Dos clases de apariciones: las de amistad o afecto amistoso, y las principales, las oficiales.
I.- Las primeras apariciones del resucitado
1.- Una aparición no mencionada: A la Virgen María
2.- La aparición a María Magdalena: Delante del sepulcro.
3.- Los discípulos de Emaús. Caminaron con él largo rato.
4.- Jerusalén y Galilea.
• En Jerusalén, el mismo día de la Resurrección repetidas veces, después de las de Galilea, la última aparición la ascensión al cielo.
• En Galilea. En el lago Tiberíades y en el monte de Galilea.
5.- La «anagnórisis» o reconocimiento del desconocido
• María Magadalena le reconoce cuando pronuncia su nombre
• Los discípulos de Emaús al partir el pan
II.- El testimonio oficial de las apariciones
1.- El catálogo oficial de las apariciones
El catálogo que Pablo (1 Cor 15,6) consta de seis miembros.
• A Cefas; a los Doce; y más de quinientos hermanos juntos»
• El testimonio de Santiago, otra aparición a «todos los apóstoles», y la suya.
2.- Las apariciones eclesiales
• A Pedro. Lucas da noticia de la aparición a Simón. «El Señor ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34).
• A los Doce. Juan advierte: Estaban con las puertas cerradas por temor a los judíos (Jn 20,19), y de pronto apareció Jesús en medio de ellos.
• La segunda aparición a los Doce, es la de la confirmación a Tomás.
• A «más de Quinientos hermanos»San Pablo la menciona en I Corintios. Se puede identificar esta aparición con la que los ángeles desde el primer momento recordarán que debían acudir para ver a Jesús en Galilea
3.- El anuncio de muerte a Pedro y Juan
Jesús en el lago Tiberíades le anuncia a Pedro que moriría en cruz. El anuncio misterioso sobre la muerte de Juan
4.- Las otras apariciones singulares: a Santiago, a todos los apóstoles y a san Pablo
LAS PRIMERAS APARICIONES DEL RESUCITADO
En el primer capítulo hemos consta¬tado el hecho del sepulcro abierto, y sus circunstancias, con la ida de las mujeres, autoras del descubrimiento de este primer hecho.
En este segundo capítulo, constatamos un segundo factor real, afirmado por los evangelistas, posterior a aquella ida y des¬cubrimiento. Jesús comienza a dejarse ver en vida nueva de diversas personas, a lo cual llamamos apariciones. Es claro que hay estrecha relación entre los dos hechos: se apa¬rece el mismo que ya no está en el sepulcro.
Pueden dis¬tinguirse dos clases de apariciones: las de amistad o afecto amis¬toso, que podríamos señalar como apoyos objetivos de las otras, y las principales, que podemos llamar oficiales, porque parecen destinadas a ser las pruebas aducidas como testimonio en público por sus apóstoles.
1. Una aparición no mencionada
Aquella Madre, de quien consta que estuvo hasta el momento mismo de la expiración al lado de su hijo (Jn 19,26), ¿podía ser excluida de la preferencia de la visita de la alegría?
Se encuentra la alabanza de María en Lucas, de manera amplia y expresa en el anuncio del ángel, y en el Magnificat, así como en la consideración de que ella «meditaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,19.51); y Jesús declara «Dichosa» (Beata) a aquella que «conserva estas cosas en su corazón». (Lc 11,28).
Parece pues que debe tenerse por cierto que Jesús hizo gozar a su madre de la alegría de verlo resucitado. Esta era pues la regla que debía aplicarse a la Virgen María en la consolación de la resurrección. Cuanto fue mayor su tristeza, tanto mayor y principal debe ser su consolación.
Recordaremos aquí que un gran maestro de vida espiritual de contemplación, como Ignacio de Loyola, en sus ejercicios espirituales, al referirse a esta aparición innominada de la Vir¬gen, dice con sencilla lógica cristiana: «Resucitado, apareció a su bendita Madre en cuerpo y en alma», y da esta razón termi¬nante para él: «Apareció primero a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la Escritura se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros. Porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: ¿También vosotros estáis sin entendimiento?» (Ej. esp. n. 219,299).
2. La aparición a María Magdalena
En cuanto a las apariciones propiamente relatadas del Señor, no cabe duda de que la primera en el tiempo es la de María Mag¬dalena. Pues Marcos en su epílogo lo afirma así: «Al resucitar por la mañana en la aurora del sábado (o sea del comienzo de la semana) se apareció en primer lugar a María Magdalena» (Mc 16,9). Esta aparición relatada así en Marcos como la primera de Jesús mismo, después de la de los ángeles (Mc 16,5-6), es en rea¬lidad la primera de todas personal. Pues dice Lucas que volvie¬ron del sepulcro Magdalena con las otras mujeres, Juana y María de Santiago, y decían a los apóstoles las visiones de los ángeles y no eran creídas por ellos.
Es Juan el que ha narrado con arte delicadísimo la aparición directa a María Magdalena. Y que todavía no se había aparecido a Pedro (Lc 24,34), se muestra en el hecho de que es ella la que vuelve desolada, al ver el sepulcro abierto, a comunicar a los apóstoles el descubrimiento. Pedro y Juan corren al sepulcro para ver el estado de las cosas, mientras los otros comentan los delirios de mujeres.
Vino pues Magdalena, llena de dolorido espanto a comunicar que la tumba había sido violada (ella, parece, sólo vio, dejando las otras mujeres en el sepulcro, la piedra del cierre quitada), comunica su angustia con los apóstoles, y no creída por la mayo¬ría obtiene, sin embargo, el interés inmediato de Pedro y Juan, que la acompañan corriendo hacia el lugar de su desolación.
Probablemente la Magdalena o no corría con ellos, o se dete¬nía algo en su dolor que la sobrecogía. Pues parece que el exa¬men de Juan y Pedro de los lienzos del sepulcro, y su marcha de allí, tiene lugar sin ningún cambio de palabras o comentario con la Magdalena, si acaso ella no se había quedado retrasada que¬riendo convencer también a otros discípulos de la verdad del sepulcro abierto.
Jn 20,10-18 10 Entonces los discípulos volvieron a los suyos. 11 Pero María Magdalena estaba llorando fuera del sepulcro. Mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro 12 y vio a dos ángeles con vestiduras blancas que estaban sentados, el uno a la cabecera y el otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. 13 Y ellos le dijeron:
-Mujer, ¿por qué lloras?
Les dijo:
-Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.
14 Habiendo dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie; pero no se daba cuenta de que era Jesús.
15 Jesús le dijo:
-Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
Ella, pensando que él era el jardinero, le dijo:
-Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.
16 Jesús le dijo:
-María . . .
Volviéndose ella, le dijo en hebreo:
-¡Raboni! -que quiere decir Maestro-.
17 Jesús le dijo:
-Suéltame, porque aún no he subido al Padre. Pero vé a mis hermanos y diles: "Yo subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios."
18 María Magdalena fue a dar las nuevas a los discípulos:
-¡He visto al Señor!
También les contó que él le había dicho estas cosas.
Parece que llegó Magdalena cuando ellos ya habían marchado. (Jn 20,10) y se detuvo llorando afuera (Jn 20,11), y sin embargo atraía su atención el lugar donde había estado puesto el cadáver, que es lo que ella había ido buscando, y a lo que llamaba «mi Señor» (Jn 20,13). Advirtió los dos ángeles pre¬sentes en el lugar, que sin duda eran los que habían hablado a sus compañeras, ahora ausentes de allí.
