martes, 19 de abril de 2011

La historia como género literario en el Antiguo Testamento

Capítulo III.- LA HISTORIA COMO GÉNERO LITERARIO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

RESUMEN

La interpretación de los textos de la Sagrada Escritura siempre ha sido un problema de no fácil solución. En particular, en el siglo XIX surgieron dificultades de orden moral, científico e histórico sobre todo por los descubrimientos arqueológicos.

Pío XII, en la Encíclica Divino Afflante Spiritu del año 1943, daba el impulso decisivo a la teoría de los géneros literarios.

«Esfuércese el intérprete por averiguar cuál fue el ca¬rácter y condición de vida del escritor sagrado,(…) . Porque a nadie se le oculta que la nor¬ma suprema de la interpretación es aquella por la que se averigua y define qué es lo que el escritor intentó decir.» (AAS, 35, 1943, 314).

Pero para alcanzar a comprender bien lo que el escritor quiso decir son necesarias la inteligencia del texto y del am¬biente en que se escribió.

La Palabra de Dios no nos vino a enseñar ciencia razonada al plasmarse en la Escritura inspirada, sino el camino, las obras y también la historia de la Salvación.

1. Perspectiva de la historia en el Antiguo Testamento

Profundamente ha cambiado la concepción crítica entre los católicos acerca del género histórico en el Antiguo Testamento.

Expone Pío XII en la encíclica Divino Afflante Spiritucitada, cómo en los cincuenta años transcurridos desde la «Providentissimus Deus» de León XIII (1893-1943), se han modificado las condiciones de los estudios bíblicos.

Queremos dar una breve visión de la nueva concepción introducida en la panorámica de la interpretación bíblica, que corresponde a los géneros literarios.

Se puede ilustrar esta nueva perspectiva con una comparación de dos planos horizontales, paralelos. Uno de ellos podría ser la misma tierra en el ejemplo, y el otro un plano de cristal a media altura, que recibiese la luz superior del sol, y proyectarse la sombra de sus figuras o dibujos sobre el de abajo, la tierra misma.

El superior servirá para representar el plano del escrito sagrado, que recibe la luz solar de la divina inspiración, que proviene de Dios. El Espíritu, del modo que lo entiende la teología católica fundada en la Biblia, ilumina al autor humano y le mueve a escribir su libro. El resultado es el escrito con sus relatos, obra divina y humana juntamente, que ocupa el plano superior, y en el cual, por razón de la misma inspiración, tenemos que admitir como ineludible consecuencia la inerrancia, por ser Dios la Verdad suprema que ni puede engañarse ni engañar, y ser el verdadero autor del libro.

Cuando el libro es histórico por su género o materia, y por la presumible intención del autor que lo redacta (como lo son, según la tradición, el Pentateuco, Josué, Jueces, Reyes, Macabeos...), contiene numerosos hechos relatados, que diríamos que proyectan su sombra sobre el plano inferior de la tierra, que es para nosotros el de las realidades históricas acaecidas entre los hombres en el desarrollo de su acción humana. Estos hechos pueden designar bien figuras o personas (Adán, Caín, Lamech, Noé, Sem, Abraham, Jacob...) que intervienen en la ac¬ción, bien sucesos o acaecimientos humanos concretos de tales personas (el pecado de Adán, la construcción del Arca de Noé, el sacrificio de Isaac, los engaños de Jacob, la historia de José, la conquista de la tierra de Canaán...). En el plano del escrito sagrado, donde todo es procedente del autor divino por el humano, tales relatos ofrecen una coherencia literaria indiscuti¬ble en conjunto, y pueden ser catalogados entre las obras verdaderamente «inspiradas» de los pueblos, inspiración que tiene además para el creyente un valor ya indicado, muy superior al de la inspiración meramente literaria. De este valor para el creyente proceden en realidad los problemas de la exégesis creyente del texto.

Pero el principal problema del creyente ha sido siempre el del valor histórico de los relatos, y su concordancia con los da¬tos reales comprobados o verosímiles al menos, que puede hallar en la misma historia de los hombres. ¿Se proyectan todos los hechos y figuras del plano del escrito sobre el plano histórico de la tierra? ¿De qué manera se proyectan? Entra aquí la solución de los géneros literarios en escena.

¿Coinciden las figuras de los relatos con figuras reales de la historia?

¿Coinciden los hechos en que intervienen tales figuras en los relatos con hechos reales?

