En esta parte del libro analizamos dos capítulos: 1º.- El nuevo estado corporal y 2º.- La Transfiguración de la vida.
La resurrección de Jesús del sepulcro no fue una simple rea¬nimación del cadáver, como lo fue la de Lázaro, o la del hijo de la viuda de Naim, a quienes Jesús resucitó de la muerte
En el primer capítulo examina el P. Igartua las cua¬tro dotes nuevas de Jesús: claridad, agilidad, sutileza e impasibili¬dad o inmortalidad.
Claridad: Es luminosidad exterior, que proviene al cuerpo como participación de la gloria especial del alma, que se manifiesta en el esplendor luminoso de la irradiación.
Agilidad o ligereza: Permite a los cuerpos gloriosos el tras¬lado rápido de un lugar a otro a voluntad, y también la liberación de las leyes de gravedad, como se ve en la Ascensión del Señor.
Sutileza o penetración: Es clásicamente considerado como la cualidad por la cual los cuerpos gloriosos pueden atravesar los objetos materiales.
Impasibilidad e inmortalidad: La inmortalidad y la impasibilidad le fueron concedidas a nuestros primeros padres como dones preternaturales, Jesús de Nazaret por ser Dios aunque por milagro ocultó la impasibilidad, después de la Resurrección, por la participación de la divinidad y de la gloria ya no se ocultarán nunca más.
El cuerpo y el nuevo estado
Si resumimos finalmente la condición gloriosa del cuerpo resucitado de Jesús de Nazaret, debemos decir que su cuerpo permanece inmutable en su nueva condición, y no necesita la renovación permanente, que tenía, como el nuestro, en su vida mortal.
Su nueva condición gloriosa le comunica en forma habitual y permanente, dependiente de su voluntad, el esplendor de la cla¬ridad luminosa, la libertad de movimientos y desplazamientos a voluntad, la capacidad de penetrar a través de cuerpos, que en nuestro estado ordinario actual son macizos e impenetrables, y la inmutabilidad vital y con ella la plena inmortalidad. «Ha¬biendo resucitado Cristo de entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte no le domina» (Rom 6, 9). Tales son las leyes que se deducen de lo que los evangelistas narran de Jesús resuci¬tado en sus apariciones de vida nueva
.TERCERA PARTE: UN NUEVO ESTADO CORPORAL
CAPÍTULO I.- UN NUEVO ESTADO CORPORAL
La resurrección de Jesús del sepulcro no fue una simple rea¬nimación del cadáver, como lo fue la de Lázaro, o la del hijo de la viuda de Naim, a quienes Jesús resucitó de la muerte, o en el AT el caso del hijo de la Sunamitis resucitado por Eliseo (2 Re 4, 32-37).
Características de la resurrección de Lázaro
• Jesús resucitó, por ejemplo, a Lázaro, haciendo que volviese de nuevo a la misma vida que tenía antes de morir.
• Lázaro, después de resucitado por Jesús, vivió la misma vida mortal que antes. Asistió como comensal al banquete dado en Betania en honor de Jesús por el milagro, pocos días más tarde. Y los enemigos de Jesús pensaron en la posibilidad de matar también a Lázaro (Jn 12, 2.10). Tan ciegos estaban, y al par, tan ciertos de que la nueva vida de Lázaro seguía siendo mortal, como antes.
• Su alma, separada del cuerpo en la muerte causada por su grave enfermedad, fue llamada con voz potente por Jesús para que volviese a la vida, con sublime autoridad.
• Y salió de la tumba envuelto en la sábana y con el sudario anudado al rostro, y las ataduras de pies y manos sobre la sábana, entre el olor del embalsamamiento y los aromas.
Características de la resurrección de Jesús
• La resurrección de Jesús del sepulcro al tercer día ofrece caracteres muy distintos.
• No es, en verdad, una simple reanima¬ción del cadáver.
• Es una resurrección trascendente, como lo será la última de todos los hombres. El alma humana de Jesús había sido ya glorificada en el momento mismo de su muerte, al ser entregada en manos Padre (Lc 23,46). Y al unirse al tercer día con el cuerpo sepultado en el sepulcro de Arimatea le comunica su nueva vida de gloria, fúlgida con la visión de Dios, y termina ya la humillación voluntaria o kénosis que explica San Pablo en Flp.