Sorprende que una mujer que busca un cadáver, y ve en el lugar del mismo dos seres resplandecientes o extraordinarios, no advirtiera también la presencia de los lienzos depositados. Pero hay que pensar que, según hemos indicado antes, parece proba¬ble que los discípulos, tal vez Juan, hubiesen recogido los lienzos Plegándolos, como reliquia, y aun como muestra de convicción para los demás, por la forma de estar conservados. Como antes tampoco había entrado con las otras mujeres al sepulcro, cuando estaban los lienzos, no tenía ante los ojos la prueba de la resurrección que había convencido a Juan al verla (Jn 20,8).
Es más, en vez de declararle a ella el alegre anuncio de la resurrección, que dejaba traslucir la losa, libre de cadáver, preguntaron sólo discretamente el motivo del llanto. Ella sólo supo responder: «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.»
Al decir esto, debió oír el ruido de algunos pasos fuera del monumento, a su espalda. Se volvió, y detrás de ella en pie estaba el propio Resucitado. Pero era tal la nube de lágrimas de sus ojos, y tal su trastorno sicológico de dolor, que no reconoció la figura de Jesús. Esto muestra clara¬mente lo lejos que estaba de pensar en la resurrección como posibilidad del hecho. Suavemente Jesús repitió la pregunta de los ángeles. «Mujer, ¿por qué lloras, y a quién buscas?» No sólo dijo: ¿por qué lloras?, sino dio por evidente que ella estaba desconsolada buscando a alguien.
Ella respondió al supuesto jardinero: «Señor, si eres tú quien lo ha llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.» (Jn 20,15). María no piensa sino una sola cosa: ¿dónde puede estar el cadáver buscado? Esta disposición evidencia de la mejor manera la imposibilidad de alucinación en María, que no piensa para nada en posible resurrección.
Es ahora cuando suena la voz dulce y persuasiva de Jesús, quien pronuncia su nombre: «María». Es como un suave reproche a su ceguera y a su obstinación, es una llamada de pastor a su oveja, la cual «reconoce su voz» (Jn 10,3). De pronto el panorama se ha transformado.
Ella se vuelve totalmente el reconocer la voz, y su gesto es el familiar de echarse a sus pies, y aun abrazarlos. Eran los pies del cadáver que busca¬ba, pero estaban vivientes. Y una sola voz ha salido de su gar¬ganta: «Rabboni». El propio Juan en el relato indica el signifi¬cado de la palabra hebrea: «Significa Maestro». Es palabra de amor a la vez que de reconocimiento del señorío.
Esta bellísima escena ha sido omitida por los otros evangelis¬tas, que escribieron antes de Juan. Únicamente el epílogo de Mc reconoce que fue Magdalena la que tuvo el privilegio de la pri¬mera visión del resucitado.
María recibe entonces el encargo de llevar el mensaje a los apóstoles. No ya el mensaje de desolación como antes: «Han robado el cadáver», sino el nuevo «He visto al Señor, y me ha dado este encargo» (Jn 20,18). Y su mensaje es el de la perma¬nencia un tiempo de Jesús entre ellos todavía, antes de desaparecer en la gloria. Por eso le dice «Basta de abrazarme» (Jn 20,17). Porque «todavía no he subido (a la gloria) de mi Padre». Estas palabras nos habrán de servir inexcusablemente para distinguir el hecho de la Ascensión del de la resurrección, en el tiempo y en el modo. Jesús ha añadido de manera conmovedora y precisa: «Mi Padre y vuestro padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,18). Se iguala en la humanidad, se distingue en la divinidad.
3. Los discípulos de Emaús
La narración de san Lucas sobre esta aparición es un modelo de descripción literaria e histórica perfecta. No necesitamos explanarla enteramente, sino resaltar sus rasgos principales. (Lc 24,13-35).
Dos discípulos marcharon de la ciudad de Jerusalén aquella misma mañana, todavía temprano. Sea porque fueran de la villa de Emaús, sea porque allí pensasen reposar algún día, es el hecho que tenían una casa a su disposición. Emaús distaba de Jerusalén, precisa Lucas, sesenta estadios.
Se da el nombre de uno de los dos discípulos solamente, Cleofás (24,18), lo cual hace suponer que es el testigo del cual ha recibido Lucas el relato, o por cuyo medio le ha llegado. La narración lucana prescinde de los detalles espaciales o geográfi¬cos. Conocemos el lugar a donde iban, y el camino que seguían. Pero ningún detalle nos coloca en ambientación que diríamos pictórica. Es narración sicológica, en la que conocemos la con¬versación mantenida, el estado de ánimo de los discípulos, los sucesos de aquellos últimos días. Es Jesús el que, con gran sen¬cillez se introduce con familiaridad en la conversación de ellos, preguntándoles de qué hablaban, y señalando que los rostros manifestaban tristeza en la conversación. La respuesta de Cleo¬fás es admirativa de que un hombre que, al parecer, venía tam¬bién de Jerusalén apareciese ajeno a los graves sucesos de Jerusalén del vier¬nes, que habían conmovido a toda la ciudad: «¿Tú eres hombre de paso en Jerusalén, para no haber sabido lo que ha pasado allí?». Y él simplemente: «¿Qué?».
La síntesis que hace Lucas de la respuesta sobre la conversa¬ción, tiene dos centros principales. Uno la persona de Jesús y su acción anterior extraordinaria, que llevó al pueblo a la manifes¬tación de los Ramos, y a la convicción de que debía ser el Mesías esperado. Un hombre profeta, descripción de la fama grande de Jesús, en obras y en palabras, ante el pueblo (alocuciones y mila¬gros), y ante Dios (que le acompañaba sensiblemente en sus pro¬digios). Esta descripción de los años de predicación de Jesús, corresponde al resumen lucano de la vida de Jesús: «hechos y palabras» (Act 1,1). Así como al resumen univerbal del comienzo de su evangelio: «Las cosas sucedidas entre nosotros» (Lc 1,1), es decir, los hechos (con las palabras) de Jesús. El final de esta primera síntesis es la tragedia inesperada: «Nuestros sumos sacerdotes y príncipes (el Sanedrín), le han condenado a muerte y ha sido ejecutado (por el poder civil, evidentemente) en cruz.» Todo el drama vivido en los días anteriores está pre¬sente en las palabras.
Y viene el paso que introduce al relato actual: el desengaño. «Nosotros esperábamos, sus discípulos, que somos muchos, que era el Mesías de Israel» (24,21). Esta viva esperanza, creada por toda la actividad y las palabras del propio Jesús en vida, y que aquí aparece expresada claramente como convicción de los discí¬pulos de Cristo, parece haber sido rota. ¿Nos hemos engañado en ello? Y aquí se introducen las palabras misteriosas que van a traer el problema a su nueva dimensión. «Pues bien, con todos estos antecedentes, éste es el día tercero desde que esto ha ocurri¬do.» Estamos ante la afirmación del tiempo nuevamente, la afir¬mación que siempre vuelve, la del día tercero.
¿Y qué sucede en este día tercero, que parece ser para ellos, en principio, el comienzo de la triste solución del desengaño? «Sucede que unas mujeres de las nuestras han ido al sepulcro en la aurora, y no encontrando el cuerpo o cadáver de él, vienen diciendo que también han visto una visión de ángeles, que dicen que El vive» (24,22-23). Conocen pues los dos caminantes el relato de las mujeres, parecen haberlo oído personalmente. En este relato no se habla sino del cuerpo que falta del sepulcro, lo que supone que éste se hallaba abierto, y de una aparición o visión de ángeles, que afirma la resurrección, que «El vive». Es una noticia sobrecogedora en realidad. Algo grave ha sucedido, algo grave está en cuestión.