Se trata de saber primero si hay un hecho que corresponde al relatado, y en segundo lugar, si lo hay, si queda desfigurado, engrandecido por ejemplo, en el relato. En una palabra ¿cubre la sombra de los hechos y figuras del relato inspirado con exactitud hechos y personas reales, o los desborda en su contorno magnificándolos o deformándolos como sombras que dependen de la luz utilizada y sus condiciones de distancia y posición? ¿O tal vez todavía —suposición extrema— la sombra del relato cubre un lugar enteramente va¬cío, y solamente contiene una leyenda en realidad inexistente? ¿Cuál de estas hipótesis salva la inerrancia del relato inspira¬do en el género histórico?

2. Elementos de la interpretación

Hay un problema muy importante de autor. Grandes obras antiguas (los Vedas o el Gilgamés) no tienen autor conocido. Algunos de los grandes conjuntos escritos antiguos, son desde luego no de un solo autor, sino de una colectividad de autores, que ha ido poniendo su mano en correcciones o adiciones de la obra. Con todo, si la obra conserva una verdadera unidad, una mano final ha tenido que refundir o acomodar el total escrito que conservamos. Este es uno de los problemas del Antiguo Testamento; pues, aunque sus autores lleven nombres atribuidos, como el de Moisés para el Pentateuco.

Otro punto fundamental de la inteligencia de los textos: el de la tradición oral previa a la escritura. Todo escrito transmitido primero oralmente ha surgido en un determinado entorno religioso y cultural. A la consideración de este entorno pertenece el tomar en cuenta lo que los alemanes han llamado Sitz im Leben, o con terminología castellana entorno vital, que comprende tanto la consideración de las costumbres y ambiente social, como la fecha de composición que hace que los elementos sean diversos para el autor.

El creyente debe evitar los prejuicios religiosos racionalistas. Por ello no puede basar el rechazo de algunas interpretaciones meramente en la necesidad de evitar los milagros o las profecías auténticas, ya que su fe en la intervención de Dios en la marcha singular de su pueblo le hace admitir esto, no sólo como posible sino como altamente verosímil, desde el punto de vista de los relatos. No puede situarse en la misma línea del crítico no creyente. Si el creyente admite la obra creadora de Dios, muy superior a todo milagro de cualquier clase, ¿qué dificultad podrá tener en admitir, con el texto, las intervenciones de Yahveh para salvar a su pueblo con milagros?.

Respecto de las cifras y su certeza hay que considerarlo des¬pacio. Hay cifras numéricas que pueden llevar a interesantes confrontaciones, por ejemplo la de Nehemías en su llegada a restaurar las murallas de Jerusalén (Ne. 2,1). Otras hay que son fácilmente susceptibles de una reducción simbólica entre los antiguos, como la de la duración de las generaciones. Típica de este género es la del número cuarenta, que se halla tantas veces en el AT: los días de Moisés en el Sinaí, los de Elias en el Horeb, los años de peregrinación de Israel, fueron cuarenta. Dice Bright que cuarenta era considerado como «el número perfecto usado a menudo para designar una generación, como los cuarenta años del desierto». Pero advirtamos también que si de Moisés se dice que tenía ochenta años al liberar a Israel (dos por cuarenta), de Aarón su hermano se dice que tenía ochenta y tres, demasiado concreto para ser también simbólico (Ex. 7,7).

3. Género literario histórico

Finalmente propondremos como digna de especial atención la forma del escrito literario del documento histórico. Pues todo documento histórico lleva consigo narración, aunque no toda narración lleva necesariamente historia. Son descartados de la forma histórica los escritos narrativos que puedan ser considerados como meramente didácti¬cos y sin base histórica real alguna, como lo son actualmente los cuentos y las novelas de creación o de ciencia ficción. Pero también hoy, sin embargo, conservamos entre los géneros lite¬rarios actuales la novela histórica Ahora preguntamos: ¿caben estas formas en los libros bí¬blicos? ¿Seguirán siendo considerados del género histórico? A formas de este tipo parecen responder libros como Ruth, Esther, Judith, Job, Tobías. ¿Qué hay en ellos de histórico? No los ca¬talogaremos en el género histórico propiamente tal, sin que por ello se haya de negar valor histórico al fondo de su relato o a sus personajes y detalles.

Debemos aquí recordar también un método propio del pensamiento hebreo y en general oriental, más particularmente del ambiente de los conservadores judíos de la Escritura. Nos referimos a las formas de midrash.

