En esta sesión se examinan dos misterios relacionados intrínsecamente: El Misterio de la Encarnación y el de la Trinidad.
El error anticristiano se presenta en una polaridad dialéctica, al oponerse al misterio revelado desde una doble corriente de diversa y antitética actitud. «No sigamos ni el error judaico ni el herético». Ni el error de un Mesías humano, exaltado a la filiación divina en méritos de su propia justicia según la ley, sentado a la diestra de Dios como rey terreno de un reino mundano y carnal; ni el contrapuesto error herético, que niega la venida de Cristo en carne, desprecia la resurrección y el reino y es hostil a la ley y los profetas.
Contra la afirmación de la fe en Jesús de Nazaret, Dios y Hombre verdadero, Verbo de Dios encarnado, Hijo del Padre, de la misma naturaleza, se polarizaron las doctrinas enfrentadas:
El “docetismo” – gnosticismo (Marción)
El error “judío”
Monoteísmo anti-Trinitario
El “adopcionismo” precedente del arrianismo
Síntesis de monarquianismo modalista y adopcionista
El “arrianismo”
Un Cristo ni divino, ni humano
El Concilio de Nicea: San Atanasio
El símbolo de Nicea
El I Concilio de Constantinopla
El apolinarismo
Vacilaciones terminológicas: las tres “hipostasis” divinas
El Símbolo de Constantinopla
Sin la revelación del misterio de la Trinidad, no se puede formular adecuadamente el misterio de la Encarnación
EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN
¿Qué es encarnar?
En toda religión, se venera a un poder divino superior al hombre y a la misma naturaleza que le rodea.
La religión cristiana adora a un solo Dios infinito en su ser a la vez que afirma, por la revelación de Jesús de Nazaret, que en Dios hay una Trinidad de personas.
De cualquier manera que sea, la relación entre el hombre y Dios es el fundamento de la religión como fenó¬meno y hecho humano e histórico.
Pero en el cristianismo, acep¬tado el dogma de la existencia de un Dios trinitario, tres personas en una sola naturaleza divina, misterio inefable que sólo por revelación pudo ser conocido, se añade el misterio fundamental de que una de las tres personas divinas tomó naturaleza humana, se hizo hombre. A esto llamamos encarnar.
Encarnar significa posesionarse de una carne huma¬na, hacer de ella un rostro visible del Dios invisible en sí mismo, el cual se asienta en la carne humana y hace de ella su forma externa visible. Carne significa propiamente naturaleza de hom¬bre, cuando de él se trata.
La encarnación de Dios en la naturaleza humana
Los hombres, guiados por su deseo de hallar a la divi¬nidad, la concibieron con formas humanas en su mitología, y nos ofrecen pasiones y combates humanos, aun en la mansión celeste imaginada.
También llegaron los hombres, en su fantasía religiosa, a pensar en progenie humana de los dioses. Mas tales dioses eran en sí mismos sólo hombres, sin verdadera naturaleza divina.
Lo que no hay en ninguna religión, fuera de la cristiana, es una verdadera "encarnación" de Dios en una naturaleza humana, que se convierte con ello en naturaleza humana de Dios mismo, o sea en Dios que vive como hombre.
El Dios-Hombre del evangelio
La manifestación histórica de Dios como hombre en la tierra se nos ofrece en los evangelios. Jesús se proclamó a sí mismo Dios, Hijo del Padre, igual a Él. El se ha proclamado Mesías de Israel, espe¬rado durante siglos, y verdadero Dios, dentro del rígido monoteísmo propio del pueblo hebreo, y lo confirmó con numerosos mila¬gros especialmente con su propia resurrección.
El vértice de sus afirmaciones, si bien múltiples y precisas, puede ser la sesión del juicio de su condena ante el Sanedrín judío. Donde a la pregunta del Sumo Sacerdote: "¿Eres tú el Hijo del Dios Viviente, el Bendito?" Él respondió: "Yo soy". Esta respuesta se halla en los tres sinópticos y no puede ser desvirtuada.
El evangelio de Juan propone la fe en la divinidad del hombre Jesús desde el prólogo de su evangelio y cartas: "El Verbo era Dios... El Verbo se hizo carne, o sea hombre... Ha vivido entre nosotros... Hemos visto, oído y tocado con nuestras manos su verdad corporal. Es la verdad, la Vida...". Y relata la proclamación de la divinidad de Jesús de Nazaret realizada por el apóstol Tomás inmediatamente después de la resurrección: "Señor mío, y Dios mío", decla¬ración aprobada por Jesús.