Los discípulos concluyen su relato, según las noticias conoci¬das antes de salir de Jerusalén para Emaús. «Algunos de los nuestros (Juan y Pedro, según Jn 20,3) han ido al sepulcro, y lo han encontrado todo como las mujeres lo han dicho, pero a El no le han visto». Falta aquí la constatación de los lienzos del sepulcro, que ha sido mencionada por el propio Lucas poco antes, al relatar la ida de Pedro al sepulcro (Lc 24,22). La conclusión de los dos discípulos parece ser desoladora, porque les falta el último dato de certeza: «A El no le han visto». Todo indica un acontecimiento extraño, algo que llena de asombro, pero falta el dato clave: verle a El vivo.
En este punto entra la respuesta directa de Jesús, que hasta aquí ha escuchado pacientemente. Y se produce con alguna rudeza: «¡Necios y lentos de corazón para creer todo lo dicho por los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciese todo esto y de este modo entrase en su gloria?» (Lc 24,25-26). Este resumen del argumento de Cristo indica que va a entrar en los textos en que se habla de la pasión y resurrección del Mesías, anunciados por los profetas desde Moisés. En efecto, comen¬zando por Moisés y todos los profetas, les daba la interpretación de las cosas contenidas en la Escritura, que trataban de El. En la siguiente aparición a los discípulos reunidos al anochecer, delante también de los dos mismos de Emaús, Lucas repite que Jesús volvió a hacer el comentario de lo que ya en vida había indicado como escrito en la Ley (Moisés) y los profetas, aña¬diendo significativamente los Salmos (Lc 24,44).
¿Qué textos pueden haber sido el objeto del comentario excelso del propio Jesús, como anuncios de su pasión y resurrec¬ción en el AT? Se ofrece el sacrificio de Isaac, que apuntaba a la fe en la resurrección del hijo (Gen 22; Hebr 11,17-19); la ser¬piente de bronce, que dio ocasión a Jesús a hablar en vida de ser levantado en alto en la cruz (Jn 2,14-15); las admirables profe¬cías del Siervo Doloroso en Isaías; o también la misma figura, profética tomada de Jeremías y otros pasajes (el de la roca que brota agua en el desierto (Ex 17). Pero cita luego especialmente «los Salmos», llenos de alusiones a la pasión y a la gloria del Mesías (Sal 2,15,21,39,68,109). En especial parece que tenemos certeza moral de que ha sido objeto de su comentario el Salmo 15, predicado en este sentido mesiánico por los Apóstoles des¬pués (Act 2,22-32; 13,35-37). Pues el uso de ellos hace suponer que le daban un valor muy especial. Pero de esto hablaremos en su punto.
Llega el desenlace del episodio. Jesús, hasta entonces para ellos desconocido, hace además cortés de despedida y de seguir su camino más lejos. Pero ellos, que están prendados de su pala¬bra y explicación, le fuerzan amablemente: «Quédate con nosotros porque comienza a atar¬decer y el día declina». El aceptó. Y entonces se produjo el pro¬digio. Se pusieron a la mesa, y él, como huésped quizás, tomó el pan y lo bendijo, lo partió y se lo daba.
Se abrieron los ojos de ellos dos, y de pronto vieron lo que tenían delante y no veían. El huésped era el propio Jesús vivo. Llenos de estupor se miraron, y lo comprendie¬ron todo. Se reprocharon no haberle conocido en tanto tiempo de conversación. Una conversación que les había tenido encan¬tados: «Nuestro corazón ardía en el camino». Y levantándose al punto, al parecer aun inte¬rrumpiendo la comenzada comida (aunque no sea cierto), comenzaron a desandar el camino hacia Jerusalén.
Llegados de nuevo a Jerusalén, y al entrar en el cenáculo, hallan la situación cambiada. No son ellos los únicos que pueden anunciar jubilosos que han visto a Jesús vivo. Los de dentro están llenos de alegría, porque ya pueden aportar un testimonio fundamental: Simón ha visto a Jesús (Le 24,34). Es notable que Lucas diga que encontraron a los Once. Seguramente es una locución para designar al colegio apostólico, ya que por Juan sabemos que Tomás tardó en participar esta convicción de sus compañeros hasta ocho días.
4. Jerusalén y Galilea
En las apariciones de los ángeles a las mujeres en el sepulcro hemos visto repetido el mandato de ir a Galilea, donde habrán de ver a Jesús. Se halla en el mensaje angélico, ocupando un lugar central, tanto en Mateo como en Marcos, aunque en Lucas sea transformada la orden de manera algo extraña (que indica mano de redactor) en un anuncio de resurrección «hecho en Galilea». Hemos dicho que no parece verosímil que ésta de Lucas sea la primera redacción de la tradición, sino una modifi¬cación de ella. En efecto, tiene mucha importancia la distinción entre la aparición principal o central, mandada por el propio Jesús por mensaje angélico, y aún, según un texto cuya interpre¬tación damos de otro modo aquí mismo, por boca del mismo Jesús en Mt 28,10.: «Id y anunciad a mis hermanos que vayan a Galilea, y que allí me verán» (Mt 28,10).
No parece, pues, que se pueda dudar de que la aparición en Galilea debe hallarse en los evangelios (al menos en Mateo y Marcos); y en efecto Mateo 28,16 lo dice expresamente de la única aparición que narra de Jesús, aparte de la de las mujeres, en que les manda que vayan a Galilea: «Los once discípulos fue¬ron a Galilea, al monte que les había señalado Jesús». Allí vieron a Jesús, allí les dio el mandato de evangelización universal. Por otra parte, y de notable manera, tenemos que una de las más importantes apari¬ciones narradas por Juan, como tercera a sus apóstoles (no todos), la del lago de Tiberíades, tuvo lugar en Galilea. (Jn 21,1). Y el haber señalado Jesús el lugar de la aparición; «el monte», le da mayor certeza, siendo un monte determinado.
Sin embargo, y obviamente, numerosas apariciones tuvieron lugar en Jerusalén. Hay que tener en cuenta que la resurrección del sepulcro tuvo lugar en Jerusalén, y que allí estaban todos los discípulos reunidos por razón de la pascua y del seguimiento de Jesús. En la misma mañana de la resurrección, el domingo, tuvo lugar junto al sepulcro la primera aparición, narrada por el pro¬pio Juan, a María Magdalena. Aquella misma mañana tuvo lugar, según Lucas, la aparición a los dos caminantes de Emaús. Y aquel mismo día, cuando ellos han llegado de vuelta, se ente¬ran de que se ha aparecido a Simón en Jerusalén, no sabemos a qué hora, pero es de suponer que tras desaparecer de la vista de los de Emaús en la bendición de la mesa. Y a la noche del mismo día, según Juan, se aparece a todos los discípulos (exceptuando Tomás) reunidos en el cenáculo. Tenemos así cuatro apariciones en Jerusalén en el mismo día de la Resurrección (aunque conte¬mos como idéntica a la de la Magdalena la que Mateo pone como sucedida a las mujeres que volvían del sepulcro Mt 28,9-10).
Después de la segunda aparición de Jesús a los once con Tomás presente, era el tiempo de volver a sus pueblos y región, e iniciaron la vuelta a Galilea. ¿Cuándo les señaló Jesús el lugar donde debían reu¬nirse para la aparición próxima en Galilea, y en qué fecha? Aun¬que sabemos por Mt 28,16 que tal lugar y fecha fueron determinados por Jesús, no sabemos cuándo.