Se llama midrash, y género midráshico en general, el que da una interpretación de un pasaje de la misma escritura con un relato o con una paráfrasis de algún modo. Es principal¬mente de tres clases: la halaká, comentario o paráfrasis de un texto legal, que trata, quizá por medio de un ejemplo, de dar la justa interpretación de un precepto o de una ley; haggadá es en cambio un comentario o breve narración que trata de interpretar un pasaje histórico bíblico con nueva manera; y (…) tercer género midráshico el llamado pesher que es una interpretación de hecho pasado referido al futuro. De este último es ejemplo, según se piensa, la profecía de Daniel de las setenta semanas, basada en la de los setenta años de la profecía de Jeremías sobre la cautividad (Dan. 9,2 y 22 ss.).

Debemos añadir la referencia al método midrásico de comentario o exégesis de textos bíblicos propio del estilo rabínico, reunidos a veces desde el siglo II d. Cr., midrashim, o conjuntos de midrásh. El fondo profundo del método consiste en ilustrar un pasaje, principalmente histórico del Libro sagrado, a la luz de la historia de la salvación o revelación total. (…).

4. Valor histórico

Pienso que centramos bastante bien el problema si decimos que se debe admitir en los primeros libros históricos antiguos (del Génesis a Jueces), un valor realmente histórico, pero enriquecido a veces con un estilo propio de epopeya histórica, que magnifica los orígenes del pueblo de Israel. Decimos pues que —y muy particularmente a partir de Abraham—, los personajes de la historia son reales, cuyas historias han sido conservadas por la tradición de los orígenes. (…) esas historias, (…) han sido presentadas de modo magnificado por los relatos que nos son transmitidos, primero por la tradición oral, y finalmente, enriquecidos por ella, consignados por escrito.

La Palabra de Dios inerrante es el relato que ahora poseemos, en su total integridad actual del texto. ¿Cuál es el sentido literal y real del texto inspirado en su correspondencia con el plano de los hechos? Lo inspirado, es la voluntad del escritor sagrado de narrar este relato, iluminada previamente su mente por la luz divina de la inspiración, y esta voluntad del escritor está también sometida a la inspiración, según la doctrina eclesial tomada de la Escritura. ¿Qué quería pues decir el escritor sagrado en relación con la realidad de los hechos? Esto es lo que hay que afirmar, con¬forme a la inerrancia bíblica, como sentido literal inspirado.

Volvamos a la comparación de los dos planos instaurada al comienzo de esta sección.

¿Cómo llegan a conocimiento de nuestro autor? Algunos, (de Adán a Noé...), no han podido llegar en otra forma sino en la de relatos de tradición oral de los pueblos. Ello significa que han existido tales tradiciones orales, que han sido modificadas según el genio peculiar de cada raza y pueblo. El autor sagrado ha recibido tales tradiciones de su propio pueblo, y si pensamos que estas tradiciones por su antigüedad pasaron a través del propio Moisés, proviniendo de Abraham, que las habría recibido en pueblo y cultura de origen, las daremos como de origen mosaico, pensando que el propio Moi¬sés pudo darles forma de relato fundamental, bajo la podero¬sa luz divina que le era comunicada. (…).

A lo largo de la sucesión de las épocas historiadas por los libros, hay épocas con gran diferencia de distancias al redactor final, a la vez que hay épocas, como las de Moisés, que habrán conservado con mayor fidelidad, aun escrita, los gran¬des sucesos fundamentales que la época más incierta de los Jueces. Diferencia de estilos, desde el épico del Éxodo y Josué hasta el concreto de los Macabeos, pasando por los libros llenos de detalles vivos de Samuel y de los Reyes. Y aun dentro de cada libro puede haber importantes diferencias de estilos, y es lo que supone el método de la Historia de las Formas (Formgeschichte), que tiene puntos aceptables.

Preguntamos por la concordancia que tengan los hechos reales de la historia acontecida con los hechos relata¬dos en los libros sagrados, de modo que en todo caso quede salvada la inerrancia de la palabra inspirada, y podamos tener seguridad histórica de los acontecimientos de la historia de la salvación. Debemos recordar previamente que para el creyente existe una fe dogmática que tiene puntos ciertamente establecidos, que no puede admitir sean contradichos en la realidad histórica sin que decaiga la fe misma, y por ello el plano de la revelación en el escrito inspirado debe en esos puntos cubrir exactamente una realidad histórica concreta. Debemos en consecuencia también recordar que, siendo la Iglesia intérprete exclusivamente autorizado de la fe, la enseñanza de su magisterio debe en el creyente actuar como guía de sus posiciones, sin que ello impida en nada la libertad científica histórica de lo que demuestren los hechos reales. Debe presuponerse como cierto que nunca la verdadera historia real podrá contradecir de hecho a la reve¬lada en los escritos, como los interpreta la Iglesia. Pero en los hechos de historia discutidos, y tal vez discutibles desde un pun¬to de vista meramente crítico, podrá el creyente tener posicio¬nes que para él nunca sean sometidas a discusión.

