El
Pontificado de Pío IX (1846-1878)
abre la época moderna de los Papas, y al par inicia el surgir de la
esperanza de la Iglesia de manera continua y progresiva.
La luz de la Inmaculada Concepción
El
2 de febrero de 1849 enviaba Pío IX desde su retiro de Gaeta la Encíclica Ubi
Primum, en la que preguntaba a todos los Obispos del mundo su parecer
acerca de la conveniencia de la definición del dogma de la Inmaculada. En esta
Encíclica el Pontífice ponía ya su esperanza en María Virgen.
Restablecido
su reino en Roma por la intervención de las tropas francesas, Pío IX juzgó que era
llegado el momento de proceder a la definición el 8 de diciembre de 1854. En la
solemne Misa pontifical en la Basílica Vaticana, procedió con voz conmovida a
la proclamación del dogma.
Y
apenas, lleno de gozo sobrenatural, había terminado la proclamación del dogma,
continuaban las palabras de la Bula dogmática:
«Llénase de gozo Nuestra boca y Nuestra lengua de alegría, y damos y
daremos siempre las más humildes y mayores gracias a Jesucristo Nuestro Señor,
porque Nos ha concedido sin merecerlo este beneficio singular y honor de
tributar tal gloria y alabanza a la Madre de Dios».
«Nos apoyamos en una esperanza ciertísima y en una confianza absolutamente
total (certissima spe et omni prorsus fiducia)
de que sucederá que la misma Virgen Bienaventurada, que toda hermosa e
Inmaculada aplastó la venenosa cabeza de la crudelísima serpiente, y trajo la
salvación al mundo, y extinguió siempre las herejías, y arrancó de las mayores
calamidades de todas clases a los pueblos y naciones fieles, y a Nos mismo nos
libró de tantos peligros amenazadores, quiera hacer con su poderosísimo
patrocinio,
que
la Santa Madre Iglesia,
removidas
todas las dificultades y vencidos todos los errores,
en
todas las naciones y lugares
de
día en día se afirme, florezca y reine,
de
un mar al otro mar, y del río hasta los extremos de la tierra,
y
goce de plena paz, tranquilidad y libertad,
para
que... desechada la niebla de su mente,
todos
los extraviados vuelvan al sendero de la verdad y la justicia,
y
se haga un solo rebaño y un solo pastor»
(T.
194).
Esta
esperanza tiene como objeto de certeza el auxilio de la Virgen a la Iglesia y
su acción sobre su desarrollo futuro. En cuanto a lo que se espera:
Þ
el triunfo y florecimiento real de la
Iglesia universal en la paz y libertad,
Þ
y como fruto y final del desarrollo
esperado, la vuelta de los que están extraviados fuera de ella a su sendero de
verdad.
Þ
Todo ello queda por fin resumido en el
inciso final, que alude claramente a la palabra del Señor en el Evangelio de
Juan: que se haga un solo rebaño y
un solo pastor.
En
la mente de Pío IX, esta
reunión en un solo rebaño y bajo un solo pastor, expresa ciertamente una
esperanza respecto a los cristianos separados, tanto principalmente de Oriente,
como de Inglaterra, cuya jerarquía restablece él, y los demás.
Un solo rebaño y un solo pastor
Hemos
visto en la esperanza proclamada por Pío IX en la Bula Ineffabilis que su
culminación se halla en las palabras: «ut fiat unum ovile et unus pastor-».
Pío
IX en la primera Encíclica de su Pontificado, Qui pluribus, del 9 de noviembre
de 1846, año de su elección. En esta Encíclica dice ya el Pontífice:
« (…) roguemos al Padre de las misericordias y Dios de toda
consolación con preces fervientes sin intermisión, que por los méritos de su
Unigénito Hijo se digne enriquecer nuestra debilidad con la abundancia de todos
los carismas celestes, y expugne con su fuerza omnipotente a los que Nos
impugnan, y en todas partes aumente la fe, la piedad, la devoción, la paz, para
que su santa Iglesia, quitados radicalmente todas las adversidades y errores,
goce de la tranquilidad tan deseada, y se haga un solo rebaño y un solo pastor»
(T. 185).
