domingo, 23 de febrero de 2014

EL CORAZÓN DE JESÚS, SANTUARIO DEL ESPÍRITU SANTO

El Los caminos de Dios que nos conducen a la incorporación en Jesucristo son: la Encarnación y la Redención

Capítulo I: La Encarnación
Dios escogió un ser creqdo al que se entregó todo entero, y por su medio a todos los otros. Ese ser no es tan sólo un hombre divinizado, es un Hombre-Dios. En Él la obra de la divinización llega a su más alta perfección
Las dos naturalezas, la divina y la humana se conservan íntegras en Jesucristo, y no se obra en ellas ninguna confusión, ninguna mezcla. La unión de la humanidad y de la divinidad en Él es puramente hipostática o personal.
Jesucristo reúne en su alma todas las facultades del orden espiritual, como reúne en su cuerpo todas las fuerzas del mundo físico. Cuando vino, pues, la plenitud de los tiempos, bastóle unir hipostáticamente ese pequeño mundo a la persona del Verbo, para que el universo entero, que se resume en el hombre, fuera divinizado en el Hombre-Dios.

Capítulo II: La Redención Dios quiso que los hombres fuesen sus hijos, que heredasen su dicha en la eternidad, y que, para merecerla, viviesen su vida en la tie¬rra. Para realizar ese plan enviónos su Hijo.
Antes de comunicarles su vida divina, de distribuirles sus gracias, de hacerles herederos de la felicidad celestial, era necesario que el Verbo Encarnado saldara sus inmensas deudas.
El primer obstáculo que debía superar Jesucristo es la muerte causada en las almas por el pecado original. Primer oficio impuesto al Corazón de Jesús: reparar la rebelión de nuestro primer padre.
El segundo obstáculo es la muerte del pecado actual, cuya responsabilidad únicamente pesa sobre cada uno.
Estos dos pecados son naturalmente irreparables. Los dos tienen la virtud de quitar al hombre la vida sobrenatural. Por otra parte, todo pecado ultraja a Dios: el ultraje sube de punto en proporción de la dignidad de la persona ofendida, mien¬tras que el honor se mide según la dignidad del que lo hace. Aquí tenemos una persona ofendida cuya dignidad es infinita, mientras que el ofensor está a una distancia infinitamente infe¬rior a Él.
El tercer obstáculo: la incapacidad de la víctima en orden a la expiación.
El amor del Corazón de Jesús a los hombres allanó los obstáculos que parecían insuperables.

Capítulo III. La gracia
Por la Encarnación trajo el Corazón de Jesús al corazón de nuestra naturaleza la vida divina; por la Redención nos alcanzó el poder de recibirla. Hacía falta comunicar esa vida a cada uno de nosotros, como la ha comunicado en su propia persona, a nuestra naturaleza; aplicar a cada hombre los méritos de la sangre divina, derramada en el Calvario por toda la humanidad; hacer participantes a todos los miembros de ese gran cuerpo. Una vez alcanzada esta meta, la obra del Verbo Encarnado estará acabada.
La vida es el estado de un ser que posee en sí mismo el poder de moverse. La vida de la gracia, que nos hace cristianos, es una vida ver¬daderamente divina. La vida divina es la capacidad de producir movimientos y actos di¬vinos. El niño cristiano verá el interior mismo de Dios; podrá conocerle en la Trinidad de personas, acá abajo con la luz de la fe, y más tarde con toda la magnificencia de la clara visión. Por lo mismo que conoce a Dios con su propia luz, ámale con su propio amor. Amará a Dios como a un buen Padre; temerále no con temor servil, sino filial, que teme la ofensa mucho más que el castigo.
Tenemos en nosotros algo que en realidad es divino; pero como esta divinidad no es en nosotros sino un excelente accidente, y no afecta a nuestra subs¬tancia, estamos lejos de ser dioses con el mismo título que Jesucristo.La divinidad del cristiano es, pues, muy dife¬rente de la de Jesucristo, pero su divinización no deja de ser muy real. No somos dioses en el rigu¬roso sentido de la palabra, pero sí realmente deificados.
La palabra «deificación» expresa mejor que «sobrenatural» el estado del cristiano en gracia.
La palabra sobrenatural no tiene la misma claridad, porque puede referirse a los dones o a las operaciones que exceden las fuerzas y exi¬gencias de la naturaleza humana, sin que necesariamente diga relación a la elevación de ésta al estado divino.
La gracia nos hace participantes de la naturaleza divina.
La gracia habitual es realmente un don sobrenatu¬ral que nos hace participar de la naturaleza divina. Por naturaleza divina hay que entender aquí la perfección primitiva y primordial que es como la raíz de los atributos de Dios y el principio de sus operaciones; porque, por naturaleza de las cosas, no han entendido otra cosa los filósofos que el grado de cada ser, del cual se derivan sus propiedades y operaciones. Ahora bien, la gracia santi¬ficante copia en el alma esa perfección primitiva y primordial que nosotros concebimos como principio de Dios.
La gracia no es una virtud, ni una substancia, sino la naturaleza divina participada que produce en el alma del cristiano una cualidad, un hábito. De donde se sigue que la gracia está más bien en la esencia del alma que en sus facultades.