Podemos pensar, como lógico, que pasadas las fies¬tas oficiales fueron a Galilea, donde se les apareció Jesús en el monte, como diremos. Y luego volvieron de nuevo a Jerusalén, también porque se acercaba el día de Pentecostés. Y así tuvo lugar la última aparición de Jesús a sus apóstoles de nuevo en Jerusalén, en el monte Olívete, con la Ascensión. Después desa¬pareció de su vista normalmente, y sólo quedará la extraordina¬ria aparición a Saulo en el camino de Damasco.
Podemos así determinar las apariciones que podemos llamar «oficiales» de Jesús a su Iglesia, además de las singulares que hemos aquí enumerado. Lo haremos siguiendo el orden pro¬puesto por Pablo en su testimonio de la fe que los apóstoles pre¬dicaban.
5. La «anagnórisis» o reconocimiento del desconocido
Aristóteles en su tratado de la Poética, al explicar sus partes y procedimientos, habla en especial de la «anagnórisis» o reco¬nocimiento, que es «una transición de la ignorancia al reconoci¬miento» (c.ll). En el capítulo 16 señala diversas maneras utiliza¬das por los poetas para verificar el reconocimiento dramático de dos personas, que se encuentran sin que al principio se reconoz¬can. En las apariciones de Jesús se verifica el procedimiento de la «anagnórisis» o reconocimiento, pero de modo diverso. En todas las apariciones de Jesús ha de darse necesariamente el reconocimiento, al encontrarse con un ser viviente, a quien se sabía muerto. Pero son distintas las clases de reconocimiento.
En toda aparición, después de la sorpresa del principio, debe darse el reconocimiento. Los apóstoles reconocen a Jesús, con quien han vivido antes varios años, cuando le ven en frente de ellos aunque tenga en su porte exterior tal vez algo distinto. Unas veces es instantáneo, otras veces se verifica sin que suceda nada nuevo como veremos que sucede en Tiberíades. Otras, aún tiene que preguntar el vidente quién es el que se le muestra, porque no le conocía, como veremos en Saulo en su visión de Damasco.
Pero ahora queremos notar que en estas dos narraciones de aparición que hemos propuesto, la de Magdalena y la de Emaús, se verifica una «anagnórisis» que descubre de repente, por un detalle no advertido, quién es el que tiene delante. Pues la Mag¬dalena cree que el que tiene delante es el jardinero, y solamente la voz del jardinero, y no la voz primera, sino la del acento del amor, cuando él dice «María», es la que provoca el reconoci¬miento de aquel a quien tenía por un desconocido.
En Emaús es aún más singular el caso, ya que caminan varios kilómetros con él hablando animadamente, y no le reconocen ni en el tono de la voz ni en el modo de argumentarles. Hasta lle¬gan a estar a punto de despedirse de él, cuando le invitan a entrar movidos por su simpatía, y por la atracción que han sen¬tido hacia el caminante. Es solamente cuando en la mesa el gesto de la bendición, y quizás alguna transformación de su semblante, o alguna gloria de su rostro y persona, les hace reconocer al que se desvanece de su vista en ese instante.
Se puede notar cómo este reconocimiento desvanece toda teoría de una ilusión subjetiva de su deseo de ver, puesto que lo tienen delante y no lo reconocen. Es, sin duda, un elemento valioso para la objetividad del reconocimiento. Ni María tiene duda de que delante de ella hay un hombre al que estima el jar¬dinero, ni los discípulos de Emaús tienen la menor duda, durante todo el camino, de que van con un acompañante ordina¬rio. En ambos casos, y en especial en el de Emaús, la convicción de que tienen delante un hombre ordinario es cerrada y total. Parece que se puede presentar este elemento de reconocimiento de un hombre desconocido, en quien no han advertido cosa especial, en parte absortos por sus preocupaciones, como aque¬llo que da a la aparición a la Magdalena y a los de Emaús una garantía de verdad objetiva especial, que indudablemente se da en todas las apariciones, pero no con tan deslumbradora clari¬dad.
CAPÍTULO III EL TESTIMONIO OFICIAL DE LAS APARICIONES
Hemos mencionado las primeras apariciones en el tiempo, el primer día. Entre ellas, destaca sin duda, tanto por su valor tes¬timonial como por el valor que le dan los mismos miembros de la comunidad, cuando regresan los de Emaús, llenos de gozo por su experiencia personal de Jesús resucitado, la aparición a Simón, cabeza reconocida por la comunidad en toda su actua¬ción anterior. Con una suerte de ironía, cuando los de Emaús cuentan su propia experiencia inolvidable, los reunidos en el cenáculo responden: «El Señor ha resucitado verdaderamente (óntos), y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34).
Los de dentro no tienen ya la menor duda de la verdad de la resurrección cuando llegan los de Emaús, contando su hermosa historia, y lo que ha convencido a todos de la verdad de la resu¬rrección ha sido la aparición a Pedro. Los de Emaús decían por el camino: «Algunos de los nuestros han ido al sepulcro, y lo han hallado todo como las mujeres lo decían, pero a El no le han visto». Faltaba el complemento real sobre los datos de seguridad que ya ofrecía el sepulcro abierto y con los lienzos allí deposita¬dos intactos. Faltaba ahora la visión, el encuentro con el Resuci¬tado viviente.
Sobre estos encuentros o apariciones, cabe aquí preguntar. Los racionalistas afirman que las visiones no prueban, porque pueden ser subjetivas. Pero, dejando a un lado de momento la objetividad de las apariciones y su comprobación, ¿qué otro modo quedaría al resucitado de afirmar que vivía, si no lo hacía por sus apariciones? Que un hombre vive se prueba cuando se encuentra, se habla con él, se le ve, se participa en acciones suyas. Pero si se niega al Cristo resucitado la posibilidad de probar de este modo su vida actual, ¿qué otro modo le queda? ¿Es que se pretende que no existe modo alguno de comprobar si un hombre vive? El que niega la validez de las apariciones como muestras de vida, se ve cogido por el dilema: si no es dejándose ver, hablando, comiendo, caminando, tomando parte en reunio¬nes, ¿qué otro modo queda de probar la vida?
1. El catálogo oficial de las apariciones
Hemos visto las apariciones de los ángeles a las mujeres, y la misma aparición del Señor a la Magdalena. Pero los mismos apóstoles tenían estas manifestaciones femeninas por «delirios», o fantasías femeninas, sin razón alguna desde luego, pues la afir¬mación de una mujer vale tanto como la de un hombre, cuando se trata del testimonio. Únicamente habrá que medir la parte mayor o menor de imaginación que ha podido aportar la mujer, según su condición. Pero, aunque la primera aparición a la Mag¬dalena la convierte en mensajera de la verdad de vida del Resu¬citado ante los hombres, la convicción, como hemos visto, se crea entre ellos cuando dicen: «Ha resucitado el Señor verdade¬ramente, y se ha aparecido a Simón».
Es san Pablo en su carta primera a los Corintios, escrita hacia el año 57, o sea un cuarto de siglo tras la muerte de Jesús, quien ha establecido claramente el catálogo pleno de las apariciones consideradas oficialmente testimonio de la Resurrección, entre las cuales no entra Emaús.