No se puede dudar de que el cristianismo nace con la afirmación de la divinidad de Jesucristo, como se ve en las cartas de san Pablo, en concreto a Filipenses con cuyas palabras hicimos la introducción a este curso. Uno de los testimonios más directos de que la afirmación de la divinidad de Jesús proviene de los apóstoles, y como fuente del propio Jesús, es la fórmula trinitaria del bautismo. Esta fórmula es utilizada como obligatoria por todas las reli¬giones cristianas actuales, aunque sean de Iglesias separadas, lo cual es un claro índice de su origen apostólico.
Sin la revelación del misterio de la Trinidad, que nos enseña que en Dios hay tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, no se puede formular adecuadamente el misterio de la Encarnación, en el cual se nos ha revelado que Jesucristo es Dios y hombre verdadero, porque la segunda persona de la santísima Trinidad, el Verbo se encarnó en el seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo, de manera que lo concebido milagrosamente en el seno de la Virgen es el Hijo de Dios.
Los negadores de la Trinidad (Nicea-Constantinopla I)
La divinidad de Jesús de Nazaret signo de contradicción
La historia del cristianismo prosigue fundada en esta fe de que Jesús de Nazaret, hombre que ha vivido entre los hom¬bres, es en verdad Hijo de Dios, como aparece en los evangelios que resumen sus dichos y sus hechos.
Tal afirmación que fue aceptada muchos hombres, una parte de ellos creyentes monoteístas, era previsible que crease un ambiente de contradicción vehemente.
Esta oposición venía en principio de que la proclamación de la divinidad de Jesús parecía contradecir al dogma fundamental de Dios, que es su unidad absoluta como tal. El A.T. está lleno de afirmaciones de esta exclusividad verdadera. Fuera del Dios creído, sólo hay dioses falsos. Que un hombre se proclamara Dios, e Hijo de Dios, es lo que llevó en último término a Jesús a la muerte, a pesar de haber probado con sus obras la verdad de lo confesado.
En la obra en torno al diálogo entre católicos y protestantes – de D. Francisco Canals Vidal, hace la siguiente afirmación esclarecedora de la forma en que los errores heréticos se han ido difundiendo en oposición a la verdad revelada.
Desde la edad apostólica, el error anticristiano se presenta en una polaridad dialéctica, al opo¬nerse al misterio revelado desde una doble co¬rriente de diversa y antitética actitud.
«No sigamos ni el error judaico ni el herético», exhortaba en su tiempo san Jerónimo. Ni el error de un Mesías humano, exaltado a la filiación divina en méritos de su propia justicia según la ley, sentado a la diestra de Dios como rey terreno de un reino mundano y carnal; ni el contrapuesto error herético, que niega la venida de Cristo en carne, desprecia la resurrección y el reino y es hostil a la ley y los profetas .
Desde aquella primera antítesis que enfrentó el ebionismo milenarista y las primeras gnosis, di¬ríase que una corriente misteriosa, en sucesivas evoluciones o atenuaciones, mantiene, a través de una continuidad secular, la interna dialéctica de las desviaciones religiosas. ¬El error judío, que pervivió en el adopcionismo, se atenuó en el dualismo separatista, del que se originó la herejía nestoriana. En su vertiente soteriológica, la tradición judaizante pervive en el error pelagiano — estoico y neofarisaico — sur¬gido originariamente en las propias escuelas y autores «antioquenos» en que se gestó el nestorianismo.
El error herético, hostil a la obra y a la ley del Creador y Señor del mundo —enfrentado al juicio por el que Dios, «viendo todo lo que había creado, juzgó que todas las cosas eran muy bue¬nas» —, parece haberse transformado sutilmente a lo largo de una corriente de actitudes que, aun atenuando la estridencia del dualismo maniqueo, han invocado lo divino contra lo humano, lo pneumático contra la plasmación histórica y sen¬sible de la obra redentora, la gracia y la reden¬ción contra la ley y contra la autoridad. En el siglo del humanismo renacentista, esta corriente se habría concretado en la antitética teología de la gracia sin la libertad, de la justificación sin la interna regeneración del hombre redimido.
Los docetas: Jesús no era hombre verdadero, sino aparente
La dificultad de la encarnación apareció primero en los lla¬mados "docetas", que en los tiempos apostólicos de fines del s.I, mantuvieron que no existía el problema de la encarnación por¬que el hombre Jesús era sólo una figura "aparente" (dokéin = parecer), que parecía morir en la cruz, o sentir las debilidades humanas, pero era sólo apariencia. En realidad, el problema lo resolvían negando la historicidad del hombre Jesús como tal. San Juan escribió contra ellos, y san Ignacio de Antioquía pronunció contra ellos palabras enérgicas, como en la carta a los de Esmirna.