Capítulo IV la gracia y el Corazón de Jesús
La gracia de Dios llena plenamente el alma de Jesucristo
Todo reclamaba en Nuestro Señor esta plenitud: su inteligencia, destinada a penetrar lo más íntimo de los misterios, hasta el corazón de la divinidad; su voluntad que debía amar a Dios con un amor sobrenatural, cuya longitud, latitud, altura y pro¬fundidad exceden toda concepción; su naturaleza humana que, vivificada, no destruida, por la per¬sona del Verbo divino, debía subsistir toda entera.
¿Cuál es este trono de gracia? El Corazón de Jesús, porque en Él reina la caridad; en Él, por consiguiente, tiene su asiento la gracia.
El Corazón de Jesús es la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna, es a saber, de la gracia; esta fuente fue abierta en el Calvario por la lanza de Longinos; todos los que deseen sacar la gracia acerqúense, pues, al Corazón de Jesús.
Las revelaciones de Santa Margarita María: «Mi Divino Corazón está tan apasionado de amor a los hombres que, no pudiendo contener en sí mismo las llamas de su ardiente caridad, se ve precisado a comunicárselas y a ma¬nifestarse a ellos, para enriquecerles con sus pre¬ciosos tesoros».
«El amable Corazón de Jesús tiene un deseo infinito de ser conocido y amado de sus criaturas, en las cuales quiere establecer su imperio como fuente de todo bien, con el fin de mirar por sus necesidades.
»Lo digo con toda aseveración que, si supiéra¬mos cuan agradable es a Jesucristo esta devoción, no habría cristiano, que por poco amor que sin¬tiera hacia el amable Redentor, no la practicara. Nuestro Señor reserva tesoros incomprensibles para los que se emplearen en establecerla.
»Hame prometido con frecuencia que los que fueren devotos de su Sagrado Corazón no perecerán jamás y que, como Él es la fuente de todas las bendiciones, distribuirálas con generosidad en donde fuere expuesta la imagen del amable Corazón para ser amado y honrado». Cristo autor de la gracia
La Sagrada Escritura repite que Nuestro Señor es la fuente de la gracia; que la gracia y la verdad han sido hechas por Jesucristo; que Dios da su gracia por su Hijo muy amado. Por íntima que sea en Nuestro Señor Jesucristo la unión del Verbo con la humanidad, es evidente que sus operaciones divinas permanecen completamente distintas de las humanas.
En el orden sobrenatural nada podemos sin la gracia.
Concilio de Orange: «Si alguno defiende que el comienzo de la fe... por la cual creemos en Aquel que justifica al impío... no es efecto del don de la gracia, sino que nos viene naturalmente, se opone a los dogmas apostólicos». No hay una sola obra del orden natural que pueda merecer la gracia, no solamente de con¬digno, pero ni siquiera de congruo.
Jesucristo nos mereció la gracia.
El Verbo, en todo igual a su Padre obrará un prodigio que le permitirá realizar al mismo tiempo las condiciones requeridas para el mérito. Desciende del cielo y une la naturaleza humana a su naturaleza divina en la unidad de persona. Desde entonces, el Hombre-Dios, hombre perfecto, Dios igual al Padre y al Espíritu Santo, posee to¬das las cualidades requeridas para el mérito, ele¬vadas al más alto grado de perfección.