5. Personajes del AT

Preguntemos primero por la realidad histórica de las figu¬ras que aparecen en los libros históricos del Antiguo Testamento. El caso más célebre es el de Adán protoparente del género humano según la Escritura, y autor del primer pecado, que la fe cree transmitido en sus efectos personales de manera personal, llamado por la doctrina católica pecado original. La exis¬tencia histórica de Adán, primer hombre y pecador primero, que¬da condicionada por esta fe, a pesar de las dificultades que la historia pueda presentar dada su inmensa lejanía en la tradición secular. Que ha existido un primer hombre es cierto en todo caso, aunque es problema su concreción.

No nos parece que, si se ha de guardar el debido res¬peto a la inerrancia de la palabra revelada, pueda destruirse la existencia de estas célebres figuras de los antepasados humanos: Abel, el primer justo asesinado después de Adán e hijo suyo; Enós y Henoch (Gen. 4,25 y 5,24) verdaderos adoradores de Dios célebres por su piedad; el patriarca del diluvio, hombre de divinas promesas recibidas y sus importantes hijos, que forman las ramas de una de las cuales se llega hasta Abraham. La his¬toria desde luego nada podrá atestiguar contra ellos, pues se hallan en tiempos de los que no quedan documentos escritos fuera de las tradiciones conservadas, de las que esta bíblica está garantizada por la inspiración. Creemos que ésta alcanza en primer lugar a la existencia de las personas que han tenido parte importante y decisiva en la historia de la salvación, sin que por ello nos creamos obligados a afirmar que las listas de las generaciones todas conservadas en la Biblia (Gen. ce, 5,10 y 11) hayan de sostenerse como históricamente válidas, pues su sumaria descripción no parece que toca necesariamente a los hechos de la historia de la salvación. Entra también aquí la posibilidad (sin que demos a ésta otro valor superior) del género literario con sus diversos elementos, de que hemos hablado, que podría afectar a la misma concreción de las personas de escaso relieve en relación a la acción divina sobre la salvación. No así en cambio las principales figuras mencionadas. Ante tales listas nos hallamos con una tradición hebrea de formar en todo caso genealogías como recurso literario (1 Tim. 1,4), sin que se pueda pensar que el autor afirme conocer toda la seria hasta Adán.

Con mayor certeza histórica, necesariamente, habremos de afirmar la realidad de la existencia de los grandes patriarcas Abraham, Isaac, Jacob, la gran tríada de los amados de Yavé. Nada es necesario decir sobre las figuras reales de Josué y de los Jueces, pues si sus historias pueden haber sido realza¬das con los relatos, su existencia conservada por la tradición no se puede poner en duda sin ignorar la conquista de Canaán. Y más directamente ya comienza la historia desde la instaura¬ción de la monarquía hebrea en Saúl y David, donde ya no sólo las personas y muchos hechos suyos, sino su misma cronología puede ser establecida con bastante exactitud, en un ambiente de organización que permite aceptar los datos de los reinados y sus tiempos.

6. Los hechos del relato bíblico

Pero, ¿qué decir ahora sobre los hechos de todas estas historias, como se hallan en los relatos inspirados de los autores sa¬grados? (…) La voluntad humana de lo que quiere decir es el instrumento de la voluntad divina en el texto. ¿Qué quiere pues decir el escritor sagrado? Esta es la norma suprema de la interpretación.

Para entender correctamente, respecto de los hechos relatados, la voluntad del escritor sagrado, es para lo que tenemos que tener en cuenta todo lo que hemos dicho sobre los géneros literarios y sus elementos de interpretación de la intención del escritor. A esto debe añadirse, para el creyente que interpreta en católico la Escritura, el valor del Magisterio de la Iglesia, (…) Y también debe añadirse la llamada «analogía de la fe», (…). Voluntad del escritor sagrado, Magisterio de la Iglesia para no errar al entender dicha voluntad, y analogía de la fe con la misma Escritura y el Magisterio; he aquí la tríada de principios que deben guiar al intérprete católico de la Escritura en su búsqueda o investiga¬ción del sentido y del valor de los hechos y relatos.