El testimonio oficial de la resurrección, en aquellos que le han visto, queda reservado a los hombres que componen la Igle¬sia oficialmente, por disposición del propio Jesús, y para dar un mayor peso a la afirmación total. (Act 1,22; 10,41-42). San Pablo establece el llamado «kerygma» (proclamación) de la fe, o men¬saje esencial, incluyendo en esa síntesis la muerte redentora de Jesús y su sepultura, su resurrección al tercer día, y también (es preciso constatarlo) las apariciones que confirman la verdad de la nueva vida del resucitado. Luego hablaremos de la importan¬cia del «tercer día», o fecha de la resurrección, en el kerigma de la fe. Ahora vamos a establecer la lista de los testimonios apor¬tados por Pablo, el cual añade a la lista de testimonios estas pala¬bras importantes: «Os he transmitido lo que he recibido» (1 Cor 15,3); es la tradición que a través del testimonio queda conser¬vada como la verdad. Es la «paródosis», o recepción-transmi¬sión. Pero a ésta, que formula el kerigma, pertenece también como último punto fundamental el de las apariciones citadas: «Tanto yo como los apóstoles, así hemos predicado, así habéis creído» (1 Cor 15,11).
El catálogo que Pablo establece de apariciones-testimonio, consta de seis miembros, y podemos considerar los tres primeros como los fundamentales, y los otros tres como complementarios. ¿Cuáles son éstos?
2. Las apariciones eclesiales
«Se apareció (fue visto = ófze)
1. a Cefas
2. a los Doce
3 fue visto por más de quinientos hermanos juntos»
(1 Cor 15,6)
Esta primera tríada de testigos está dispuesta en orden de importancia eclesial: Pedro, como cabeza de los Doce, que son llamados así aunque eran sólo Once por la traición de Judas, y finalmente lo que podemos llamar la iglesia total o conjunta, for¬mada por más de quinientos hermanos reunidos (debe pensarse que no se cuentan tampoco aquí las mujeres). Es así el testimo¬nio oficial de la iglesia de Jesús en su orden jerárquico. Pedro, el colegio apostólico, la iglesia entera de los discípulos.
Pedro, que recibió este nombre del propio Jesús (Cefas — Piedra, Roca, Pedro) tenía antes el nombre civil de Simón, her¬mano de Andrés. Jesús le pronosticó el cambio de nombre que iba a hacer con él, de tal manera que en la historia, y en casi todos los pasajes evangélicos, quedó con el nuevo nombre de Pedro. La explicación de la significación de este nombre fue dada por el propio Jesús al confirmar la revelación divina a Pedro: «Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te ha revelado esto (mi divinidad) la carne y la sangre (naturaleza), sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo a mi vez que tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi iglesia» (Mt 16,18). He aquí el único pasaje del NT en el que Jesús explica la razón del cambio de nombre con el que ha pasado a la historia. Decir Pedro es decir Iglesia, y decir perduración sobre cimiento sólido, es decir indestructibilidad ante el enemigo. «Y te daré las llaves del Reino de los cielos» (Mt 16,19). Es argumento fuerte para Mt 16,16. Añade fuerza que el evangelio actual de Mt se escribe poco después de la muerte de Pedro, conocido por todos.
Pero este Pedro, que era tan fuerte como piedra cimental del nuevo y magnífico edificio, era hombre débil y sujeto a errores personales y a tentaciones; por eso inmediatamente le tuvo que corregir, cuando se opuso al anuncio de su pasión y muerte, y lo hizo con palabras bien fuertes.
Le consideró «tentador», y le mandó apartarse (Mt 16,23). En la pasión este sólido cimiento de la Iglesia mostrará su propia debilidad de manera triste, que le fue anunciada de modo parti¬cular por el propio Jesús. Tres veces negó Pedro conocer a Jesús, y esto aun con juramento, por temor humano, hasta que el anun¬ciado canto del gallo matutino le sacó de su peligro y fue para él como anuncio de su dolor. Unánimemente,- los cuatro evange¬listas dan testimonio de esta defección de Pedro.
Sin embargo, y tal vez por esto mismo, fue Pedro o Simón el de los apóstoles que vio al Señor resucitado, cuando ya le había visto María Magdalena. Es Lucas quien nos da noticia de esta singular aparición a Simón, que es la que da firmeza en la fe a toda la iglesia reunida: «El Señor ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34), decían unánimes los del cenáculo a los peregrinos de Emaús que volvían con la gozosa nueva de haberle visto. Es lo que Jesús mismo le había anunciado: «Yo he rogado por ti, para que no falte tu fe, y tú, cuando vuelvas en ti, confirma a tus hermanos» (Lc 22,32).
Nada más sabemos de esta aparición singular a Pedro, que debió suceder cuando separado de Juan volvía meditativo y conmocionado por lo visto en el sepulcro, cuyos lienzos mostraron ya a ambos discípulos la verdad de la resurrección. (Le 24,12; Jn 20,6-10). Indudablemente este encuentro primero y privilegiado de Jesús con Pedro, hubo de contener un diálogo, pero no lo poseemos. Es creíble que Pedro, a quien atormentaba su nega¬ción y apostasía, hubo de pedir perdón a los pies del Señor. Y es muy creíble que la mano de Jesús le alzó suavemente con ros¬tro de sonrisa y amor en un abrazo. Para Pedro la vida cambió de aspecto. Ahora podía ser verdad lo que había dicho: «Te seguiré hasta la cárcel y la muerte» (Lc 22,33).
No es la única vez que Pedro vio al Señor. Le vio al menos otras cinco veces: aquella noche reunido con todos los apóstoles, a los ocho días presente Tomás, en Galilea junto al lago en la pesca milagrosa, en el monte galileo, y el día de la Ascensión. Pudo verle más veces, pues el evangelio no intenta referir todas las apariciones que hubo durante los cuarenta días de vida sensi¬ble de Jesús sobre la tierra. Más bien, podemos pensar que no refiere sino algunas apariciones especiales (Act 1,3; Jn 20,30; 25,35).
En la aparición fundamental a Simón hay que notar el énfasis en la expresión: «Se ha aparecido verdaderamente a Simón»; donde late además una respuesta a todas las dudas de las apariciones de las mujeres, que no han sido creídas, y aun de los mismos de Emaus que están narrando su historia y tratando de convencer de su verdad. Este «verdaderamente» no parece que puede tener más fundamento testimonial que el valor que se atribuye al de Pedro, por encima de todos los demás. Y quizás porque Simon ha hablado más largamente con el Maestro vivo, tenemos la primera aparición directa visible a un apóstol, que es la cabeza de los demás.
San Pablo propone a continuación, en el contexto autoritativo, a los «Doce». Debiera haber dicho «Once», pues Judas faltaba ya por su traición, pero utiliza el nombre consagrado por la escuela de Jesús. Las apariciones a los Doce, que nos refieren los evangelistas como tales, no parecen ser exclusivas de otros discípulos (en la que narra Lucas estaban los de Emaús, y otros) pero su importancia proviene de aparecerse a los Doce reunidos Es sabido que estas apariciones a los Doce reunidos se producen en Jerusalén. Debemos deducir que son dos diversas, pues lo establece claramente Juan, tanto en la fecha como en la concu¬rrencia. La primera fue en la noche del mismo domingo de resu¬rrección, la segunda tiene lugar a los ocho días, el domingo siguiente, y estando presente Tomás, que se halla ausente en la primera.
La que narra san Lucas es claramente la misma que la pri¬mera de san Juan, aunque tenga elementos diversos. Pues con¬viene en la hora de la noche y en la cena del domingo, en mitad de la reunión llena de expectación. Tratemos de la primera de Juan, uniendo a ella los elementos de variedad de la de Lucas. Según éste habían llegado los de Emaús de vuelta de su camino, y se establecía el diálogo entre su afirmación y la de los de dentro sobre la aparición «verdadera» a Simón. Parece ser que estaban a la mesa cenando, ya que el Señor les pedirá comida para pro¬bar que no es fantasma.
