“EL MESIAS DE ISRAEL EN LOS EVANGELIOS”
La expectación del Mesías en los Evangelios
Llegamos ya al punto central del origen de la fe en la divinidad de Jesús.
Estos evangelios quieren darnos y nos dan los hechos y las palabras de Jesús, no precisamente en forma de una vida ordenada cronológicamente, sino a manera de un poderoso retrato de su personalidad a través de sus hechos y palabras. Sin embargo, son hechos reales y palabras verdaderas, como indica el propio Lucas en el prólogo de sus evangelios, que es tan conocido (Lc 1, 1-4) y en los Hechos apostólicos, donde testimonia su voluntad de narrar en evangelio “hechos y palabras” de Jesús (Ac 1, 1). Asimismo en Juan se da testimonio de contar cosas que han sido vistas y vividas (Jn 19, 35; 20, 8; 1Jn 1-3)
Queda, sin embargo, en todo caso, como ya hemos indicado, la pregunta de si estas palabras son o no fielmente redactadas, o si han sido modificadas al proclamar la fe de los propios escritores.
“La santa Madre Iglesia firme y constantemente han creído y cree que los cuatro evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios hizo y enseñó realmente (Vaticano II, Dei Verbum, de la revelación, nº 19)
Ahora vamos a recoger de los textos evangélicos lo que de ellos dicen que Jesús hizo o dijo.
La expectación del Mesías en tiempo de Jesús
El Mesías anunciado en el Antiguo Testamento. Una grande esperanza había florecido desde el comienzo en el pueblo de Dios Israel.
Dios Padre anuncia a Adán y Eva, los desgraciados pecadores, que aquella guerra que la Serpiente del Mal ha emprendido en el paraíso contra el hombre y la mujer, terminará con la victoria de un Descendiente de la Mujer. Es el primer anuncio brillante del futuro Mesías o Rey vencedor, hombre verdadero y descendiente de una mujer de la raza adámica (Gal 4, 4)
“Pondré enemistades entre ti, oh Serpiente, y la Mujer, y entre tu descendencia y la suya. Este (Descendiente de la mujer) aplastará la cabeza, mientras tú pones asechanzas a su talón” (Gen 3, 14-15)
Cuando en Abraham queda concretado en un hombre el nuevo origen del pueblo elegido por Dios, anuncia Yahvéh que un descendiente del patriarca dominará el mundo como rey. Son las famosas promesas hechas a Abraham (Gn 12, 2-3; 13, 14-17; 18, 18; 22, 16-18 en el sacrificio de Isaac)
El profeta Natán, ya instaurado el reino de Israel en el rey David, anuncia al rey que el Mesías surgirá en su familia, y que su trono será permanente y aun eterno (2 Sam 7, 11-17; cf Lc 1, 32). Finalmente, la gran serie de profetas de Israel y de Judá, después de Salomón, pronunciará numerosos oráculos (…) sobre el futuro Mesías, Rey de Israel.
Mesías (palabra hebrea) significa, lo mismo que Cristo (palabra griega), el Ungido, que es el nombre dado a los reyes (Jn 1, 41). Pero además de Rey, este Mesías era concebido por los profetas como profeta y sacerdote. Era un Mesías religioso, además de político, y en realidad primaba sobre este aspecto aquél.
Entre los llamados con razón Salmos mesiánicos, porque anuncian al Mesías con notable claridad, varios cantan la realeza del Mesías-Rey (Sal 2, 6; 44, 71), y lo mismo debe decirse de algunos textos proféticos (Is 9, 6-7; Jer. 33, 14-14; Ez 17, 22-24; Dan 7, 13-14; Zac 9, 9)
El Mesías será , además, constituido por Yahvéh Juez de los hombres (Sal 2; Sal 71, 2) Y por él Dios hará una nueva Alianza santa con su pueblo (…) (Is 55, 3-4)
Se debe notar que el Mesías previsto por los profetas de Israel no era simplemente un Mesías político, Rey de Israel, como David o Salomón, sino que tenía un carácter religioso y aun trascendente. Su reino, según los profetas, será un reino de carácter profundamente religioso, una nueva alianza con Yahvéh, con nuevo culto y nuevo sacerdocio, nueva doctrina más perfecta, y tendrá carácter de universalidad y eternidad (los profetas anunciaron este Mesías religioso con nuevo sacerdocio y culto – Sal 2, 44; 109; Zac 6, 12-15; Jer 31, 31-40; Is 2, 1-5; 66, 19-23; Jer 3, 14-17; Mal 1, 11).
Signos de la expectación mesiánica en tiempo de Jesús
El tiempo en el que nació Jesús de Nazaret fue de expectación mesiánica universal, atestiguado por historiadores romano y judíos (1ª p. c. 1).