• El cuerpo de Jesús es así glorificado también, y queda en estado nuevo de gloria. Adquiere este nuevo estado en la vivificación por el alma, que está ya en plenitud de gloria.
• Sigue siendo un cuerpo compuesto de materia, carne y huesos en estructura y forma humana, como advierte el propio Jesús (Lc 24,39), pero este cuerpo material se halla espiritualizado (pneumatikós), es decir sometido a nueva condición y leyes que el cuerpo humano no tiene en este mundo mortal. San Gregorio Magno ha dicho lapidariamente, al explicar las nuevas dotes del cuerpo glorioso: «El cuerpo de Jesús resucitado es de la misma naturaleza que antes, pero con diferente gloria (eiusdem naturae, sed alterius gloriae» (Homil. 26 in Evangelia).
Debemos advertir que no tratamos ahora de las condiciones de la vida gloriosa de la resurrección final de los hombres, que expone san Pablo expresamente al tratar del tema (1 Cor 15,42-46).
Como tenemos en el propio evangelio expresadas las con¬diciones de vida o leyes del nuevo estado de Jesús, bastará con señalarlas deduciéndolas del mismo evangelio.
Veamos las cua¬tro dotes nuevas de Jesús, que clasificaremos, conforme a la divi¬sión más tradicional, en claridad, agilidad, sutileza e impasibili¬dad o inmortalidad.
1. La claridad o esplendor
Esta nueva condición es la más externa y visible de los nuevos cuerpos. Es su gloria y armonía, resaltando su belleza creada. Es luminosidad exterior, que proviene al cuerpo como participación de la gloria especial del alma, que se manifiesta en el esplendor luminoso de la irradiación.
Después de la resurrección no se describe ningún caso en el evangelio de tal gloria exterior del resucitado. Pero en la vida mortal de Jesús, y en especial relación con la resurrección, tenemos un glorioso episodio que la muestra con magnificencia.
La Transfiguración
En el relato de la Transfiguración del monte, acompañado el Señor en la noche por Moisés y Elias, se dice que los apóstoles Pedro, Santiago y Juan lo vieron. Los tres evangelios sinópticos dicen que los vestidos de Jesús, que suponemos eran blancos, aparecieron «blancos como la nieve», con ese resplandor que ésta da bajo la luz del sol (Mt 17, 2; Mc, 9, 2; Lc 9, 29). Esta luz provenía del cuerpo de Jesús, cuyo rostro «brilló como el sol» (Mt 17,2; Lc 9, 29). La luz de los vestidos era una iluminación proveniente del cuerpo luminoso. Por eso Mateo y Marcos dicen que se «metamorfoseó» (Mt 17, 2: Mc 9, 2), en tanto Lucas dice que su rostro tomó un aspecto diferente (Lc), y que tanto el pro¬pio Jesús como sus acompañantes Moisés y Elias estaban en «gloria y majestad» (Lc 9, 31-32).
Era un anuncio de su futura resurrección. Lucas nos dice que los tres personajes hablaban de su futura muerte en Jerusalén, y esta materia de conversación, que sin duda percibieron los tres apóstoles presentes, fue, según los otros dos evangelistas, prohibida en amonestación a los discípulos, por el propio Jesús, para que no la comunicasen a los demás «hasta que él resucitase de entre los muertos» (Mt 17, 9; Mc 9, 9; cf. Lc 9, 31). Sin duda, porque la claridad que les deslumbraba y confortaba, (Bueno es estar aquí dice san Pedro), era un signo de la futura resurrección.
Jesús mostró a sus tres testigos, cuál debería ser la gloria del cuerpo unido a la divinidad, y cuál sería después de la resurrección. Este fenómeno de la claridad de los cuerpos resucitados es aludido por Jesús mismo, cuando dice: «Los justos brillarán como el sol en el reino de mi Padre» (Mt 13,43- cf Sab 3,7;an 12,3).