Estaban —advierte Juan— con las puertas cerradas por temor a los judíos (Jn 20,19), y de pronto apareció Jesús en medio de ellos, un nombre de carne y hueso. La palabra que dijo, la de la paz, les sobresaltó evidentemente, pues fue pronun¬ciada por alguien que no sabían estaba allí, probablemente desde detrás de los comensales. Lucas hace notar el gran sobre¬salto que produjo la voz, al decir «La paz con vosotros», en el saludo ordinario de un encuentro. «Creían ver un espíritu» (Lc 24,37). Era efecto del miedo, y del repentino sobresalto. El les calmó: «¿Por qué dudáis en vuestros corazones?» Como prueba de su realidad corporal presentó sus manos y sus pies; san Juan declara (manos y costado), que ofrecía abiertas las llagas de la crucifixión en señal de identificación.
En Lucas hay invitación a ver y tocar, para comprobar que tiene carne y huesos. Esto es mucho más fácil en las manos, y añade que les mostró también los pies. Sólo Juan, el discípulo que testimonia la lanzada, dice que miraron, y quizás tocaron su costado. Estupefactos por la alegría de lo inverosímil, les ofreció Jesús otra prueba profundamente humana: ¿«Tenéis algo que comer?» Como estaban a la mesa, había restos de pescado asa-ífaue ellos primero habían comido. No cabía duda alguna. El comió como ellos habían comido, y desapareció el resto del pez, entre las mandíbulas de Jesús. No dice si bebió algo, pero parece fácil que así fuera, como en toda comida. Añade que les dio los restos del pescado, lo que sobró después de comer él. Este dato parece querer señalar la verdad de la comestión, pues quedaron restos de la comida. Algún manuscrito añade un panal de miel. Después les habló. Según Lucas les concedió el don de enten¬der, a su luz, las sagradas Escrituras. Este dato debe tenerse muy en cuenta, pues sigue a la exposición que él mismo hizo de diver¬sos pasajes de «Moisés, los profetas y los Salmos», sobre su per¬sona y sucesos (Lc 24,44). De aquí es obvio el pensamiento, que no parecen tener en cuenta para nada los intérpretes de la Redaktionsgeschichte de que las principales, al menos, de las citas del AT referidas a Jesús y su pasión y resurrección, vienen de la enseñanza del mismo Maestro, y van acompañadas de otros conocimientos e inteligencia del AT a la luz de la figura de Jesús, su cumplidor.
Los apóstoles recibieron el don infuso de comprender el sen¬tido del AT en relación a Jesús. Esto da un valor, de presunción favorable al menos, a las citas que hacen del AT como cumplidas en Jesús, que resultan numerosas. Lucas añade otras palabras de Jesús, que parecen referirse más a la despedida anterior a la Ascensión, cuando tras otra comida en la tarde los sacó al Olí¬vete (24,50), donde les habla del perdón de los pecados, que han de predicar en el mundo. Es evidente que esto quiere decir que es concedió el poder de perdonarlos, y es Juan quien expresa¬mente lo consigna en la aparición: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedarán perdonados, a quienes se los retengáis les quedarán retenidos.» (Jn 20,23). Al decir esto, envió un soplo de su boca sobre ellos, como si fuese un signo sensible del Espíritu que recibían para el perdón de los pecados, y que algo más tarde descenderá sobre ellos en forma de vendaval.
Este primer suave soplo es evidentemente simbólico de acción, y anuncia al vehemente soplo del día de Pentecostés. Hay que advertir que Tomás no estaba entre ellos en este instan te. Pero parece claro que la entrega del poder de perdonar se hizo al Colegio apostólico, al cual pertenecía también Tomás.
La segunda aparición a los Doce, que aparece mencionada por san Pablo de modo general en su catálogo, la conocemos sólo por Juan. Al contar los Diez que le habían visto su certeza de la aparición, añadida ahora a la de Pedro, Tomás se enfrentó al grupo apostólico. Parece que no admitía ni siquiera la apari¬ción a Pedro. Al octavo día, que era el del fin de las fiestas de los ázimos de la Pascua, se hallaban reunidos de nuevo los após¬toles, seguramente en el cenáculo, de nuevo con las puertas cerradas, y de nuevo, como la vez primera, apareció repentina¬mente Jesús, y de nuevo lanzó su pacífico saludo amical: «La paz con vosotros.» Es evidente que el sobresalto esta vez fue princi¬palmente en Tomás, y que los demás, además de saludar a Jesús, miraron a Tomás. Jesús no perdió el tiempo en requilorios. Se dirigió a Tomás personalmente, que parece se había puesto en pie. Con cierta severidad amable, le requirió a cumplir las condi¬ciones que él mismo había impuesto: «Trae tu dedo y mételo (en el agujero de la muñeca taladrada); trae tu mano y métela en mi costado.» Donde se ve la anchura de la lanzada, pues cabían en ella al parecer los dedos de la mano extendidos. «No seas incré¬dulo, sino fiel o creyente.» ¿Qué respondió Tomás a tan directa interpelación? Sólo esto, silenciosa y profundamente ante el Señor: «Señor mío, y-Dios mío.»
Merece la pena hacer notar aquí cuan falsa resulta la inter¬pretación racionalista de la fe-pospascual como diversa de la ante-pascual. Ya que Tomás, traduciendo su fe actual, inmediata a la primera visión del resucitado, le llamó expresamente «Dios mío». Esto quiere decir que la iluminación pascual, al producir¬se, no hizo cambiar el concepto de los apóstoles, sino que lo ilu¬minó con luz penetrante. ¿Pues de dónde sacaba Tomás que por el hecho de haber resucitado era su Dios, sino porque entendía ahora todo lo que Jesús había predicado en vida mortal? Ya que la sola resurrección le hubiese llevado solamente a proclamar a Jesús como Mesías resucitado por el Señor, pero no a darle el nombre mismo de Dios. Esto sólo era posible porque a esta luz entendía que Jesús se había proclamado Dios en vida, y era ver¬dadera su afirmación. Jesús terminó su interpelación aprobando la confesión de divinidad de Tomás: «Porque me has visto, Tomás, has creído. Dichosos los que sin verme han creído.» La alabanza es a la fe, a la fe en su divinidad. Es la fe de Pedro, la fe de la Iglesia en el Colegio apostólico.
Se apareció también a los Doce u Once otras veces, pero podemos decir que son las dos características del Colegio apostólico en bloque y directamente. San Pablo habla después, en las apariciones de orden eclesial, de una aparición a «más de Quinientos hermanos». A primera vista habría que decir que ésta no la narran los evangelios. Pero hay que preguntarse inmediata¬mente- ¿Es posible que los evangelios hayan silenciado tan gran¬diosa e importante aparición, que se puede llamar con propiedad «aparición eclesial»? Cuando san Pablo la menciona, es en la carta a los Corintios primera, escrita en el año 57, a poco más de un cuarto de siglo de la muerte de Jesús: dice que todavía viven la mayor parte de sus componentes. Si eliminamos a los de edad mayor de 75 años, parece que podremos quedarnos entre los que vieron a Jesús en grupo tan numeroso, con hom¬bres de menos de cincuenta años. Y sin duda el grupo de segui¬dores activos de Jesús pudo tener principalmente esta edad: de veinticinco a cincuenta años. ¿Qué aparición es ésta?
Se hace moralmente imposible pensar que los evangelios no hayan hecho alguna mención de una aparición eclesial conjunta tan numerosa, en la que si se añaden, probablemente, mujeres y menores que de aquella edad, pasarían de los quinientos en bastante número, acercándose quizás a los mil. Si examinamos los evangelios con la convicción de que es imposible que hayan silenciado totalmente una aparición de esta categoría, que puede llamarse en verdad eclesial, nos vemos forzados a identificarla con la aparición a la cual los ángeles desde el primer momento recordarán que debían acudir para ver a Jesús en Galilea. Esta mención primera de llamada a Galilea, como lugar de reunión común para todos, nos pone al parecer en la ruta de la verdadera solución.