En la primera carta de san Juan se nos revela a lo largo de ella el misterio de la encarnación del Verbo y sus repercusiones sobre nuestra salvación. El texto que señala la gravedad de la negación de la encarnación es en (1Jn 4, 1-3):
1 Juan 4
1 Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo.
2 Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios;
3 y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; ese es el del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo.
San Ignacio de Antioquía a los fieles de Esmirna también les previene contra los que niegan la encarnación del Verbo.
San Ignacio de Antioquía escribe a los fieles de Esmirna que Jesucristo "es verdaderamente del linaje de David según la carne, pero Hijo de Dios por la voluntad y poder divinos, verdaderamente nacido de una virgen y bautizado por Juan para que se cumpliera en Él toda justicia, verdaderamente clavado en cruz en la carne por amor a nosotros bajo Poncio Pilato y Herodes el Tetrarca …. Porque Él sufrió todas estas cosas por nosotros [para que pudiéramos ser salvos]; y sufrió verdaderamente, del mismo modo que resucitó verdaderamente; no como algunos que no son creyentes dicen que sufrió en apariencia, y que ellos mismos son mera apariencia. Y según sus opiniones así les sucederá, porque son sin cuerpo y como los demonios".
Docetismo.
Es una herejía que niega la realidad carnal del cuerpo de Cristo. Por su etimología viene de la voz griega dokéo, parecer, dókesis, apariencia y niega por tanto diversos dogmas relativos a la encarnación.. Sirve para designar el error de los que se niegan a admitir que Jesucristo ha sido hombre verdadero, con cuerpo de carne como el nuestro. Por consiguiente, sería pura ilusión o apariencia todo lo que los Evangelios cuentan y la Iglesia enseña sobre la concepción humana de Cristo, su nacimiento y su vida, sobre su pasión, muerte y resurrección (v. voces correspondientes).
Más que una secta, es una consecuencia de las doctrinas de sectas gnósticas. Apoyado en antiguas enseñanzas del oriente medio, el dualismo espiritualista de la -> gnosis dominaba el mundo griego del oriente cuando apareció el cristianismo. Del choque entre ambos surgió una serie de herejías que pretendían explicar racionalmente el misterio de Cristo. Una tesis fundamental de la gnosis está en la afirmación de que la materia es radicalmente mala: Como consecuencia inmediata, es imposible que Dios, espíritu purísimo, se contamine realmente con ella. Aplicado esto a Cristo, se dan diversas variantes: desde las más extremas que no admiten en él ninguna realidad verdaderamente humana, pasando por los que aceptan la encarnación pero no los sufrimientos de la cruz, hasta los que atribuyen a jesús un cuerpo privilegiado, libre de toda miseria.
Después de esta primera reacción herética dentro de la Iglesia, entró en disputa, por los adver¬sarios del dogma de la encarnación, la divinidad de Jesús de Nazaret. Si los docetas negaban la verdad del hombre, la nueva herejía iba a poner en cuestión la verdad de su divinidad.
Lo que los Padres llamaban «el error judío»
La tentación de la soberbia humana que se dio en el mundo judío fue enfrentarse al misterio de que Jesús, nuestro Salvador, es el Hijo de Dios, esto es, que Dios mismo ha venido a salvarnos.
El llamado error judío, así se denomina porque es el de los judíos que admiten que Jesús de Nazaret es el Mesías esperado. El judío interpreta su relación con Dios de una manera jurídica, contractualista: si yo cumplo el pacto, Dios tiene que cumplir el suyo. Dios me ha dado la Ley, y yo la cumplo; luego Dios, en justicia, me tiene que premiar.
Si para guardar la Ley no fuera nece¬saria la gracia de Dios, y después de infringida la Ley por el pecado no hiciese falta una misericordia de Dios totalmente gratuita, tampoco tendríamos que entender que Jesucristo fuese Dios mismo que ha descendido hasta nosotros, que ha veni¬do para salvarnos. Pero el hombre no puede pasar del pecado a la justicia sino en virtud de la promesa, por la misericordia prometida por Dios, y en virtud de la muerte redentora de Cristo.
Los judíos esperaban el Mesías, sobre todo, como el libertador de Israel frente a los poderes gentiles, pero no Aquel que nos salva de los pecados. Por esto, entendían que el Mesías era un hombre, no Dios hecho hombre.