Otros hechos relacionados: los ángeles y la Sábana Santa
Aunque esta gloria de la claridad luminosa no es mención expresamente en las apariciones de Jesús, sí indirectamente cuando dice Lucas que los ángeles que aparecieron a las mujeres en la tumba, para anunciarles la resurrección de Jesús, tenían un vestido refulgente (Lc 24,4).
Un testi¬monio inexplicado de esta gloria de esplendor parece mostrarse en la radiación que se piensa grabó la figura de Jesús en la Sábana Santa en el instante de la resurrección, luz o irradiación además chamuscante que no podía salir en la cueva oscura del sepulcro sino de su cuerpo, cuando accedía a la glorificación.
El rostro de Moisés quedaba radiante de gloria después de comunicarse con Dios, y para que lo pudiesen soportar los hijos de Israel hubo de cubrirse el rostro con un velo (Ex 34, 29-35; cf 2 Cor 3, 13).
El admirable testimonio de santa Teresa, en que habla de la primera visión interior que tuvo de Cristo, quien le mostró primeramente solamente una mano, y finalmente todo el rostro y cuerpo entero, que la santa ha expresado así: «Es como ver un agua muy clara que corre sobre cristal, y reverbera el sol, ...es la gran hermosura de los cuerpos en el cielo... es una luz muy diferente de la de acá, que la luz del sol parece deslus¬trada en su comparación» (Vida. c. 28).
La Virgen milagrosa, que se apareció a santa Catalina Laboure, emitía de sus manos rayos de luz admirablemente luminosos. Y más claramente en la aparición de Fátima, dice así la narración de Lucía describiendo lo que vio con intensidad y fuerza en la primera aparición: «Era una Señora vestida de blanco, más brillante que el sol, derramando una luz más clara que un globo lleno de agua cristalina atravesado por los rayos más ardientes del sol» Recordemos que la Virgen María está en el cielo con su cuerpo glorificado, según el dogma de la Asunción.
2. La agilidad o ligereza
El don de la agilidad permite a los cuerpos gloriosos el tras¬lado rápido de un lugar a otro a voluntad, y también la liberación de las leyes de gravedad, como se ve en la Ascensión del Señor. Este don también es concedido por milagro en este aspecto en la vida natural, como de Jesús narra el evangelio que anduvo sobre las aguas del mar, suspendiéndose así para él por un tiempo la ley de la gravedad, que le hubiera arrastrado al fondo del mar. Y aún fue concedido por Jesús a Pedro a petición suya en forma de milagro, aunque Pedro no se mantuvo constante en la fe que el milagro exigía, y comenzó a hundirse (Mt 14, 25, 29.30).
Otro caso notable lo tenemos en los Hechos de los Após¬toles, donde se narra el bautizo del eunuco de la reina de Candaces por el diácono Felipe. Pues, apenas bautizado en el agua, tras confesar su fe en Jesucristo, Felipe fue arrebatado por el Espíritu, y se halló en Azoto, a muchos kilómetros de distancia. (Act 8, 39-40.)
En la Ascensión se le describe subiendo por los aires hasta el encuentro con la nube que le oculta a las miradas de los Apóstoles.
Este don de agilidad aparece voluntario en el resucitado, pues caminó normalmente con los discípulos de Emaús, y en la bendición de la mesa desapareció de su vista repentinamente, suponiéndose que se trasladó a donde Pedro para que éste le viese. Es pues un don que parece puede ser concedido por milagro en la vida natural, y que se manifiesta en la resurrección.
Los tratadistas de este punto advierten que el don de agilidad comprende o es compatible con un triple modo de mover el cuerpo. Uno es semejante al nuestro en la vida, que es de los miembros con respecto al cuerpo al andar moviendo las piernas, al mover los brazos para muchas actividades, la cabeza, etc. Sin cambiar el cuerpo de lugar se mueve en sí mismo, cambiando de postura. Este modo lo conserva Jesús en la resurrección como se ve en Emaús, donde camina varios kilómetros al par de sus compañeros, se sienta a la mesa, toma el pan, etc. El segundo es el que vemos en la ascensión, donde la sola voluntad del resucitado, sin movimiento corporal añadido, le eleva por los aires sin apoyo alguno, por su propia voluntad solamente, y recorriendo todo el camino intermedio hasta la nube que le oculta sin más movimientos que el de bendecir, pero no de caminar por el aire. Este parece contradecir a la ley de la gravedad, aunque una vez iniciado sigue la de inercia.