En
la carta dirigida a los sacerdotes Lemann, (1867) convertidos del judaísmo al
catolicismo y ordenados presbíteros, Pío IX les felicita por su apostólica labor en
favor del pueblo judío y de su conversión a la Iglesia, pidiendo el Pontífice a
Dios que «ilumine el espíritu de
vuestros hermanos, y que los traiga a todos, cuanto antes, cerca de Nos,
para que por fin no haya sino un solo rebaño y un solo pastor» (T. 207).
Florecimiento
de Concilios
Desde
1846, comienzo del pontificado de Pío IX, hasta 1869, comienzo del Concilio
Ecuménico Vaticano I, pueden contarse nada menos que 34 Concilios Provinciales
o Sínodos, y además 27 Reuniones (Conventus) de Obispos de regiones
determinadas, en cierto modo equivalentes.
Hemos
citado ya, los testimonios de los Concilios de Burdeos y de Nueva Orleans.
Solamente recogeremos ahora en nuestro examen los testimonios del Concilio de
Gran y de la serie de Baltimore.
Son
diez Concilios provinciales y dos plenarios. Desde el primero, celebrado en
1829 con la presencia de un Arzobispo (Baltimore) y cinco Obispos sufragáneos,
hasta el quinto Concilio de 1843, El Concilio X dice:
«Oremos por aquellos que no son todavía de nuestra misma fe, para que
algún día oigan la voz del Supremo Pastor de las almas y de su Vicario en la
tierra. ¡Ojalá que se apresure aquel día en que habrá solamente un rebaño y
un pastor!, en que todos se juntarán en un solo cuerpo de la Iglesia, todos
reconocerán a un mismo Señor, gozarán de unos mismos sacramentos, profesarán
una misma fe y adorarán a un mismo Dios y Padre de todos, que está sobre todos,
y por todo y en todos nosotros (Ef., 4, 6-7)» (T. 214).
Pasando
a otros Concilios, hemos de citar el de Gran (Hungría), en el que encontramos
la urgente apelación llena de fe a la promesa evangélica del mismo Cristo:
«Venid, pues, todos los que vivís fuera de la Iglesia de Cristo... No
cedáis a otros la gloria de la reconciliación universal... ¡Señor Jesús, Tú
prometiste con tu boca divina que vendrá tiempo en que se haga un solo rebaño y
un solo pastor! ¡ Mira propicio a nuestra súplica, y concede misericordiosamente
que los corazones de los fieles extraviados se arrepientan y vuelvan a la
unidad de tu verdad! Amén» (T. 197).
El Concilio Ecuménico
Vaticano I
El
Concilio Ecuménico Vaticano I, comenzó el 8 de diciembre de 1869. Sin duda, hay
una conexión entre la definición de la Inmaculada y este Concilio.
El
año 1867 el Papa hizo el anuncio público del próximo Concilio, en su Alocución
a los Obispos reunidos el día 26 de junio.
«Hemos
pensado desde hace tiempo, (…) emplear con la gracia de Dios, para tantos males
como oprimen a la Iglesia, el remedio necesario y saludable, por medio de un
sagrado Concilio Ecuménico (…). Tenemos la mayor esperanza de que de aquí
resultará que la luz de la verdad católica, removidas las tinieblas del error,
en que se envuelven las mentes de los mortales, difundirá su saludable
iluminación y la de la justicia»
El 29 de junio de 1868 la
Carta Apostólica «Aeterni Patris» convocaba el Concilio para el 8 de
diciembre del año siguiente, «día consagrado a la inmaculada Concepción de la
Madre de Dios Virgen María».