El que no siente necesidad de ser salvado de sus pecados, no espera que el Salvador sea verdaderamente el Emmanuel, Dios con nosotros.
Interpretación antitrinitaria del monoteísmo
Los errores buscan siempre armas verdaderas para seducir, el llamado error judío se valió pronto de la afirmación insistente del monoteísmo. Frente al cristianismo auténtico que iba reiterando la afirmación de que Jesús es el Hijo de Dios, y que bautizaba «en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», con lo cual estaba profesando desde el primer sacra¬mento la fe en la Trinidad, ellos insistían en el monoteísmo: «Oye, Israel, Yahveh, el Señor nuestro, es el único Yahveh».
Si el Señor es uno, no les parecía que pudiesen reco¬nocer como Dios al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo y dar a estos tres el carácter de reales y distintos; no podían admitir que Jesús fuese Dios.
Este monarquianismo, que así se lla¬maba esta herejía porque afirmaba que Dios es uno, fue el apoyo doctrinal del llamado «error judío», es decir, de la redención consistente en el ejemplo y el magisterio del Mesías, sin la gracia de Cristo, sin su muerte redentora.
Este monarquianismo se expresó en formas diversas:
o bien interpretando los nombres de las personas divinas como as¬pectos o modos de la única naturaleza y persona de Dios, lo que constituyó el llamado modalismo, que profesó, sobre todo, Sabelio;
o bien entendiendo el nombre de Hijo y el de Espíritu Santo como designando el efecto de la fuerza -dynamis- divi¬na en el hombre Jesús, al que Dios adoptaba como Hijo. El error judío se expresó preferentemente en este monarquianismo dinamista o adopcionismo.
Para «los judaizantes», Jesús es el Mesías, es el Hijo de Dios porque en Él reside el poder de Dios. Dios ha puesto en Él su poder y en él Dios actúa, porque le ha adoptado como hijo. Como a María le dice el ángel que «el poder del Altísimo vendrá sobre ti», Cristo es un mero hombre sobre el que des¬cansa el poder de Dios, que así le adopta como hijo. Con esto, decir que Jesús es «hijo de Dios» tiene un sentido totalmente diverso del que tiene en la fe cristiana.
Los comienzos del arrianismo
En el s. II Teódoto el Coriario, declara a Jesús sólo hombre real, sobre el cual descendió el Espíritu divino con sus dones en el bautismo, sin que por ello fuese Dios, sino sólo un hombre excepcionalmente santo y reli¬gioso. En realidad, esta primera negación de la divinidad es la que será retomada por el racionalismo del s.XIX al hacer de Jesús un hombre excepcional solamente.
En el s. III se manifiesta la oposición al dogma de la Trinidad. Pablo de Samosata declara a Jesús "hijo de Dios", pero no natural y eterno, sino solamente adopti¬vo. Es el adopcionismo. Dios único le otorga el título divino, pero en rigor no es Dios. Solamente existe en él un atributo divi¬no, la inteligencia, el logos (razón, idea, palabra). Es la inteligen¬cia del Padre pero no hay persona diversa.
La negación de la trinidad de personas se renueva en Sabelio, el cual negará la del Espíritu Santo. Es ahora la herejía trinitaria del modalismo. No hay en Dios tres Personas, sino sólo tres modalidades de una sola Persona, que es el Padre. El vértice, casi necesario, de este error, admitiendo que Jesús padeció la muerte en cruz, es el llamado con palabra difícil patripasianismo, que afirmará que fue el Padre el que sufrió en la Cruz, porque sólo hay una Persona en Dios, que es único.
Complejos antecedentes del arrianismo: síntesis monarquianista
La herejía arriana es una refundación, una reconversión verbal del error judío con instrumentos conceptuales origenistas. ¿Cómo se llegó a esta herejía que sintetizaba dos corrientes heréticas tan opuestas, el error judío y el error griego origenista?
En Antioquía, en el siglo III, un obispo, Pablo de Samosata (obispo de 260 a 268) había impulsado una reedición del modalismo -que habían profesado Sabelio, Práxeas y Noeto, y que afirmaba que Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres mo¬dos de hablar de un Dios único, sin distinción de personas-, sintetizándolo con el adopcionismo o monarquianismo dinamista -enseñado por los dos Teodotos, el Coriario y el Nummulario-, que decía que el Mesías sólo es hijo por adopción, por descan¬sar en él la fuerza, la dynamis de Dios.