El más sorprendente de todos, y el más característico del resucitado, es el de traslación instantánea de un lugar a otro junto con la facultad de aparecer o desaparecer de la vista a voluntad. Son testimonios de ello, Emaús, el cenáculo, y casi todas las apariciones cuanto al aparecer repentino y desaparecer de la vista.
3. La sutileza o penetración
El don de sutileza es clásicamente considerado como la cualidad por la cual los cuerpos gloriosos pueden atravesar los objetos materiales. De este modo habría entrado Cristo en el cenáculo en su aparición, aun estando las puertas cerradas, presentándose en medio de ellos.
Los datos evangélicos parecen indicar que Jesús resucitó en la noche, con la piedra que cerraba el sepulcro inmóvil, y antes de que la moviese el ángel de san Mateo. (Mt 28, 2.)
En todo caso ha tenido que atravesar el lienzo de la mortaja, dejándolo intacto, como aparece en Jn 20, 7. Naturalmente que también aquí se puede argüir con el modo espacial, aunque parece más difícil, si ha dejado verdaderamente su imagen grabada en el Lienzo en el momento de salir de la mortaja .
Esta sutileza o penetrabilidad se da por milagro especial en la eucaristía, donde el cuerpo del Señor, según el dogma, ocupa el mismo lugar que la hostia y sus límites, aunque no con su misma forma.
Un hecho de esta clase se produjo por gran milagro en el nacimiento virginal de Jesús, que salió del cuerpo de por conducto alguno, sino por milagro divino, hallándose en manos de su Madre sin que hubiese propiamente parto femenino. Allí fue milagro, aquí sería condición ordinaria, a voluntad del resucitado.
4. Impasibilidad e inmortalidad
Sabemos que el primer hombre, antes del pecado, había reci¬bido milagrosamente el don de la inmortalidad, acompañado de la exención del mal o impasibilidad. Tuvo este don de los resuci¬tados, pero por milagro divino, y de manera diferente.
Adán era inmortal, pero no inmutable en su cuerpo y su desarrollo, al menos no consta, y parece no debe serlo, pues los nacimientos se hubiesen verificado de manera normal, aunque sin dolor de la mujer madre, que fue el castigo añadido al parto por el pecado (Gen 1, 17; 3, 16). Debía pues desarrollar su cuerpo el recién nacido hasta la edad viril, aunque sin enferme¬dades ni muerte. Su edad debía mudarse con el desarrollo, con¬forme al poder concedido al organismo animal por Dios, a crearlo con su fórmula genética.
¿Cómo era inmortal? Al llegar la edad señalada por Dios para cada uno como término de su vida terrena, su cuerpo era transformado en glorioso, y desaparecía de este mundo, parece, al menos, que debemos pensarlo. Pasaban del estado natural, con dones preternaturales, al estado glorioso permanente del inmortal, sin resucitar, al no haber muerte, pero en semejantes condiciones.
San Pablo hace notar el anhelo humano de este estado antiguo: «Los que estamos aún en esta habitación (corpórea), gemimos apesadumbrados: porque no deseamos ser despojados (por la muerte), sino revestidos encima (de la gloria celeste sin morir), de modo que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Cor 5,4), habiendo dicho antes que gemimos deseando ser revestidos (de la gloria) sin ser desnudados (por la muerte).
Habiendo comenzado su vida pública «hacia los treinta años», según dice san Lucas, añade que hasta entonces desarro¬lló su crecimiento corporal de modo normal en el hombre (Lc 2, 40 52; 3, 23). Jesús cubrió las etapas del desarrollo humano nor¬mal del mismo modo que los demás hombres, hasta esa edad de plenitud. No aparece en parte alguna que haya estado sometido a la enfermedad o daño corporal hasta su pasión, pero sí que ha pasado hambre, sed, sueño, y las demás necesidades humanas ordinarias, como los demás.