A esta triple luz, ¿qué decir de la historicidad de los hechos del Antiguo Testamento, de cuyas personas en los relatos ya hemos hablado?

Primero, diremos como supuesto que debemos admitir exegética, e históricamente también, por un principio elemental sobre la voluntad del historiador, cualquiera que éste sea, que no quiere inventar sus personajes como existentes, a no ser que quiera hacer mera narración novelada, en cuyo caso no estamos en género histórico de ninguna clase; (…). Exige (…) una elemental crí¬tica histórica, que no sea lícito negar en principio tales hechos relatados por libros de género histórico, y conservados por la tradición. Esto valdrá históricamente tanto más cuanto más importante para la historia del relato sea el hecho relatado.

Debemos admitir como hechos sustancialmente históricos los grandes hechos de la historia de Israel: las grandes promesas de Abraham, el sacrificio de Isaac pedido por Dios y frustrado en su realización por voluntad divina, el castigo de las ciudades pecadoras desde el cielo, los hechos fundamentales de la historia de Jacob. Y en la gran tradición mosaica, la celebérrima aparición de la zarza ardiente donde se revela el nombre de Yahveh, la salida de Egipto del pueblo guiado por Moisés que hace en nombre de Dios grandes milagros para librar al pueblo, la Alianza del Decálogo en el Sinaí tras el paso del Mar Rojo. La conquista de Canaán bajo el mando militar de Josué, heredero del espíritu de Moisés (…). La lucha durante un largo tiempo contra pueblos vecinos enemigos de Yahveh, relatada en Jueces, bajo el mando de héroes suscitados por Dios. La instauración de la monarquía consagrada teocráticamente, la guerra civil entre Saúl y David, y las historias del Reino de Israel y de Judá subsiguientes, hasta la cautividad babilónica, con el gran asedio anterior de Senaquerib contra Ezequías. La deportación masiva del pueblo a Babilonia, y la vuelta del pueblo con Zorobabel, Nehemías y el gran escriba de la Ley Esdras. Finalmente las épicas luchas de los Macabeos. Todos estos grandes sucesos, por este primer principio, deben ser contados en el número de los hechos históri¬cos, aunque nada tengamos escrito sobre ello en las crónicas de otros imperios contemporáneos.

Si admitimos así que son relatos de género histórico, es decir de hechos realizados en la historia, debemos en principio aceptarlos como históricos, mientras de alguno de ellos no tengamos motivos claros para pensar que en la propia mente y voluntad del escritor (norma suprema de in¬terpretación fidedigna) se trata de relatos etiológicamente con¬cebidos (por ejemplo, interpretando algún nombre), o de refe¬rencias midráshicas y comentarios a otros libros o pasajes del AT.)

¿Debemos, entonces, aceptar cada hecho con todos los de¬talles del relato? Dos razones pueden obstar a esta aceptación indiscriminada de los detalles o concreciones adherentes. Una, la bastante clara voluntad del escritor, que consta por otros caminos en el mismo relato, o por descubrimientos verificados arqueológica o literariamente, de magnificar a veces su historia a manera de epopeya. Depende este concepto de la diversa cla¬se de libros históricos que poseemos, y alcanza su mayor claridad en los libros de mayor antigüedad de relato (aunque pueda no ser tanta la antigüedad de su última redacción), que provienen de tradiciones seculares o más aún milenarias. En este grupo se incluyen el Pentateuco, Josué y Jueces. (…) la segunda razón. Cuanta mayor distancia hay entre hecho y relator, tanto mayor es la posibilidad de modificar, sobre la base del hecho cierto, los detalles del mismo en la relación transmitida. En este concepto hay que distinguir claramente las tradiciones antemosaicas y las mosaicas y post-mosaicas. Las antemosaicas tienen dos grupos: los 11 primeros capítulos del Génesis hasta Abraham, con tradiciones milena¬rias, y las tradiciones patriarcales hasta Moisés, (…) Son desde Abraham unos 600 años, y de ellos varios siglos (más de cuatro...) en Egipto sin historia transcrita.