De esta síntesis del modalismo con el adopcionismo resultó la siguiente doctrina: no hay eternamente tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino que Dios es de tal manera que noso¬tros podemos invocarlo como Padre porque adoptó a Cristo como hijo, y en Cristo nos ha adoptado a nosotros. Según su pensamiento, como al adoptar a Cristo el poder de Dios ha habitado en Él, a Dios, en cuanto está presente en Cristo con su poder, nosotros lo llamamos Hijo; a su vez, como que Dios, adoptándonos por Cristo, nos penetra por dentro, en cuanto Dios viene a habitar en nosotros actúa como el Espíritu de Dios. No es una persona distinta del Padre y del Hijo, como tampoco lo son el Padre y el Hijo.
En definitiva, le llama Dios en cuanto creador del mundo; le llama Padre en cuanto nos adopta en Cristo; le llama Hijo en cuanto habita en Cristo; le llama Espíritu Santo en cuanto habi¬ta en nosotros animándonos interiormente.
Por tanto, aquí no se trata ya del error judío. Pero, para ellos, Cristo no es el Hijo eterno de Dios. Dios no era Hijo antes de que naciese Jesús de Nazaret, sino que Dios se hizo Hijo al habitar en Jesús. De esta manera, el Hijo no es eterno y preexistente, sino que Dios de tal manera adopta a Cristo que habita en Él. Así se mantenía el modalismo de Sabelio -Padre, Hijo y Espíritu San¬to son modos de hablar del único Dios, con unidad de especie y persona- con el adopcionismo -Jesús es un hombre en el cual Dios habita. Jesucristo no es el Hijo de Dios por naturaleza, sino por la habitación de Dios en Él.
Este sistema de Pablo de Samosata preparó el arrianismo.
El arrianismo, negación de la divinidad de Jesús de Nazaret
En el s. IV aparece en toda su crudeza la herejía negadora de la divinidad de Jesús. Es la última etapa de la contradicción al dogma trinitario, centrada en el Verbo o persona de Jesús. Entra en escena el presbítero de Alejandría Arrio.
Arrio negó la divini¬dad de Jesús, diciendo y afirmando que, siendo el Verbo de Dios, Jesús no era en verdad Dios, porque tal Verbo o Sabiduría del Padre, único Dios, era una obra de creación. Renovaba, en cierto modo, el error de Pablo de Samosata, fun¬dando su doctrina en que la Sabiduría es presentada en diversos textos del AT como obra creada de Dios. Afirmó que no era Dios sino solamente criatura de Dios, aunque fuese excepcional, y por la cual después creó las demás cosas del universo (cf. Prov 8, 22; Sir 24, 5.12). El Logos del evangelio de san Juan fue reducido a dimensión de primera criatura de Dios, instrumento para la creación de todo lo demás. Pero no era verdaderamente Dios, ni Hijo unigénito del Padre.
Característica de la doctrina de Arrio: un Cristo ni divino ni humano
Arrio (?-336) habla del Logos no sólo como siendo inferior al Padre, como afirmaba Orígenes, sino creado en el tiempo, no eterno, como decía Luciano de Antioquía. También consi¬dera al Espíritu Santo inferior al Padre, aunque Arrio se ocupa poco del Espíritu Santo.
Para la fe cristiana, Cristo es el Hijo eterno de Dios, el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, de modo que es verdadero Dios y verdadero hombre. El Cristo de los arrianos, por el contrario, no es ni verdadero Dios ni verdadero hombre.
Para Arrio, Jesucristo no es verdaderamente Dios, sino una criatura de Dios que se lla¬ma Logos, que se encarna, es decir, que toma cuerpo en Jesús de Nazaret, asume la corporeidad, la carne; pero, como este Logos es una criatura espiritual preexistente, Jesús de Nazaret no tiene un alma humana, sino que su alma es el Logos creado, preexistente a su existencia histórica. O sea, que para Arrio Cristo tampoco es verdadero hombre.
Hay aquí una profunda diferencia con el error judío, para el que Jesús es un hombre y no otra cosa. En el caso de Arrio se finge un Cristo que no es ni Dios ni hombre, con lo cual la redención queda completamente destruida, porque el Redentor no era Dios, ni se entendía por qué los redimidos fuesen los hombres -porque según la Escritura, si Cristo se hizo semejan¬te en todo a los hombres menos en el pecado es para que real¬mente la humanidad tuviese un Redentor, un Ungido, uno de nosotros, un descendiente de mujer, nacido de la Virgen María.