Adán estaba también sujeto al hambre y al sueño, según se puede pensar, ya que esto pertenece al organismo humano nor¬mal; y sugiere el texto que Dios les permitió comer de los árboles del Paraíso, excepto del de la vida, y que le infundió un sueño, aunque fuese de origen místico, para crear a Eva (Gen 1, 16; 2,21). Jesús tuvo hambre cuando ayunó en el desierto (Lc 4, 2: Mt 4, 2), tuvo sueño hasta quedarse dormido en medio de la tempestad (Mt 8, 24 par.,Lc 9, 58). Tuvo sed junto al pozo de Jacob y en la cruz (Jn 4, 7; 19, 28). Sintió el dolor, al menos el de la circuncisión, como mortal, cumpliendo el rito señalado por Dios, aunque, por ser niño, mitigado; y sabemos que acabó su vida en sufrimientos atroces en la cruz, y su cuerpo fue cubierto de heridas.
En cambio, ahora, en el estado glorioso, se ha hecho absolutamente impasible. Ha conservado las señales de las principales llagas (pies, manos y costado) en su cuerpo, pero sin dolor alguno. Su cuerpo se halla ya en estado inmutable en cuanto a la misma sustancia corporal, sin envejecer ni modificarse. Es decir sus células (a diferencia del Adán creado en gracia) no sufren ya metabolismo, ni renovación biológica alguna, son permanentes en la vida que poseen. Al no haber sufrido incorrupción alguna en el sepulcro, según hemos visto en las citas de Pedro y Pablo, su cuerpo permanece intacto en su integridad celular y orgánica, en el sepulcro sin vida por milagro, en la resurrección por la condición del nuevo estado.
5. El cuerpo y el nuevo estado
Aunque no tiene necesidad de alimentarse para vivir, puede, sin embargo, comer, como nos dice san Lucas en el evangelio, donde para probar la verdad de su carne come un pez ante ellos, como en los Hechos, donde antes de la pasión tuvo una comida con sus discípulos, al parecer como un convite.
San León IX, en su profesión de fe católica, dice: «Sólo por confirmar su resurrección comió con sus discípulos, no porque tuviera necesidad de alimento, sino por sola su voluntad y potes¬tad» (Denz B. n. 344).
Y san Pedro aduce ante Cornelio el Cen¬turión, como prueba de la verdad de la resurrección, entre otros datos el de que «comimos y bebimos con él después de que resu¬citó de entre los muertos» (Act 10, 41). Sin embargo, habla tam¬bién en la Cena de que beberá un vino nuevo con los suyos (fruto de la vid), en el reino de los cielos (Mt 26, 29).
Los evangelistas nos ofrecen otros datos sobre las modalida¬des de la vida del resucitado. Ya hemos dicho de los tres modos de trasladarse (andando en Emaús, subiendo en la Ascensión, cambiando instantáneamente de lugar). En cuanto al uso real de los sentidos corporales tenemos primero el uso de la vista. Los testigos de sus apariciones veían su figura humana como antes, advertían sus llagas, su rostro, sus gestos habituales. Resumían la aparición, diciendo simplemente: «Hemos visto al Señor», tanto ellos como Pablo en Damasco (Jn 20, 25; 1 Cor 9, 1).
Y si ellos veían a Jesús, no puede caber duda de que Jesús les veía a ellos. Sus ojos tenían visión corporal. Lo mismo hay que decir del oído y de la facultad de la locución. Hablaba y decía cosas a sus discípulos, algunas de suma importancia para la vida de la Iglesia, como la concesión del Primado a Pedro, o la orden de evangelizar el mundo. Ellos le oían, y no hay la menor duda de que Jesús les oía a ellos, como aparece en la escena del lago y en el diálogo con Pedro.