No
se trataba solamente de un Concilio de renovación de la Iglesia: también se
quería un Concilio que tendiese a la reunión de los cristianos. Así el Papa
dirigió sendas Cartas apostólicas, una a los Orientales separados el 8 de
setiembre de 1868, «Arcano consilio», y otra a los Protestantes y demás
acatólicos el 13 del mismo mes, «Iam vos omnes”.
A los primeros les invitaba a asistir al
Concilio:
«Sea
este el gozosísimo fruto de bendición con el que Cristo Jesús, Señor y Redentor
de todos nosotros, consuele a su Inmaculada y amadísima Esposa la Iglesia
Católica, y mitigue y enjugue sus lágrimas en esta aspereza de los tiempos: que,
quitada radicalmente toda división, las voces antes discrepantes alaben con
perfecta unanimidad de espíritu a Dios, que no quiere que haya cismas entre
nosotros» (T. 522).
De
la misma manera se dirigía Pío IX a los protestantes y acatólicos en general,
aunque con la diferencia de que a éstos no les invitaba a asistir al Concilio:
«Debiendo Nos, por obligación para con Nuestro supremo Apostólico
ministerio, que Nos ha sido confiado por el mismo Cristo Señor, llenar
diligentísimamente el oficio del buen Pastor, y buscar y abrazar con paterna
caridad a todos los hombres del orbe universal, por esto enviamos, a todos
los cristianos separados de Nos, esta carta, por la que les exhortamos y
rogamos que se apresuren a volver al único redil de Cristo...» (T. 210).
El
8 de diciembre de 1869 se abrió solemnemente el Concilio. El Concilio definió,
por boca de Pío IX, la
infalibilidad pontificia, y quedó disuelto poco después a causa de la guerra.
La acción de Pío IX en favor de los separados
Dos aspectos principales.
El
primero, con relación a los Orientales separados, dedicándoles de
manera general su Carta «In suprema»
de 1848, la Bula «Romani Pontífices»
creando la Congregación Oriental en 1862, sus Encíclicas «Amantissimus» de 1862 y «Omnem
sollicitudinem» de 1874 sobre los ritos.
El segundo
aspecto es el de las relaciones con los Protestantes, principalmente de
Inglaterra.
En
ambos aspectos la muestra más clara del pensamiento íntimo de Pío IX puede
hallarse en el animoso intento de acercamiento con ocasión del Concilio
Vaticano a ambos sectores, aunque en forma diferente, de lo que son testimonio
las dos Cartas Apostólicas «Arcano consilio», a los Orientales, y «Iam
vos omnes», a los Protestantes y acatólicos, de setiembre de 1869, tres meses
anteriores al comienzo del Concilio.
La
«Arcano consilio» contenía una invitación formal a los Obispos
Orientales disidentes para asistir a las sesiones del Concilio. Pero no fue
seguramente del todo afortunada la forma de cursar la invitación.
Tampoco
la Carta a los Protestantes tuvo mucho mejor acogida, si se exceptúa a Guizot y
alguna otra personalidad, que supo recoger el gesto del Papa. Por otra parte,
la «Iam vos omnes» no contenía ninguna invitación a asistir al Concilio.
Todavía no había llegado el tiempo de la posibilidad de la idea de los
«observadores» del Vaticano II,
que hubiera resuelto el problema.
La
esperanza de! triunfo de la Iglesia en tiempo de Pío IX
Durante el
Pontificado de Pío IX cobró
fuerza una muy general esperanza en un gran triunfo de la Iglesia.
Esta
noción del triunfo de la Iglesia, a partir ya del Concilio Vaticano, ya
principalmente de la entrada de las tropas de Víctor Manuel en Roma, en el
mismo año del Concilio 1870, reduciendo al Papa a declararse en estado de
prisionero, se afirma en la palabra del Papa, durante los últimos años de su
vida.