Nosotros afirmamos que Cristo es verdadero hombre igual que pudieran afirmarlo los ebionitas, pero nosotros afirmamos que es hombre porque la dignación misericordiosa de Dios ha hecho que la segunda persona de la Santísima Trinidad viniese a ser uno de nosotros, y naciese de la Virgen María, que por eso es Madre de Dios. De modo que los arrianos desconocie¬ron la divinidad de Cristo y también su humanidad.
El Concilio de Nicea: Atanasio
El diácono Atanasio (295-373) comienza sus polémicas espléndidas contra Arrio. El obispo depone a Arrio de sus funciones sacerdotales y éste va al Oriente, contacta con los colucianistas y moviliza a gran parte del episcopado del norte de Siria y de Asia Menor contra Atanasio.
Constantino se alarma porque los cristianos disputan entre sí y convoca el Concilio en Nicea el año 325. Allí triunfan el diácono Atanasio, que habla en nombre de su obispo, y Osio, obispo de Córdoba, enviado como legado del papa Silvestre (314-335). Osio, occidental, y Atanasio, alejandrino, dominan la asamblea de los 318 padres que redacta la fórmula de Nicea, bastante parecida al Cre¬do de la Misa, pero con algunas variantes, pues algunas cosas se añadieron en el Concilio de Constantinopla y en símbolos posteriores, mientras que el de Nicea desarrolla un poco más alguna idea.
Contra la herejía de Arrio, que se extendió más tarde en otras formas como mancha de aceite, se reunió el primer Concilio Ecu¬ménico de la historia de la Iglesia, más de trescientos obispos convocados por el emperador Constantino. Es el I de Nicea, en el año 325. A él asistió como sacerdote, acompañando a su obispo Alejandro, san Atanasio, que iba a ser el grande e incan¬sable adversario contra el arrianismo a lo largo de su vida, como obispo de Alejandría, y que ya había comenzado su ingente tarea con los primeros escritos. En el Concilio fue proclamada con solemnidad la fe de la Iglesia apostólica, en forma de Símbolo de la fe.
San Atanasio, que había sucedido en el año 328 al patriarca Alejandro en la sede alejandrina, pasará veinte años, de los cuarenta y cinco que duró su pontificado, desterrado primero en las Galias y después en el desierto de Egipto. Es uno de los grandes héroes de la fe, uno de los que ha soportado mayor persecución por ella.
El Símbolo de Nicea
El Símbolo que Atanasio redacta, apoyado por Osio y vota¬do por los obispos, dice así:
«Creemos en un solo Dios Padre Omnipotente, Creador de todas las cosas visibles y de las invisibles; y en un solo Señor nuestro Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido Unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre ("ek tes ousías I tou Patrós"), Dios de Dios...»
«...Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Nacido, no hecho, de la misma substancia que el Padre ("homooúsion to Patrí", "consubstancialem Patri"), por Quien todas las cosas fueron hechas,...» [tomado del prólogo de san Juan].
«...las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, el cual por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo».
La palabra que más directamente expresaba la realidad divina del Hijo era la palabra "consustancial", que expresaba la unidad de ser del Padre y del Hijo, ambos un sólo y mismo Dios en personas diferentes. Esta palabra en lengua griega, utilizada por el Concilio (Nicea está en Oriente, y la lengua de la cultura era entonces el griego), se expresaba con el término "omo-ousios" (la misma-sustancia). Los seguidores de la doctrina arriana posteriores a la condenación de la herejía de Arrio, hicieron una sutil maniobra. Sustituyeron el término por su casi igual “omoi-ousios" (semejante-sustancia).
La variación entre el término del Concilio (la misma), y el nuevo (semejante) hacía variar totalmente lo expresado. Pues si eran de sustancia o ser solamente "semejante", pero no idéntico o el mismo, ya el Hijo no era consustancial al Padre, por lo mismo no era Dios verdadero, sino sólo parecido a Dios, como reflejo o imagen, pero creada.
Tal maniobra formó, aun en vida del propio Constantino, el poderoso grupo de los llamados semiarrianos por la expresión. Pero en realidad rigurosa seguían siendo arrianos verdaderos. Fueron bastante los obispos que siguieron el nuevo término frente a los verdaderamente conciliares, hasta el punto de decir san Jerónimo que el mundo católico se halló de pronto sorprendentemente arriano.