Respecto al tacto, ya hemos indicado cómo el testimonio de verdad corporal de su cuerpo lo comprobaron máximamente al tocar su carne real, y palpar la abertura de sus llagas, y ver sus huesos o tocarlos a su invitación. (Lc 24, 39-40.) Tomás es máximo exponente de este hecho de tocar su cuerpo y aberturas (Jn 20, 25-28), y del mismo modo que en los otros sentidos hay que razonar que si ellos le podían tocar y sentir la palpación, él no podía ser ajeno a este efecto por su parte. Del olfato y gusto no se dice nada especial, pero parece absurdo comiera el pez y no sintiera su gusto, y más si comió el panal de miel, que le atri¬buyen otros manuscritos. Lo mismo del olfato, pues no se ve razón de excepción, y Juan habla del exquisito perfume que llenó toda la casa cuando María vertió el alabastro (Jn 12,3), que él recibió para su sepultura (ib. 7). Y hay que pensar que si tenía sentido de tacto, habrá de sentir con él la frialdad y calor, dureza y blandura, sin que nada pueda ya causarle molestia.
En el organismo humano se encuentran estos diez sistemas estructurales: sistema tegumentario (piel), esquelético (endo o exo) que le conforma en su figura, muscular, nervioso, circulatorio, respiratorio, endocrino, digestivo, excretor y reproductor.
¿Qué decir de estos sistemas normales del cuerpo humano en el cuerpo resucitado?
La piel o epidermis necesariamente permanece, y de ella parece brota la belleza irradiante del cuerpo glorioso (su rostro como el sol), aunque la claridad puede hallarse también en otros órganos interiores. Y aparece con su normal configuración humana, en todos los detalles: cabellos, dientes... La forma humana característica es mantenida por el esqueleto, del que Jesús habla, al hablar de «sus huesos» (Lc 24, 39), y sin él no habría forma definida o figura humana, ni diferencia de cuerpos a cuerpos. El sistema muscular funciona, sin duda, en los movimientos de sus miembros (brazos, piernas al andar) aunque sin fatiga alguna, eliminada como imperfección mortal. (Jn 4, 6.) El sistema nervioso, coordinador en el hombre, y cuyo centro prin¬cipal es el cerebro, indudablemente permanece. El hace funcio¬nar los sentidos externos, transmitiendo los impulsos al centro perceptor.
El sistema circulatorio, que en el hombre tiene una principal función respiratoria, ya no tiene tal exigencia, pues las células han pasado a un estado de permanencia no renovado. Sin embargo, la respiración debe funcionar, al menos para emitirla voz y hablar, y además, al ser un cuerpo viviente, el corazón pal¬pita con la vida sin perturbación alguna, como lo veremos luego al mencionar la devoción al Corazón de Jesús en la Iglesia y la enseñanza pontificia sobre él. Los restantes sistemas, digestivo endocrino, excretor y reproductor, aunque conserven su capaci¬dad humana, pierden su finalidad, en la inmutabilidad propia de resucitado en cuanto a su vida.
El órgano humano sin duda más importante, en cuanto distingue al hombre de los demás animales, es el cerebro. El prodigioso cerebro humano, que se halla a enorme distancia de perfección, aun materialmente, de los demás animales, además de por su volumen, principalmente por la complejidad admirable de su desarrollo y funcionamiento. Los innumerables surcos, lóbulos y protuberancias, en los que coordina los impulsos nerviosos recibidos de los sentidos, respondiendo con impulsos sensitivos y motores, que la conciencia puede percibir o no, conforme a la voluntariedad o automatismo de ellos.
Por otra parte, en el cerebro se conserva la memoria fisiológica de grabación orgánica, al parecer, ya que podemos recordar, y también los demás animales a su manera, los impulsos que son semejantes a los antes recibidos. Esto forma la base del aprendizaje animal. Existe además la respuesta instintiva, que corresponde a la naturaleza, por la que el animal, sin aprendi¬zaje alguno, responde a determinados estímulos de forma carac¬terística suya. Todo esto se da también en el hombre.
Pero, en éste, además, se da el pensamiento espiritual, que apoya su ejercicio en la actividad nerviosa del cerebro, aun cuando puede también llegar a prescindir de ella en actos propia¬mente espirituales, superiores a toda materia, la cual es incapaz de ellos, y aun pensar fuera del espacio y del tiempo y en la abs¬tracción de las ideas de toda materia, como en la universalidad de su pensamiento y en la percepción de las relaciones.