Capítulo VI.- El Corazón de Jesús santuario del Espíritu Santo
Antes de exponer este capítulo importante de la obra del P. Ramiére S.J., convien recordar lo que dice El P. Orlandis S.J. en su escrito "Pensamientos y Ocurrencias". Explica que en la devoción al Corazón de Jesús hay tres etapas: Las revelaciones a santa Margarita, los escritos y las empresas del P. Enrique Ramiére; y santa Teresita de Lisieux. En relación con los escritos y todas las obras del P. Ramiére, dice que en ellos propone todo un sistema de ciencia espiritual y de sociología sobrenatural.
Este sistema puede reducirse a po¬cas verdades fundamentales y aun cifrarse en dos principios, que son: el primero, el Corazón de Jesús es el centro de toda vida cristiana y espiritual, por ser fuente y origen de todas las gracias y dones que Dios hace al hombre, de todos los beneficios que le otorga en orden a su santificación y divinización; el segundo: el Corazón de Jesús es principio único y divinamente eficaz de toda restauración y renovación social en el reinado de su Amor.
Nótese que en la doctrina del P. Ramiére es sustancial la relación íntima que descubre entre la devoción al Corazón de Jesús, tesoro y fuente manantial de todas las gracias y la devoción a la Persona Divina del Espíritu Santo. Gracia increada, como dicen los teólogos, Don primordial e infinito de Dios, que recibimos en la justificación y en la santificación. Esta relación que abiertamente hace resaltar el P. Ramiére, la vemos ya insinuada en las revelaciones de Paray.