En
la Alocución del 12 de abril de 1871, aniversario de la vuelta del destierro de
Gaeta, el Papa habló de los triunfos de la Iglesia:
«Diréis,
sin embargo, que debe venir todavía el triunfo final y verdadero: pero
aun éste no puede tardar. La condenación y reprobación del estado actual
de cosas que están en la boca de todos los buenos, y hasta de los menos buenos,
anuncian ya su proximidad» (Civ. Catt., 1871, ser. VIII, vol. II, 375).
En
su Alocución del mismo año del 2 de octubre, aniversario de la votación que
hizo de Roma parte del Reino de Italia, el Papa habló así a los jóvenes
romanos:
«Continuemos orando, y así como en estos días (de octubre) celebramos
la memoria del triunfo alcanzado contra el Islam y los Turcos hace tres siglos,
pidamos para que se vea la suprema victoria contra la incredulidad moderna y
contra los perseguidores de la Iglesia de Dios» (Civ. Catt., 1871, ser. VIII, vol. IV, 222).
Al
Arzobispo de Guatemala le promete el Papa el 4 de febrero de 1872 que a la
pasión de la Iglesia seguirá la gloria de su resurrección:
«aún más, debe esperar un triunfo tanto más espléndido cuanto más
larga y acerba fue la persecución» (T. 526).
Y
el 6 de febrero de 1873, en un Breve dirigido al Director de la «Unidad
Católica», le dice ya de manera clara y expresa:
«Por lo mismo que sabemos con certeza que las puertas del infierno no
prevalecerán contra la Iglesia, tantas y tan grandes dificultades no deben
abatir el ánimo de quien considera, sino confortarlo con mayores esperanzas.
Puesto el invencible oráculo divino, la misma atrocidad de una guerra tan vasta
y múltiple, declarada, por divina permisión, contra la Iglesia, fácilmente
persuade el creyente, que le está preparado un triunfo tal que por la amplitud
y esplendor supere a todos los precedentes» (Civ. Catt., 1873, ser. VIII, vol. IX, 739-740).
Luego indica
claramente que el triunfo debe venir de una intervención sobrenatural de Dios.
«Esto se hará más manifiesto si se considera que la raíz de los males
presentes está puesta en que los hombres se han vuelto con todo su corazón
hacia las cosas terrenas, y no sólo han abandonado a Dios sino que lo han
rechazado, de suerte que no parece que deban ser llamados hacia El más que por
algún hecho que no pueda ser fácilmente atribuido a una causa segunda, sino de
tal naturaleza que obligue a todos a levantar la mirada a lo alto y a exclamar:
Esta es obra de Dios y es maravillosa a nuestros ojos. Pero para acelerar tan
alegre suceso puede servir solamente la oración, la ayuda de los Santos, y
principalmente de la Virgen, la cual puede con la oración lo que puede Dios con
su mandato» (Civ. Catt., 1873, ser. VIII, vol.
IX, 740).
Pero con ningún testimonio
cerraremos mejor esta relación de esperanzas de un
triunfo de la Iglesia y Pío IX
que con este testimonio del propio Pontífice, al fin de su largo
Pontificado, en 1875. Se trata de una Carta dirigida por el Papa a los Obispos
de Sicilia el día 5 de julio, en que les dice:
«Nos ha sido gratísimo que vuestra confianza se apoya principalmente en
los prodigios con que la divina Providencia ha sostenido y sostiene Nuestra
debilidad. Porque así como demuestran que Dios está con Nosotros, así nos
deben levantar y recreamos con la esperanza de un auxilio seguro y una
cierta y espléndida victoria. Y ciertamente, si es propio de todo hombre
prudente emplear medios acomodados a la índole del fin propuesto, no se juzgará
fuera de lugar esperar un final prodigioso donde parece que se prepara el
camino para él con una continua serie de prodigios».
Afirma
luego que es también razón para esperar esta «intervención de Dios no
ordinaria y manifiesta» la especial violencia de la guerra contra la
Iglesia. Y así termina prudentemente:
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