Atanasio personifica la fe ortodoxa
En el Martirologio romano se dice de san Atanasio, el día 2 de mayo: «San Atanasio, obispo de Alejandría, confesor, Doc¬tor de la Iglesia, celebérrimo en santidad y doctrina, en cuya persecución se conjuró casi todo el mundo, defendió victoriosamente la fe católica desde el tiempo de Constantino hasta Valente, contra emperadores, gobernantes e innumerables obis¬pos arrianos, acosado por los cuales insidiosamente, anduvo prófugo de una a otra región, hasta no quedarle en la tierra lugar donde ocultarse».
A partir de entonces, a los que creían que Jesucristo es Hijo de Dios les comenzaron a llamar atanasianos o nicenos, dando a entender que en Nicea se había tomado un camino equi¬vocado. Esta fórmula de Nicea, que es la que ha permanecido en la Iglesia, fue combatida durante cincuenta años en varios con¬cilios, por innumerables obispos que excomulgaron a Atanasio, que inventaron otras fórmulas y buscaron múltiples subterfu¬gios para no decir homoousion, de la misma naturaleza.
Los orientales llaman a Atanasio «el padre de la fe ortodoxa de Cristo». Así como decimos que san Agustín es Doctor de la gracia, y no es el que define la gracia de Cristo, sino el que defiende y expone contra los pelagianos y semipelagianos lo que habían enseñado los evangelistas y san Pablo y los otros Apóstoles; o como san Cirilo es el Doctor de la Encarnación y de la Maternidad divina de María, así deci¬mos que san Atanasio es el Doctor de la Divinidad de Cristo y de la Trinidad divina.
EL SEGUNDO CONCILIO: CONSTANTINOPLA I (381)
Los enemigos del Espíritu Santo
Surgen dos cuestiones que dicen relación al tema del se¬gundo concilio: la de la naturaleza divina del Espíritu Santo y la de la integridad y plenitud de la naturaleza humana de Cristo.
El punto que dis¬cierne los que sólo aparentemente son semiarrianos, pero en el fondo son católicos ortodoxos cobardes, o pedantes, de los que no son cristianos, es el tema del Espíritu Santo. Son los macedonianos o pneumatómacos, que significa «los que combaten al Espíritu».
Y aquí nos encontramos con una cuestión muy profunda: La hetero¬geneidad de la ley evangélica sobre una ley moral natural está en que ahora ya no debemos obrar meramente como hombres, según nuestra naturaleza humana, sino como hijos de Dios, según la naturaleza divina. Por eso, todas las virtudes cristia¬nas asumen todo lo natural, pero lo trascienden para ponernos en familia de Dios.
En el siglo IV esto era tan claro que no se atrevían a negarlo ni los arrianos, ni aquellos a los que los arrianos intentaban contaminar. Porque el argumento nuclear de san Atanasio, san Gregorio Nacianceno y san Basilio, es éste: «Cristo te da vida divina. Si Él fuese un Hijo adoptivo o un instrumento de Dios, entonces por incorporarte a Él, no te ocurriría nada. Si eres miembro de Cristo, si eres verdaderamente hijo de Dios es porque Él es el Hijo natural eterno de Dios. El Espíritu Santo te es enviado a tu corazón, y porque eres hijo de Dios, te es dado el Espíritu de adopción que nos permite decir a Dios: "Abba, Padre". Este Espíritu que nos envía Dios y habita en nosotros, por el cual somos hijos de Dios, es Dios mismo enviado al alma». Y éste era el argumento.
El Apolinarismo desconoce la divina economía salvífica
Mientras tanto, en un sector de amigos de Atanasio surge un error, el apolinarismo, que es un error que acecha siempre al cristianismo ortodoxo.
Apolinar, viendo la doble condena de Arrio por dos Concilios, y el firme rechazo eclesial de que el Verbo no era Dios, intentó componer la divinidad con la humanidad con una extraña y singular invención.
Apolinar, al afirmar que Dios se ha encarnado, cree que ha de negar la existencia del alma racional humana de Cristo. Lo entendía así: «donde está el Verbo, ¿qué falta hace el alma humana racional? Donde está Dios, ¿qué falta hace el hom¬bre? Y aunque sabemos por la fe que Dios se ha hecho hom¬bre, que ha tomado carne humana, nuestro cuerpo, ¿qué iba a hacer Cristo de un entendimiento y una voluntad humanos?».
Según Apolinar el Verbo era Dios, y debía admitirse su dis¬tinción del Padre, conforme a las decisiones conciliares. Pero este Verbo Dios al unirse con la naturaleza humana corporal de Jesús eliminó el alma humana, dejando sólo el cuerpo. Y así Jesús era en realidad un cuerpo animado por el mismo Verbo divino.