Terminaremos resumiendo la posición de una interpretación actual de la Biblia con crítica sensata, y admitida plenamente la divina inspiración así como el género realmente histórico de los relatos. Admitiremos la verdad histórica de los hechos en sí mismos. Admitiremos, dentro de una narración literariamente compuesta en géneros algo diversos, por necesidad, por escrito¬res a diversa distancia de los hechos, la realidad histórica de cada caso, mientras no se presente una seria necesidad, en sí posible, de interpretar de otro modo el hecho, necesidad que no provendrá nunca de tener que negar la existencia de milagros o intervenciones divinas superiores a la propia naturaleza de las cosas. Pues tales milagros no sólo son posibles, sino que sin ellos hasta es imposible entender la mente y voluntad del escritor sagrado que cree en la omnipotencia divina. No nos parecerá necesario, desde luego, aceptar la estricta historicidad de todos los detalles del hecho relatado en cada caso (palabras atribuidas, detalle concreto...). Por todo ello diremos que conociendo, según el relato divinamente inspirado y siempre verdadero, la historia de Israel, repetidas veces podremos quedar en duda acerca de la concreción exacta del hecho sucedido. (…)

¿Tiene esto gran importancia? Históricamente, importará en cuanto al natural deseo de todo investigador de conocer lo más exactamente posible la realidad histórica de cada hecho, a la cual, por otra parte, nada tenemos que objetar seriamente. Lo que tendrá siempre grandísima importancia para el creyente es la existencia de importantes hechos ligados históricamente con su fe. En el caso de Adán, sabemos por el dogma cuáles son esas realidades históricas inamovibles: un Adán, un pecado, tras una tentación, la creación del hombre y la mujer, la unidad del género humano, la pérdida de la inmortalidad y de otros dones, la expulsión de la felicidad del paraíso... Esto sucede también en otros casos: baste insinuar la importancia para la fe de las promesas de Abraham y las revelaciones de Dios a él, del sacrificio de Isaac, del Decálogo en el Sinaí con la Alian¬za. Otros hechos del mismo modo estarán ligados con nuestra fe. Entonces tiene una gran importancia la afirmación incon¬movible de tales hechos. Otros muchos hechos, en sí mismos, no tienen entidad dogmática si no es en cuanto pudieran comprometer la verdad de la divina inspiración.

Pero nos queda finalmente una advertencia de suma importancia para la fe y la exegesis católica: el relato de los libros, en el plano del mismo relato, o sea como Sagrada Escritura en cuanto tal, tanto en los relatos o narraciones de género histórico como en los didácticos o proféticos, está plena y totalmente inspirada, y tiene a Dios como autor, que ha tomado como instrumento u «órgano» humano de realización del escrito (con mente propia iluminada y voluntad propia movida por el Espíritu infaliblemente) al respectivo autor o autores del libro, y siempre, por necesidad resultante, al definitivo compilador o redactor final. Por ello, en el plano de la divina Escritura inspirada no hay ni puede haber error alguno, ni partes inspiradas y partes no. Toda la obra pertenece a Dios, Verdad absoluta, aunque no en forma de dictado verbal divino, a no ser quizá cuando el profeta dice: «Me dijo Yavé...»

Pero luego, en cada género literario, y también en el histó¬rico, hay que comprender lo que el autor humano quiso y cómo, pues esto es lo que la inspiración le movió a decir. De esto se sigue necesariamente que los hechos reales de la historia coincidirán o no exactamente con la narración según haya sido tal la voluntad, que se ha de regir necesariamente por la prevista posibilidad, del escritor. El cual, cuando los hechos están conectados sustancialmente con dogmas o verdades de la fe siempre ha de ser consciente de la verdad sustancial del hecho narrado, por la iluminación divina. Cuando no se da tal necesaria co¬nexión tendrá «voluntad histórica», entendida en cada caso según la consciente certeza que pueda él tener del hecho por la tradición que recibe, la cual sometida también a la verdad de la inspiración como fuente recibida por el autor, no conlleva sin embargo necesariamente la exacta referencia histórica de cada detalle, y a veces, por excepción, ni del hecho, si puede explicarse la tradición de otro modo (posible etiología de Ay...).

De este modo afirmaremos siempre la verdad de la fe, la ver¬dad de la plena y total inspiración inerrante, y la verdad de la historia por una fidedigna tradición transmitida en el pueblo de Dios.