Supera la barrera del futuro en sus proyectos, tiene actividad creativa que llega a las maravillas del arte en cimas casi sobrehu¬manas, mantiene su memoria espiritual, su actividad puramente mental y la actividad previa necesaria al acto libre y voluntario. No puede caber duda de que en el Resucitado se mantuvo su cerebro humano, como centro coordinador de los sentidos y movimientos voluntarios, y en su actividad espiritual superior, muy superior a todo pensamiento humano y aun angélico. Sin cerebro no habría hombre posible, y Jesús resucitado tiene cerebro y todo el organismo nervioso dependiente del mismo.
¿Qué decir del corazón y la actividad circulatorio-respiratoria? La Iglesia nos enseña a venerar el Corazón del Resucitado, por voluntad manifestada por El mismo (Haur. Aquas, AAS, 48, 1956, 340), con el culto que tributa solemnemente al Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta alcanza en la liturgia la máxima solemnidad de rango. El objetivo de este culto, explicitado por la doctrina eclesial misma, es el Corazón de carne humana de Jesús, aunque no como centro de la circulación, sino como signo natural del amor divino y humano, y podríamos decir que también de la vida, tenido por tal entre los hombres (Lev 17, 11.14), aun cuando esto debe ser considerado como signo convencional. Sin embargo, sin sangre no hay vida, y en la Eucaristía la sangre es elemento esencial.
La Iglesia da culto al Amor divino y humano del redentor en su Corazón, y en él a su Persona (Haur. Aquas, AAS, 48,1956, 322-328; Dives in misericordia, «venera su amor de misericordia», VII, 13). Da culto a su Corazón en cuanto es índice y signo del amor sensible, humano y divino del Señor. Pero venera y da culto al Corazón de carne, en el Resucitado, como parte de su cuerpo unida con su Persona y símbolo de su amor de misericor¬dia.
La función del corazón en el cuerpo humano mortal es fisio¬lógica, pues es el centro muscular motor de la circulación de la sangre, necesaria para la renovación del oxígeno en el cuerpo por la respiración pulmonar. Es un órgano conjunto cardio-respiratorio. Recoge el deshecho del anhídrido carbónico de las células, ya gastado en el ejercicio corporal, lo elimina por las venas en la respiración, y recoge en las arterias el nuevo oxígeno necesario. Esta función fisiológica, desde luego, ya no es necesa¬ria en la resurrección, pues sus células han adquirido un estado nuevo inmutable biológicamente.
¿Nos autorizaría esto a pensar que en Jesús resucitado, en quien existe la sangre, como consta por el dogma de la Eucaris¬tía, la sangre divina de la redención (u otra equivalente, pues es elemento intercambiable), pudiera mantenerse ésta inmóvil en las venas del Resucitado al no ser necesaria para el cuerpo ya la circulación? Esto sería presentar un cuerpo resucitado, con carne y sangre, pero humanamente cuasi momificado y no humano. No es ésta la representación que la Iglesia nos ofrece del mismo. Si la sangre, como hemos dicho, es señal o símbolo de la vida, es la sangre en movimiento por el cuerpo, al que anima y comunica la vida. La Iglesia venera un Corazón vivo en movimiento de sagrados latidos o impulsos, que impelen también aquí la circulación sanguínea, que dio origen al derramamiento de la sangre redentora.
La Encíclica Haurietis Aquas de Pío XII sobre el culto eclesial al Corazón de Jesús, se expresa así en este punto concreto: «Se paró en la muerte su Corazón y cesó de latir, y su amor sensible (no el humano del alma, ni el divino) se interrumpió, hasta que triunfante de la muerte resucitó del sepulcro. Una vez que su cuerpo consiguió la gloria inmortal, y se volvió a unir a divino Redentor, vencedor de la muerte, su Corazón sacratísimo nunca más ha cesado ni cesará de latir plácida e imperturbablemente, ni dejará tampoco de manifestar el triple amor, que une al Hijo con el Padre y con la comunidad humana» (Haur. Aquas, AAS 48, 1956. 328-9). Y poco después añade: «Desde que subió al cielo nuestro Salvador, con su cuerpo embellecido por los resplandores de su eterna gloria, y se sentó a la diestra del Padre, no ha dejado de amar a la Iglesia su Esposa, con aquel amor inflamado que palpita en su Corazón» (ib, 334). Palpitacio¬nes que se dirigen hacia cada uno de nosotros en el amor.