Se trata de unos malentendidos que afectan de lleno a la cristología. El argumento con que replican san Atanasio, san Gregorio Nacianceno y el papa san Dámaso (366-384) a estos herejes -que se presentaban como del partido de Atanasio y un ardiente antiarrianismo- , es que el Verbo eterno se ha hecho hombre para redimirnos a nosotros, como dice la Carta los Hebreos: «se ha hecho hermano nuestro, en todo semejante a nosotros menos en el pecado». Si no tuviese todo lo humano no brillaría el miste¬rio de la divina dispensación de haber asumido una naturaleza humana, haciéndose hermano nuestro «para salvar -como de¬cía san Gregorio- todo lo que había perecido».
Este es el misterio que los griegos llaman oikonomía, la «administración» de la misericordia de Dios, la dispensación divina. Los grandes doctores antiarrianos fueron también los grandes doctores antiapolinaristas, aunque Apolinar pensase plenamente ser antiarriano.
En realidad esta nueva herejía destruía la verdadera naturaleza humana de Cristo, porque no hay hombre si no hay alma humana creada en el cuerpo. Se convertía así en un prólogo a las nuevas here¬jías que iban a invadir el campo de la contienda cristológica, afec¬tando ya a la unidad de persona en Cristo ya a la distinción y perfección de sus dos naturalezas.
Un año después del Concilio I de Constantinopla, el Papa san Dámaso reunió en Roma un Conci¬lio de mucha importancia aunque no ecuménico. En él pueden verse recogidas, en forma de condenaciones, todas las herejías aparecidas hasta entonces, con sus anatemas correspondientes. (Denz 58-82).
Vacilaciones terminológicas: la cuestión de las tres hipóstasis divinas
Mientras tanto, sigue la discusión sobre las distintas termi¬nologías, sobre las palabras adecuadas para expresar los con¬ceptos, y va ganando terreno la comprensión de que lo que en griego son «tres hipóstasis, una ousía» es equivalente conceptualmente, aunque no lo sea etimológicamente, a lo que en latín son «una naturaleza o substancia y tres personas».
El problema era grave porque en griego prósopon no tiene el sentido de subsistente espiritual personal que tiene en latín, sino que es más bien la personalidad como actitud, el papel que hace uno en la vida, como si fuese un actor que hace el papel de otro. Por eso, a los griegos les podía parecer «tres personas» como «tres modos de ser», y un pretexto más para acusar de sabelianismo a los atanasianos, sobre todo si empleaban la terminología latina. Y substancia, como dice santo Tomás, es una palabra que en latín es equívoca, porque lo empleamos para decir la esencia substancial, o lo que sería en griego la déutera-ousía. Pero también podría usarse lo que sería en griego prote-ousía, la substancia primera o el sujeto. Enton¬ces, decir «tres hipóstasis» lo traducían al latín como «tres subs¬tancias» y entendían por tales tres divinidades, tres esencias diversas. A los griegos, «tres personas y una substancia», una hipóstasis, les parecía sabeliano.
El símbolo de Constantinopla. Carácter especial de sus cánones
Los ciento cincuenta obispos que permanecieron en el concilio de Constantinopla definieron unánimemente la divinidad del Espíritu Santo y adoptaron el Símbolo tan conocido, incluido en la liturgia de la misa.
«Creemos en el Espíritu Santo, que reina y es vivificador, que procede del Padre, que es adorado y glorificado jun¬tamente con el Padre y el Hijo, que habló por los profetas».
En Occidente, se añadiría posteriormente el término Filioque, «y del Hijo», a la afirmación de que el Espíritu Santo es «El que procede del Padre». Aquel añadido sería uno de los pretextos de la separación de los orientales, (…)
La divinidad del Espíritu Santo fue definida contra Eunomio y los macedonianos o seguidores de Macedonio: El símbolo de ambos concilios es llamado Niceno-Constantinopolitano, y es el que actualmente se dice en las Misas de solemnidad.
El Concilio introdujo otro inciso muy importante en la fórmula de Nicea. Después de afirmar la encarnación, pasión y muerte bajo Poncio Pilato, la resurrección y ascensión, y su venida final a juzgar, formuló también: "Y su reino no tendrá fin". Esta fórmula se introducía contra Marcelo de Ancira y Fotino de Sirmia. Y significa que la encarnación dura por la eter¬nidad en gloria. En realidad, lo dice así el ángel Gabriel a la Vir¬gen María en la anunciación: "Y su reino no tendrá fin" (Lc 1, 33).
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