7. El problema moral de los relatos

Es preciso añadir una palabra sobre un problema de los libros inspirados que resulta siempre difícil de aclarar. Quizá lo que aquí se indique pueda ofrecer alguna luz para aquellos que sienten seriamente este problema. Hablo de numerosos pasajes de la Escritura inspirada que tratan de severísimos castigos divinos, de palabras de anatema divino, expresadas con tal fuerza humana que aterra. Véase como ejemplos de esto, y a modo de muestrario solamente, la muerte decretada por Moisés contra los prevaricadores del becerro de oro por mano de los hijos de Leví, que mataron por orden suya y en acto de venganza divi¬na, premiado luego con la dedicación a la función sacerdotal para la tribu de Levi, a veintitrés mil israelitas, aunque se diga quizá que el número puede estar exagerado voluntariamente (Ex. 32,25-29); las tremendas maldiciones contra los que sean infieles al pacto de la alianza en el futuro, pronunciadas por Moisés (Lev. 26,14-41); las dedicaciones al anatema en la guerra santa del pueblo de Dios, ordenadas contra ciudades ente¬ras, sin exceptuar a mujeres y niños, por Moisés o por Josué (Núm. 21,1-3; Jos. 8,25-29); especialmente grave y terrible es el veredicto dado por Moisés contra los Madianitas, ordenando matar a todos los supervivientes, niños varones y mujeres ca¬sadas, exceptuando sólo las vírgenes y niñas (Num. 31,13-19). Mucho menor problema presentan las leyes mosaicas tan severas en el castigo de muchos delitos, como puede verse en el Levítico. Al fin, son delitos y la costumbre del tiempo puede auto¬rizar la severidad del castigo. Pero en los otros casos citados, y semejantes, ¿qué pensar? ¿Cómo justificarlos como «palabra de Dios»?

Recordemos que la exégesis moderna razonablemente re¬cuerda un principio ya establecido por los santos Padres, y que es llamado la «synkatábasis», o sea la condescendencia divina hacia los hombres, amoldándose a sus palabras y costumbres para conducirles de manera acomodada a su modo de ser hacia su fin. Esta condescendencia produce una revelación pro¬gresiva, tanto en el orden de verdades como en el de costumbres y moralidad. Así, como ejemplo clásico en el orden de verdades, la revelación cuya luz va creciendo acerca del sheol y vida futura. Los autores bíblicos más antiguos tal vez piensan más en los premios y castigos de esta vida; poco a poco la luz crece y se va haciendo más claro que existe otra vida eterna después de la muerte, y que en ella están los definitivos premios y castigos, verdad que en los autores bíblicos más recientes (p. e. Daniel y los Macabeos) llega a conocer la luz de la futura resurrección corporal (Dan. 12,2; 2 Mac. 7,9 y 14). En el orden moral puede advertirse también un notable cambio en la anti¬gua dureza de las costumbres y usos respecto a los adversarios o acerca del castigo de muerte. Todo ello adquiere claridad úl¬tima y admirable en las palabras y modo de proceder de Jesús en el NT.

Debemos, creo, distinguir dos casos: uno, el de ciertas ac¬tuaciones de los israelitas, aun de Moisés y Josué, que actuaban conforme a las necesidades de la guerra y las costumbres del tiempo. Tales cosas no son mandadas ni aprobadas por Dios mismo, aunque quizás el escritor las ponga en su boca como mandato, y ahí se puede explicar el caso por género literario. Pero hay otros casos, como las amenazas proféticas de Jere¬mías, en que Dios mismo amenaza por boca del profeta cla¬ramente, como castigo de pecados del pueblo, con horrores guerreros.

Dios en sí mismo considerado, entonces, ahora y siempre, es el mismo y no se muda. Perfecto, justo, misericordioso, om¬nipotente, creador, padre, todo ello es una sola y misma cosa, un solo y mismo ser personal, que llamamos Dios. Ni cuando amenaza, ni cuando castiga, ni cuando premia, cambia en sí mismo. Es El, y es omniperfecto. Sucede que los hombres con¬tingentes y mudables cambian, son justos o pecadores, son dignos de premio o de castigo. Hacen guerras, tienen costumbres determinadas. Entonces, lo que sucede variamente entre los hombres, culpa de ellos solos en cuanto a la injusticia y el horror, es de ellos. Pero Dios dice que eso en ellos es castigo de pecados. Podemos suponer que no todos los que sufrían el horror de aquella guerra de la cautividad eran pecadores. Habría justos en Israel y sufrían lo mismo. Pero el ataque de Nabucodonosor contra Jerusalén, la cautividad y sus horrores, para los malos era castigo, y el pueblo de Israel era pecador enton¬ces. Para los justos eran prueba, terrible sí por la maldad hu¬mana en su crueldad, pero purificadora y vestíbulo de un pre¬mio eterno, como en los mártires. Hay una concepción nacio¬nal en tales amenazas. ¿No dice Jesús que Dios hace llover y salir el sol sobre los justos y los injustos? (Mt. 5,45). Pues, de igual manera, las guerras y los dolores, en este mundo, caen sobre malos y sobre buenos, pero de distinto modo: para unos son castigo, para otros prueba que tendrá premio.