Estas afirmaciones eclesiales, profundamente humanas y divinas, muestran claramente que la Iglesia mira el Corazón del Resucitado en perpetuo movimiento, en latido perenne de amor glorioso. Estas afirmaciones están unidas con toda la doctrina sobre el corazón como índice del amor sensible, que el mismo Jesús quiso pedir a su Iglesia que fuese venerado actualmente con culto especial (ib 340). Y ciertamente, ¿cómo podríamos ni imaginar un Corazón viviente, pero inmóvil? El latido del cora¬zón es uno de los signos característicos de la vida en el hombre. Sería un contrasentido venerar un Corazón inmovilizado por la gloria que posee, como muerto, con su preciosa sangre cuajada en perpetua inmovilidad. Fluye como signo del amor que la derramó por los hombres, precio de redención. Fluye a impulsos de los «plácidos e imperturbables latidos del divino Corazón». Aparte de que para hablar tiene que funcionar la respiración, exhalando aire con las palabras.
Si resumimos finalmente la condición gloriosa del cuerpo resucitado de Jesús de Nazaret, debemos decir que su cuerpo permanece inmutable en su nueva condición, y no necesita la renovación permanente, que tenía, como el nuestro, en su vida mortal. Sus células, tejidos y órganos son inmutables y perennes en su actividad, sin caducidad, envejecimiento, ni posibilidad de morir.
Los modernos descubrimientos de la fórmula genética del hombre y del animal, a partir de los guisantes de Mendel hasta la admirable «ingeniería genética actual», han hecho saber que hay algo individualizante en las células animales y humanas. Es el ADN o código genético individual, invariable en sí mismo, aunque en esta vida sujeto a determinadas posibles mutaciones, con 46 cromosomas en el hombre. Este código genético propio de Jesús en vida mortal ha de permanecer inmutable e intocado en su vida gloriosa, manteniendo el cromosoma o cromosomas (Y) propios de los rasgos y órganos masculinos. Es el cuerpo que fue recibido milagrosamente de la Virgen María en la concepción virginal; y tenía que ser un milagro, por ser imposible sin un milagro de mutación genética operado por el Espíritu Santo, que de una mujer nazca virginalmente un hombre .
Su carne y sangre son verdaderamente humanas, aunque hallan sometidas a nuevas condiciones del nuevo estado. Pero no es un fantasma, sino un hombre de carne y hueso (Lc 24 39), no una especie de ectoplasma espiritista, ni un fantasma de apariencia humana (Lc ib.). La expresión usada por san Pablo de «cuerpo espiritualizado» (pneumatikón) (1 Cor 15,44), no signi¬fica en modo alguno que su cuerpo no sea realmente de carne y hueso, contra la afirmación de Jesús citada en san Lucas, sino que es un cuerpo que se halla en un nuevo estado de la materia con nuevas condiciones. Tiene vida verdadera de cuerpo ani¬mado por un alma glorificada y beata sin condicionamientos tiene sentidos humanos, memoria e imaginación humana, movi¬mientos corpóreos, voz humana, figura de hombre en su con¬creto espacio corporal.
Su nueva condición gloriosa le comunica en forma habitual y permanente, dependiente de su voluntad, el esplendor de la cla¬ridad luminosa, la libertad de movimientos y desplazamientos a voluntad, la capacidad de penetrar a través de cuerpos, que en nuestro estado ordinario actual son macizos e impenetrables, y la inmutabilidad vital y con ella la plena inmortalidad. «Ha¬biendo resucitado Cristo de entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte no le domina» (Rom 6, 9). Tales son las leyes que se deducen de lo que los evangelistas narran de Jesús resuci¬tado en sus apariciones de vida nueva.
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