Testimonio de San Juan Bautista acerca de la comunicación del Espíritu Santo hecha por el Padre al Hijo.
San Juan Bautista responde a sus discípulos: «No puede el hombre recibir algo, si no le fuere dado del cielo. (…) El que ha recibido su testimonio confirmó que Dios es verdadero. Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla: porque Dios no le da el espíritu por medida. El Padre ama al Hijo y todas las cosas puso en sus manos».
Aprovechamos esta ocasión para relacionar la devoción al Sagrado Corazón con la devoción al Espíritu Santo.
Los cristianos si son hijos de Dios, si tienen algún derecho a la he¬rencia del cielo, débenlo a la íntima morada del Espíritu Santo en su alma; por Él viven de la vida divina, Él debe ser su maestro y guía, y la íntima unión entre ellos y Él es la norma que indica el grado de su adelantamiento en la santidad.
¿Qué es el Espíritu Santo?
El Espíritu Santo es el amor substancial del Padre y del Hijo; y puesto que, en el lenguaje hu¬mano, el corazón es la expresión del amor, podría llamarse al Espíritu Santo el corazón de la divinidad.
Al conocerse Dios, produce una ima¬gen de sí mismo exactamente igual a Aquel por quien ella es producida, el Verbo, la segunda per¬sona de la Santa Trinidad. Pero no le basta a Dios el conocerse. Su vida no sería ni perfecta ni feliz, si al pleno conocimiento de la verdad no se jun¬tara un pleno amor de su bondad.
El Espíritu Santo es el término eterno de ese eterno amor por el cual se ama Dios a sí mismo, y por el cual ama en sí mismo todo lo amable. El Espíritu Santo es, pues, como el sello de la per¬fección divina.
Dios es «amor»; consecuencia práctica.
San Juan definió a Dios con una sola palabra: ¡Dios es amor!, Deus caritas est! Cuando quera¬mos saber cómo podremos perfeccionar en nosotros la imagen de Dios habremos de dirigirnos al Divino Espíritu para que nos enseñe a amar como Dios ama.
Si el amor del bien no es en nosotros igual al conocimiento de la verdad, no viviremos más que a medias.
Fin de la providencia de Dios con respecto a la humanidad: comunicable su Espíritu.
Toda la providencia de Dios sobre la humanidad ha tenido por blanco la comunicación del Divino Espíritu a los hijos de Adán. Después de haber formado su cuerpo del limo de la tierra, nos dice la Sagrada Escritura que sopló en su rostro un soplo de vida. Este soplo puede referirse al alma, que anima el cuerpo y le hace vivir una vida a la vez animal y racional. Pero podemos también entenderlo del verdadero Espíritu de Dios, principio de la vida sobrenatural que Adán recibió al mismo tiempo que la natural, y que debía trasmitir con ella a todos sus descendientes.
El Espíritu de Dios se comunica en toda su plenitud al Corazón de Jesús
Hay otro motivo que exige que la vida del Divino Espíritu sea plenamente comunicada al alma santa del Salvador, y es: que su Divino Corazón ha de ser la fuente que ha de distribuir esa vida por el mundo. Si la humanidad entera es el templo que el Espíritu Santo se construye para sí en la sucesión de los tiempos, el Corazón de Jesús es el santuario de ese templo.
En el Corazón de Jesús, pues, había el Espíritu de Dios puesto su morada, y desde ella dirigía todos los movimientos de la santa humanidad.
El Corazón de Jesús nos comunica el Espíritu Santo y por ende la vida divina.
El Divino Espíritu, que hace del Corazón de Jesús su templo privilegiado en donde obra prodigios de virtud, quiere también venir a nosotros, pero el Corazón de Jesús nos lo comu¬nica.
No puede dudarse que la gracia nos viene del Corazón del Hombre-Dios. Pues así como el Espíritu de Dios es nuestra vida en cuanto da a nuestra alma la vida de Dios, de la misma manera el Corazón de Jesús es nuestra vida en cuanto que sólo Él puede comunicarnos el Espíritu de Dios. Él es la única fuente de la que el Divino Espíritu puede derramarse sobre las almas.
Y no sin razón atribuímos especialmente al Di¬vino Corazón de Jesús esta prerrogativa de ser la vida de nuestras almas; porque el corazón, como ya sabemos, es el órgano del amor. El Espíritu de Dios, que es el amor substancial del Padre y del Hijo, habita, pues, en el Corazón de Jesús como en un santuario privilegiado, y de Él, por consiguiente, se distribuye en nuestras almas. El Corazón de Jesús es la fuente de la gracia.
La gracia no es otra cosa que la vida sobrenatural producida en las almas por su unión con el Espíritu Santo. De la manera que la vida de nuestro cuerpo resulta de su unión con el alma, de la misma suerte la vida de nuestra alma, que es la gracia, resulta de su unión con el Espíritu de Dios. El Corazón de Jesús es el Corazón de la Iglesia y del cristiano.
Todas las veces que hacemos un acto so¬brenatural estamos bajo el influjo actual y presente del Corazón de Jesús; si el Divino Corazón no tocara nuestro corazón, no podríamos ni creer, ni esperar, ni amar, ni hacer sobrenaturalmente el menor sacrificio, ni ganar el más insignificante mérito. El más pe¬queño acto sobrenatural en el último de los cristianos no es mas que la repercusión de los movimientos del Corazón de Jesús. Este Divino Corazón es, pues, verdaderamente el Corazón de la Iglesia.
El Espíritu de Dios, que el Corazón de Jesús nos comunica, no se une a nosotros de tal manera que forme con nosotros una persona. Su unión con nuestra alma es menos estrecha que la unión de nuestra alma mn cuerpo; pero es mucho más íntima, puesto que el Divino Espíritu penetra mucho mejor todas las facultades de nuestra alma, que penetra ésta los miembros de nuestro cuerpo.
Pero principalmente es mucho más indisoluble. Cuando el Corazón del Divino Salvador ha tomado un alma y se la ha unido por los bienes del amor, no hay, ni en la tierra, ni en el infierno, poder capaz de arrebatárselo; sólo ella puede destruir en sí la vida divina por el más horroroso de los suicidios.

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