Más difícil todavía parece explicar cuando hay un castigo de Dios del que no se puede dar razón sin un milagro. Por ejemplo, la muerte de los primogénitos de Egipto a manos del ángel exterminador.

En casos tales, cuando se presenta una acción de Dios especial, milagrosa y directa, (que tampoco, recordémoslo, cambia nunca nada en el Ser de Dios, que es Inmutable y Bue¬no siempre), debemos recurrir al Señorío de Dios, autor de la vida, sobre la vida y la muerte. Dios determina el fin de la vida de cada cual, y puede determinar el fin de la de todos los primogénitos de Egipto al mismo tiempo en favor de Israel, sin culpa de aquellos jóvenes y niños. Para ellos no es castigo personal, sino hecho humano de morir. Para Egipto como pueblo opresor es un castigo y para Israel una liberación.

Dios es como una luz, en sí purísima, que se muestra más o menos clara en su resplandor según el vidrio que atraviesa. Tal vidrio son las costumbres de los hombres, en cada época las suyas. Pero cuando el cristal se hizo más claro, limpio y transparente para ver al mismo Dios a su través fue en Jesús, Dios-Hombre. En El admiramos las virtudes divinas, la bondad de Dios y su justicia, como directamente, por decirlo así, o a través de un cristal purísimo. Dios resplandece en Jesús hombre.

Recordemos, sin embargo, que también El amenazó a los hombres, aunque lo hacía llorando (Jerusalén, Jerusalén...) por el terrible pecado y ceguedad de la Ciudad en no quererle reci¬bir. Y efectivamente sobrevino la gran destrucción de la Ciudad bajo Tito. Esto nos hace comprender, mejor que muchos otros razonamientos, lo que es el pecado delante de los ojos de Dios, que son únicos en ver con verdad y con justicia. Como en las amenazas de Jesús a Betsaida, Corozaín y Cafarnaúm, para el día del juicio (Mt. 11,20-24).

Jesús, por otra parte, ha corregido la dureza de la ley mosaica del talión mandando hacer el bien al enemigo, y sufrirle con heroica paciencia (Mt. 5,38-42), lo que nos enseñó con su propio ejemplo admirable en la cruz (Le. 23,34). También se opuso implícitamente a la lapidación de la adúltera, contra la ley de Moisés, que mandaba apedrearla (Jn. 8,5-7). Y a sus apóstoles, que querían hacer bajar fuego del cielo sobre los samaritanos, quienes no recibían a Jesús porque iba a Jerusalén, les reprendió: «No sabéis de qué espíritu sois» (Le. 9,54-55; compárese con 1 Sam. 15,2-3.

Dios se nos muestra en carne humana en Jesús, en su mi¬sericordia y amor, con ese nuevo espíritu. Pero es uno solo y el mismo el Dios de los dos Testamentos, Yahveh, El-que-es, y El-que-es-Amor (Ex. 3,14 y 1 Jn. 4,16). Moisés y Elias, la Ley y los Profetas, al aparecer en la Transfiguración como las dos grandes figuras santas del AT, glorifican a Jesús, que es el Dios-Bueno que ellos proclamaron: «Nadie es Bueno, sino sólo Dios», dice Jesús (Le. 18,19).

Jesús no destruye la Ley, sino que la lleva a plenitud en Sí (Mt. 5,17-18). Jesús es la primera y la última palabra de Dios, Alfa y Omega, porque el es simplemente la Palabra de Dios (Apoc. 1,8; Jn. 1,14). Es la clave de la Escritura (Le. 24,27; Jn. 5,39). Es el manso y humilde de corazón (Mt. 11,29). Es el que nos comunica el «sentido de Cristo», que nos hace penetrar el divino sentido de las profundidades de Dios (1 Cor. 2,10 y 16). El es la última solución del problema.

Terminaremos diciendo que todos los pareceres propuestos en este libro, y en especial en este capítulo, quedan desde luego sometidos a la norma del Magisterio de la Iglesia, que tiene la auténtica interpretación del depósito de la fe, sobre los fieles y aun sobre los teólogos. (Pío XII, Humani generis, Denz. 2.314). Deseamos y esperamos haber expresado el «sentido ver¬dadero» de la historia bíblica, escrita con tal verdad y sencillez histórica que «obliga a poner a los hagiógrafos abiertamente por encima de los antiguos escritores profanos» (Pío XII, ib. Denz. 2.329-30). Si no fuese así, desde ahora modificamos nuestro juicio.

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