En Jerusalén era imposible reunir a casi un millar de perso¬nas sin llamar profundamente la atención. En cambio Galilea, ya apartada de las multitudes pascuales, se convertía en lugar apto. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de los discípulos, que habían subido con Jesús a Jerusalén para aquella Pascua, eran galileos (Act 13,31). San Mateo ha narrado estas apariciones en un monte de Galilea, que había sido señalado por el propio Jesús (Mt 28,16). Pasados los días de los ázimos, que eran siete, los discípulos volvieron a Galilea (¿a dónde iban a dirigirse?). Como Jesús les había señalado el lugar, un monte, quizás el propio Tabor de la transfiguración, según la tradición, y con toda seguridad el día, dando tiempo para que todos pudiesen lle¬gar, fueron volviendo en las caravanas pascuales. Parece que anteriormente a esta aparición debe situarse la tercera que narra san Juan, acaecida a Pedro y otros discípulos, entre ellos Juan y Tomás.
Fue junto al lago de Genesaret, donde Pedro desde su casa había recurrido, al menos como costumbre, a su antiguo oficio (y de otros) de pescador. Salieron de pesca nocturna. Pero nada pescaron en la noche. Y al amanecer apareció la figura de Jesús, sin que le reconociesen, en la orilla. Haciendo tornavoz con las manos gritó: «¿Tenéis algo que comer?» (Jn 21,6). Respondie¬ron negativamente, confesando su fracaso. El les señaló la dere¬cha del navio: «Echad a la derecha y encontraréis.» Echaron la red, y tanto pesaba que no podían sacarla para vaciarla en la bar¬ca. Dijo el discípulo amado a Pedro: «Es el Señor.» Al oírlo Pedro se echó al agua nadando, tras ceñirse la ropa fuertemente. La barca lentamente le siguió, arrastrando su gran carga de pes¬ca. Cuando Jesús en la orilla pidió algún pez, para asarlo al fuego que había preparado, Pedro ayudado por otros arrastró la red, y salieron en número dado como exacto (quizás simbólico) ciento cincuenta y tres. Y comieron en silencio ante él, que les miraba sin decir palabra. Furtivas miradas hacia el Señor le reco¬nocían, pero nadie se atrevía a interpelarle. Se puede advertir que 153 es la suma total de los 17 primeros números, donde 10 y 7 son números perfectos, y 153 número pitagórico de 17.
Y tras aquella comida se produjo la célebre escena del prima¬do. Tres veces, en presencia del resto, preguntó Jesús a Pedro por su amor. La respuesta conmovida fue afirmativa, aunque a la tercera, al imponerse el recuerdo de las negaciones, tuvo que acudir a su conciencia segura del amor: «Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo» (Jn 21,17). Las tres veces la respuesta de Jesús a la afirmación del amor era similar: «Pastorea mis corde¬ros, pastorea mis ovejas.» De este modo le constituía en Pastor del rebaño total, en presencia de testigos apostólicos. Ahora que él pronto marcharía al cielo, y se haría invisible, quería dejar un representante visible al frente de su rebaño. Ovejas y corderos, madres e hijos, todo el rebaño entero quedaba bajo el mando de Pedro.
Dejando otros puntos de la escena, nos interesa señalar que creemos hay que situar esta escena del primado antes de la aparición eclesial del monte. Convenía, en efecto, que allí la Iglesia entera, a la que se aparecía Jesús estuviese constituida jerárquicamente. San Mateo dice lacónicamente: «Los Once discípulos fueron al monte señalado por Jesús.» Parece inadmisible, por las razones dichas pensar que estaban solos los Once. Estaba toda la multitud eclesial (los 500), que debía oír la orden de envío en misión sobre la tierra: «Me ha sido dado todo poder en el cielo. Id por el mundo y bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Era toda la Iglesia la que debía tener la segura promesa permanente del Señor: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (28,20).
Esta concepción de tal aparición, como la eclesial de los qui¬nientos, facilita también la explicación de un inciso del narrador: «Viéndole le adoraron, pera algunos dudaron» (Mt 20,17). Aun¬que tal alusión puede en absoluto ser una alusión a las dudas que había habido al principio, aun por parte apostólica, en las apari¬ciones de Jerusalén (Le 24,41; Jn 20,27), no parece posible que ahora dudaran los Once después de la prueba dada a Tomás. En cambio, si en la escena participaban muchos más discípulos, que era la primera vez que veían a Jesús, es explicable la duda. Tanto por lo sorprendente del hecho, como por la distancia a la que necesariamente habían de encontrarse muchos de El, hasta que se fue quizás acercando a cada uno, compartiendo la realidad de la certeza.
Aunque nada más dice, sobriamente, el evangelista, a noso¬tros toca suplir con la imaginación el hecho humano. Para reu¬nirse cerca del millar de personas, tienen que haber precedido numerosos comentarios, de esperanza y de curiosidad. Tiene que haber habido un alto grado de expectación. Y después de la desaparición de Jesús del monte, quedando la multitud maravi¬llada y reunida, ha debido haber numerosos recuerdos y preguntas. No parece inverosímil que fuesen planteadas preguntas, especialmente a la Madre del Señor, sobre la infancia de Jesús, quizás varias tradiciones han provenido de estas conversacio¬nes, pues ya no había motivo para ocultar lo que era gloria del Señor, por quien Ella había conservado cuidadosamente todas estas cosas en su corazón, para revelarlas en el momento oportuno (Lc 2,19,51). Lo conservaba para poderlo declarar cuand llegase el momento (S. BEDA, In Le 2, Homil. in Dom. I Ep.)
¿No se puede pensar lógicamente que el nuevo pastor de la Iglesia visible, Pedro, tuviese una alocución a la multitud, y narrase hechos, poco conocidos de Jesús? Así, la Transfigura¬ción, que no debían contar hasta que El resucitase. La mención de Elias levantó tal vez muchos murmullos, como en la Ascen¬sión (Mt 17,9-11; Act 1,6). Por otra parte, podían ser confirma¬dos por los otros Diez que allí estaban en muchos otros sucesos poco conocidos. He aquí una manera sicológicamente obvia de la tradición, y de sus variantes según los receptores.
Por lo demás, parece también elemental, que Jesús mismo antes de despedirse, convocase a sus discípulos de nuevo a Jeru-salén para el día de la Ascensión, pues volvieron a reunirse, con ocasión de la próxima fiesta de Pentecostés, y comieron con El los Once; y otros bastantes asistieron al glorioso final (Act 1,4-10). Más tarde hablaremos de esta aparición final.
3. El anuncio de muerte a Pedro y Juan
Hemos comentado la aparición de Tiberíades en Galilea, probablemente anterior a la del monte a toda la Iglesia, y del encargo de pastoreo universal del rebaño a Pedro. Pero esta escena, narrada en el capítulo 21 de Juan, que es como un apén¬dice (creemos que de la misma mano del autor del cuarto evan¬gelio: Jn 21,24), nos plantea un problema muy distinto, aunque relacionado con el de la primera escena. En ésta el Señor pide cuenta a Pedro públicamente de su amor principal, para con¬fiarle su rebaño entero.
