigioso hecho de la doble transustanciación. Pero, ¿qué quedaría del misterio eucarístico si en la resu¬rrección Jesús no toma y tiene su verdadera carne humana, la misma que tuvo, y su verdadera sangre de redención, que se ver¬tió por nosotros, la que tuvo antaño? Y la carne no es sola mate¬ria, sino carne vivificada por el espíritu humano creado por Dios en cada hombre, el alma humana.

Así en la Eucaristía se encuentra, y lo recibimos al comulgar, la carne viva de Jesús resucitado, vivificada por su alma humana inmortal (la misma creada en el instante de su concepción virginal), y por sus venas corre la sangre verdadera y humana de Jesús, cuyo derramamiento, provocando la muerte de Jesús, causó nuestra redención eterna. Necesariamente, pues Jesús resucitado tiene cuerpo vivo, con alma, y sangre en sus venas, como la persona divina, que es la del Hijo. La sangre es cierto que fisiológicamente tiene como función la de repartir el oxígeno por el cuerpo, y renovarlo por la respiración. Pero además de esta función, que en la resurrección es ya inútil en la vida inmor¬al, tiene un valor simbólico de signo vital. Y el caso es que Jesús afirma que los cristianos tienen que comer su carne y beber su sangre y los sacerdotes la consagran con sus palabras.

Ahora bien, en el sepulcro el cuerpo yacía prácticamente exangüe y con la sangre no líquida ya, después de varias horas de la muerte. ¿Cómo recuperó la sangre suya el resucitado? Porque no se puede pensar que sea una sangre nueva y equivalente, que no sería la de la redención. También es necesario hablar de la persona divina de Jesús. El cadáver de Jesús no es como el de cualquier otro hombre, del que no quedan sino los restos, pues al faltar el alma no hay persona en él. Pero en Jesús la es distinta del alma y de su unión con el cuerpo. Es divina permaneció unida con el cadáver.

Por eso, al dar el soldado la lanzada, se verificó un misterio divino, en el sentido estricto de la palabra. Porque el cadáver estaba en la cruz unido a la persona de Jesús. Era sangre divina la que Juan vio salir del costado del Señor. De lo contrario no sería un misterio, en el sentido riguroso de esta palabra. Y lo mismo hay que decir de la persona unida al cadáver en el sepul¬cro. Los cadáveres de los demás hombres no son sino sus restos al haber perdido su complemento vivificador del alma. Pero en Jesús, aunque también ha perdido el alma, sigue siendo Jesús cadáver, porque su persona está unida con él.

No es necesario, sin embargo, que la persona divina siguiese unida con la sangre derramada, en cuanto ya no pertenecía al ser viviente. Tenemos un ejemplo de esto en la Sábana Santa de Turín. Se puede decir que las manchas de sangre, coagulada o no, que en ella claramente se advierten, no son ahora sangre divina, aunque sí lo fueron. Son sangre de redención no recupe¬rada, para dejar una muestra del amor. La ciencia ha reconocido prácticamente que el lienzo funerario es el de Jesús. Este lienzo, además de la figura frontal y dorsal grabada, según ahora se expresan los científicos, por modo de irradiación lumínico-térmica instantánea, o con palabra vulgar «chamuscadura», ofrece indudables manchas de sangre verdadera y humana en las heri¬das, sangre en su mayor parte coagulada, seca, y en alguna zona difundida todavía fresca en el lienzo. De ello hemos hablado en el libro sobre dicha Sábana Santa. Esta sangre ahora ya no es pues no pertenece al resucitado, sino que es reliquia de la redención. La ciencia nos pone ante la frontera del prodigio.

El dogma de la Parusía

Nos queda finalmente el dogma de la Parusía o segunda venida del Señor desde el cielo, con sus ángeles y santos, para juzgar a los hombres vivos y muertos, como hemos dicho. Los ángeles en la Ascensión dijeron a los apóstoles que miraban al cielo: «Este Jesús que habéis visto marchar, volverá del mismo modo que le habéis visto ir.» Sería absurdo pensar que Jesús vuelva a juzgar a los hombres, con ángeles y santos, en una figura que no sea humana. Vendrá con su verdadero cuerpo resucitado. Y será visión universal. Todos le verán. Su rostro expresará majestad de Creador, justicia de Juez y misericordia de Redentor.

San Juan dice de los judíos que le dieron muerte: «Verán al que atravesaron» (Jn 19,37), palabras que se cumplen también en todos los hombres porque todos «pusimos en él nuestras manos». Pero en el Apocalipsis, hablando de la segunda venida del mismo que fue herido en la cruz con la lanza, dice: «Viene en las nubes y le verá todo ojo, y los que le atravesaron» (Ap 1, 7). Es, pues, una visión universal, que se convierte en amor en los que le atravesaron, y en condena en los que le odiaron. «Llo¬rarán sobre él todas las tribus de la tierra» (Ap ib.). La universa¬lidad de las expresiones no dejan lugar a duda. Será visible para todos, y todos le verán, y esto indudablemente en forma humana con la herida abierta en el pecho resplandeciente.

Esto mismo han puesto en su propia boca todos los evangelis¬tas en el juicio ante Caifas, cuando advierte: «Verán venir (al Hijo del hombre) con poder y majestad.» (Mt 26, 64; Me 14, 62; Lc 21, 27; cf Mc 13, 26). En todos estos textos Jesús dice que le verán venir. Ahora bien, los hombres ven con los ojos, y ven figuras corporales, que reconocen. Todo concurre a la firme afirmación: Jesús ha resucitado del sepulcro, y ha transformado el cadaver en gloria, dejando en él las principales señales de la gran batalla de la redención, las cinco llagas, en especial la del costado. Recordemos la palabra de Agustín, que hemos citado: «Verán al que atravesaron. Aquí se promete que Cristo vendrá en la carne en que fue crucificado.» (In loan. 120, 3.)

Podemos añadir, pues hemos mencionado el libro de Dufour, que llama la atención que no haya señalado, al exponer su extraña opinión, ninguno de los puntos dogmáticos que aquí citamos. Los relatos de la visita de Pedro y Juan al sepulcro, y su hallazgo de los lienzos en el mismo, que comprobaron para ellos la resurrección, así como la escena de Tomás, al comprobar con los demás apóstoles por el tacto las llagas del crucificado resucitado, han sido tratados en su libro con rápida lectura, pasando por alto todas las consecuencias contra la tesis corporal que él había sustentado.

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