En primer lugar tenían presente la profecía de Jacob al morir bendiciendo a sus hijos (Gn 49, 10) “No faltará de Judá el cetro. Ni de entre sus pies el báculo. Hasta que venga aquel cuyo es. Y a él darán obediencia los pueblos”
El segundo apoyo para creer llegada la época mesiánica era el del nuevo templo de Jerusalén, edificado por Zorobabel después de la vuelta de Babilonia, tras el decreto de Ciro. Nuevamente tras las expoliaciones de Antíoco Epifanes, Judas Macabeo restauró el tempo en su culto y altar, profanado por Antíoco (1 Mac 4, 36 ss.),
La obra de restauración y engrandecimiento del Templo por Herodes, se continuaba en tiempo de Jesús, como lo muestra un pasaje de san Juan (Jn 2, 20), y no había de terminarse hasta el año 64, siendo de nuevo destruido por los romanos hasta los cimientos el año 70.
Y, en fin, tal vez el fundamento más directo de la expectación de Israel debía ser la célebre profecía de las setenta semanas de años del profeta Daniel, que tenían bien presente.
El anciano Simeón es una clara muestra de tal esperanza. Pues había recibido promesa divina, dice san Lucas, de que no moriría “sin haber visto antes al Cristo del Señor” (Lc 2, 26),
Los dos evangelistas de la infancia nos han dado otros datos de esta expectación. Pues en Lucas el ángel que aparece a los pastores les anuncia “un gozo grande para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 11).
Investigaban el nacimiento del Cristo. Herodes recurrió a los escribas para obtener la respuesta sagrada, que era en Belén de Judá, y toda la escena muestra que en el ambiente existía la expectación.
Podemos afirmar que después de la construcción del nuevo Templo (…) el profetismo sólo da sus últimas luces en Malaquías (s V aC) y al final de la época persa los profetas Joel y Jonás (s. IV aC). No hay profetas en Israel desde hace cuatro siglos, cuando aparecen Juan Bautista y Jesús de Nazaret.
Hay otro dato significativo. Los libros sagrados han cesado de producirse desde hace como un siglo (…) Hasta la aparición del Bautista y de Jesús pasará un siglo sin ningún autor inspirado, y en realidad el prodigio de la Biblia judía ha terminado definitivamente. Ya no volverá a escribirse ningún libro más. El año 70, con la dispersión judía, acabará con toda esperanza, y el canon judía.
Supuesta tal interrupción sagrada de oráculos divinos, y especialmente de figuras proféticas desde hacía cuatro siglos, la aparición de Juan Bautista suscitó una inmensa conmoción popular. Hay la sospecha de que pueda ser el Cristo, el Mesías esperado (Jn 1, 20).
“¿Quién dicen las gentes que soy yo?” y la respuesta de los apóstoles anterior a la confesión de Pedro, sabemos que entre la gente había diversas y confusas opiniones sobre Jesús. Unos pensaban que podía ser Elías, cuya vuelta se esperaba, otros que un profeta (Mt 16, 14; Mc 8, 28; Lc 9, 19). Pero, en el fondo, la cuestión latente de su misterio era acerca de su mesianidad. Las turbas asombradas – antes sus milagros – decían “¿No será este el Hijo de David?” (Mt 12, 23).
Es Juan quien nos ha dejado la más concreta referencia a estas graves preguntas del pueblo que rodeaban a Jesús. En la fiesta de las Tiendas del segundo año de su predicación los rumores crecieron sobre él. Las gentes se preguntaban admiradas: “¿Cuando venga el Cristo hará más milagros que los que éste hace?” (Jn 7, 31), tanto que los fariseos y príncipes tomaron la decisión de prenderle (Jn 7, 32),
“Si tú eres el Cristo, dínoslo. ¿Hasta cuándo nos vas a tener en la duda?” (Jn 10, 24)
El propio Pilato dará testimonio de esta expectación diciendo: “Este, que es llamado del Cristo” (Mt 27, 17.22)
A esta conmoción popular podríamos referir más directamente el caso de la Samaritana, que narra Juan.
“¿Dónde hay que adorar a Dios, en Jerusalén o en Garizim, como creemos los samaritanos?”; y ante la profunda respuesta de Jesús trata de evadirse con esta apelación a la llegada próxima del Mesías: “Ya sé que viene el Mesías o Cristo. Cuando él venga, nos anunciará todas estas cosas” (Jn 4, 25)
Los demonios que él expulsaba de los posesos daban testimonio de su dignidad mesiánica (y aún más de la divina) diciendo: “Sé quién eres, Jesús de Nazaret, el Santo de Dios (Cristo)” (Mc 1, 24; Lc 4, 34), como en el caso de Cafarnaúm, primero de todos. O como en el de los Egrésanos que le proclaman “Hijo del Altísimo” (Lc 8, 28; Mc 5, 7; Mt 8, 29)
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