Pero a continuación indicó a Pedro la muerte con que había de glorificar a Dios, a semejanza de su Maestro, con palabras misteriosas:
«En verdad, en verdad te digo,
cuando eras joven tú mismo te ceñías
(la túnica para salir)
e ibas adonde querías;
pero cuando llegues a viejo,
extenderás tus manos;
y otro te ceñirá (con cadenas)
y te llevará a donde tú no quieras» (Jn 21,18) 74
Es una profecía de Jesús sobre la muerte de Pedro, y para o quede duda sobre ellos, es el propio escritor el que lo declara:
«Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios.» (Jn 21,19)
Pedro en efecto fue crucificado por Nerón, boca abajo según i tradición (lo cual se hacía a veces, cf. Séneca en el sitio de jerusalén), por considerarse indigno de sufrir una muerte igual que su Señor, a petición propia. Esto se indica al decir «extende¬rás tus manos». Hay que tener en cuenta que, si bien Robinson recientemente ha reivindicado para el evangelio de Juan una fecha bastante anterior a las tradiciones, como los años 65-70 (Redating the New Testament, Londres 1976), sin embargo la tra¬dición parece mantener, al menos para la publicación del evan¬gelio de Juan, las fechas tradicionales posteriores, cerca del año 100 (era de edad muy avanzada, Jn 21,23), y desde luego este capítulo 21 adicional, ha sido escrito muy posteriormente en ese caso, cuando Juan era viejo.
Como Jesús, tras indicar a Pedro así misteriosamente la clase de su muerte en cruz, que, en el año en que al fin se escribe este capítulo, ya es un hecho consumado hace tiempo (Pedro murió el año 64, este capítulo se escribe cerca del año 100), añade otra palabra misteriosa relativa a Juan mismo. Algunos creyeron en su inmortalidad y en que el Señor le reservaba hasta su venida segunda. «Pedro dijo, mirando a Juan: Señor, ¿y éste qué?» (Jn 21,21). Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sigúeme» (21,22). Parecía, en efecto, aun¬que no lo decía, que Jesús aludía a su segunda venida. Y al ver su avanzada edad, y dada la propensión a pensar que los grandes sucesos finales los vamos a ver nosotros, los cristianos, dice el evangelista, creyeron que en estas palabras se afirmaba la inmor¬talidad del evangelista Juan, ya que muchos pensaban que era próxima la Parusía. Y Juan, con tranquilo acento, recuerda que Jesus no dijo que no moriría, sino exactamente: «Si quiero que este se quede así hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?» (21,23). (Ver. El Mesías. Jesús de Nazaret, p.91).
Tan serena la interpretación muestra que no hay que atribuir a las palabras de Jesús lo que no han dicho, porque a nosotros nos parece, y también indican de paso que el fin de la segunda venida no es tan próximo como los impacientes desean, lo cual confirma san Pablo: 2 Tes 2,1, quien recuerda qué graves sucesos tienen que preceder a ese día, como de palabra se lo había advertido ya (ib. 2,3-5). Tengamos paciencia con el Señor (2 pe 3,8-10).
4. Las otras apariciones singulares
Después de enumerar las tres fundamentales de los testigos eclesiales (Pedro, los doce, la multitud de quinientos), san Pablo cita otros tres testimonios también fundamentales: el de Santia¬go, otra aparición a «todos los apóstoles», y la suya finalmente. Digamos algo de estas tres de la segunda terna de apariciones. Cuando san Pablo menciona su primera ida a Jerusalén, tras su conversión, pasados tres años (Gal 1,18-19) advierte que perma¬neció quince días con Pedro, y que también estuvo entonces con Santiago. Era Santiago el pariente del Señor, que es estimado por la Iglesia como uno de los Doce, y que quedó al frente de la Iglesia de Jerusalén, cuando Pedro marchó para escapar a la muerte decretada por Herodes. Santiago es una gran figura del cristianismo apostólico. Es notable que las dos series paulinas de testimonios están encabezadas por Pedro y por Santiago, de cuya aparición no tendríamos noticia sino por el testimonio de Pablo. Pero con ambos habló personalmente Pablo (Gal 1,19; 2-9; Act 15-13).
Podemos pensar, obviamente, que tras su encuentro con Jesús en Damasco, que dio tan profundo giro a su vida, al encon¬trarse con Pedro y con Santiago en Jerusalén, les narró su fulgu¬rante encuentro con Jesús que le transformó en apóstol, y que a su vez pidió detalles a Pedro de las apariciones de Jesús resuci¬tado a ellos.
De la de Pedro, además de este testimonio hemos visto que tenemos el de Lucas. Aunque Pedro narraría su encuentro con el Señor en lo que se puede contar, la sobriedad de Pablo sólo ha dicho que fue visto por Ce fas. Y del mismo modo sólo ha dicho que fue visto por Santiago, aunque se ha de pensar que oyó el relato de esta aparición de sus propios labios. Nada más podemos decir de la ternura del encuentro de los dos que en Nazaret habían vivido tanto tiempo juntos desde la infancia, pues eran parientes (hermanos, dicen los evangelios). Pero San¬tiago tenía un papel muy importante que desempeñar en Jerusalén frente de la comunidad cristiana en medio de los judíos, hasta que fue muerto por sus enemigos, según la tradición preci¬ado desde una altura y apedreado, a pesar de su edad.
Luego menciona san Pablo una extraña aparición a «todos los apóstoles», tras haber recordado las apariciones a los Doce, y a los quinientos. ¿Por qué de nuevo se dice «a todos los apóstoles»? Dejamos esta aparición, que pensamos que puede establerse con certeza moral como la de la Ascensión en el Olívete de Jerusalén, la última de todas, para el relato de la Ascensión misma, en otro libro posterior.
Y nos queda, como broche de las apariciones oficiales, la del propio Pablo, convertido de perseguidor en apóstol en Damas¬co No nos detendremos en los detalles. Por tres veces se halla el relato de esta aparición, para él fundamental y verdadera (1 Cor 9,1), en el libro de los Hechos apostólicos. La primera vez introducida por Lucas el narrador, con detalles sobre la venida de Ananías y el efecto posterior, y dos veces en boca de Pablo, una ante los judíos en furiosa sedición, que termina en gritos de muerte, y otra en defensa judicial ante el rey Agripa, presentado por Festo para que juzgue sobre su recurso al empe¬rador y su traslado a Roma (Act 9,1-19; 22,1-21; 26,1-18). Nos basta con hacer notar que las palabras fundamentales de la apa¬rición inesperada son casi textualmente las mismas en los tres relatos, y pueden sintetizarse en éstas:
-«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
-¿Quién eres tú, Señor?
—Yo soy Jesús, a quien tú persigues.»
En dos de los relatos se añade que Jesús le dijo: «Es cosa dura para ti dar coces contra el aguijón», queriendo indicar que ya le estaba llamando interiormente a la puerta del corazón, "ero es la visión directa de Jesús corporal, y las palabras confirmatorias de Jesús sobre su propia identidad, lo que le transfor man en apóstol. Puede bastarnos con esto para nuestro fin .
De hecho basta comprobar que en adelante es contado entre los apóstoles, entre los Doce (ya completos con la elección de Matías), si se quiere a título «supernumerario», como designado por el propio Jesús. Su región propia, tras el acuerdo, es la con¬versión de los gentiles (Gal 2,6-10). Su aparición es reconocida como verdadera. El «ha visto» a Jesús.
Son así estos seis, en dos ternas, los testimonios oficiales que se presentaban, sobre la resurrección de Jesús, a quien habían visto tantos. Y en estos testimonios apoya Pablo su predicación a los de Corinto, diciendo: «Esto es lo que os hemos predicado, y lo que habéis creído» (1 Cor 15,11).
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